Y, al cabo, comprendió.
—Los guerreros están preparados, cacique —informó Tokol. El líder de los kultakas fue el primero en informar a Cordell, cosa que no sorprendió al comandante. A pesar del desastre de Nexal y de la larga huida en compañía de sus enemigos nexalas, Tokol se mantenía leal al general que había conquistado su nación.
Cordell intentó librarse de la sensación de inquietud que tenía desde el momento en que había comenzado a oscurecer. Los nexalas habían llegado al valle que había descubierto Gultec, y era verdad que había provisiones suficientes para todos durante una larga temporada; no sólo había agua, granos y bayas, sino también abundancia de peces y caza.
Además, ofrecía la ventaja de contar con una sierra alta y empinada que lo separaba del sendero natural por el que habían entrado. Advertidos de que las bestias no habían abandonado la persecución, Cordell y los caciques habían desplegado a sus guerreros a lo largo de dicha sierra.
Por lo menos, éste era el plan. Los soldados de Tokol, alrededor de cinco mil hombres, se encargarían de defender el flanco derecho. Los legionarios de Cordell tendrían la responsabilidad del centro. El flanco izquierdo, que era el más extenso, había sido confiado a los nexalas, que reunían unos veinte mil guerreros. Ahora el capitán general esperaba tener noticias de Chical o de alguno de sus lugartenientes responsables del despliegue de las tropas.
Se puso alerta al escuchar el grito de un centinela, pero después el ruido de los cascos le avisó que se acercaba uno de sus legionarios. Cordell se volvió para recibir a Grimes, mientras el jinete desmontaba y le hacía un gesto de saludo.
—Están al otro lado, a unos cuatro kilómetros más atrás —dijo Grimes—. Tienen un campamento inmenso. Parecen dispuestos a pasar la noche allí.
—¿Algún grupo ha seguido a los señuelos? —preguntó Cordell.
—¿Se refiere a Daggrande, con Halloran y su mujer?
—¡Sí, maldita sea! ¿Los han seguido?
—Uno de mis hombres vio a una compañía de los más grandes, toda una pandilla de trolls, que se dirigía a la cordillera oriental. Es posible que sean los encargados de perseguirlos.
—Bueno, ya es algo. —Cordell se volvió cuando otra figura salió de la oscuridad. Vio que se trataba de Chical, el arrogante capitán de los Caballeros Águilas.
—Mis guerreros están desplegados a lo largo del risco. Si vienen, les haremos frente. Con la ayuda de los dioses, los venceremos. —Chical ofreció su informe, sin saludar al capitán general.
—Muy bien —respondió Cordell. La línea de defensa estaba preparada, y cerraba la ruta entre los monstruos y los nexalas acampados en el valle. Durante la noche, sería el momento peor para enfrentarse a un ataque. Sólo podían esperar el inicio de la batalla, o el alba, aunque no podía saber cuál llegaría primero.
»Con la ayuda de los dioses... —repitió el general después de la marcha de Chical y Grimes. ¿Podían aspirar a tanto?
El águila se posó en la plataforma superior de la pirámide, y la mirada de sus brillantes ojos se clavó en los humanos y el enano, que subían la escalera para reunirse con ella. A muchos metros por encima de la terraza más alta de la pirámide, los compañeros jadeaban por el esfuerzo de la larga subida. Cada tramo de escalera había sido más empinado que el anterior y ahora, al llegar al último, tuvieron que apoyar las manos sobre los escalones, que parecían estar a unos pocos centímetros de sus rostros.
—Hemos venido, señor Poshtli —dijo Erix con voz serena, cuando por fin pisaron la cumbre—. Tú nos has llamado, y nosotros hemos venido.
El águila inclinó la cabeza hacia un lado, y Hal tuvo la sensación de que el pájaro había entendido sus palabras perfectamente. Recordó al noble guerrero que había sido su amigo, y se preguntó cómo este pájaro podía ser aquel hombre. Sin embargo, no ponía en duda que, en efecto, era Poshtli.
La cima de la pirámide formaba una amplia plaza cuadrada, de unos cincuenta pasos por lado. El edificio del templo ocupaba una buena parte del cuadrado, si bien todavía quedaba un buen trozo despejado en todo su perímetro. Desde lejos, habían creído que las paredes no tenían adornos, pero ahora pudieron ver las intrincadas tallas de serpientes, pájaros y jaguares que las cubrían de arriba abajo. Las criaturas, esculpidas en bajorrelieve, aparecían sin pintar.
La enorme puerta se abría ante ellos, todavía más inmensa de lo que habían juzgado desde abajo. Tenía casi diez metros de altura y casi lo mismo de ancho.
En cuanto atravesaron la puerta, perdieron el sentido de la proporción. Penetraron en un recinto gigantesco, con las paredes y el suelo de piedra, y un techo de paja sostenido por los troncos de los árboles más altos que hubieran visto jamás. Un resplandor débil alumbraba el interior del templo, aunque no se veía ninguna fuente de luz.
Sólo tardaron un instante en comprender que el edificio, desde el interior, era mucho más grande que la parte exterior.
—¡No hay ninguna duda de que es un lugar divino! —susurró Jhatli, pasmado. El clérigo Coton se adelantó con paso ágil, y se volvió hacia sus acompañantes. Su rostro mostraba una sonrisa picara, casi infantil.
Las tallas de las paredes exteriores se continuaban aquí dentro, hasta alcanzar las partes más altas. En toda la superficie del suelo se podían ver mariposas, peces y colibríes dibujados con piedras incrustadas.
El águila cruzó la puerta detrás de ellos, y entonces, con un poderoso batido de sus alas, se elevó. Poshtli voló hacia el techo y permaneció en las alturas, trazando círculos.
En el centro de la inmensa sala había un bloque de piedra blanca. Halloran no necesitó de la ayuda de nadie para saber que era un altar dedicado a los dioses de Maztica, y sintió alivio al ver su blancura impoluta. No se veía ninguna de aquellas siniestras manchas de color óxido que distinguían a estos altares sagrados como platos para los dioses sedientos de sangre.
—¿Qué debemos hacer ahora? —preguntó Halloran, con la mirada puesta en su esposa.
—Yo lo sé —respondió ella—. No me preguntes cómo, pero lo sé.
Erixitl, acompañada por Hal, avanzó lentamente hacia el centro de la sala y, tras un centenar de pasos, llegó junto al bloque de piedra. Una vez allí, se quitó la capa y la depositó sobre el altar. Entonces, la pareja se apresuró a reunirse con sus compañeros, que permanecían junto a la puerta.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Daggrande, pero enseguida hizo silencio al ver que Erix no le hacía caso. El enano imitó a los demás y concentró su atención en el centro del templo.
Las sombras del crepúsculo cubrían todo el fondo del valle, pero la cima de la pirámide estaba a suficiente altura para captar los últimos rayos de sol. Directamente desde el oeste, la luz solar penetró por la puerta de occidente y se alargó por el suelo del templo hasta iluminar la Capa de una Sola Pluma.
Durante unos pocos segundos, no ocurrió nada. Después la capa, colocada con esmero sobre el altar, comenzó a ondular. Sus colores giraban y cambiaban, para extenderse como un arco iris por toda la sala; en realidad, no era uno solo sino un gran número de arcos irisados que se desprendían del altar de los dioses.
Lenta y majestuosamente, un perfil borroso apareció en el altar. Primero observaron su enorme tamaño, luego la forma sinuosa de un cuerpo. A continuación, vieron unas alas inmensas que batían el aire sin moverlo.
Coton y Lotil se arrojaron de bruces al suelo. Jhatli sólo tardó un segundo en imitarlos. Halloran y Daggrande permanecieron boquiabiertos, mientras Erixitl avanzaba hacia el altar. Halloran se recuperó de su sorpresa y corrió a situarse a su lado. La cogió de un brazo y percibió el temblor de su cuerpo, pero la muchacha no detuvo su avance.
Poco a poco, durante un período de muchos minutos, la enorme silueta ganó en nitidez, de pie sobre la Capa de una Sola Pluma. La imagen serpentina era clara aunque insustancial; se podía pensar que, si se le hubiera arrojado una piedra, habría pasado a través de ella. Un collar de
plumas
brillantes le rodeaba el cuello, más refulgente que cien arcos iris juntos. Unos ojos profundos y relucientes, dorados y sabios, los contemplaron. Sus curvadas piernas terminaban en garras parecidas a espadas. A pesar de la debilidad de la imagen, los tonos resplandecientes de las
plumas
que cubrían el cuerpo relucían con una fuerza sobrenatural.
Halloran no tenía ninguna duda de que se encontraban ante la presencia del Plumífero, del dios Qotal en persona. No obstante, era una presencia que no acababa de materializarse.
Entonces el Dragón Emplumado habló. Su voz tenía una dulzura inusitada, si bien poseía una resonancia que desmentía su apariencia vaporosa.
—Lo has hecho muy bien, Hija de la Pluma —dijo.
—He hecho aquello que no podía dejar de hacer —respondió Erix con sencillez.
—La tuya es una fe cuyas dudas la hacen más fuerte. Es justo que seas la escogida. Sé que, incluso en este momento, tienes preguntas. Quieres saber por qué he regresado ahora, después de que el desastre asolara la tierra; conocer el motivo de mi tardanza.
Erixitl asintió en silencio. Permaneció delante de la inmensa figura con el cuerpo tenso, pero sin perder el valor. Hal no se separó de ella, mientras intentaba sobreponerse al temeroso respeto que le infundía el dios.
—Siglos atrás le volví la espalda a mi gente, furioso porque habían abrazado el culto de la sangre y la muerte. —La voz del dragón era suave y cargada de tristeza. Su cuerpo seguía sin materializarse, aunque parecía cada vez más sólido a medida que transcurrían los minutos. Los rayos del sol iluminaban de lleno la capa, que creaba un resplandeciente nido de colores debajo del dios.
—Con el paso del tiempo, centenares y centenares de años, mi cólera se desvaneció y comprendí el error de mi comportamiento. Decidí regresar a Maztica para subsanar los males que ahora azotaban mi tierra.
»Pero, cuando intenté entrar en el Mundo Verdadero, descubrí que el culto de la muerte me mantenía a raya. Mi hermano Zaltec se había hecho tan poderoso, y sus seguidores saciaban su apetito tan bien, que yo carecía del poder para dominarlo.
»Entonces ocurrió el episodio que vosotros los humanos llamáis la Noche del Lamento. Este cataclismo golpeó a los seguidores de Zaltec, y también a los míos. El caos debilitó su poder, lo suficiente para que, con la ayuda de un humano de mucha fe, yo pudiera intentar el retorno al mundo que es mi verdadero hogar.
»Tu me has abierto el camino con tu acto de fe, al depositar la Capa de una Sola Pluma en este lugar sagrado; uno de los dos que hay en todo Maztica. Ahora puedo regresar. —La voz de Qotal ganó fuerza, y adquirió un tono de desafío.
»Y, cuando esté aquí, me enfrentaré al mal, y una vez más lo derrotaré en la cumbre de mi pirámide.
—¿El viene aquí? —preguntó Erixitl, asombrada—. ¿Zaltec viene aquí?
No había acabado de hablar, cuando una sombra enorme apareció en la puerta y ocultó la luz del sol. Todos se volvieron, sobresaltados, y vieron dos inmensos pilares de piedra donde antes sólo había cielo abierto. El gran monolito se movió y, al inclinarse, dejó visible el torso de un gigante de piedra. Casi de un salto atravesó el portal. Una vez en el interior del templo, volvió a erguirse. Sus ojos de piedra dirigieron una mirada impasible al Dragón Emplumado; la sombra de sus piernas era tan oscura que consiguió ocultar el brillo de la Capa de una Sola Pluma. El rostro del leviatán era una grotesca caricatura humana, desfigurada por su apetito insaciable de sangre y de corazones vivos.
Halloran escuchó el gemido de miedo que escapó de la boca de Erixitl. Jhatli dejó caer su arco, e incluso el valeroso Daggrande soltó una exclamación de asombro. Sólo Coton y Lotil no parecían afectados. Los dos ancianos permanecieron impasibles mientras la sombra proyectada por la mole oscurecía el interior del templo.
Y, en aquella sombra, la imagen de Qotal comenzó a esfumarse.
De las crónicas de Coton:
Me caigo y me vuelvo a levantar en presencia de la guerra entre los dioses.
Qotal y Zaltec se enfrentan en la vasta arena del templo, una batalla en las sombras que el Dragón Emplumado no puede ganar. El monstruo de piedra que es Zaltec se cierne sobre nosotros, y el poder de su odio brilla como un rubí en las pupilas de sus ojos de granito. Y la vaporosa forma de Qotal, interrumpida en su llegada, se debilita y desaparece poco a poco de nuestra vista.
Los humanos nos acurrucamos en un rincón, aterrorizados por la ira de los dioses. Ellos no se fijan en nosotros y sólo están atentos a su pelea. Es una lucha siniestra y silenciosa; un choque sin violencia de voluntades y poder pero cuyo resultado puede significar un peligro terrible para el perdedor y el Mundo Verdadero.
Zaltec alza los brazos lentamente. Sus dedos de piedra, cada uno más grande que un hombre, se abren y cierran, y un viento infernal, creado por deseo sobrenatural, nos azota.
Qotal brama de furia mientras se esfuma, y el aullido del viento es cada vez más fuerte. Surge un torbellino que levanta el finísimo polvo de piedra y lo arroja al aire con una fuerza feroz.
Y entonces el polvo nos rodea. No podemos ver nada más, aunque todavía podemos escuchar la violencia y la furia de los dioses.
El aullido del viento creció en potencia hasta que pareció que las paredes de piedra del templo se derrumbarían sobre los compañeros. Las partículas de polvo se les clavaban en el cuerpo, y el ruido del tornado hacía imposible cualquier intento de comunicación, ni aun a gritos.
Por un momento, Halloran atisbó unas
plumas
blancas en las alturas. Vio al águila que se lanzaba en picado, a través de la nube de polvo, hacia la inmensa estatua de piedra. También la figura de Qotal parecía moverse, aunque resultaba difícil verla.
El magnífico pájaro desapareció en la nube con un grito furioso, y el ex legionario gimió para sus adentros ante el valiente pero fútil ataque. Sabía que Poshtli podía resultar aplastado por un simple golpe de los dedos de Zaltec.
Erixitl lloró al ver cómo la Capa de una Sola Pluma flotaba en el aire, arrastrada de un lado al otro del templo por las caóticas rachas de la batalla. El viento desgarraba la prenda multicolor con furia demencial, arrancaba las
plumas
y las hacía trizas. En un momento de violencia extrema, la capa desapareció, y la oscuridad se acentuó en el inmenso templo.