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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

Qotal y Zaltec (10 page)

BOOK: Qotal y Zaltec
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El joven comandante, con sus largos rizos rubios al viento, permanecía en la proa de la nave capitana. Los escribas, hechiceros y clérigos le habían dado todas las informaciones disponibles del viaje de Cordell, y, si bien ahora navegaban hacia un continente misterioso, al menos sabía que había tierra al otro lado.

—¡Y por Helm, que será mía!

Como la mayoría de los hombres de armas, Don Váez no necesitaba mucho de los dioses, excepto en la medida en que podían ayudarlo en la consecución de sus fines. Había escogido a Helm como protector, porque el dios de la vigilancia eterna parecía el más apropiado para un soldado.

Don Váez mantenía una actitud de hombre dispuesto a todo, consciente de que sus hombres lo observaban. Creía a pies juntillas que la apariencia era un factor decisivo para el liderazgo, y, en consecuencia, se tomaba grandes molestias para que sus tropas siempre lo vieran con el mejor aspecto. En su camarote tenía cuatro baúles llenos de uniformes, para poder estar siempre bien vestido y elegante en todo momento.

El capitán recordó su pasado mientras la brisa marina le agitaba los cabellos. Había seguido un largo y tortuoso camino para llegar a este punto, pero ahora cada uno de sus audaces pasos estaba a punto de darle la recompensa que se merecía.

La flota navegaba sin tropiezos a las órdenes de un piloto veterano llamado Rodolfo, que tenía la reputación de ser uno de los marinos más temerarios de la Costa de la Espada. Años atrás, había servido al mando del capitán general Cordell cuando había necesitado una flota. Desde aquel entonces, el piloto había vuelto a tierra, aunque había aceptado de buen grado la paga ofrecida por los príncipes para unirse a la expedición.

—Se levanta viento del este. Podremos navegar a toda vela —comentó Rodolfo, mientras se acercaba a Don Váez. El comandante asintió distraído; los detalles técnicos de la navegación no le interesaban, pues los consideraba asunto del piloto. Con una fugaz mueca de disgusto, Rodolfo se marchó al ver que Váez no le hacía caso.

El capitán, sumergido en sus recuerdos, exhibió una sonrisa severa mientras pensaba en la Academia de Ladrones en Calimshan. ¡Había sido un pésimo ladrón! ¿Qué necesidad había de moverse sigilosamente en medio de la oscuridad para apoderarse de una cosa cuando él podía acercarse al dueño, partirle el cráneo con un golpe de su espada, y llevarse el objeto que le interesaba a plena luz del día?

Los directores de la academia habían llegado a la misma conclusión. Don Váez y Calimshan se separaron en términos amistosos, porque los maestros no se ocuparon de hacer un inventario a fondo hasta que el ex estudiante ya estaba bien lejos. Con la ayuda de los disfraces que le había proporcionado una sirvienta, escapó de la ciudad y viajó hacia el norte, a lo largo de la costa. No se preocupó más por el destino de la muchacha inocente, al dar por sentado que la habían ajusticiado como cómplice de sus fechorías.

Después de esta primera experiencia, Don Váez había servido en una de las compañías de mercenarios que combatían en Amn contra los piratas de la Costa de la Espada, en una guerra que duraba ya más de veinte años. Tras la misteriosa y desgraciada muerte del capitán de la compañía —nadie pudo identificar al arquero que le había disparado por la espalda mientras encabezaba a sus tropas en el combate—, Don Váez asumió el mando, y fue en el desempeño de su jefatura que concitó la atención de los príncipes mercaderes.

El principal competidor de Váez y sus hombres había sido el capitán general Cordell y su Legión Dorada. Cuando Cordell había conseguido la victoria final frente a las hordas del príncipe pirata, Akbet—Khrul, todos los honores del Consejo de Amn fueron para el vencedor.

Por su parte, Don Váez —que de pronto se había encontrado sin trabajo— encontró su premio en una dama casada y muy rica. Los favores de la señora lo habían llevado una vez más a merecer la atención del Consejo, ahora que no se tenían noticias de Cordell y que existía la posibilidad de que hubiese traicionado a sus empleadores. Don Váez había llegado a pensar si la dama en cuestión no sería uno de los príncipes mercaderes, si bien no tenía ninguna posibilidad de confirmar este hecho.

Fuera como fuese, su influencia debía de ser muy grande, porque lo habían seleccionado para comandar esta gloriosa empresa.

Los príncipes mercaderes le habían otorgado amplios poderes y atribuciones. Presentía que en la tierra, al otro lado del mar, encontraría vivo a Cordell. Los dioses no podían ser tan crueles como para privar a Don Váez de enfrentarse a su viejo rival.

—Sabe que lo encontrará vivo, ¿no es así? —preguntó el padre Devane. El clérigo, ataviado con una gorra de tela y una capa de lana, se unió a él en la barandilla de proa.

—¿Cordell? —Don Váez se volvió hacia el sacerdote, sorprendido por la exactitud de su deducción. En su rostro apareció una débil sonrisa—. Sí. Creo que... lo encontraremos.

—¡Bien! —exclamó Devane, con voz dura—. ¡Su comportamiento insensato le costó la vida a mi maestro!

—¿Fray Domincus? ¿Cree que está muerto?

—Desde luego que sí —manifestó el clérigo—. ¡Pero su muerte será vengada!

—Puede estar seguro de que así será —afirmó el capitán, volviendo su atención al mar. Al parecer tenía un aliado, un hermano espiritual, en este agrio sacerdote de Helm. Recordó la alfombra voladora que había mencionado uno de los príncipes, y pensó que Devane sería un aliado de gran valor.

Don Váez imaginó cómo sería su encuentro con el derrotado Cordell. El hombre rogaría su perdón, y Don Váez lo haría sufrir y suplicar por su vida aun a sabiendas de que se la perdonaría, porque el momento de auténtico triunfo no llegaría hasta su regreso con Cordell a Amn, donde pasearía por las calles de Murann con el traidor encadenado.

Quizá lo llevara en una jaula. De pronto, Don Váez tuvo una inspiración. Utilizaría el oro del nuevo mundo —mejor dicho, parte del oro— y mandaría construir una jaula. La montaría sobre ruedas doradas, y en ella pasearía a su prisionero.

Sí, pensó Don Váez. Sería el regreso más adecuado para el líder de la Legión Dorada. Con esta idea, y una sonrisa en su bien formada boca, Don Váez se dirigió a su camarote bajo cubierta, para dormir.

Y, desde luego, continuar con sus sueños.

—¿Cuántos eran? ¿Has podido contarlos? —preguntó Halloran.

Jhatli lo miró con desconfianza. La inteligencia brillaba en los ojos del muchacho, pero también la rabia y el odio. «No se lo puede culpar por ello», pensó Halloran.

Con la ayuda de Gultec y Daggrande, Hal había intentado averiguar todos los datos posibles. Erixitl dormía cerca de ellos, agotada tras la dura marcha del día. En algún lugar del cielo, el águila los esperaba. Por la mañana, tendrían que adoptar una decisión muy difícil: dirigirse hacia el pozo de agua, o seguir el camino que les señalaba el ave de presa.

Por ahora, permanecían sentados alrededor de una pequeña hoguera hecha con un poco de la escasa leña a su disposición. Algunos de los exploradores mazticas les habían anticipado parte del relato de Jhatli, y todos se compadecían de la terrible experiencia que había soportado el adolescente. Sin embargo, debían insistir en el interrogatorio, porque cualquier cosa que les pudiera decir acerca de la naturaleza y las tácticas de los perseguidores podían resultar de gran utilidad.

—No eran tantos como mi grupo..., menos de mil. Salieron de entre las rocas cuando pasamos, para atacarnos por sorpresa. Que yo sepa, nadie más consiguió escapar —dijo Jhatli—. Estoy vivo sólo porque, al haber ido de cacería, me separé del grupo principal. Pero pude verlos. —El muchacho hizo una pausa, y de pronto exclamó—: Podríamos volver allí y matarlos. ¡Con vuestros guerreros y las armas de plata, no dejaríamos ni a uno solo con vida!

—¡No! —suspiró Hal, moviendo la cabeza—. Sin duda, ahora serán muchos más. Tú sólo has visto una pequeña parte de la horda que nos persigue.

La mirada del joven se oscureció y fue evidente la tensión de sus músculos. Al cabo consiguió controlar sus emociones y se sentó más tranquilo, aunque, cuando habló, su tono tenía una ligera nota despectiva.

—De acuerdo, pero, cuando tenga la ocasión, mataré a todos los que pueda.

—Un guerrero, ¿eh? —comentó Daggrande, con una gentileza poco habitual en él.

—Sí... ¡alguien que no tiene miedo a buscar el combate!

—Cuidado, jovencito —gruñó Gultec, con el rostro muy serio entre las mandíbulas de su casco de jaguar. Jhatli lo miró alarmado, y después contempló el suelo.

—Lo..., lo siento —se disculpó, con la voz entrecortada.

—Sé que la ira te obliga a pensar en el combate —dijo Halloran—, pero debes aprender a controlarla con la sabiduría, porque si no acabará por destrozarte.

Esta vez Jhatli miró a Halloran, todavía furioso, para inmediatamente volver su atención al fuego, mientras su cuerpo se encorvaba sin fuerzas.

—Ven, muchacho —lo invitó Daggrande en su vacilante nexala, con una mano puesta sobre el hombro de Jhatli—. Vamos a ver si podemos encontrar un poco de comida para ti.

Gultec y Halloran permanecieron en silencio durante un rato, a medida que caía la noche. Por fin, el Caballero Jaguar fue el primero en hablar.

—Me molesta tener que huir constantemente de un enemigo que no podemos ver —dijo.

—Y a mí —asintió Hal—. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿Hacerle frente, y morir con toda esta pobre gente, entre las garras de unas bestias sobrenaturales?

—¿Cuánto tiempo hemos de continuar la huida? —insistió Gultec—. ¿Es sensato adentrarse todavía más en el desierto? ¿Y si todo es una trampa cruel preparada por los dioses, y cuando encontremos el último punto de abastecimiento no nos quede más alternativa que la de morir de hambre y de sed?

—Aquel nuevo valle que has hallado..., al parecer hay agua y comida para una larga temporada —comentó Halloran.

—Así es, y también hay tierra suficiente para cultivar. Si el suministro de agua estuviese asegurado, se podría edificar una ciudad tan grande como Nexal.

—Siempre y cuando no nos saquen de allí como un rebaño de cabras —observó Hal, amargado.

—No sé qué son «cabras» —replicó Gultec—, pero comparto tus sentimientos. —El guerrero hizo una pausa antes de plantear una pregunta que le preocupaba desde hacía tiempo.

»Tú y tu gente habéis utilizado poderes en las batallas contra nosotros: eso que llamáis hechicería. ¿No hay ningún hechizo que pueda defendernos contra la Mano Viperina?

—La hechicería es un conocimiento sólo al alcance de unas pocas personas —respondió Halloran, moviendo la cabeza en un gesto de resignación—. En la legión contaban con Darién, la elfa albina. Ella disponía de grandes poderes, pero los empleó al servicio de los drows, y ahora está muerta. No es posible que se haya salvado de la erupción del volcán.

—¿No había ningún otro hechicero? —preguntó el Caballero Jaguar.

—El fraile Domincus poseía los poderes comunes a todos los clérigos, pero murió en el altar de Zaltec. También hay algunos hombres de la legión que conocen algunos hechizos de poca importancia, y su poder es pequeño —contestó Halloran, con una risita.

»Yo soy uno de ellos —añadió—. En un tiempo fui aprendiz de un gran mago, y todavía recuerdo algunos hechizos. El encantamiento de la luz, o el de la flecha mágica. También puedo aumentar el tamaño de un objeto con un hechizo de crecimiento.

Gultec lo miró sorprendido, pero comprendió que Halloran decía la verdad. Ambos recordaron las grandes bolas de fuego, las explosiones de escarcha, y el humo venenoso que había utilizado Darién.

—Como ves —concluyó Halloran—, hay muy poco que pueda hacer para cambiar el curso de una batalla.

Durante un rato, los dos hombres permanecieron en silencio. Entonces, Halloran miró hacia el cielo.

—Está por resolver el tema de Poshtli —dijo—. Esta tarde ha volado hacia el este, por tierras que sabemos que son puro desierto. ¿Cómo podemos arriesgarnos a llevar a toda esta gente en la nueva dirección, sencillamente porque nos lo indica un pájaro, a pesar de lo que pueda haber sido antes? —Halloran sabía que nadie procedente de los Reinos tomaría semejante decisión; sin embargo, no tenía muy claro qué podían resolver los mazticas.

—Quizá no pretende que lo siga toda esta gente —murmuró Gultec—. Únicamente aquellos que son importantes.

Halloran miró al Caballero Jaguar, sorprendido. No se le había ocurrido esta posibilidad, aunque parecía tener mucho sentido. Antes de que pudiera responder, una figura surgió de la oscuridad, y vieron que se trataba de Xatli.

—¿Puedo unirme a vosotros? —preguntó el clérigo de Qotal.

—Desde luego —respondió Halloran, mientras Gultec asentía.

Xatli miró a Erix; la muchacha dormía abrigada con su capa, que brillaba suavemente en la oscuridad.

—Es bueno que pueda dormir. Sus cargas le pesan mucho, y el sueño es la mejor cura.

—Ahora sólo está tranquila cuando duerme —comentó Hal.

—He oído decir que nos dirigimos a un valle exuberante —dijo el sacerdote, después de una pausa.

—Gultec lo ha visto. Hay agua y comida en abundancia.

—Sí —asintió el Caballero Jaguar—. Los primeros de la columna llegarán allí a última hora de mañana; a la mañana siguiente, todos estarán en el valle.

—Un buen lugar para acampar —señaló Xatli, poniéndose en cuclillas—. La gente se animará a continuar la marcha.

—Tal vez sea un buen lugar para descansar —repuso Gultec—, pero es mal sitio para una batalla.

—¿Sabíais que hay un lugar en este desierto que fue hecho para la guerra? —anunció el sacerdote.

—¿A qué te refieres? —preguntó Halloran.

—Se llama Tewahca, la Ciudad de los Dioses. Nunca la he visto, pero la historia de su construcción es conocida por todos los sacerdotes. Fue el escenario de la última victoria de Qotal sobre su hermano Zaltec.

—¿Zaltec y Qotal son hermanos? —exclamó Halloran, atónito—. No lo sabía.

—Efectivamente. Son hermanos aunque muy distintos uno del otro. Zaltec sólo desea la muerte y la desgracia; Qotal no puede soportar ver que se hace daño a ningún ser vivo.

—Eso debió de ser una gran desventaja si tuvo que librar una guerra —comentó Hal, irónico, y Xatli soltó la carcajada.

—Hasta cierto punto —respondió el clérigo—. Los dioses ordenaron a los humanos de este mundo que construyeran un gran edificio para la guerra, una pirámide más grande que cualquier otra en el Mundo Verdadero. Para que la gente pudiera alimentarse mientras trabajaba, convirtieron en fértil el desierto.

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