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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (69 page)

BOOK: Reamde
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Lo escaló ahora, sin mucha gracia ni dignidad, pero no se cayó ni perdió mucho tiempo. Una rama superviviente brotaba arqueada desde el tronco hacia la esquina del edificio. Trepó por ella, hasta que quedó a un par de metros del techo del edificio. El salto no era especialmente difícil, aunque los zapatos de vestir de Jeremy Jeong lo traicionaron mientras se lanzaba y acabó alcanzando el alero con el vientre en vez de aterrizar de plano sobre las tejas como había previsto. Extendió la mano izquierda y se aferró a la abrazadera de una antena parabólica. Con la derecha agarró el cable coaxial que conectaba con ella. Luego se sujetó al cable con las dos manos y se deslizó hasta que sus pies encontraron lo que estaba seguro que era la barandilla de hormigón de la terraza de Olivia. Apoyó su peso, se inclinó hacia atrás para soltarse del alero del edificio, y giró y se dejó caer a la terraza. Esta era apenas lo bastante grande para alojar una silla y una mesita. Desde aquí, el acceso al apartamento quedaba contenido por una puerta de cristal con reja de hierro. A través de ella podía ver hasta el dormitorio y el pequeño saloncito que había más allá.

La puerta estaba cerrada con llave. Antes, la había abierto sacando los pernos de la bisagra, pues había advertido en una de las fotos del teléfono de Olivia que los instaladores habían cometido el enorme error de dejarlos por fuera. De todas formas, había necesitado varios minutos desatornillando.

No podía ver a Olivia, pero sí veía su sombra moviéndose en la pared y el suelo. Estaba seguro de que se hallaba cerca de la puerta del apartamento.

Sacó la linternita de la bolsa, la deslizó entre los barrotes, y llamó bruscamente al cristal. Entonces la encendió y se apuntó a la cara.

La sombra se detuvo y luego empezó a moverse muy despacio. Olivia se asomó a la esquina un instante, luego echó bruscamente la cabeza atrás. Sokolov pudo ver que se llevaba una mano a la boca. Entonces se arriesgó a echar otro vistazo.

¿Qué haría cuando lo reconociera? Llamar a la OSP sería una opción perfectamente racional.

En cambio, actuó con decisión y abrió la puerta de la terraza. Luego se hizo a un lado para dejarlo entrar en el dormitorio.

—Alguien está llamando a la puerta... Dice que es un guardia de seguridad —informó.

—Coge ropa oscura y de abrigo —dijo Sokolov—. Métela en una bolsa con agua y comida. Aparte de eso, ignóralo todo.

—¿Qué significa eso?


Todo
.

Sokolov descorrió la Makarov, insertando una bala. Luego se la guardó en la cintura.

Se dirigió a la puerta del apartamento, descorrió el cerrojo y la abrió.

El hombre con el uniforme del guardia de seguridad estaba allí de pie, con la mano alzada para volver a llamar. Dos de sus amigos acechaban un par de pasos más atrás. El tercero estaba más lejos, vigilando las escaleras.

Sokolov agarró al «guardia de seguridad» por el pelo, lo arrastró al interior del apartamento, cerró la puerta de golpe, y le echó la llave.

El guardia sacó un cuchillo (Sokolov lo notó por la forma en que había decidido moverse) y trató de golpearlo con una puñalada directa. Sokolov la bloqueó hacia fuera con el antebrazo derecho, enroscó el brazo alrededor del brazo del hombre como si fuera una enredadera, sujetándolo por encima del codo, y luego dio un tirón hasta que oyó un crujido. El guardia de seguridad quedó muy cerca de Sokolov, un poco ladeado. Sokolov descargó la rodilla derecha contra la entrepierna del hombre. Cuando este se dobló, le metió el pulgar en la garganta para enderezarlo de nuevo, y luego le dio un cabezazo en la nariz, partiéndosela. Finalmente, Sokolov sacó el cuchillo del bolsillo del pantalón, aprestó el brazo sobre el hombro opuesto como para descargar un revés al cuello, y rebanó con la hoja el cuello del guardia de seguridad.

Antes de que el hombre pudiera caer, Sokolov abrió de nuevo la puerta del apartamento y lo empujó, lanzándolo directamente en brazos de sus amigos, chorreando sangre por ambas carótidas.

El otro amigo estaba de pie a un lado. Sokolov agarró al hombre por la chaqueta, lo atrajo y le metió el cuchillo por debajo de la barbilla hasta que el mango se detuvo contra la punta de su mandíbula.

El sonido de un arma al amartillarse: el hombre junto a la escalera. Sokolov dio un paso atrás, cerró la puerta del apartamento, echó la llave, y luego disparó la mitad del cargador a través de la madera, apuntando al hombre que sujetaba la carga del cuerpo del guardia de seguridad.

Al ver cómo había empezado el tiroteo, Sokolov comprobó su reloj, preguntándose cuántos minutos pasarían antes de que las autoridades cerraran la terminal de ferris.

Unas cuantas balas atravesaron la puerta en su dirección, pero era el hombre de las escaleras que disparaba desde el pasillo: las balas se clavaban en la pared en ángulo inclinado y se perdían mientras se abrían paso por la estructura interna. El arma era una pistola ametralladora que disparaba balas de pistola sin la energía cinética de los cartuchos de un rifle. Pero en unos momentos este hombre estaría delante de la puerta y dispararía de frente, y Sokolov quería estar con Olivia en un lugar distinto para entonces. Se dio media vuelta y entró en el dormitorio, donde Olivia guardaba cosas en una bolsa que tenía sobre la cama. Le quitó la bolsa de las manos sin detenerse, salió a la terraza, y la lanzó por encima de la barandilla. Con la otra mano cogió a Olivia por el brazo y la llevó hasta el pequeño balcón y la dejó de espaldas contra la pared exterior, que estaba hecha de ladrillo: sería suficiente para detener el tipo de munición que el yihadista superviviente pronto dispararía a través de la puerta principal. Sokolov se subió entonces a la barandilla de la terraza y se agarró a la yedra que había advertido que corría por la pared. Al tirar de ella, descubrió que se desprendía de la pared si aplicaba suficiente fuerza, pero estaba bien sujeta. Así que, a falta de mejores opciones, se sentó en la barandilla, pasó las piernas por el borde, y saltó. La enredadera se desprendió, rociándolo con polvo de escayola y restos vegetales, y cayó, a trompicones, pero con rapidez, durante un par de metros antes de que finalmente aguantara y lo detuviera. A partir de aquí pudo agarrarse a los barrotes de una ventana y descender hasta una altura donde fue posible saltar el resto del camino, hasta que llegó al suelo con una voltereta. Tras ponerse en pie, rodeó el edificio hasta llegar a la entrada, atravesó el vestíbulo y subió por las escaleras. La gente gritaba y chillaba en sus apartamentos. Trató de no pensar en lo que esto implicaba, y resistió la tentación de comprobar nervioso la hora. Lo primero era lo primero. Al mirar por el hueco de la escalera no vio a nadie: el pistolero se había apartado de su anterior posición y probablemente se había acercado a la puerta de Olivia. Oyó otra andanada de la pistola ametralladora. Así que subió los escalones de tres en tres y, después de comprobar la Makarov, salió al pasillo de la planta de Olivia.

El pistolero estaba justo delante de la puerta, que acababa de terminar de abrir de una patada. Al ver a Sokolov por el rabillo del ojo, ejecutó una típica acción tardía, mirando a ambos lados. Sokolov le disparó dos tiros a la cabeza. Por la forma en que el hombre se desplomó pudo ver que las balas le habían alcanzado en el cerebro y que estaba muerto, pero mientras se acercaba disparó dos veces más solo para asegurarse, luego cogió la pistola ametralladora, que el hombre había dejado caer al suelo. El cargador probablemente estaba ya medio vacío. Al registrar el cuerpo del hombre advirtió un cargador extra que sobresalía de un bolsillo, así que lo cogió. Vio además un teléfono, y lo cogió también. Y finalmente, lo mejor de todo, encontró su propio teléfono, que este hombre había cogido del piso franco y se había guardado en el bolsillo.

Atravesó entonces el apartamento, anunciándose para que Olivia supiera quién era.

Se inquietó al ver que ella ya no estaba en la terraza, pero al asomarse vio que había llegado hasta la calle, al parecer sin romperse ningún hueso, y estaba recogiendo las cosas que se habían salido del bolso cuando Sokolov lo arrojó. Silbó. Ella alzó la cabeza. Sokolov señaló la verja que conducía a la calle. Ella la vio y asintió. Sokolov giró sobre sus talones y salió del apartamento. Se quitó el poncho ensangrentado y lo arrojó al suelo, bajó corriendo las escaleras, salió del edificio y terminó de bajar los escalones de entrada a tiempo de ver la silueta de Olivia en la verja.

—A la terminal de ferris —dijo—. Evita las calles grandes.

Ella lo condujo colina arriba, cosa que no se esperaba, ya que el agua estaba generalmente hacia abajo... pero solo lo hizo para poder llegar a los terrenos de una escuela que había al otro lado de la calle. Cruzaron el patio y salieron por una verja trasera, siguiendo después por una serie de callejones y escaleras que los llevaron hasta uno de los grandes parques que se extendían a lo largo del lado de la isla que daba a Xiamen.

Al ver la terminal de ferris, Sokolov comprobó su reloj y descubrió que habían pasado cuatro minutos desde el principio del tiroteo. La mayoría de los departamentos de policía no podía responder tan rápido; pero si los polis locales estaban en alerta tras el desastre de esta mañana en Xiamen, era posible que tuvieran una presencia más grande de lo normal en las terminales de ferris. Y en efecto, a través de las puertas de la terminal Sokolov pudo ver a agentes de la OSP, al menos media docena de ellos, prestando atención a sus walkie talkies.

Redujo el paso.

Al ver lo mismo, Olivia se volvió hacia él.

—Necesitamos un taxi acuático rápido —dijo Sokolov.

Olivia señaló el parque cercano.

—Ve por ahí y espera al pie de la estatua grande.

No era posible confundir lo que esto significaba, igual que ningún turista en la bahía de Nueva York podía dejar de comprender lo que era «la estatua grande». Ella hablaba de una enorme imagen de piedra de Zheng Chenggong que se alzaba en un pedestal al borde del mar y estaba iluminada con reflectores que podían verse desde kilómetros de distancia.

—Contrataré un taxi acuático y me reuniré allí contigo —explicó ella.

A Sokolov le pareció ver sinceridad en su rostro. Confiar en ella era un riesgo, pero acercarse a la terminal de ferris en este momento lo era también. Asintió y se dio media vuelta y se dirigió al parque.

Era un parque grande, y tardó unos minutos en llegar a la estatua de Zheng Chenggong.

El pedestal surgía del agua y no era un buen sitio para subir a un barco, pero debajo había una pequeña franja de playa arenosa. Vio un taxi acuático virar hacia la bahía, así que bajó corriendo unos escalones de piedra que permitían acceder a la playa y esperó a que se acercara para poder llegar chapoteando. Pero el conductor paró el motor y no pareció dispuesto a acercarse más; Sokolov pudo oír una desagradable conversación entre Olivia y él.

El problema, tal vez, era que la gente normal no chapoteaba en el agua para subir a un taxi, y el simple hecho de que le sugirieran esto había levantado sus sospechas.

Miró alrededor. El pedestal de la estatua estaba a unos cien metros a su derecha. Corriendo a lo largo de su base había un paseo que se convertía en una pequeña carretera elevada que se extendía sobre las aguas poco profundas y rocosas hasta un peñasco del tamaño de una casa a un tiro de piedra de la orilla. Habían construido una especie de pequeño templo o mirador encima. Desde allí, otra pequeña carretera elevada se extendía hasta una roca aún más pequeña que albergaba un faro. Sokolov apuntó con su linterna al taxi para llamar su atención, luego señaló claramente en esa dirección. No quiso decir nada, ya que eso revelaría que no era chino. Obligándose a no echar a correr, recorrió caminando rápidamente la playa, subió una escalerita de piedra hasta el nivel de la carretera elevada y luego la cruzó hasta el peñasco. La carretera elevada lo rodeaba y luego continuaba hasta el faro. Para cuando Sokolov llegó al segundo tramo de la carretera, pudo ver que el taxi acuático se acercaba y la discusión continuaba.

Probablemente había levantado las sospechas de los taxistas locales con su conducta anterior. Se había corrido la voz. Tal vez incluso habían oído los disparos en lo alto de la colina.

La lancha se acercó. Sokolov le dio la espalda.

Olivia le habló en inglés.

—Se niega a llevarnos —anunció—. Así que le pregunté: «¿Qué quiere que haga, que salte y nade hasta la orilla?» Y al menos ha accedido a traerme hasta aquí para dejarme. ¿Puedes echarme una mano?

—Naturalmente —dijo Sokolov, y se volvió hacia la lancha.

La expresión del rostro del taxista era todo lo que Sokolov esperaba. Pero ya había apagado el motor y se acercaba. Extendió la mano para meter marcha atrás, pero Olivia interpuso el codo y se lo impidió. La lancha siguió acercándose. Sokolov saltó por encima de la barandilla del camino elevado y aterrizó en la proa, luego se lanzó por encima del parabrisas y se puso en pie a tiempo de intervenir en una pugna física entre Olivia y el taxista. Detuvo al hombre con una presa sencilla, solo para llamar su atención, y entonces le dejó ver la pistola ametralladora.

En ese punto, el conductor entró en razones y se sentó.

—Dile que vaya al norte rodeando Xiamen —sugirió Sokolov.

Olivia dijo algo. El conductor dio marcha atrás y luego viró hacia el canal abierto. Cuando dejaron atrás los bajíos, trazó un nuevo rumbo dejando a Gulangyu a la izquierda y el centro de Xiamen a la derecha, y aceleró.

Sokolov se sentó en la parte de atrás, sacó un salvavidas de una cesta, y se lo colocó a Olivia.

No tardaron mucho, así que cuando terminaron, se acomodó y disfrutó de la vista de la ciudad, los colosales puentes tendidos sobre los estrechos que la separaban del continente, el puerto de contenedores, los grandes cargueros anclados. No volvería a ver Xiamen de nuevo, eso seguro.

Algo tembló contra su pierna. Extendió la mano y sacó el teléfono que le había cogido al yihadista muerto. Tenía un mensaje de texto compuesto por signos de exclamación.

Sokolov revisó el menú de «llamadas recientes» y encontró catorce llamadas consecutivas y del mismo número, todas de las últimas diez horas o así.

Decidió si hacerlo o no. No era la empresa más conservadora ni segura. Pero ya habían dejado atrás la parte más desarrollada de la isla, rodeando la curva norte, la zona llana donde habían construido el aeropuerto. Dentro de unos pocos minutos, el territorio taiwanés quedaría a la vista.

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