La escala se detuvo, girando y balanceándose. Jabari miraba hacia arriba, tratando de ver quién la había arrojado. Apuntó al aire con su pistola.
Richard no pudo ver a qué apuntaba. Pero sí advirtió un hecho curioso: el escalón inferior de la escala (el objeto pesado que hacía que se desenrollara del todo) era una negra escopeta de corredera.
Mientras Jabari se preocupaba intentando identificar amenazas en lo alto del acantilado, Richard dio un paso adelante, cogió el arma, quitó el seguro, y tiró levemente hacia atrás de la pieza delantera para poder ver la recámara. Ya había una bala cargada.
Manejar el arma no era fácil debido a las sacudidas de la cuerda y las ramas de las que colgaba, pero, a tres metros de distancia, eso no iba a ser una operación que requiriera precisión de todas formas. Se llevó la culata al hombro y apuntó a Jabari.
El movimiento finalmente llamó la atención del egipcio. Miró a Richard. Al mismo tiempo empezó a bajar la pistola. No lo suficientemente rápido para crear ninguna diferencia.
—Lo siento —dijo Richard, mientras se miraban a los ojos. Entonces apretó el gatillo y le voló a Jabari la cabeza.
Seamus había desarrollado una serie de instintos sobre tiempo y planificación que debían mucho a su educación en Boston y sus destinos en rebosantes megaciudades del Tercer Mundo como Manila, lo que quería decir que siempre esperaba que hicieran falta horas para llegar a cualquier parte. Esa costumbre hizo que se sintiera cómicamente perdido en Coeur d’Alene a las seis y media de la mañana. Llegaron al aeropuerto municipal en menos tiempo del que las ventanillas del todoterreno tardaron en librarse de la escarcha. Los helicópteros estaban justo a la entrada. Había dos, uno grande y uno pequeño, estacionados delante de una oficina portátil. Delante estaba aparcada una camioneta, de cara al helicóptero grande, los faros encendidos, proporcionando iluminación suplementaria a un hombre con una chaqueta de piloto azul marino que estaba tumbado de espaldas bajo el panel de instrumentos, las piernas colgando, mientras manipulaba unos cables.
—Nunca es buena señal —observó Seamus, y aparcó delante de la oficina portátil.
Por el aspecto y el estilo del lugar quedó claro que no era un negocio para hacer felices a los turistas: su medio para ganarse la vida era transportar clientes de la industria maderera. Cuando eso fallaba, aceptaban alegremente llevar a la gente de paseo. El cien por cien de su presupuesto para esa parte del negocio había sido invertido en imprimir el folleto. Lo cual era una decisión completamente racional, ya que cuando los clientes aparecían y descubrían lo cutre que era el negocio, ya habían tomado su decisión. Nadie, tras haber llegado tan lejos, iba a darse media vuelta simplemente porque no sirvieran café con leche y bollitos en una zona de espera decorada con gusto.
Yuxia estaba a favor de arrastrar por los tobillos al hombre de la chaqueta azul marino, pero Seamus la convenció de que a la larga todo saldría mejor si lo dejaban terminar su trabajo. Hacía un frío sorprendente. Permanecieron sentados en el coche y dejaron el motor en marcha hasta que se calentó. Al cabo de un rato el hombre salió del helicóptero y se puso en pie, sujetando una caja electrónica con un conector colgando.
Seamus se bajó del todoterreno y lo saludó.
—Buenos días, Jack. —Los apellidos no se usaban mucho en esas tierras.
—¿Es usted Seamus? Lo noto por el acento.
Jack era probablemente ex militar, y ahora llevaba una barbita rojiza perfectamente recortada bajo un rostro redondo, algo regordete.
—¿Problemas eléctricos?
—Creí que sería una reparación rápida y que ya estaríamos en el aire —dijo Jack, agitando la caja—, pero los conectores no encajan.
—La tecnología no funciona como se supone. Qué sorpresa.
—De todas formas, ¿cuántos son? —Jack dirigió la mirada hacia el todoterreno—. Iba a meterlos en el 300 —medio se volvió y señaló con la cabeza al más pequeño de los dos helicópteros—. Es un poco menos cómodo, pero si no les importa...
—En absoluto —contestó Seamus—. ¿Pero cuántos pasajeros admite?
—Dos. Tal vez tres apretujados.
—Y el grande queda definitivamente descartado.
—El 500 no va a volar hoy.
—Un segundo.
Seamus volvió al todoterreno.
—Cambio de planes —anunció—. El helicóptero grande está estropeado. El pequeño solo puede llevar a dos o tres de nosotros. Uno o dos tendrán que quedarse en tierra y esperar.
—Obviamente, yo no quepo en esa cosa —se ofreció Csongor, mirando incrédulo al 300—. No me gustaría de todas formas.
Yuxia había empezado a dar botes en su asiento, temiendo que la dejaran atrás. Parecía como si estuviera dispuesta a saltar del coche, echar a correr y agarrarse a los patines del helicóptero. Marlon, al darse cuenta, miró a Seamus y dijo:
—Yo me quedaré y usaré la wi-fi.
Durante la espera había tomado prestado el portátil de Seamus, había conectado con una cuenta que Seamus le había abierto, y había descubierto una red no segura que salía de la oficina portátil.
Seamus quitó el contacto, apagando el motor, y luego volvió a girar la llave en la posición accesoria para que el portátil tuviera corriente del enchufe del encendedor de a bordo.
—¡Nada de hacer tonterías! —les advirtió. Luego le hizo un gesto a Yuxia, que saltó a tierra.
Antes de despegar, discutieron el plan de vuelo y el tiempo del viaje. Jack calculó cuarenta y cinco minutos en cada sentido para cubrir los ciento veinte kilómetros hasta la zona que Seamus quería ver, más otra media hora o cuarenta y cinco minutos para sobrevolarla y echarle un vistazo. Eran las siete menos cuarto. Deberían estar de regreso a las nueve, nueve y media como mínimo.
Los asientos traseros del 300 eran decididamente estrechos, y Seamus se alegró de que Marlon hubiera decidido no venir. Después de unas indicaciones de seguridad muy superficiales, metieron a Yuxia detrás y Seamus ocupó el asiento del copiloto delante. Aquel aparato no ganaría ningún premio de espacio ni comodidad, pero no era peor que otras situaciones que Seamus había tenido que soportar continuamente en su carrera.
Jack caminó alrededor del helicóptero haciendo algunas comprobaciones previas. Csongor se bajó del todoterreno para ver el despegue. Jack subió, le entregó unos cascos ajados pero en funcionamiento a Seamus y Yuxia, y luego se puso unos más bonitos. Los conectó al sistema intercomunicador del helicóptero e hizo una comprobación de sonido.
Después de una lacónica conversación con el control del tráfico aéreo local, Jack puso el motor en marcha y las cosas se volvieron muy ruidosas y muy ventosas durante unos momentos. Mientras los miraba desde no muy lejos, Csongor encogió los hombros y desvió la mirada. El suelo quedó atrás. El 300 dio un brinco y empezó a ganar velocidad y altura, dirigiéndose hacia el norte.
Había algunas preguntas por hacer respecto a cómo podría Richard subir por la escala mientras empuñaba la escopeta y la pistola semiautomática (una Glock 27) que le había quitado al egipcio muerto en la base del acantilado. No era el tipo de pregunta que le dejara rascándose la cabeza todo el día, pero sí para frenarlo un poco. La Glock no tenía palanca de seguro: el seguro estaba en el gatillo. Teóricamente, no podía dispararse por accidente. Richard se la metió en el bolsillo del chaquetón y corrió la cremallera, pues no quería que el arma se cayera durante el ascenso. En algún momento de toda aquella excitación se le había caído la navaja: lo recordó cuando notó algo duro bajo la suela de la bota. Apartó el pie y recuperó la herramienta del frío y húmedo suelo, luego se puso a tensar las dos cuerdas de paracaídas que aseguraban la escopeta a la parte inferior de la escala. Una de ellas estaba atada al cañón, justo detrás de la pequeña perla de latón que servía de punto de mira del arma, y el otro alrededor de la parte más estrecha de su negra culata, cerca del seguro. Colgando del arma había un complejo de telarañas de nylon negro que su mente saturada procesó e identificó como algún tipo de arnés o cinta táctica. No tuvo tiempo para deducirlo ahora así que simplemente metió un brazo y confirmó que no iba a caerse. Entonces alzó una rodilla, extendió los brazos, y aplicó su peso a la escala.
Le pareció arriesgado en exceso, algo que nunca habría hecho si no tuviera a una camada de furiosos yihadistas armados corriendo hacia él a través del bosque. O al menos asumió que estaban haciendo eso: el estampido de la escopeta le había embotado los oídos, y no podía conseguir mucha información escuchando. La cuerda tenía un octavo de pulgada de grosor. Su fuerza, la tensión, sería suficientemente alta para que con dos hilos soportaran su peso (algo más de ciento veinte kilos) en teoría. Pero si estaba dañada, o los nudos de Zula no aguantaban...
Daba igual. Empezó a escalar. O, más bien, empezó a tirar de los peldaños hacia él. La cuerda era fina y no soportó su peso al principio. Pero después de un par de intentos los peldaños empezaron a empujar contra sus pies y contra sus dedos y notó que la cara del acantilado se movía hacia abajo. Cuando ganó unos tres metros de altura, tuvo la tentación de girar la cabeza y mirar hacia el río para juzgar el avance de los yihadistas, a quienes suponía corriendo en esa dirección desde que oyeron el disparo. Pero no pensó que le fuera a servir de nada y por eso trató de concentrarse en el ascenso. Escaló unos cuantos peldaños más y entonces se arriesgó a mirar hacia arriba. La cima del acantilado parecía descorazonadoramente lejana. Había perdido de vista a Zula. Pero entonces algo se movió allá arriba y él advirtió que la había estado mirando todo el tiempo: estaba tendida boca abajo con la cabeza apenas asomando en lo alto de la escala, perdida en el ruido visual del bosque que se alzaba sobre su cabeza. La luz brillaba en las lentes de sus gafas. Estaba mirando el terreno de más abajo, y lo que veía la ponía nerviosa.
—¡Lánzame la pistola! —gritó.
Richard se detuvo, se apoyó contra la húmeda roca de la cara del acantilado, se palpó el costado hasta que sintió la dura forma de la pistola que llevaba en el bolsillo, descorrió la cremallera, sacó el arma y la arrojó hacia arriba, extendiendo el brazo hacia fuera todo lo que pudo y poniendo todo su empeño en el lanzamiento. No quería ver el arma caer ante él un momento más tarde. El rostro de Zula se alzó mientras la seguía, y luego se puso a cuatro patas y desapareció de la vista.
Hasta el momento la gravedad había sujetado a Richard contra la cara del acantilado, que no era completamente vertical. Pero entonces llegó a una concavidad, creada por un grueso labio de roca que sobresalía levemente, quizás a unos cuatro metros por encima de él. Trepar por la escala de cuerda se hizo mucho más difícil a medida que sus pies empujaban hacia el vacío, haciendo que todo su cuerpo se inclinara hacia atrás y quedara colgando de los brazos, casi rectos. Su avance se redujo de manera considerable, y empezó a escalar con algo rayano al pánico, tan ansioso estaba por superar esa parte de la escalada y superar aquel reborde, donde imaginaba que podría quedar protegido de quien pudiera dispararle desde la base del acantilado. Sus movimientos se hicieron entrecortados y empezó a oscilar. Demasiado tarde vio que el filamento de cuerda del lado izquierdo rozaba con un afilado borde de roca que sobresalía por encima de él.
La roca estaba casi a su alcance, unos dos peldaños por encima, cuando sintió que la cuerda se rompía. La escala se convirtió en un solo filamento de cuerda de paracaídas con una serie de palos colgando. Richard osciló a la derecha y todo su cuerpo rotó sin control, haciendo que el mundo girara a su alrededor y permitiéndole ver la orilla del río abajo: matorrales agitándose salvajemente mientras los yihadistas se abrían paso entre ellos, llamando a Jabari a gritos. Más lejos pudo ver una alta figura que se subía a un enorme tronco caído para ganar altura y ver mejor lo que ocurría. Era Jones. Su mirada se dirigió al brillante chorro de sangre donde había caído Jabari, y luego ascendió por la escala de cuerda hasta que sus ojos se cruzaron con los de Richard.
Richard no era de los que retiran la mirada en un enfrentamiento, pero en este momento tenía otras preocupaciones, así que pataleó para girar, y luego siguió agitando las piernas hasta que atrapó un peldaño caído entre los tobillos, y enderezó las rodillas mientras tiraba con todas sus fuerzas con ambos brazos. Escaló mano sobre mano hasta una posición superior, alzó las rodillas, restableció su presa con los tobillos, y repitió el procedimiento.
Algo zumbó junto a él y en el mismo instante causó un brusco sonido contra la roca de la pequeña concavidad. Luego se repitió un par de veces más, y oyó las detonaciones de un arma allá abajo. No había ningún motivo racional para que esto le hiciera dejar de escalar. Al contrario. Pero no pudo evitar detenerse unos instantes.
Una serie de estampidos sonaron más cerca, sobre él. Alzó la mirada y vio una serie de destellos de luz que surgían del cañón de la Glock, justo en lo alto de la escala.
Otro impulso con las piernas, otra vez mano sobre mano, y un desesperado esfuerzo cargado de adrenalina le hizo ganar altura para aferrarse al primer peldaño sobre la rotura de la cuerda. Puso ambas manos en él, se impulsó, pataleó con desesperación, y finalmente consiguió plantar los pies contra el saliente de roca. Luego cubrió unos cuantos peldaños muy rápido.
La escala había empezado a sacudirse y a bailar como loca, y se dio cuenta de que alguien en la base del acantilado empezaba a escalarla, o bien tiraba intentando romperla. Se detuvo el tiempo suficiente para sacar la navaja y cortar la cuerda justo por debajo del peldaño donde apoyaba los pies. La escala cayó y se perdió de vista. Mirar su caída fue un error, ya que le produjo vértigo. Vio destellos de disparos abajo. Pero al mismo tiempo sacó valor del hecho de que la distancia que había entre el terreno llano, el río y donde estaba quedaba bloqueada por el denso follaje de los árboles de hoja perenne. La mayoría de los yihadistas disparaban a ciegas, o intentaban apuntarle entre las pequeñas aberturas entre las ramas, o corrían para buscar un sitio desde donde poder hacerlo.
No sería adecuado decir que un hombre de su edad y peso pudiera corretear, pero le pareció que hacía eso mismo mientras cubría los diez últimos peldaños y finalmente se lanzaba de boca contra la cima. Zula se retiró de su asidero casi al unísono y los dos corrieron unos treinta metros o más hacia el bosque, el uno al lado del otro, antes de detenerse. Como si las balas pudieran perseguirlos por encima del borde del acantilado y cazarlos a través de la espesura. Pero no podían, naturalmente. Solo Jones y sus hombres podían hacerlo. Y como Richard comprendió en el momento en que se dio cuenta, la escala les había dado una buena ventaja sobre los yihadistas.