Qotal y Zaltec (24 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

BOOK: Qotal y Zaltec
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Más allá de las lianas, encontraron un estrecho sendero que, por el lado izquierdo, daba a la ladera de la cascada, cubierta de musgo. El cabecilla echó a trotar, y los nativos de la retaguardia lo imitaron, al tiempo que amenazaban a los prisioneros con sus arcos para que hicieran lo mismo.

Hicieron lo posible, y Halloran intentó ayudar a Erix sujetándola de un brazo. En su estado, no podía correr, y el cabecilla se volvió para gesticularles, impaciente.

—¡Espera! —gritó Hal en nexala.

Por un instante, lamentó el tono duro y pensó que le costaría la vida, cuando vio que el cacique empuñaba su arco.

—No... puedo... ir más deprisa —le dijo Erixitl con voz entrecortada y en lengua payita. El guerrero frunció el entrecejo como si hubiese entendido sus palabras y las desaprobara. Pero, cuando reanudó la marcha, lo hizo un poco más despacio. Al cabo de un rato, quitó la flecha del arco y colgó el arma a su espalda. Halloran echó una mirada a los nativos que tenía detrás, y comprobó que mantenían los arcos listos para disparar.

Se metieron por una profunda brecha en la ladera, y muy pronto no había nada más a la vista que las paredes cortadas a pico. En algunos lugares, las piedras aparecían mojadas y resultaba muy fácil resbalar; al parecer, la luz del sol nunca llegaba a tocar el fondo de la grieta. Los guerreros marchaban sin ninguna dificultad, y los guiaban por el sendero cada vez más angosto.

Por fin llegaron a una escalera muy empinada —Halloran no fue capaz de descubrir si era natural o tallada en la roca— y comenzaron a subir. Sus hombros casi rozaban las rocas frías y húmedas de los costados, y sólo una estrecha franja azul al final de la escalera indicaba que no habían entrado en una cueva.

Después de la larga ascensión, de al menos doscientos escalones, llegaron a la cima del acantilado. Aquí el sendero atravesaba un campo de tierra fangosa. Halloran vio que Erix trastabillaba, muerta de cansancio tras el esfuerzo de subir la escalera.

—¡Alto! —ordenó con su tono más marcial.

El cacique se volvió, sorprendido, y Hal parpadeó asombrado al ver la rapidez con que había cogido su arco y montado la flecha.

—¿No ves que está agotada? —preguntó—. ¡Necesita descansar! —Los dos hombres se miraron durante unos momentos en silencio.

Erix se apoyó contra el tronco de un árbol y trató de recuperar el aliento. Con mucho cuidado, Halloran la cogió del brazo y la ayudó a sentarse en la hierba. El nativo pronunció unas cuantas palabras y levantó su arco, pero Hal no desvió la mirada.

Estudió al pigmeo, casi olvidado de su miedo por la curiosidad, y por primera vez se fijó en los pies del hombre. No iba calzado, y el empeine aparecía cubierto de un vello muy espeso.

En todos los demás aspectos se parecía a un humano. Sus facciones, debajo de la pintura de guerra, lo mostraban como una persona orgullosa y confiada en sí misma, y su expresión era de valentía, pese a verse enfrentado a un ser que lo doblaba en tamaño. Tenía la barbilla firme y la nariz recta, y sus ojos brillaban de inteligencia. Si el color oscuro de su piel correspondía al típico de los humanos de Maztica, o si era el resultado de vivir siempre desnudo al sol, fue algo que no pudo aclarar.

En cualquier caso, el hombre decidió dejar descansar a Erixitl; bajó el arco y se sentó en cuclillas. Por unos minutos, él y los demás guerreros esperaron, inmóviles.

—Ya me encuentro mejor —le confió Erixitl a su marido. Sin muchos ánimos, se incorporó.

—¿Crees que hablan payita? —preguntó Halloran, mientras reanudaban la marcha.

—¿Puedes entender mis palabras? —dijo Erixitl al cacique en la lengua payita. Halloran no conocía el idioma, pero vigiló atentamente la reacción del nativo.

—No hablar con Gente Grande —respondió el pigmeo sin mucha fluidez—. Matan a nosotros, siempre, muchas veces.

—¿Por qué nos has hecho prisioneros? —inquirió la mujer—. No te hemos hecho ningún daño.

—Toda Gente Grande mala —gruñó el jefe. Le volvió la espalda, dispuesto a proseguir su marcha.

—¿Adonde nos llevas? —insistió Erix.

—A la aldea, fiesta —contestó. Tras estas palabras que no prometían nada bueno, dejó de responder a todas las demás preguntas, y no pudieron hacer otra cosa que seguirlo a través del bosque que parecía no tener fin.

—Cada vez están más cerca —jadeó el guerrero itza—. Los niños y los viejos ya no pueden mantenerse por delante. —El hombre se apoyó contra un árbol, agotado y con el cuerpo manchado de sangre, que manaba de sus múltiples heridas. A duras penas conseguía mirar a Gultec, y el Caballero Jaguar observó que sus ojos aparecían cubiertos por un velo de fatiga y aturdimiento.

Soltó un gruñido de rabia. Se encontraban en las empinadas colinas, al pie de las Montañas Verdosas. Los fugitivos formaban una larga columna en el fondo del valle, en dirección a un paso muy alto en la cresta de la cordillera. Las hormigas habían acelerado el ritmo de su avance, y ahora Gultec se preguntaba si no habría conducido a esta gente a una trampa mortal.

—Sólo quedo yo... Los demás... han muerto todos, ¡quemados!

Mientras el hombre hablaba, Gultec advirtió que los cabellos de un lado de la cabeza aparecían quemados, y el brazo del mismo costado se veía ennegrecido como un trozo de carne recocida.

—Mi compañía..., todos ellos hombres de primera. ¿Por qué yo? ¿Por qué? —El guerrero miró a Gultec lleno de desesperación.

—¡Cálmate! —ordenó Gultec, y la respiración del hombre se hizo menos agitada—. Ahora, dime: ¿qué pasó?

—Esta vez no vinieron detrás de nosotros como las veces anteriores —explicó el soldado, más tranquilo—. En cambio, siguieron su camino, sin hacer caso de nuestras flechas. Decidimos acercarnos, conscientes de la importancia de nuestro cometido.

—¿Entonces se volvieron? —preguntó Gultec.

—No, continuaron su avance. Nosotros hicimos lo mismo, con la intención de situarnos por delante de la columna. Entonces vimos una cosa horrible; se parecía a los hombres—insecto sólo que era toda blanca, pálida como un gusano. Tenía la cara de una mujer. —La voz del hombre se llenó de horror al recordar la escena.

»Levantó una mano y dijo una palabra. Vimos una pequeña burbuja de fuego, apenas un poco más grande que una canica, que flotaba hacia nosotros desde su dedo. Y entonces el mundo se convirtió en un infierno, con lenguas de fuego por todas partes, que abrasaban los árboles y mataban a los hombres. Por la gracia de los dioses, el fuego sólo me rozó, y esto me salvó la vida. Todos los demás fueron consumidos por el fuego, y, cuando se apagaron las llamas, sus cuerpos eran como trozos de carbón.

—¿Has dicho que el ser blanco fue el causante? —Gultec había escuchado los comentarios acerca de que había un hombre—insecto blanco entre las hormigas. También recordaba otra criatura blanca, la hechicera albina de la Legión Dorada, que había incinerado a un centenar de valientes Caballeros Águilas con una magia similar. Aquel ataque, acompañado de la súbita aparición de la caballería, había significado la derrota de los defensores de Ulatos y la conquista de Payit por parte de los legionarios.

Una vez más, el Caballero Jaguar expresó su descontento con un gruñido. Contempló el paso de la columna itza, a los ancianos y a las mujeres que ayudaban a los niños, sin dejar de vigilar atentamente la retaguardia. Pasarían muchas horas antes de que pudieran llegar al otro valle de la cordillera, y había muchos otros valles hasta el paso.

—Nos enfrentamos al riesgo de un desastre total, si no hacemos alguna cosa —declaró—. Reúne a todos los guerreros. Nos encontraremos al final de la columna. —Su tono de voz no daba pie a muchas esperanzas. El plan, nacido de la desesperación, le pareció a Gultec una auténtica locura mientras se preparaba para ponerlo en práctica. Sabía que los itzas carecían del entrenamiento y la experiencia guerrera que hacía falta en estos momentos.

Al mismo tiempo se sentía orgulloso y también culpable, al ver la voluntad de aquellos hombres por cumplir sus órdenes; pero no tenía más alternativas.

—Cuando las criaturas avancen, las atacaremos.

Poshtli no tenía hambre ni sed. No había noche, y en ningún momento la niebla gris daba muestras de ser menos densa o de dispersarse. No obstante, sabía que habían pasado muchos días desde que él y Qotal habían escapado del templo de Tewahca.

Durante todo aquel tiempo, había cabalgado en los hombros del enorme dragón. Acurrucado entre el brillante y suave
pluma
je, no había sentido peligro ni experimentado ningún deseo. No había hablado, ni la Serpiente Em
pluma
da había mantenido comunicación con él. Lo dominaba una sensación de paz intemporal, y le daba igual dónde estuvieran o hacia dónde se dirigían. Su cuerpo humano era como un viejo amigo.

Por fin, comprendió que esta sensación de éxtasis debía desaparecer. Sintió algo que no era aburrimiento, sino una inquietud que lo impulsaba a hablar o hacer algo.

—¿Dónde estamos? —preguntó, en voz baja y serena.

Volamos a través del éter, lejos del plano humano.

La respuesta apareció en su mente con toda claridad, e incluso casi pudo imaginar que había sido expresada con una voz firme y pausada. Sin embargo, no había existido ningún otro sonido excepto el de su propia voz.

—¿Por qué estoy aquí contigo? —quiso saber Poshtli.

Admiro tu valor. Estabas dispuesto a morir por mí en la batalla. Perdimos aquel combate, pero habrá otro.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

La mujer, la Hija de la Pluma, es muy sabia. Ella sabrá dónde se librará la próxima batalla, e irá allí. Nosotros esperaremos a que llegue, y entonces desafiaré a Zaltec una vez más.

Y triunfaré.

Poshtli quería formular más preguntas, hablar de los detalles de su entrada en el mundo. Por unos momentos, pensó en la duración de la espera, o en el tiempo transcurrido desde que había entrado en la niebla que Qotal llamaba «éter». Pero algo en el tono mental del dragón lo desanimó a seguir interrogándolo, y se acomodó otra vez entre las
plumas
.

Sospechó que tendría tiempo suficiente para hacer estas y todas las preguntas que se le ocurrieran.

Un escuadrón de dos docenas de águilas volaba muy alto, detrás de la nube de polvo que se movía por la superficie del desierto. En tierra, Cordell y catorce jinetes más marchaban al paso, con el fin de conservar sus fuerzas. El viaje hasta Puerto de Helm sería largo y fatigoso, pero ningún tramo sería más difícil que éste, la travesía de la Casa de Tezca.

Durante la primera semana avanzaron hacia el norte, retrocediendo por la ruta de la huida y detrás de las huellas de la horda de la Mano Viperina, que, al parecer, regresaba a Nexal. Había agua de sobra en este camino, y disponían de comida suficiente al menos hasta que pudieran alcanzar zonas fértiles.

Ahora, se habían desviado hacia el noreste para evitar la retaguardia del ejército enemigo, que avanzaba a menor velocidad, y para seguir una ruta más directa hacia las tierras de Payit. Chical y las demás águilas les servían de ojos, y, según sus informes, les faltaba otra semana de marcha hasta las fértiles tierras de Pezelac.

Después de cargar a los caballos con toda el agua que podían soportar, los hombres iniciaron la travesía, midiendo cuidadosamente sus raciones del precioso líquido. Cordell, acompañado por el capitán Grimes, el asesor Kardann y doce legionarios, cabalgaba hacia Puerto de Helm. El resto de la legión y sus aliados kultakas marchaban en dirección al mar.

Estaba en manos de los dioses, o del destino, el que volvieran a encontrarse alguna vez.

—Gultec, es necesario que hable contigo ahora mismo —dijo Zochimaloc con una autoridad desacostumbrada.

A pesar de la creciente tensión ante la inminencia del ataque que se disponía a ejecutar, el Caballero Jaguar prestó atención a su maestro. A su alrededor, los guerreros de Tulom—Itzi permanecían ocultos entre los matorrales, a la espera de sus órdenes.

—Comprendo la importancia de este ataque, y sé que muchos guerreros itzas morirán en su transcurso —añadió el anciano.

Gultec asintió, un tanto inquieto ante la paciente mirada de Zochimaloc.

—Pero has de tener presente una cosa, discípulo y amigo mío —dijo el patriarca. Gultec enrojeció de placer. Nunca antes su maestro lo había calificado de «amigo»—. Preocúpate de sobrevivir a la batalla.

—¿Por qué me dices esto? —protestó Gultec—. ¡No puedo dirigir a los hombres en una batalla si, al mismo tiempo, he de velar por mi propia seguridad!

—Tú eres muy importante para nosotros, para toda Maztica. Quizá más importante de lo que piensas. Si mueres ahora, perderíamos todo aquello que has ganado para nuestro pueblo. No tendríamos esperanzas de futuro.

—¿Qué es lo que he conseguido? —replicó el Caballero Jaguar—. Hasta ahora, tu ciudad ha sido saqueada, tu pueblo escapa a través de la selva, y ahora se encuentran enfrentados al desastre. Sabes que debemos desviar a las hormigas, o, al menos, conseguir demorar su avance. En caso contrario, no llegaremos nunca al paso de las montañas. ¡No habrá futuro para los itzas!

—Por favor, no me pidas explicaciones —respondió el maestro—, y prométeme que tendrás cuidado, que no olvidarás mis palabras.

Una vez más, Gultec fue consciente del profundo y paciente poder de su mentor. El guerrero no sabía qué encarnaba esta fuerza, además de la inteligencia y la sabiduría, pero lo interpretaba como un poder majestuoso al que sólo se podía obedecer.

—No me olvidaré —prometió Gultec—. Ahora, debo dirigir el ataque.

—Que tengas suerte en el combate, hijo mío.

—Haré todo lo que esté a mi alcance, abuelo —contestó Gultec con una reverencia.

Se volvió hacia sus guerreros. Los grandes corpachones rojos de las hormigas asomaron en la distancia, entre el matorral. El eco de las palabras de su maestro todavía resonaba en sus oídos, cuando Gultec, con el corazón acongojado, ordenó avanzar.

El agudo aullido de un millar de gritos de guerra rompió el silencio de la selva, como un anuncio del ataque contra la cabeza de la columna comandada por Darién. Las enormes hormigas, que marchaban de ocho y diez en fondo, no vacilaron ni por un instante, y continuaron su desfile como si no ocurriera nada.

La primera fila recibió el ataque de las lanzas y hachas de los itzas, y sucumbió ante sus golpes. Sin perder un segundo, los hombres se encararon con la segunda, y después con la tercera. Los insectos que venían más atrás apartaron con sus enormes patas los cuerpos destrozados de sus compañeras, mientras sus ojos buscaban al enemigo para acabar con él. Por su parte, los humanos se desplegaron por los flancos y prosiguieron con su ataque hasta que forzaron a las hormigas a dispersarse.

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