Qotal y Zaltec (22 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

BOOK: Qotal y Zaltec
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—Quiero que los infantes y tú, Tokol, con tus kultakas, marchéis en dirección al sudeste. Llegaréis a la costa de un mar tropical. Seréis una fuerza de cinco mil hombres.

Una vez más, los legionarios gritaron de alegría. Ninguno planteó preguntas o dudas, y, en realidad, Cordell no las esperaba.

—Tengo la intención de enviar a la flota de Puerto de Helm (en total son veinticinco navíos, según el informe de nuestro buen Águila) a que navegue a lo largo de la península payita. Se encontrarán con vosotros en la costa, y, de inmediato, embarcaréis para regresar al fuerte. Una vez reunidos todos, y debidamente pertrechados, podremos enfrentarnos a la Mano Viperina. —«O a cualquier otro posible enemigo», añadió Cordell para sus adentros. No tenía del todo claro cuáles serían sus objetivos futuros. Sólo sabía que ahora contaba con unas posibilidades con las que ni siquiera habría podido soñar unos pocos días antes.

»Los guerreros de Nexal permanecerán aquí —prosiguió—. No podemos olvidar la amenaza que nos acecha por el norte. No obstante, creo que con las fortificaciones en los riscos y una buena vigilancia, Tukan no correrá grandes peligros.

»Entonces, cuando hayamos reunido todas nuestras fuerzas, estaremos en capacidad de reclamar Maztica para toda la humanidad.

Los vítores de los legionarios atronaron en el valle, y esta vez los mazticas se unieron a ellos.

—No me importa en lo más mínimo que sea salada —afirmó Halloran, con un ademán que abarcaba la brillante superficie del Mar de Azul—. Es agua, y mucho más fresca que el aire.

—No te lo niego; sin duda es mejor que el maldito desierto —coincidió Daggrande. Señaló la larga columna de enanos que marchaban delante de ellos—. Cómo pueden vivir en ese agujero del infierno es algo que me supera.

El trío protegía la retaguardia del grupo mientras caminaban por la playa de arena. Un poco más adelante, Erixitl cabalgaba a
Tormenta
y los dos ancianos, Coton y Lotil, marchaban a la grupa de la yegua.

A la izquierda, el árido terreno del desierto se extendía hasta los confínes del horizonte, pero esta vez la columna no sufría tanto los rigores del calor, pues desde las aguas del Mar de Azul, a su derecha, recibían una brisa fresca. Además, caminar por la arena resultaba mucho más fácil que por el suelo pedregoso que habían recorrido hasta entonces.

Este último hecho tenía una importancia especial para Halloran, que cada día estaba más preocupado por el bienestar de Erixitl y del hijo que crecía en su vientre. A través del desierto, a lo largo de las muchas semanas de marcha hasta llegar al mar, ella había caminado sin desmayo. No obstante, la dureza del viaje se había cobrado su tributo, y, a pesar de que la mujer había intentado ocultar sus momentos de flaqueza, su marido no los había pasado por alto.

Había protestado sin mucho entusiasmo cuando él insistió en que cabalgara la yegua, y ahora pasaba gran parte de la jornada en la silla. Lotil había disfrutado de esta ventaja en las partes más duras del desierto, pero ahora, en la suave arena de la playa, el ciego podía moverse sin tantas dificultades. El anciano había demostrado una resistencia admirable durante todo el peregrinaje, y sólo había necesitado caminar con una mano apoyada en un compañero o en el animal para no extraviar el camino.

Halloran sabía que los rigores de la travesía habían sido muy duros para Erixitl, si bien los había soportado sin muchas quejas. En ningún momento había hecho mención a la terrible pena de tener que renunciar a su amuleto de
plumas
, que la había acompañado desde la niñez. No sólo había sido un regalo de su padre, sino también un amuleto dotado de poderes mágicos que, en más de una ocasión, les había salvado la vida. Gracias al amuleto, que ella había entregado como ofrenda a los dioses, habían podido cruzar con bien las salas de los espíritus.

Lotil todavía cargaba con el atado de
pluma
, y cuando se detenían, con la puesta de sol, añadía unas cuantas
plumas
a la trama de algodón. Todavía no se podía apreciar cuál sería el dibujo definitivo, pero Halloran veía los colores brillantes y percibía la belleza del pequeño trozo tejido hasta el momento.

Hal volvió su atención a sus compañeros, y escuchó las respuestas de Daggrande a las preguntas que le formulaba Jhatli acerca de los enanos del desierto.

—Luskag me contó una historia, al menos la parte que conocen.

El rudo legionario había descubierto que, a pesar de las grandes diferencias en sus antecedentes, los enanos del desierto y él hablaban la misma lengua, con sólo pequeñas variaciones. Había pasado muchas horas de conversación con los caciques, intercambiando relatos y experiencias con sus primos del Mundo Verdadero.

—Ocurrió después de la guerra contra los drows; una de las tantas guerras que los enanos han tenido que mantener contra ellos a lo largo de los siglos. Una cosa que llaman la Roca de Fuego destruyó las cavernas y túneles que los conectaban con el resto del mundo de los enanos. Debió de ser la erupción de un volcán subterráneo, o un terremoto.

»En cualquier caso, pensaron que todos los drows habían muerto, y que el hecho de encontrarse aislados para siempre de su pueblo era un precio mínimo si con ello se veían librados para siempre de su peor enemigo. Al parecer, ésta ha sido su primera batalla desde aquellos tiempos remotos.

—Por ser una gente sin experiencia, lo han hecho muy bien —afirmó Halloran. Conservaba bien claro el recuerdo de la oportuna llegada de los enanos del desierto, cuando, hacía ya dos meses, se habían enfrentado a los trolls en una pelea que había estado a punto de costarles la vida a todos los integrantes del grupo.

Ahora marchaban con los enanos como aliados, y disfrutaban con su compañerismo sano y su insaciable curiosidad. A la amistad se unía el respeto ante la eficacia de aquellos seres para soportar la dureza de la vida en la Casa de Tezca. Al día de un calor intolerable lo seguía una noche helada y de corta duración. El agua a su disposición la suministraba un cacto rechoncho que los enanos parecían poder oler a kilómetros de distancia. Los poderes mágicos que tenía Coton, gracias a su condición de clérigo, también habían aportado un poco del precioso líquido y casi toda la comida que habían compartido entre todos.

El ataque que había sufrido la columna, por parte de una pareja de lagartos de fuego, sirvió para cimentar los vínculos de los humanos con los enanos del desierto, porque todos demostraron en el combate una habilidad y un coraje dignos de la mayor admiración. Dos enanos habían perecido en el primer encontronazo, cuando las enormes criaturas, muy parecidas a los dragones, surgieron de improviso del interior de sus cuevas.

Los certeros disparos de Daggrande y Jhatli mantuvieron ocupada a una de las bestias, mientras Luskag guiaba a sus tropas en un rodeo para atacar a la segunda. Halloran, con un terrible golpe de su espada, cercenó la cabeza del primero, y los enanos, con sus hachas de
plumapiedra
, despanzurraron al segundo.

La lucha también los proveyó del único festín que habían gozado a lo largo de todo el camino. Descuartizaron a los lagartos y asaron la dura carne, que devoraron imaginando que era el más delicioso de los manjares.

—¿Y por qué los hombres peludos marchan ahora con nosotros hacia los Rostros Gemelos? —Jhatli todavía intentaba hacerse una idea del enorme territorio de Maztica. Si bien había vivido allí toda su vida, hasta hacía tan sólo cuatro meses nunca había salido del valle de Nexal.

—La historia añade que tuvieron una especie de visión colectiva, en un lugar que llaman la Piedra del Sol —explicó Daggrande—. Me gustaría poder verlo alguna vez; al parecer, es un lago, muy alto en la cima de una montaña, hecho de plata. —El enano sacudió la cabeza, asombrado—. Allí vieron una imagen de la oscuridad, con una flor de luz en el centro. Según Luskag, en el momento en que vieron a Erixitl comprendieron que ella era la flor. Por lo tanto, juraron ayudarla en su misión de hacer desaparecer las tinieblas.

Prosiguieron la marcha hacia el norte, detrás de la larga columna de los enanos, con la esperanza puesta en llegar a los Rostros Gemelos y poder comprobar que Erixitl no se había equivocado. Como una letanía, todos repetían en su interior que Qotal los esperaba, y que ellos serían capaces de ayudar al dios en su regreso al Mundo Verdadero.

Qué pasaría después, era algo que sólo sabían los dioses.

La espesura que rodeaba a Gultec ocultaba su posición al avance del enemigo. El Caballero Jaguar tensó su arco, apuntó a la hormiga que marchaba en la posición de líder, y disparó su flecha.

La saeta hizo diana en el ojo izquierdo del enorme insecto. La criatura retrocedió, con grandes sacudidas de sus antenas. Las otras hormigas aceleraron el paso y pasaron por encima de la compañera herida. La hormiga alcanzada por la flecha de Gultec entorpeció por unos momentos el avance de la columna, hasta que finalmente fue apartada entre los arbustos, a la vera del camino.

Media docena de hormigas gigantes corrieron en línea recta hacia donde se encontraba Gultec, y fueron recibidas con una lluvia de flechas. Detrás de su jefe, había una docena de arqueros de Tulom—Itzi, y varios de sus dardos hicieron blanco en los ojos de los insectos, que era su parte más vulnerable. Otras tres hormigas, heridas y desorientadas, comenzaron a dar vueltas sin saber qué rumbo tomar.

Sin perder un segundo, los humanos se esfumaron en el bosque, a lo largo del sinuoso sendero que les permitía avanzar a toda prisa. Gultec, como siempre en la retaguardia, se mantuvo a unos pocos metros de la primera hormiga, y aprovechó una última oportunidad para disparar su arco. Esta vez, la flecha rebotó en la durísima placa que protegía la cabeza, y el Caballero Jaguar se vio obligado a poner pies en polvorosa para salvar la vida.

Diez minutos más tarde, los hombres se detuvieron a descansar en un prado de hierba alta. Las hormigas no tardarían en alcanzarlos, si bien la experiencia les había enseñado que disponían del tiempo suficiente para reagruparse. Cuando los arbustos y el matorral bajo dificultaba la marcha, las hormigas podían moverse con tanta rapidez o más que un hombre. En cambio, en terreno despejado, los humanos sacaban amplia ventaja a las hormigas.

—¡Buena puntería! —anunció Gultec—. ¡Esta vez les hemos hecho daño!

—¡Pero son tantas! —protestó Keesha, uno de los mejores arqueros entre los itzas—. ¿Cuánto más podremos mantener este acoso? Cada vez nos jugamos el pellejo, y ¡no podemos detenerlas!

Ninguno olvidaba a las varias decenas de hombres que ya habían perdido la vida en la aplicación de estas tácticas de guerrilla. A pesar de sus pérdidas, el ejército de hormigas proseguía su marcha implacable, en persecución de los itzas que escapaban hacia el norte.

—Mañana estaremos en las montañas —explicó Gultec—. Es allí donde creo que podremos preparar una emboscada y acabar de una vez con muchas de estas bestias. —Miró a Keesha y a los demás, con un gesto comprensivo.

»Si la suerte nos acompaña —añadió—, quizá podríamos atraer a uno de sus líderes al frente. Creo que nuestra única esperanza para frenar a este ejército reside en atacar con éxito a los hombres—insectos.

A la vista de los frecuentes ataques procedentes del bosque, las drarañas al mando del ejército de hormigas se mantenían en la retaguardia. Si bien la nueva posición las protegía de las flechas, tenía el inconveniente de aminorar la eficacia a la hora de ordenar los avances y ataques de la horda de insectos. Cada vez que se iniciaba una acción de hostigamiento, las hormigas tendían a desviarse hacia el enemigo inmediato, y daban la oportunidad a los arqueros de poder atacarlas desde los flancos para apartarlas de su primer objetivo.

Un alarido —un espeluznante aullido de dolor— rasgó el silencio de la selva, y los guerreros se pusieron alerta. Este grupo sólo era uno de los muchos que acosaban a las hormigas, y el grito era la señal inconfundible de que alguna de las otras bandas acababa de pagar con la vida su heroico empeño.

—¡Adelante! —ordenó Gultec, llevando a sus hombres hacia el lugar de donde había provenido el grito. En esta ocasión, no contaban con la ventaja del sendero, pero no podían desperdiciar la oportunidad de realizar un ataque de diversión por el flanco.

Muy pronto escucharon el estampido de los árboles que se rompían y los crujidos de los matorrales aplastados al paso del ejército que se movía delante, y avanzaron con precaución entre la espesura. Unos segundos después, vieron los enormes cuerpos rojos, cuyos segmentos brillaban al recibir los rayos de sol que se colaban entre la frondosa cubierta de hojas. Las hormigas avanzaban de izquierda a derecha. Un resplandor de
plumas
les indicó la posición de los arqueros itzas, que se apresuraban a desaparecer en las profundidades selváticas.

Muy cerca sonó un grito áspero, y las hormigas siguieron la dirección que les indicaban. Gultec vio a uno de los hombres—insecto, que avanzaba bamboleándose sobre sus patas de araña. La criatura tensó su arco negro y disparó una flecha contra los arqueros en retirada. Entonces, gritó otra orden en su extraña lengua, para que los insectos comenzaran la persecución.

Al Caballero Jaguar se le aceleró el pulso. ¡Aquí tenía la oportunidad que esperaba!

—¡No disparéis hasta que Keesha dé la orden! —les dijo a sus guerreros—. ¡Intentaré acabar con aquél!

Gultec dio un salto, se sujetó a una rama, y se encaramó a un árbol. Su forma cambió a medida que avanzaba por la rama; sus manos y pies se transformaron en zarpas suaves y acolchadas, provistas de garras, que se adaptaban perfectamente a la rugosa superficie de la madera. Su casco de Caballero Jaguar se aplastó contra su cabeza, y de sus mandíbulas felinas dotadas de grandes colmillos surgió un profundo rugido. La piel moteada del animal se confundía con el color de las hojas, mientras Gultec esperaba, agazapado.

—¡Ahora! —Escuchó la orden de Keesha, y vio cómo una docena de flechas volaban desde el matorral para caer sobre las hormigas. Unas cuantas hicieron blanco en el hombre—insecto y rebotaron, sin hacerle ningún daño, en su camisa metálica negra. En otra ocasión, Gultec habría creído que se trataba de la piel de la criatura, pero sus experiencias con los extranjeros le habían enseñado los poderes de la armadura metálica. Ahora sabía que el caparazón negro estaba hecho de acero.

Ante este nuevo ataque, las hormigas sé movieron desconcertadas, hasta que su jefe les ordenó dar la vuelta y enfrentarse a la nueva amenaza. Gultec observó, satisfecho, que el hombre—insecto pasaría muy cerca de su posición.

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