—Ojalá sea cierto —respondió el Caballero Jaguar con un suspiro—. Pero creo que no hay lugar seguro ante la clase de enemigo que nos persigue.
—Debes saber que tu ataque resultó fructífero —afirmó el anciano, mientras saltaba con agilidad por encima de un tronco caído—. Se han retrasado, y esto nos da tiempo para escapar.
—¿Tiempo? ¿Será tiempo suficiente? —reflexionó Gultec en voz alta—. ¿Es que hay tiempo suficiente en el mundo?
Zochimaloc soltó una risita, un sonido paternal que inspiró confianza en Gultec.
—Ahora hay tiempo suficiente para que los ancianos, los niños y las madres puedan atravesar el paso y llegar al otro lado de las montañas —dijo el maestro—. Quizá también haya tiempo para tener fe.
El guerrero miró una vez más hacia el paso, recortado en el cielo. Tal vez Zochimaloc tuviera razón. A estas horas, muchos de los itzas habrían alcanzado el otro lado de las montañas, y por la mañana los guerreros también se encontrarían en el paso. Una vez allí, se verían obligados a enfrentarse nuevamente al enemigo. Aquél sería el escenario de una batalla que, tal vez, fuese la definitiva.
De las crónicas de Coton:
Asombrado ante los caminos misteriosos del único dios verdadero.
A mi alrededor, los enanos se mueven y protestan, preocupados por la ausencia de nuestros compañeros. También Lotil teme por su hija. Intenta trabajar, pero sus dedos no pueden realizar la tarea. En cambio, tiemblan de una manera que no había visto jamás.
Y, en realidad, la desaparición de Halloran y Erixitl ha sido tan súbita como misteriosa.
Sin embargo, me resulta difícil creer que corran un auténtico peligro. Hay demasiadas cosas que dependen de esta mujer marcada por el destino como para pensar que un accidente fortuito en la selva pueda acabar con ella, faltando tan poco para alcanzar nuestra meta. Quizá no triunfe, pero estoy convencido de que, si alguna cosa debe sucederle, el lugar señalado será el de los Rostros Gemelos. No me cabe ninguna duda.
Es un consuelo saber que, allí donde se encuentre ahora, cuenta con la fuerza de Halloran a su lado. Y estoy seguro de que su desaparición en esta noche oscura e impenetrable tiene un propósito relacionado con la consecución de nuestro objetivo.
Los enanos saldrán a buscarlos por la mañana, y yo les desearé suerte. Tal vez mi optimismo es tan sólo una muestra de senilidad por mi parte. Tal vez mis compañeros tienen razón, y están en peligro.
En cualquier caso, no podemos hacer otra cosa que esperar la salida del sol para averiguarlo.
Halloran pasó un brazo por encima de los hombros de Erixitl, y se movió para interponerse entre ella y el origen del gruñido. A pesar de no tener ninguna arma, estaba dispuesto a luchar hasta el fin para impedir que su esposa y el niño que llevaba en el vientre sufrieran algún daño.
La pareja miró al otro lado del pozo en sombras y, paulatinamente, sus ojos se acomodaron a la oscuridad. La puerta de barrotes permanecía cerrada, pero alcanzaron a percibir que algo se movía detrás.
Entonces, un potente rugido sacudió las paredes del pozo.
—¡Se está abriendo! —exclamó Erix. La reja se alzó poco a poco, y una silueta negra se adelantó con movimientos elásticos y avanzó hacia ellos, alejándose de las sombras junto a la pared. Cuando llegó al centro del pozo, pudieron ver la sedosa piel negra y las orejas aplastadas contra la enorme cabeza chata.
—¡Un jaguar negro! —susurró Halloran, sorprendido por el aspecto feroz del gran felino. Sus ojos amarillos resplandecían en la oscuridad como ascuas escapadas del infierno, y sus mandíbulas entreabiertas dejaban ver sus largos y curvados colmillos. El lomo del animal llegaba a la altura de la cintura de Halloran, a pesar de que ahora estaba agazapada. Con la mirada clavada en ellos, la bestia azotó el aire con la cola, entusiasmada al ver a sus víctimas.
—Es demasiado grande. ¡No puede ser un jaguar! —susurró Erix, aunque no podía imaginar qué clase de animal era el que los amenazaba en ese pozo de pesadilla.
—Hay felinos más grandes que éste en el mundo: tigres, leones..., y supongo que también más horribles —siseó Hal, sin dejar de pensar en la manera de defenderse.
—Soy el Señor de los Jaguares.
Por un momento, la sorpresa de escuchar las palabras de la bestia los dejó paralizados. La voz tenía un tono untuoso, aunque también un rastro del profundo gruñido que les había erizado los cabellos. El gran felino parpadeó, y Halloran hubiera jurado que las mandíbulas se habían retorcido en la horrible caricatura de una sonrisa.
—Soy el Señor de los Jaguares, y vosotros me pertenecéis.
—¡Habla! —exclamó Hal. Intentó escudar a Erixitl, sin apartar la mirada del rostro de la bestia.
—Hablo. Siempre hablo antes de matar.
—¿Quién..., qué eres tú? —preguntó Erixitl—. ¿Por qué la Gente Pequeña te tiene aquí?
—Estoy aquí por elección propia —rugió el jaguar negro—. Ellos no me tienen. ¡Nadie puede tenerme!
—Entonces ¿por qué nos amenazas? —inquirió Halloran—. Nosotros no te hemos hecho ningún mal.
—Nadie puede hacerme mal —se burló la bestia—. Deseo vuestra sangre y vuestra carne. Me complace mataros para satisfacer mi apetito.
La mente de Halloran funcionaba a toda prisa. Sorprendido por la extraña conversación con una fiera igual a cualquier otro animal de la selva, buscaba la manera de discutir o razonar con la criatura.
—¿Estás tan viejo y enfermo como para no poder cazar por tu cuenta? —preguntó.
—¡Silencio! —El rugido del Señor de los Jaguares atronó en la noche, con un indiscutible tono de mando.
—¡No pienso callar! —replicó Halloran, furioso—. ¿Por qué dependes de los pigmeos para conseguir tu comida? ¿Por qué vives encerrado en una jaula? ¡Ésta no es vida para un señor!
La fuerza del rugido de la criatura lo golpeó en el rostro como un puñetazo y lo hizo retroceder hasta chocar contra Erixitl. Se recuperó en el acto y avanzó, dispuesto a todo. Miró a la bestia con aire desafiante y alzó los puños.
Entonces desapareció la tensión, y se le cerraron los párpados. Halloran sintió unos deseos incontenibles de echarse a dormir.
—¿Qué..., qué pasa? —susurró Erix con voz soñolienta a sus espaldas—. Me... siento tan... cansada. —Se apagó su voz, y Halloran notó cómo se deslizaba poco a poco contra la pared del pozo, hasta quedar sentada en el suelo.
Delante de ellos, el Señor de los Jaguares esbozó una sonrisa malvada. Halloran contempló los ojos amarillos y, por un momento, pensó que ya no parecían tan amenazadores. Ahora su mirada se había suavizado y lo acariciaba como la luz del sol en un día de verano.
—Duerme, humano insolente —siseó el gran felino—. Mira mis ojos y descansa.
Halloran sacudió la cabeza con furia, consciente de que algo no iba bien. Pero ¿qué? Le costaba un esfuerzo enorme poder pensar, porque una niebla espesa le confundía la mente. ¡No podía quedarse dormido delante de una bestia salvaje dispuesta al ataque! ¿O ya no era salvaje? Tenía la sensación de que era un viejo amigo, que no le deseaba ningún mal.
El Señor de los Jaguares dio un paso adelante.
En la oscuridad del pozo, Halloran no veía otra cosa que los amarillos ojos de la bestia. Erixitl gimió suavemente mientras se acomodaba mejor en el suelo de tierra, y él no consiguió apartar la mirada para fijarse en ella.
—¿Ves cómo duerme la mujer? Ahora está en paz. —La voz del jaguar sonó suave como la seda—. Tú también debes descansar.
—¡No! —gritó Halloran. Apeló a toda su fuerza de voluntad, y consiguió desviar la mirada. «¡Tengo que hacer algo! ¡Piensa, hombre!», se ordenó.
A su alrededor no había más que oscuridad. Los ojos brillantes eran la única fuente de luz, y trataban de atraerlo para que se encandilara con su resplandor. De pronto, le pareció que la noche era tan temible como el gran felino. Tenía que alejar a este enemigo. Los ojos amarillos del jaguar despertaron un recuerdo en las profundidades de su memoria.
La fórmula del hechizo apareció en su mente, y él lo puso en práctica sin pensar.
—¡
Kirisha
! —gritó, volviéndose para enfrentarse al monstruo. Apuntó mientras pronunciaba el hechizo, y una bola de luz mágica apareció en el aire. En un instante, se convirtió en una nube luminosa que flotaba delante mismo de los ojos de la criatura. El brillante resplandor se extendió fuera de los límites del pozo, y Halloran escuchó las voces asombradas de la Gente Pequeña.
Con un agudo chillido de rabia y terror, el jaguar retrocedió de un salto. Sus aullidos estremecieron el aire de la noche, y el silencio se extendió en la jungla, alrededor de la aldea. El borde del pozo aparecía iluminado con una claridad equivalente a una docena de antorchas.
—¡Demonio! —gritó la bestia—. ¿Qué clase de hombre eres? ¡Pagarás por este ultraje!
Halloran vio que el jaguar parpadeaba y sacudía la cabeza, sin dejar de gruñir y bramar. Pero ahora había algo en sus gritos que no había existido antes: una nota de miedo.
Por encima de su cabeza, escuchó la charla excitada de la Gente Pequeña. Ninguno de ellos se aventuró a mirar hacia el interior del pozo, aunque se oían claramente sus gritos de alarma y confusión.
«¡Perfecto! —pensó—. Quizás esto les dé que pensar.»
Erixitl volvió a gemir en sueños. Sin apartar la mirada de la fiera, Halloran se agachó y ayudó a su esposa a apoyarse en la pared.
Entonces el jaguar volvió a rugir con la misma furia y poder de antes. Su miedo se había convertido en tensión, y se agazapó, sin dejar de mover la cola, listo para saltar a la primera oportunidad. Hal comprendió que ahora resultaba más peligroso que nunca.
—¿Intentas derrotarme con trucos baratos? —chilló el Señor de los Jaguares—. Te mereces una muerte lenta. ¡Verás cómo devoro a tu mujer antes de que te mate!
—¡No eres más que un chivo viejo sin cuernos, que no sirve para señor ni para nada! —le contestó Halloran—. ¡No vales ni para sirviente de un sapo! ¡Eres demasiado débil para cazar tu comida! ¡Buscas dominarnos con la magia porque eres tú el que tiene miedo! ¡Tus colmillos están podridos! ¡Vuelve a tu agujero, bestia carroñera!
Por un momento, pensó que había ganado la partida, aunque el enorme felino continuaba agazapado y alerta. Observó las terribles garras que le asomaban en las zarpas, y deseó con desesperación tener un arma. Su mente repasó los otros pocos hechizos que conocía. Ninguno parecía servir para dominar a una criatura de ese tamaño y poder, pero no se dio por vencido; necesitaba dar con una táctica para defenderse de la bestia.
Entonces el Señor de los Jaguares atacó.
—Se han instalado en Puerto de Helm. Vuestros hombres, los que habíais dejado allí, se encuentran prisioneros en una de la chozas.
Chical explicó a Cordell los resultados de su vuelo de reconocimiento, mientras los dos hombres descansaban junto a un estanque. A su alrededor, los caballos calmaban su sed, y los legionarios junto con los Caballeros Águilas se preparaban para pasar la noche.
—¿Qué hay del comandante? ¿Has visto a su líder? —preguntó el capitán general, enojado y perplejo por las noticias.
—No sé cómo distinguir a vuestros jefes —contestó Chical—. Vosotros no lleváis las
plumas
correspondientes al rango, como los oficiales del Mundo Verdadero.
—Han venido de Amn. ¡Ya os lo había avisado! —exclamó Kardann, que no se perdía palabra de la conversación entre los dos jefes—. Porque no les enviamos ningún mensaje, ¡ningún tributo! Si me hubierais escuchado...
—¡Silencio! —le ordenó Cordell, y el regordete asesor se apresuró a obedecer—. ¡Necesito pensar!
—Todo indica que no han venido en vuestra ayuda —observó el Caballero Águila, sin ningún rastro de ironía en su tono.
—Al menos, en lo que respecta a su capitán. Estoy seguro de que hay alguien detrás de todo este comportamiento. No es típico de los soldados de mi país volverse en contra de aquellos que no les han hecho ningún daño ni constituyen una amenaza.
—Hay algo más —dijo Chical, y el capitán general suspiró.
—¿De qué se trata? —preguntó Cordell, sin muchas ganas de escuchar la respuesta.
—Las bestias de la Mano Viperina se han reagrupado en Nexal, y ahora comienzan a salir de la ciudad. Las guía un enorme coloso de piedra. Es una figura que camina como un hombre, pero que es tan alta como la Gran Pirámide. —Cordell soltó una maldición.
—¿Puedes decirme hacia dónde se dirigen?
—Marchan hacia el este, hacia Kultaka, por la misma ruta por la cual avanzasteis contra Nexal.
—Entonces ¿es posible que pretendan llegar a Payit?, ¿a Ulatos y a Puerto de Helm?
—Es lo más lógico —respondió el Caballero Águila.
—Una pregunta más —dijo el capitán general—. Si marchamos al mismo ritmo que ahora, ¿llegaremos allí antes que ellos?
—Sí, con varios días de ventaja —contestó Chical, después de un rápido cálculo mental—. Quizás una semana o más. Nos encontramos mucho más cerca y, según creo, avanzamos más deprisa.
Cordell miró con franqueza al guerrero que, en otros tiempos, había luchado contra él con tanta valentía.
—Vuestras informaciones son muy valiosas para mí, mucho más de lo que puedo explicar. Tener la libertad de volar por los cielos, de poder cruzar el continente en cuestión de días y observar al enemigo, es un poder que cualquier comandante de mi país daría cualquier cosa por conseguir. Comienzo a creer que es una de las pocas ventajas que me quedan, que nos quedan.
—Es algo que hacen las águilas, pero reconozco que es nuestro mayor poder —afirmó Chical.
—Gracias por acompañarnos —añadió Cordell—. Vuestra presencia nos da una pequeña esperanza de éxito.
—Maztica está inmersa en un proceso de cambio —opinó Chical—. Vos mismo os habéis ocupado de que el Mundo Verdadero no vuelva a ser el mismo lugar de antes. Pero sois un hombre valiente, y ahora, al menos de momento, combatimos por la misma causa.
El Caballero Águila estudió a Cordell por unos instantes, y el general se movió, un poco incómodo, ante la mirada penetrante de aquellos ojos negros.
—Sin embargo, recordad mi advertencia —prosiguió Chical—. Si pretendéis utilizar vuestras fuerzas para marchar contra los humanos de Maztica, lucharemos todos unidos contra vosotros.
—Amigo mío —dijo el capitán general con un suspiro—. Me resulta mucho más tranquilizador teneros de mi parte.