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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

Qotal y Zaltec (19 page)

BOOK: Qotal y Zaltec
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Daggrande descargó un hachazo contra la pierna de un troll, y se la quebró. El fornido enano eludió el ataque de un segundo, y corrió para ayudar a Halloran a zafarse de un tercero.

—No... podré resistir... mucho más —jadeó éste.

Las pulseras de
pluma
sostenían a Hal y conferían una fuerza tremenda a sus golpes, pero su magia no podía librarlo de su agotamiento, si bien el joven hacía todo lo posible por superarlo. Como un autómata descargaba su espada una y otra vez contra los monstruos. No sabía a cuántos de esta horda aparentemente innumerable había matado o herido.

—Vete —dijo—. ¡Llévate al muchacho..., ocúpate de salvar a los demás! ¡Yo los retendré... todo el tiempo que pueda!

Con la furia de la desesperación, Halloran lanzó un ataque que pilló por sorpresa a las bestias. Avanzó moviendo la espada como las aspas de un molino, y los monstruos retrocedieron espantados. Uno de los trolls, demasiado lento, soltó un aullido de agonía cuando el acero del hombre le abrió el vientre.

—No puedo dejarte ahora —protestó Daggrande—. ¡No cuando acabamos de formar pareja otra vez!

—Hemos tenido unas cuantas buenas peleas, ¿eh? —Halloran retrocedió un poco y recuperó el aliento, sin dejar de vigilar a las bestias que se reagrupaban. Sintió que lo embargaba la emoción ante la lealtad del enano.

—Ninguna mejor que ésta —respondió Daggrande. Descansó por un instante, y después volvió a empuñar el hacha, atento al próximo ataque.

Un trio de trolls descomunales se abrió paso entre las criaturas amontonadas unos metros más abajo. Cada uno llevaba una
maca
con púas y filo de obsidiana, y superaban en altura a Halloran a pesar de que caminaban muy inclinados.

Una lluvia inesperada cayó sobre la cañada, y los amigos vieron unas siluetas que atravesaban el aire como langostas, granizo ¡o flechas! Sin producir ningún sonido, una descarga de saetas cayó desde las alturas sobre el grupo de trolls. Los arqueros invisibles efectuaron otra descarga, y la atención de los monstruos se desvió en el acto hacia esta nueva amenaza.

—¿Quiénes son los que disparan? —preguntó Daggrande, atónito.

—Sin duda amigos nuestros, aunque no sepamos quiénes son —respondió Halloran, tan sorprendido como su compañero.

El caos reinó entre las bestias, que se volvieron a mirar hacia lo alto de las laderas, justo cuando llovió otra descarga de proyectiles con la punta de piedra negra. Mientras los monstruos se arrancaban las flechas y las heridas comenzaban a cicatrizar, nuevas saetas se hundieron en sus carnes. Las flechas procedían de un repecho muy cerca de la cumbre, aunque los arqueros se mantenían ocultos.

Entonces unos entusiastas gritos de guerra resonaron en la estrecha cañada. Sin dejar de gruñir, los trolls esgrimieron sus armas y miraron hacia lo alto, confundidos y atemorizados.

—¡Mira! ¡Allí vienen! —Halloran señaló hacia el repecho, que de pronto parecía haber cobrado vida. Sus salvadores habían estado a la vista todo el tiempo, sólo que invisibles gracias a la eficacia de su camuflaje.

Una multitud de figuras pequeñas descendían a la cañada por la ladera de la izquierda. En cuanto pisaron el sendero se lanzaron contra los monstruos, y comenzaron a descargar golpes con sus hachas de piedra, que causaban terribles heridas en sus enemigos.

—No puedo creerlo —afirmó Daggrande. Bajó su hacha y contempló el combate, demasiado sorprendido y cansado como para sumarse a la lucha.

»¡Son enanos!

De las crónicas de Coton:

A la luz del día, temblamos ante la proximidad de la sangrienta mano de Zaltec.

Esperamos el futuro, con nuestro destino confiado a los fuertes brazos y las afiladas armas de un soldado, un enano y un muchacho. A pesar de que nuestros enemigos son muchos, nuestra fe es grande, porque el verdadero dios del bien vela por nosotros.

Nosotros tres, dos ancianos —uno ciego, el otro que cumple con su voto de silencio— y una mujer joven con el vientre abultado por el hijo que lleva dentro, no podemos ayudar en la batalla, pero nuestra suerte está ligada irreversiblemente a aquellos que luchan en nombre de Qotal.

Nos detenemos en las alturas de la sinuosa cañada, pues el caballo ya no puede trepar más por este sendero, y, aunque pudiera, no tendríamos futuro si nuestros amigos sucumben en el combate.

Pero, una vez más, se manifiestan las bendiciones de Qotal.

Ahora encontramos pruebas de su bondad, y también de la verdad de la leyenda. Nos enteramos de que los hombres peludos del desierto existen. Son ellos los que nos salvan y ponen en fuga a las bestias de la Mano Viperina, que corren en busca de su amo, cubiertas de sangre y derrotadas. Recibimos a nuestros salvadores con curiosidad, y ellos nos miran de la misma manera. Somos aliados en una causa justa, y hemos triunfado en nuestro primer combate juntos.

Y ahora sólo el desierto se extiende a nuestro alrededor, y nuestra meta nos lleva hacia el este.

10
Cazadores en la selva

Halloran pensó que ésta debía de ser la fiesta de la victoria más extraña que se hubiese celebrado nunca. Los compañeros estaban sentados en la arena bajo el cielo del desierto, con su inmaculada cúpula de estrellas que iba de un extremo al otro del horizonte, y rodeados por un millar de enanos. No habían encendido ninguna hoguera a pesar del frío de la noche, y la conversación con sus nuevos aliados se desarrollaba en susurros.

Luskag, el jefe de los enanos del desierto, había aportado a la fiesta varios barriles de una cerveza amarga, mucho más fuerte que cualquier otra bebida que hubiese probado Hal en Maztica. Los nativos habían formado corros y bebían cerveza, mientras se calentaban con el recuerdo del triunfo.

Jhatli divertía a los enanos con sus saltos y cabriolas, mientras relataba a cualquiera dispuesto a escucharlo su habilidad con el arco, demostrada con la mortífera lluvia de flechas que había disparado a los trolls. El joven adornaba su historia con gritos y más saltos, y los guerreros reían con el espectáculo.

Entretanto, Daggrande y Luskag conversaban en la lengua que los unía, y compartían una jarra de la fuerte bebida. Hal se preguntó, soñoliento, si serían capaces de beberse la jarra entera. Él sólo había probado unos sorbos, y sentía que las piernas no lo soportarían si pretendía levantarse.

—Sí —le dijo al enano del desierto, que, con una sonrisa de oreja a oreja, permanecía en cuclillas a su lado—. Tomaré otro trago. —La bebida le hizo arder la lengua como una ortiga picante y abrió un sendero de fuego en su garganta, para después convertirle el estómago en una hoguera, que lo calentaba con su tibio calor.

Daggrande caminó hacia él con paso firme, pero Hal pudo ver que los ojos de su amigo parecían desenfocados y que sus mejillas habían adquirido un tono carmesí.

—Esta ha sido la primera batalla de su vida —explicó el enano, desplomándose junto a su camarada.

—Pues no lo han hecho nada mal —comentó el hombre, sorprendido.

—Para que veas cómo son los enanos —dijo Daggrande con una sonrisa y los ojos muy brillantes—. Puedes sacar a los enanos de una pelea, pero no puedes sacar a los enanos de la pelea... no, quiero decir de la guerra... algo así. —Sacudió la cabeza, enfadado por el inesperado fallo de memoria.

—Sé lo que quieres decir. —Hal soltó una risita.

—¿Dónde está tu esposa? —preguntó de pronto el enano, al tiempo que miraba a su alrededor.

—Hace un segundo estaba... —Hal miró a un lado y al otro—. No lo sé —admitió. Tuvo que hacer un esfuerzo para levantarse, y lo sorprendió descubrir que el suelo parecía flotar bajo sus pies. Tampoco resultaba muy normal ver que las estrellas giraban por el cielo—. Iré a buscarla —murmuró.

Un viento frío sopló a través del desierto, arrastrando arena por encima del risco que rodeaba el campamento. El aire le despejó un poco la cabeza, pero le costaba trabajo mantener el equilibrio. Sin saber por qué, encaminó sus pasos hacia una de las estribaciones de la colina, lejos de los enanos y sus camaradas.

Unos pocos minutos después, vio, o imaginó ver, un resplandor en la distancia. No le causó ninguna sorpresa encontrar a Erix sentada muy tranquila, con la mirada puesta en las estrellas.

Él se sentó —en realidad, se desplomó— a su lado, y ella soltó una suave carcajada. Cuando él intentó dar una explicación, la muchacha le puso una mano sobre los labios y lo hizo callar.

Durante un buen rato, permanecieron sentados en silencio, contemplando el movimiento de las estrellas en el firmamento. Los invadió una sensación de bienestar cargada de esperanzas y promesas, y no hicieron nada que pudiese romper el encanto del momento.

—Nuestras vidas han cambiado en estos últimos días —susurró Erix—. Comenzamos un nuevo camino, un largo viaje a través del Mundo Verdadero.

Halloran la estrechó entre sus brazos. Quería recordarle que ahora tenían nuevos aliados y más perspectivas de triunfo. Estaban juntos, tendrían un hijo... Un millón de pensamientos corrieron por su mente.

Pero no dijo nada, consciente de que ella pensaba lo mismo. Los esperaban muchos desafíos y sinsabores, y el éxito de su misión no resultaría cosa fácil.

Sin embargo, al menos durante esa noche, se sentían en paz con el mundo.

Hoxitl gimió de cansancio, con una desagradable sensación de agotamiento como nunca había experimentado antes. La lucha contra los humanos había sido salvaje y habían estado muy cerca de la victoria, aunque al final había resultado un esfuerzo inútil.

Echaba de menos a sus trolls. Ojalá hubiese mantenido a las feroces criaturas con él, en lugar de enviarlas a perseguir a la mujer. Los monstruos habían regresado al campamento, y, tras el relato de su fracaso, una gran apatía se había apoderado de todas las bestias de la Mano Viperina.

Por alguna razón que no comprendía, las victorias les suministraban energías y la frustración de las derrotas minaban la fuerza de todos ellos.

Consideró el esfuerzo necesario para realizar otro ataque contra las posiciones defendidas por los legionarios, los kultakas y los nexalas. Podía ver los parapetos en el risco, y una vez más el cansancio lo hizo estremecer.

Hoxitl se puso en cuclillas, e intentó pensar en un plan. Su ejército se mantenía casi intacto, y dispuesto a arrasar al enemigo.

Entonces, en las profundidades de la mente de Hoxitl, sonó la llamada de Zaltec. El dios de la guerra sólo tenía un auténtico enemigo, al que había derrotado pero no aniquilado. El Plumífero no podía regresar a través de Tewahca, escenario de su fracaso, porque el altar había sido destruido.

¿A qué otro lugar podía ir? ¿A Nexal? No parecía lógico que la metrópolis en ruinas, centro del poder de Zaltec, resultara el lugar más propicio para el retorno. No obstante, Nexal había tenido templos dedicados a Qotal y a otros dioses además de Zaltec. De pronto, un gran miedo comenzó a crecer en Hoxitl; el miedo a que, mientras él se encontraba allí, desperdiciando su tiempo en una batalla contra los humanos, su verdadero enemigo se materializara para penetrar en Nexal.

Las llamadas de Zaltec sacudieron el bestial cuerpo de Hoxitl, y el clérigo percibió la amenaza prevista por su dios. Con un movimiento brusco, se irguió en toda su estatura, dolorido y cansado por el combate. Zaltec tenía que recuperar fuerzas para la batalla definitiva contra Qotal. Decidió que era el momento de olvidar a los humanos.

Llevaría a sus tropas a Nexal, y allí esperarían la orden de Zaltec.

—¡Maestro, he regresado en respuesta a tu llamada! —Gultec saludó con una profunda reverencia a Zochimaloc, mientras se sentía aliviado por la paz y la serenidad de Tulom—ltzi.

—Ah, mi valiente guerrero —dijo el maestro con afecto—. Desearía todo lo contrario, pero ha llegado el momento en que necesitamos de tus habilidades. Debes dirigir a nuestro pueblo en la guerra.

—¿Contra el mal que azota la selva? —preguntó Gultec—. He visto su rastro, aunque no comprendo su naturaleza.

—Sí, éste es el enemigo, salido de las entrañas de la tierra, y que ahora extiende su mancha por todas las tierras del Lejano Payit.

Como siempre, Zochimaloc era como un remanso de paz en medio de la tempestad. Gultec sentía que su corazón se henchía de gozo con sólo estar junto al viejo maestro. Sus palabras, pensó el guerrero, ofrecían la sabiduría de los siglos.

La pareja conversó en uno de los jardines de Tulom—Itzi, al costado de una fuente cuyos chorros se coloreaban al ser alcanzados por la luz del sol. Pero la belleza del lugar pasó a segundo plano a medida que el maestro describía a su alumno el horror que amenazaba al Lejano Payit. Zochimaloc le habló de las hormigas de su visión, de las aldeas reducidas a ruinas y podredumbre, y de la inexorable marcha del enorme ejército de insectos.

—Tú has visto su huella, que se desviaba hacia el este —concluyó—. Los últimos informes de nuestra gente dicen que el ejército ha dado la vuelta. Su rastro ya no es sinuoso como el de una serpiente a través de la tierra. Ahora las hormigas marchan como una flecha, y cortan una brecha recta en dirección a su objetivo.

—Vienen hacia aquí, ¿no es así? —Gultec ya sabía la respuesta, aunque esperó el asentimiento de Zochimaloc antes de añadir—: ¿A qué distancia se encuentran? ¿Cuál es la velocidad de su avance?

—Al parecer, llegarán a Tulom—Itzi en cuatro o cinco días, a menos que consigamos detenerlas. Gultec, ¿crees que podemos frenar su avance?

El guerrero soltó un gruñido, un tanto desconcertado ante la pregunta de alguien a quien suponía poseedor de todas las respuestas.

—Sólo podemos intentarlo —respondió.

Durante los tres días siguientes, el Caballero Jaguar reunió a todos los hombres de Tulom—Itzi. A pesar de no tener una tradición guerrera, todos eran cazadores expertos, y, durante sus estudios con Zochimaloc, Gultec los había entrenado para que pudieran utilizar sus habilidades en el combate. Las mujeres se encargaban de fabricar flechas mientras él enviaba patrullas a la jungla para que vigilaran la aproximación del enemigo y trataran de descubrir cómo hostigarlo para demorar el avance.

Las patrullas regresaban de sus misiones con historias increíbles de hormigas gigantes que parecían inmunes a las flechas y lanzas, y de las horribles criaturas que dirigían a los insectos en el combate. Gultec juzgó que estas oscuras figuras deformes, con torsos y cabezas humanos y patas de araña, representaban una amenaza mucho más peligrosa que las hormigas.

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