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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

Qotal y Zaltec (29 page)

BOOK: Qotal y Zaltec
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Darién estaba satisfecha ante la posibilidad de poder enfrentarse en combate contra los humanos que habían escapado de sus hordas durante tanto tiempo. El hecho de que los guerreros hubiesen escogido una buena posición defensiva no tenía mayor importancia para ella y su ejército. Los acantilados y las pendientes más agudas no planteaban ningún problema a unas criaturas capaces de escalar incluso por los lugares donde no había asideros.

En la cumbre no había árboles ni matorrales. Estaba formada en su mayor parte por trozos de granito cubiertos de musgo y líquenes, y la sinuosa cresta dominaba el resto de la sierra. A todo su alrededor, las otras montañas aparecían cubiertas de una espesa vegetación que se confundía con la selva en el llano. El trazado del sendero presentaba mil y una vueltas por la pared desnuda hasta alcanzar el pico.

Durante los últimos cuatrocientos metros, el sendero se separaba del bosque y se adentraba en campo abierto en medio de las rocas abrasadas por el sol.

Gultec echó una ojeada al camino recorrido. Por el este, las laderas descendían abruptamente hasta un valle ancho y poco profundo, donde la abundancia de lluvia había creado un pantano. Hacía unas horas que los guerreros itzas habían cruzado por aquel lugar, en su marcha por el tortuoso sendero hacia la cresta.

El Caballero Jaguar sabía que en las fétidas aguas del pantano abundaban las serpientes y los cocodrilos, aunque no se engañó con la posibilidad de que pudiesen representar un obstáculo para el ejército de hormigas. En el mejor de los casos, quizá lo enmarañado de la vegetación y las espinas, largas como dedos y muy afiladas, podían provocar alguna demora en su avance, pero este respiro demoraría el inevitable ataque tan sólo unos minutos.

Más allá de la basura y el fango del pantano, se extendía otra vez la selva, cubriendo las estribaciones de la sierra con un manto verde que se prolongaba hasta donde alcanzaba la vista. Gultec sabía que en algún punto de aquella cubierta vegetal avanzaba el ejército de insectos al mando de aquellos seres horribles que eran sus enemigos.

Aprovechó la pausa para reflexionar. ¿Qué podría haber provocado el cambio de las hormigas en bestias gigantes? ¿Quién o qué las había puesto al servicio de aquellas otras criaturas, los hombres—arañas de piel oscura y brillante? ¿Cuál era el secreto del ser blanco, con su aspecto horripilante y sus terribles poderes? ¿Por qué todos estos monstruos dedicaban sus esfuerzos a la destrucción de Tulom—Itzi?

Al fin sacudió la cabeza y soltó un gruñido, enfadado consigo mismo. ¿Por qué tenía que preocuparse de estos temas? Él era un guerrero, y ahora tenía un enemigo concreto contra quien luchar. Se trataba de un enemigo frío e implacable, y mucho más aterrador por su naturaleza no humana; aun así, era un problema bélico y exigía una solución del mismo tipo.

Con la mente ocupada en un tema más concreto y conocido, Gultec miró a sus guerreros. Se mantenían alerta en sus posiciones a lo largo del risco, aunque el enemigo todavía no estaba a la vista. «No tardará en aparecer», pensó el Caballero Jaguar, sombrío.

—¿Están todos los demás, las mujeres y los niños, en un lugar seguro? —le preguntó Gultec al guerrero itza que se había encargado de vigilar la retirada de los que no participarían en la lucha.

—No pueden dar ni un paso más, pero al menos han conseguido salir de las alturas. Han montado el campamento en las estribaciones occidentales de la sierra.

En la cumbre no quedaban ahora más que los guerreros. Altivos y orgullosos, estos hombres representaban la última barrera entre las mandíbulas de la horda enemiga y la gente de Tulom—Itzi. Los cuerpos morenos, musculosos y delgados después de semanas de combates y marchas, no mostraban señales de cansancio. Alertas al máximo, sus ojos oscuros observaban el bosque en las zonas bajas, atentos a la primera señal de la presencia de las hormigas.

Llevaban sus largas cabelleras negras recogidas en la nuca, para apartárselas del rostro. A diferencia de los otros ejércitos de Maztica, aquí no había estandartes emplumados. Aparte de Gultec, ninguno de estos hombres llevaba el uniforme de los Caballeros Jaguares, ni tampoco había Caballeros Águilas entre los itzas.

Pese a ello, estos hombres que habían nacido y vivido siempre en paz se disponían pata la batalla final. Formaban pelotones de quince o veinte soldados, y cada grupo había preparado una buena provisión de piedras. Cada guerrero iba provisto de un arco y varias docenas de flechas, fabricadas por las mujeres de la tribu. El hombre que se encontraba junto a Gultec carraspeó, nervioso.

—Todos los ancianos, las mujeres y los niños están en lugar seguro —dijo—, excepto Zochimaloc. Ha insistido en que quiere presenciar la batalla, a pesar de que hice todo lo posible para convencerlo de lo contrario.

—¿Dónde está? —Gultec soltó una maldición—. ¡Hablaré con él!

El guerrero señaló al viejo cacique. Zochimaloc estaba sentado sobre sus talones, en un peñasco, con el aire de alguien que quería disfrutar de unos momentos de meditación.

Gultec miró una vez más en dirección al valle. La columna de hormigas todavía no había salido de la selva, y juzgó que aún pasarían unas horas antes de que comenzara la batalla. Al trote, recorrió el sendero para reunirse con su maestro.

—¡Maestro! —dijo con voz perentoria, haciendo una reverencia—. ¡No puedes quedarte aquí! ¡No puedes ayudarnos en la defensa, y no puedo permitir que tu vida corra peligro! ¿Qué hará tu gente si mueres en este combate?

Zochimaloc sonrió y le dirigió una mirada tan paternal e irritante que a Gultec le ardió la sangre en las venas.

—Paciencia, hijo mío —respondió el anciano—. ¡No debes hablar a tu viejo maestro en este tono!

—Te pido perdón —dijo Gultec, avergonzado—, pero sólo es el producto de la preocupación que siento por ti. ¿Qué esperas conseguir con quedarte aquí?

—Recuerda —lo reprendió Zochimaloc, bondadoso— que, si bien has aprendido muchas cosas, no lo sabes todo. Quizás en esta cabeza canosa todavía queden un par de sorpresas.

»O tal vez sólo deseo ver cómo es realmente una guerra —concluyó el anciano, sin perder la sonrisa—. Nunca he visto ningún combate.

—Es algo que no vale la pena ver —afirmó Gultec—. Pensaba que lo sabías. —Zochimaloc se rió suavemente al escuchar sus palabras.

—Hubo una época en la que esta cuestión habría sido motivo de una larga discusión contigo mismo. Es una verdad indiscutible que tu estancia en Tulom—Itzi ha provocado un gran cambio en ti.

—Sin embargo, tú continúas siendo el mismo anciano testarudo que conocí por primera vez. —Su profundo amor por Zochimaloc le impedía hablar con mayor claridad, pero deseaba fervientemente verlo lejos del frente de batalla.

»Si las hormigas consiguen atravesar nuestra línea defensiva —insistió Gultec, que no quería dar el brazo a torcer—, tendremos que escapar a toda prisa. Es posible que ni siquiera los más veloces consigan salvarse. ¿Acaso esperas superar en velocidad a esas monstruosas criaturas?

—Sé lo suficiente de la guerra para comprender que esta montaña es tu última oportunidad para detenerlas —repuso el maestro con una sonrisa triste—. Si rompen la línea, ¿qué otro lugar nos queda al que poder escapar?

»Ahora, alerta —añadió Zochimaloc, que señaló con un dedo para llamar la atención de Gultec—. Allá vienen. No te preocupes por mí; ocúpate de tus guerreros y de la batalla. Yo cuidaré de mí mismo.

El Caballero Jaguar se volvió para mirar hacia el fondo del valle, unos trescientos metros más abajo. Vio una primera hilera de insectos rojos que surgían de la selva y se metían en el pantano. Otra hilera abandonó la espesura, y después otra, y muy pronto dio la impresión de que toda la tierra se había convertido en una masa hirviente que se arrastraba hacia las estribaciones, arrasándolo todo a su paso.

Desde esta altura, las hormigas parecían tener el tamaño correcto, como los diminutos insectos que eran normalmente. Gultec reprimió un estremecimiento cuando quiso imaginar el oscuro y corrupto poder que había transformado a las criaturas en la horda de monstruos que se movía allá abajo.

El guerrero soltó un gruñido, lleno de frustración ante el empecinamiento de Zochimaloc y aturdido por la magnitud del ejército enemigo. Hasta ahora, sólo lo había visto como una larga y sinuosa columna que se perdía en la distancia.

En cambio, ahora las criaturas se habían agrupado en un amplio frente, y todavía había más que salían de la selva. ¡Sumaban varios miles, y su número iba en aumento! ¿Cómo podía pensar que sus escasas fuerzas fuesen capaces de enfrentarse a semejante ataque?

Sin embargo, sabía que no tenían otra elección. Trotó de regreso al centro de la posición defensiva, y sólo hizo alguno que otro alto para palmear el hombro de un soldado o cambiar algunas palabras con los más jóvenes. Los hombres de Tulom—Itzi estaban preparados para la lucha... y para morir.

Todos observaron, atentos y temerosos pero también dispuestos a no ceder un palmo de terreno, el avance de las hormigas gigantes por la enmarañada vegetación del pantano. Algunas de las criaturas quedaban atrapadas entre las ramas y raíces, con la consecuencia de que eran aplastadas por las que venían detrás. Muy pronto, los cuerpos de las más lentas se convirtieron en una
maca
bra pasarela sobre la que desfilaban sus compañeras.

Las hormigas avanzaron más deprisa en cuanto pisaron terreno firme, y no tardaron en alcanzar la base de la empinada cuesta. Sin perder ni un segundo iniciaron la escalada, mientras que las últimas filas dejaban atrás la selva. Gultec intentó descubrir a los hombres—araña entre la multitud de insectos, pero no consiguió ver ninguna señal de los cuerpos negros, ni tampoco al monstruo blanco.

—¡Arqueros, preparados! —gritó.

Un millar de arcos se tensaron en respuesta a su aviso, y las flechas con puntas de dientes de tiburón apuntaron hacia el enemigo. Los guerreros itzas esperaron la orden de Gultec. Las hormigas todavía estaban lejos, pero, como el desnivel era muy pronunciado, el Caballero Jaguar consideró que se encontraban a distancia de tiro.

—¡Ahora! ¡Disparad! —ordenó. Las saetas volaron por el aire—. No dejéis de disparar. ¡Apuntad a los ojos!

Los insectos ascendieron por la ladera mientras la lluvia de flechas caía sobre ellos. Las hormigas no se preocupaban de las dificultades del terreno, y pasaban por encima de los enormes repechos como si fueran pequeños obstáculos en terreno llano. Muchas de las flechas rebotaron en las piedras, y otras golpearon en el durísimo caparazón de los monstruos sin causarles ningún daño.

Pero también unas cuantas hicieron blanco en los ojos, o, ayudadas por la fuerza de la caída, consiguieron hundirse en los cuerpos a través de los resquicios entre los segmentos. Primero una, después otra, y a continuación muchas más, perdieron sus asideros y se deslizaron cuesta abajo, arrastrando con ellas a las que venían detrás.

Tratando de no desperdiciar ni una flecha, los arqueros dispararon andanada tras andanada contra la horda enemiga que se encontraba cada vez más cerca. Pero los disparos se fueron espaciando a medida que los hombres agotaban sus últimas saetas, hasta que cesaron del todo.

Las hormigas prosiguieron su avance con una facilidad pasmosa, porque sus seis patas les permitían sujetarse en las paredes casi verticales de la ladera. Se arrastraban por los montículos y repechos de la cuesta y se amontonaban como una corriente roja por las grietas poco profundas.

Cada vez estaban más cerca, aunque no habían acelerado el paso cuando acabó el ataque de los arqueros. Mantenían el mismo ritmo mecánico e inexorable de antes.

La única diferencia era que ahora los guerreros itzas podían ver con toda claridad las superficies planas y translúcidas de sus ocelos, y escuchaban el castañeteo de sus hambrientas mandíbulas. Avanzaban como una marea que acabaría por engullirlos a todos.

Gultec consideró que había llegado el momento de descargar su segunda y más poderosa arma defensiva.

—¡Las piedras! ¡Soltadlas! ¡Dejemos que las arrastren hasta el fango al que pertenecen!

Al instante, los guerreros itzas soltaron sus arcos, y recogieron los pedruscos que habían apilado junto a sus posiciones. Grupos de dos y tres hombres unieron sus esfuerzos para mover las piedras más grandes, mientras que otros levantaban piedras de un tamaño considerable. Mientras las hormigas avanzaban impertérritas, uno de los guerreros alzó un trozo de granito por encima de su cabeza —tan pesado que lo hacía tambalearse— y lo lanzó contra la masa de insectos.

Unos pasos más allá, un trío de guerreros se afanaba en empujar un peñasco hacia la pendiente. El proyectil se balanceó por un momento en el borde, pero los hombres redoblaron sus esfuerzos y lo arrojaron cuesta abajo. Poco a poco ganó impulso, y después inició un descenso vertiginoso por la empinada ladera.

La roca avanzó unos quince metros antes de chocar contra una de las hormigas que iban a la vanguardia, la cual, de pronto, se encontró sostenida únicamente por las tres patas de la derecha, porque las otras tres habían resultado aplastadas. Lentamente el monstruo cayó de costado, y al segundo siguiente se despeñó al vacío sin que sus compañeras le hicieran caso.

Mientras tanto, la piedra continuó su descenso mortal. Aplastó la cabeza de otra hormiga, mucho más abajo que la primera, y después partió en dos a una tercera. Con la celeridad del rayo abrió un sendero de destrucción a través del enemigo, hasta que se detuvo al final de la pendiente.

Otro peñasco siguió al primero, acompañado por una lluvia de guijarros y las piedras más grandes que un hombre solo podía levantar. El estrépito de las piedras al chocar contra la ladera y en los caparazones de las hormigas sonaba como las descargas de un trueno. Muchos de los proyectiles se perdían, pero los peñascos que seguían una trayectoria más o menos recta a través del grueso del ejército causaban muchísimas bajas.

Los hombres comenzaron a gritar entusiasmados al ver que su ataque rendía frutos. Por primera vez el avance inexorable de las hormigas comenzaba a vacilar. Toda la primera hilera de insectos acabó destrozada por efecto de la pedrea.

Más peñascos siguieron a los primeros, y algunos, al golpear contra la ladera, provocaron desprendimientos; trozos de la montaña —los había que tenían el tamaño de una casa pequeña— se deslizaron contra la horda, y las hormigas muertas se contaban por centenares.

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