»Desde luego, los detalles son tan viejos como la leyenda, pero todos los relatos coinciden en que se encuentra en algún lugar de la Casa de Tezca. Ningún hombre la ha visto, al menos en doce generaciones o más. Quizás el desierto la ha engullido.
»No obstante, estoy seguro de que Tewahca está por aquí. Tal vez los dioses desean que vuelva a ser el escenario de una batalla. Además, se menciona que el desierto era fértil. ¿Acaso no es lo que ocurre ahora? ¿Lo que nos mantiene a todos durante esta terrible marcha?
—¿Piensas que nos guían hacia Tewahca? —preguntó Gultec. Por el tono, Halloran comprendió que el guerrero conocía las leyendas sobre la ciudad santa.
—Lo dudo —contestó Xatli—. Los dioses crearon un páramo alrededor del lugar para mantener apartados a los humanos. No parece lógico que ahora deseen llevarnos a todos hasta allí.
»Sin embargo, la construcción de una ciudad así lleva a pensar que podría ocurrir otra vez —murmuró el clérigo—. No sé por qué, pienso que los nexalas podrían volver a tener un hogar.
Hal asintió, y, por un momento, se complació en compartir las esperanzas del clérigo para el futuro. Pero, casi enseguida, recordó a Jhatli y a los terribles perseguidores que los acechaban en la oscuridad del desierto.
Las bestias de la Mano Viperina eran como una espada pendiente de un hilo sobre sus cabezas, dispuesta a acabar con la vida de todos.
El vapor surgía de las enormes grietas de la tierra, y la espesa niebla se extendía como un sudario por el valle de Nexal. Las bestias se habían marchado y, excepto por las ratas que se movían entre los escombros, la isla estaba desierta.
En el centro de la ciudad muerta, el pilar se elevaba como un gigantesco monolito de más de treinta metros de altura. Únicamente si se lo examinaba con mucho cuidado, se podían ver los contornos de los brazos y las piernas, y las mandíbulas dotadas de grandes dientes, que convertían a la piedra en la imagen de Zaltec.
Pero su poder no residía en su aspecto, sino en la esencia del monolito. Centenares de años atrás, esta misma roca —en aquel entonces, no más grande que un hombre— había sido descubierta por un sacerdote de una primitiva tribu guerrera. El pilar le había hablado al hombre, para ordenarle que guiara a su tribu en un largo peregrinaje a través del desierto y las montañas, hasta que por fin llegaron al gran valle con sus cuatro lagos de aguas puras y cristalinas.
Había otras tribus instaladas en las costas lacustres, y los recién llegados escogieron la isla llana y pantanosa para edificar su poblado. La piedra que simbolizaba a su dios fue colocada en el lugar donde construirían su primera pirámide.
Con el paso de los siglos, la aldea se convirtió en un pueblo, y sus habitantes establecieron alianzas con las otras tribus. Se añadieron nuevas plataformas a la pirámide original, y el pueblo pasó a ser una ciudad. Los miembros de la tribu eran diestros en la guerra y la diplomacia y, al cabo, se convirtieron en los amos del hermoso valle. En ningún momento olvidaron que su éxito se lo debían a Zaltec, dios de la guerra.
Ahora, el dios reclamaba su recompensa, y la gente que lo había adorado escapaba aterrorizado por el desierto. El pilar aumentó de tamaño, librándose de sus ataduras, para levantarse como un coloso entre las ruinas.
Entonces, hasta las ratas permanecieron inmóviles. Un temblor sacudió la tierra, y el monte Zatal, envuelto por una niebla gris, vomitó fuego.
Y la estatua comenzó a moverse.
La mortífera columna avanzó por la selva como una guadaña cósmica, dejando atrás árboles arrancados, matorrales aplastados, y los esqueletos de cualquier criatura lo bastante estúpida como para pretender enfrentarse al avance de las hormigas. Prados enteros se convirtieron en pantanos, mientras extensas zonas boscosas quedaron reducidas a páramos cubiertos de inmundicias y troncos pelados.
El avance seguía una ruta poco precisa, con vueltas y revueltas carentes de lógica. Las hormigas vadeaban los arroyos de la selva payita, y escalaban sin problemas las empinadas sierras de pizarra que salpicaban la región. Habían avanzado primero hacia el norte, después habían torcido hacia el este y bajado hacia el sur, y finalmente habían dado la vuelta y cruzado su propio rastro en su regreso hacia el norte.
La marcha podía parecer incontrolada, pero no era así.
En realidad, las hormigas gigantes respondían a las órdenes de una inteligencia tan brillante como perversa. Darién utilizaba la marcha para conseguir el dominio absoluto sobre las hormigas, enseñándoles a responder a su voluntad. Mandaba que la columna avanzara de cinco o seis en fondo, cuando deseaba marchar deprisa, porque había descubierto que así podían maniobrar con mayor facilidad y salvar obstáculos como los pantanos y los matorrales demasiado espesos. Si quería una amplia franja de destrucción, ensanchaba la columna hasta cien o más hormigas; si bien el avance resultaba más lento, no quedaba nada vivo tras el paso de los insectos.
Cada hormiga era un monstruo insensible; más grandes que un jaguar, y con una fuerza mecánica que no conocía el miedo ni el cansancio, las hormigas marchaban, atacaban y devoraban de acuerdo con la voluntad de su ama.
Mientras tanto, el odio consumía a Darién. Sólo pensaba en su venganza contra los humanos, y maldecía la arrogancia de los dioses, que lanzaban sus castigos contra los mortales sin ningún riesgo para sí mismos.
Ahora disponía de las hormigas, millares de insectos gigantes surgidos de las entrañas de la tierra, listos para obedecer su voluntad. Constituían la herramienta ideal para su venganza.
En esta región de Payit, si bien era poco poblada, había unas cuantas aldeas, y Darién ordenó a su ejército dirigirse hacia una de ellas para ponerlo a prueba. No tardaron en llegar al lugar escogido, y Darién contempló los pequeños campos de maíz y el racimo de chozas de adobe.
Esperad, soldados.
Su orden telepática llegó a todos sus súbditos. Las hormigas que iban a la cabeza se detuvieron en los lindes de la selva, para esperar a que llegaran las demás. Poco a poco, la columna se desplegó en un amplio frente de antenas temblorosas y mandíbulas que se abrían y cerraban lentamente. Los cuerpos negros de las hormigas se sacudieron impacientes, pero permanecieron en sus puestos. Cuando consideró que ya había suficientes, Darién dio la orden.
Adelante, ¡matad!.
Los insectos salieron en el acto de la selva para lanzarse a través de los campos de maíz. Sus enormes mandíbulas arrancaban las mazorcas, las hojas y las cañas sin dejar de avanzar, y, en cuestión de minutos, llegaron a la aldea.
Las primeras en ver a los espantosos atacantes fueron varias mujeres que recogían maíz cuando la horda apareció frente a ellas. Sus gritos se interrumpieron casi en el acto, y cayeron muertas sin tener tiempo siquiera de intentar escapar.
Los hombres salieron de las chozas, atraídos por los gritos de terror, y de inmediato hicieron frente a los atacantes. Las poderosas patas de las hormigas les arrebataron las armas y les rompieron los huesos. Después, sus mandíbulas se cerraron sobre la carne de sus víctimas.
La primera fila de hormigas dejó atrás a los lanceros, cuyos proyectiles rebotaron en el durísimo caparazón de los insectos. Los humanos, con los miembros arrancados y los pechos abiertos, pero todavía vivos, fueron abandonados para satisfacer el apetito de la segunda fila.
Los alaridos de hombres, mujeres y niños espantaron a las cacatúas y guacamayos, que unieron sus graznidos a los gritos humanos. Todos los aldeanos que no habían caído en el primer embate echaron a correr. Las hormigas los persiguieron y dieron caza a la mayoría. A los humanos más pequeños los cogieron vivos y se los llevaron a su nueva reina. A los mayores los mataron y los hicieron pedazos para que cada una pudiera tener una porción.
Con la rapidez —aunque no la gracia— de un gamo, recorrieron las calles y la plaza de la aldea. Sin perder un segundo, entraron en las chozas y devoraron a los que, por estar enfermos o ser demasiado pequeños, no habían intentado huir. En cuanto acabaron con las víctimas humanas, se dedicaron a comer la paja y los troncos de las casas, que se desplomaron convertidas en escombros.
En la plaza se levantaba una pequeña pirámide, coronada con el habitual templo maztica. Las hormigas subieron por los cuatro costados, tras deshacerse del puñado de guerreros que guardaban la pirámide. En la cima, el sacerdote de la aldea las esperaba en la puerta del templo, armado con su daga de piedra. Antes de que pudiera descargar una sola puñalada, una de las hormigas le cortó el brazo a la altura del codo. Otra lo sujetó de un pie y lo arrastró por los escalones de la pirámide, mientras las demás se ocupaban de hacer trizas el templo con sus mandíbulas. En unos minutos, el templo se hundió, reducido a un montón de astillas alrededor del altar de piedra.
Alguno de los braseros del interior del edificio debía de estar encendido, porque poco después una columna de humo surgió de las ruinas. El fuego se extendió rápidamente, y la madera del templo alimentó la hoguera. El viento arrastró las chispas que se posaron suavemente entre los restos de las casas, y el fuego se propagó a gran velocidad.
En muy poco tiempo, no quedó ningún rastro de la ocupación humana, salvo por la pirámide de piedra rodeada de ascuas y cenizas.
Desde su posición al borde del claro, las drarañas contemplaron la destrucción, satisfechas.
—Nos has conseguido un ejército —siseó una de las drarañas, un macho esbelto, armado con un poderoso arco. El, como el resto de sus compañeros, había observado en silencio el ataque de las hormigas.
—Mis soldados saben matar —afirmó Darién.
También Lolth estaba muy complacida con la carnicería, aunque sus drarañas no podían saberlo.
De las crónicas de Coton:
Protegidos por el abrazo del Plumífero, quizá podamos vivir para ver el nuevo día.
La puerta de la choza de Lotil ha saltado en pedazos, y una bestia enorme aparece en la abertura, con el morro cubierto de baba, Es altísima, de piel verde, y sus curvadas garras tienen un aspecto feroz. La marca roja de la Mano Viperina palpita en su pecho. Sus ojos, negros y hundidos, enfocan al plumista y a mi persona, mientras nos acurrucamos en un rincón.
Entonces, se manifiesta la presencia de Qotal.
El telar de Lotil, con su tapiz de algodón y
plumas
, está junto a nosotros. En el momento en que la bestia avanza, el tapiz se desprende del telar, flota hacia donde estamos y se interpone como una cortina entre el monstruo y nosotros.
La criatura se detiene asombrada, pero no más que yo. Porque en el trozo de tapiz aparece la imagen de un lugar, una imagen tan nítida e inconfundible que parece ser un lugar real.
La bestia retrocede, confundida. Por fin, abandona la casa en silencio. Yo permanezco con la mirada puesta en la imagen.
Después el plumista ciego, que no puede ver el sol a mediodía, me habla.
«Es la pirámide de Tewahca», dice, y yo asiento.
Luskag sintió una extraña mezcla de tristeza y orgullo mientras presenciaba el desfile de los enanos. Todos los adultos aptos —machos y hembras— marchaban a la guerra. Los niños y los viejos se harían cargo de la Casa del Sol durante su ausencia. En todos los demás pueblos de los enanos del desierto, repartidos por la Casa de Tezca, se repetía la misma escena.
El cacique contaba sólo con cien guerreros, y no estaba muy seguro de lo que podrían conseguir frente a la horda de monstruos, aparentemente innumerable, que avanzaba por el desierto en dirección sur. Pero la visión del caos había sido tan clara y amenazadora, que debían intentar oponerse al terrible enemigo.
La mayoría de sus enanos llevaban armas hechas con
plumapiedra
, una ventaja de la que sólo ellos disponían. Las demás tribus aún no habían aprendido las técnicas adecuadas para trabajar la durísima obsidiana, y sus guerreros contaban con las armas primitivas habituales en Maztica.
El trabajo para fabricar las nuevas armas avanzaba lentamente, aunque sin pausa, desde el concilio de guerra celebrado en la Casa del Sol. Todas las aldeas habían enviado grupos a las sierras vecinas a la Ciudad de los Dioses en busca de la piedra negra, y los artesanos hacían todo lo posible para suministrar flechas y hachas.
Unos cuantos enanos disponían de hachas y espadas de acero, conservadas desde los tiempos anteriores a la Roca de Fuego, pero, en general, las reservaban para el uso de los caciques y otros guerreros de rango. Luskag tenía un hacha de acero, pero se la había dado a su hijo mayor, Bann, y había escogido para sí mismo una pesada hacha de
plumapiedra
.
Sin tener en cuenta el armamento, todas las aldeas habían enviado compañías de guerreros valientes, si bien ninguno de ellos había participado jamás en una guerra. Pero los enanos tenían una larga tradición guerrera, y Luskag sabía que lucharían con bravura. «Aunque su destino final —pensó apenado— sea la muerte.»
Luskag corrió a ocupar su puesto a la cabeza de la columna, y los enanos iniciaron su marcha a través del desierto calcinado por el sol que era su hogar. Se reunirían en la Ciudad de los Dioses y allí esperarían el momento del combate.
Gultec saludó a Halloran con un movimiento de cabeza, y después hizo una profunda reverencia ante Erixitl. El sol todavía no había salido, pero el cielo aparecía despejado y azul, anticipando una jornada de mucho calor. Por el este, a gran altura, Poshtli volaba en pequeños círculos, como si estuviera impaciente por la demora de los humanos.
—Señora de la Pluma —dijo Gultec—, ha llegado el momento de despedirme. Mi destino me llama.
Erixitl abrazó al Caballero Jaguar, pero no hizo nada por disuadirlo de su decisión.
—Sé lo que significa el destino —susurró—. Ojalá sea una carga que puedas soportar.
—Puede ser tanto una carga como una bendición —respondió Gultec, sin apartar la mirada de su rostro y con las manos apoyadas en los hombros de la mujer—. En cualquier caso, se nos impone, y no debemos resistirnos.
Erixitl frunció el entrecejo; después se relajó con un suspiro. Notaba una profunda unión con el Caballero Jaguar, y sabía que sus palabras eran sabias.
—Intentaré recordarlo —prometió.
—Los actos de los dioses no son fáciles de entender. En otro tiempo, combatí por la causa de Zaltec e incluso colaboré con los sacerdotes en pro de la gloria del dios de la guerra, aunque debería llamarse el dios de la muerte.