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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (132 page)

BOOK: Reamde
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—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Zula, ya que no parecía que hubiera mucho más que decir sobre ese tema.

—¡No estoy mal! —dijo Chet, un poco sorprendido—. Voy a sentarme a descansar un poco. Me reuniré contigo en la intersección que hay más allá.

Señaló con la linterna una de las tres galerías que se extendían desde la base del pozo.

—Sigue unos treinta metros, luego tomaremos la segunda galería a la izquierda.

Zula se había dado cuenta de que el estado de Chet mejoraba notablemente cuando sucedía algo que provocaba un subidón de adrenalina y menguaba durante las partes menos interesantes del viaje. En este momento parecía lleno de energía, así que le sorprendió que solicitara un descanso; pero tal vez era su forma educada de decir que quería que lo dejara solo para poder orinar. Desde luego, había bebido mucha agua. Así que Zula se acercó a la galería hasta el segundo agujero a la izquierda y olió y vio más grafitis. Pero olió también algo nuevo: una corriente de aire fresco que venía de esa dirección.

Trató de apagar la linterna y permitir que sus ojos se ajustaran, y se convenció a sí misma de que podía ver leves rayos de luz reflejándose en las paredes del túnel cubiertas de humedad.

Un fogonazo de la linterna de Chet lo anuló todo. Había terminado su pausa para ir al baño, o lo que fuera, y se acercaba por detrás. Se movía de nuevo pesadamente, escorándose hacia un lado, como si necesitara que la pared de la galería lo sujetase. Se había cerrado la chaqueta de cuero como para protegerse del frío.

—Esta es la salida —dijo Zula, anunciándolo y preguntándolo al mismo tiempo.

—Puedes encontrar la salida desde aquí —confirmó Chet—. Ve despacio y cuidado con las trampas explosivas.

Le permitió entonces que abriera el camino. Ella avanzó unos quince metros, luego esperó a que la alcanzara, repitió la maniobra. Llegó a otro cruce, pero ya estaba claro qué camino seguir, pues del túnel llegaban ahora inconfundiblemente aire y luz. Empezó a avanzar a ritmo deliberadamente lento, casi a la par de Chet. No tenía sentido alejarse demasiado, ya que tenía que esperarlo para que la alcanzara, y avanzar lentamente le daba más tiempo para buscar trampas. Llegaron a lo que debía de ser la galería principal que conducía al sur de la mina y encontraron una vagoneta plana que todavía podía rodar por los raíles clavados al suelo. Zula, después de inspeccionarla en busca de cuerdas de piano y minas Claymore, insistió en que Chet se sentara en ella. Apoyó las manos sobre sus hombros y lo empujó durante un buen rato, algo sorprendente, mientras el brillo ante ellos aumentaba cada vez que llegaban a un recodo en el túnel, y finalmente rodearon una curva y los cegó la luz casi directa del sol que iluminaba la entrada sur de la mina. Parecía un lugar obvio para colocar una tercera trampa bomba, y estaban demasiado deslumbrados para ver, así que esperaron durante unos minutos, comiendo chucherías y dejando que Chet engullera otra botella de agua. Luego Chet se puso en pie, y recorrieron los últimos cien metros del túnel pasito a pasito, con cuidado.

La última trampa explosiva era un simple cable extendido de pared a pared a nivel de los tobillos, a pocos metros de la salida, donde la impaciencia por salir del túnel provocaría la tentación de echar a correr a grandes zancadas. Chet insistió en que Zula pasara por encima y se alejara del peligro antes de cortarla con su Leatherman. Temía que fuera algún tipo de artilugio explosivo especialmente retorcido que detonara al cortar el cable. Pero no sucedió nada, y Chet salió tambaleándose del túnel unos momentos después, como si fuera el fantasma de un minero que hubiera muerto en el corazón de la montaña cien años antes.

Habían viajado poco más de kilómetro y medio a vuelo de pájaro, pero habían entrado en un mundo diferente. Zula dedujo que los vientos dominantes debían de traer aire húmedo del Pacífico desde el sur para descargar lluvia en el valle que ahora se extendía ante ellos, pues el aire era palpablemente más húmedo que el que habían estado respirando en la parte del Schloss de la montaña, y la vegetación era completamente diferente. Habían entrado en la mina en una árida tierra de escarpes y salido en mitad de algo que parecía una selva.

Y un desierto. No había grafitis, no había restos de basura en ese extremo. Cerca se veía el rastro de una hoguera, y a su alrededor había algunos puntos llanos donde parecía que los excursionistas podían clavar sus tiendas si se aventuraban a llegar hasta ahí arriba. Pero comparado con el otro lado, que estaba cerca de Elphinstone y era un breve paseo desde las instalaciones del Schloss, aquel lugar estaba en mitad de ninguna parte, una porción de territorio atrapada entre la frontera norteamericana y la barrera casi infranqueable de la montaña que se alzaba tras ellos. Si las vistas hubieran sido más espectaculares, podría haber atraído a mochileros y excursionistas. Pero había mejores vistas en lugares más accesibles como Glacier y Banff, que no estaban tan lejos, y por eso habían dejado este lugar tranquilo, excepción hecha de los contrabandistas y los terroristas internacionales. Parches de nieve, rodeados de otras zonas derretidas por la primavera, se extendían en los árboles alrededor y lamían las laderas de la montaña, contribuyendo a una escorrentía general que se filtraba por el barro y corría en pequeños riachuelos hacia fríos arroyos que se unían, quizás un kilómetro más abajo, a un río que fluía hacia el sur por el valle; y aunque no podían verlo desde aquí, podían oír el rugido de la catarata que casi coincidía con la frontera, no marcada en los mapas, pero conocida por las pocas personas que vivían en esta zona como las Cataratas Americanas.

Naturalmente, habían advertido a Olivia que trabajar para el MI6 no sería romántico. En otras palabras, no sería como en el cine. Era un poco embarazoso que hubiera que mencionarlo. Nadie que fuera lo bastante mundano e inteligente para trabajar para el MI6 pensaría de verdad que iba a ser como una película de James Bond, ¿no?

Así que desde el principio se había esperado un tedio atroz y situaciones profundamente carentes de romanticismo. Su estancia en Xiamen había cumplido ampliamente esas expectativas. La parte deslumbrante al final había sido anómala en el mejor de los casos.

Y sin embargo esta cuidadosa eliminación de todo tipo de esperanzas y expectativas no la había preparado del todo para el trabajo de viajar desde Wenatchee a Vado de Bourne en transporte público. Había tenido suerte de llegar a la estación de autobús de Wenatchee unos minutos antes de la partida del autobús con destino a Spokane. Llevaba media hora de retraso. No tenía importancia. Compró un billete en metálico y subió a bordo de un cansado autobús interurbano que apestaba a moho y a ambientador y permaneció sentada en él varias horas, viendo pasar el desierto de la zona central y oriental del estado de Washington, tratando de no llamar demasiado la atención a los cascados ciudadanos mayores y los trabajadores inmigrantes que se sentaban a su alrededor. Unas cuantas horas después desembarcó en la estación de trenes y autobuses del centro de Spokane: una ciudad que estaba segura que tenía bonitas características pero que parecía inhóspita y anónima al nivel de la calle al anochecer. Allí hacía diez grados menos que en la costa. El siguiente autobús para Vado de Bourne no salía hasta la mañana siguiente. No podía registrarse en un hotel sin mostrar un carné de identidad y lanzar por tanto una bengala, así que se dirigió a un restaurante italiano razonablemente agradable y se tomó una cena lenta y larga que pagó en metálico. Luego se fue a un cine y vio el último pase de una comedia que, supuso, iba dirigida a adolescentes. Del cine salió a un aparcamiento a la una de la madrugada. Todo estaba cerrado. Ni siquiera había bares abiertos. Pillada al descubierto, simplemente siguió andando, tratando de parecer que tenía un destino. Si tenía que caminar durante cinco horas, no sería el fin del mundo. Llevaba zapatos cómodos y la energía invertida en caminar la mantendría en calor, a pesar de que no iba adecuadamente vestida para este clima. Pero después de dos horas, mientras recorría una calle comercial aparentemente interminable, divisó un Perkins Family Restaurant que estaba abierto las veinticuatro horas. Entró y tomó el desayuno más colosal que había probado en su vida, se pasó una hora leyendo un único ejemplar gastado de
USA Today,
luego pagó, salió y volvió a recorrer las calles.

A las seis de la mañana el cielo empezó a iluminarse, los aficionados al footing habían salido, y los Starbucks empezaban a abrir sus puertas. Mató otra hora en uno de ellos y luego regresó a la estación de autobuses, donde cogió el de las 8.06 con destino a Sandpoint y Vado de Bourne. Era muy parecido al primero, aunque con cierto aire de locura montañera al estilo del Viejo Oeste que resultaba difícil de situar. El trayecto Wenatchee-Spokane había sido una simple cuestión de recorrer un desierto poco poblado, irrigado en algunas zonas, y por tanto con un tono granjero general. Había advertido, a medida que se acercaban a Spokane, que los árboles empezaban a sobrevivir, al principio especímenes aislados, luego macizos, después pequeños bosques. Pero al norte de Spokane el bosque se hizo continuo, la carretera empezó a subir y bajar considerables cuestas, y los negocios y viviendas dejaron de parecer granjas para parecer puestos fronterizos. Empezaron a asomar signos decididamente excéntricos: carteles manifestándose contra las Naciones Unidas, y quejas escritas a mano sobre la amenaza existencial que suponía el déficit del presupuesto federal. Pero, naturalmente, ella advertía esas cosas porque las estaba buscando; eran principalmente restaurantes de comida rápida y supermercados como en cualquier otro lugar de América, intercalados con bloques de casas de vacaciones (ya hubiera un lago o un bonito tramo de río), ranchos (donde el terreno era abierto y llano), o muestras de pobreza rural al estilo de los Apalaches. A veces subían una montaña y atravesaban lo que parecía una tierra inhóspita y desolada hasta que veía las huellas en zigzag de los caminos forestales.

De repente atravesaron una población bastante agradable, Sandpoint según descubrió, y que tenía todos los indicios (cervecerías, galerías de arte, Pilates, restaurantes tailandeses) de ser un lugar donde la gente progresista iba a disfrutar de un alto nivel de vida mientras mantenía una conectividad continua y aplacaban sus conciencias culpables respecto al calentamiento global, el libre comercio, y los lamentables efectos secundarios del Destino Manifiesto. El autobús hizo una parada de un rato; muchos pasajeros se bajaron, y solo unos pocos volvieron a subir. Pues, quedaba claro con mirar por las ventanillas, el norte de Idaho no era un lugar donde no podía vivir nadie a menos que tuviera acceso a un vehículo, así que el mercado para el transporte público era pequeño y limitado a los jóvenes, los muy ancianos, y gente de aspecto desaliñado que parecía estar un paso por encima de los indigentes, y mujeres con vestidos por los tobillos al estilo de
La casa de la pradera,
al parecer miembros de alguna secta religiosa muy tradicional.

Una hora más tarde estaba en la población considerablemente más pequeña y menos progresista de Vado de Bourne, y media hora después (pues había una pequeña caminata) llegó a su Walmart.

Había estado esperando el momento del viaje en que empezarían las locuras: cuando cruzara algún umbral invisible que separara la América del sentido común de la subcultura donde Jacob Forthrast, su familia y sus vecinos vivían sus vidas. Hasta ahora, había sido más bien una lenta desviación que un umbral. El Walmart la hizo sentir claramente que se estaba acercando. Entró por la parte que era una enorme tienda de alimentación y medicamentos: en sí mismo, probablemente era más grande que cualquier tienda del Reino Unido. Era el tipo de lugar que animaba a sus clientes a comprar en masa, y los carros de la compra eran por tanto de gran tamaño. Con todo, no eran lo bastante grandes para algunos de los clientes: un gigantón estilo Grizzly Adams, que llevaba claramente una pistola semiautomática en la cadera, empujaba un carro cargado hasta arriba y tiraba de otro, ambos llenos de enormes sacos de comida para perros, judías, beicon, macarrones. El siguiente pasillo había sido ocupado por una familia de las que usaban aquellas faldas largas: la madre, dos hijas adolescentes, una niña más pequeña, un bebé atado a la cesta del carro y otro que era perseguido por un joven que era o bien el padre o un hermano mayor. Los hombres vestían ropas normales: nada de sombreros estrafalarios ni rostros barbudos para ellos. Controlaban una caravana de tres carros, y la madre comprobaba la compra con una lista impresa por ordenador que abarcaba cuatro páginas. Pero ninguno de los demás clientes se diferenciaba de los que se veía en unos grandes almacenes en cualquier lugar de Estados Unidos, o del Reino Unido, ya puestos.

Así que todavía no se había encontrado con la locura. Pero con un poco de introspección (y tenía un montón de tiempo para eso, mientras se abría paso entre acres y acres de espacio dedicado a las máquinas), vio que lo que realmente buscaba era algo que hiciera que este viaje no fuera completa y perfectamente banal. Si la policía los hubiera perseguido a Sokolov y a ella tras el tiroteo en Tukwila; si se hubieran visto obligados a abandonar el coche en las Cataratas y se hubieran tenido que dirigir al norte a través de las montañas; si los miembros de una banda de traficantes de droga la hubieran perseguido por las oscuras calles de Spokane; si las montañas del norte de Idaho estuvieran infestadas de nazis locos... entonces todo eso habría sido más de lo que era. Pero como no se había cumplido ninguna de aquellas condiciones, esto no era más que la forma más tediosa imaginable de pasar dos días cruzando una de las fronteras más fáciles de cruzar del mundo entre dos países relativamente tranquilos y dóciles.

O de eso acababa de convencerse a sí misma cuando se perdió en la parte del establecimiento donde se mostraban los televisores de pantalla plana, y advirtió que un centenar de clientes, de espaldas a ella, contemplaban la emisión en directo de alguna noticia.

Los televisores no estaban sintonizados todos con el mismo canal: algunos mostraban la Fox, otros la CNN, y otros, canales locales de Sandpoint o Spokane. Pero todos cubrían la misma noticia y emitían imágenes similares: una carretera, vista desde un helicóptero, en un paisaje verde y despejado. La carretera se ensanchaba de dos a siete carriles a medida que se acercaba a una estructura que parecía un peaje. Todos los carriles estaban llenos de coches parados. En mitad de ese atasco de tráfico había un agujero gris. Un cráter. Como causado por un meteorito. Los coches alrededor del borde habían quedado aplastados, destrozados, alejados del centro, y estaban todavía humeando a pesar de los chorros de agua de los coches de bomberos cercanos. El atasco estaba rodeado de veloces vehículos de socorro y repleto de camillas. A un lado había alineadas formas inertes en bolsas de plástico.

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