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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

Qotal y Zaltec (18 page)

BOOK: Qotal y Zaltec
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La sorpresa, la ira y la rabia impulsaron el vuelo del pájaro, mientras Gultec intentaba descubrir las causas del horrible espectáculo. No podía entender su naturaleza, aunque tenía muy claro que éste era el motivo de la llamada de Zochimaloc.

El rastro de muerte se dirigía tierra adentro, apartándose de Tulom—Itzi, por lo que Gultec voló hacia el sur. Por primera vez se preguntó si no llegaría demasiado tarde. Se le quitó un peso del corazón al ver que los bosques donde se ocultaba la ciudad parecían indemnes.

Por fin divisó la gran cúpula de piedra y las brillantes pirámides cuadradas en el centro de la ciudad. Emocionado, plegó un poco las alas e inició el largo descenso, con la sensación de que regresaba a su auténtico hogar.

La gran figura de piedra de Zaltec permaneció inmóvil en el centro del inmenso templo. El polvo al posarse había formado una gruesa capa por todo el suelo. En el interior de la gigantesca sala reinaba un silencio sepulcral.

Si las emociones hubiesen podido reflejarse en la pétrea superficie del rostro del dios de la guerra, se habría podido ver una cruel expresión de triunfo, una explosión de odio. En cambio, el rostro de granito se mantuvo frío e impasible como siempre.

Zaltec se movió para mirar hacia cada uno de los cuatro puntos cardinales. Sabía que sus dominios se extendían en todas las direcciones, pues había derrotado al único que podía desafiarlo. ¡Ahora había comenzado el reinado de Zaltec!

¿Dónde estaría ubicado el centro de su poder? El sanguinario dios pensó en ello mientras el sol se hundía en el horizonte y volvía a levantarse por el este.

Tewahca se extendía a su alrededor, y en su memoria inmortal recordó cómo era la ciudad en todo su esplendor, con las fuentes de agua, campos de cultivo y humanos que le rendían culto. Ahora, convertido en un pueblo fantasma en medio del desierto, resultaba un lugar extraño, donde no podía vivir nadie. ¿Cómo podía servir de hogar para un dios?

Poco a poco, los pensamientos de Zaltec volvieron hacia el norte, donde se encontraba el húmedo valle de Nexal, rodeado por los enormes volcanes. Nexal, donde vivían los monstruos de la Mano Viperina, la ciudad en ruinas, depósito de inmensos tesoros, el corazón de un imperio que quizá podía renacer.

Con el sol de mediodía, Zaltec salió del templo y saltó de la pirámide hasta el suelo sin ninguna dificultad. Cuando sus pisadas hicieron temblar una vez más la tierra, resonaban por el norte, a lo largo del camino a Nexal.

Halloran y Jhatli fueron los primeros en atravesar la boca de la cueva, mientras los demás esperaban el aviso de que no había peligro. El joven nativo se desvió hacia la derecha, y preparó su arco sin dejar de vigilar a su compañero que avanzaba con muchas precauciones.

Después de dar unos cuantos pasos, Jhatli se volvió hacia Halloran con una expresión agria en el rostro.

—¿Por qué siempre tenemos que escapar? —preguntó, colérico—. ¿Por qué nunca nos detenemos para luchar?

—Ya tendrás ocasiones de sobra para combatir —repuso Halloran, al tiempo que observaba las abruptas paredes de roca que había a cada lado. El suelo de la cañada formaba un estrecho y tortuoso sendero—. Lo creas o no, llegará un tiempo en el que no estarás tan ansioso por librar la siguiente batalla.

—Jamás! —se vanaglorió Jhatli. Halloran no le hizo caso.

—Es una cañada seca —gritó Hal a los que se encontraban en el interior de la cueva—. Debe de ser el pie de uno de los riscos que rodean Tewahca.

Poco a poco, los demás salieron a la superficie, mientras Jhatli trepaba por una de las laderas para tratar de orientarse. El pasadizo subterráneo los había llevado hasta una arcada de piedra en la cañada. Directamente delante de la salida, se alzaba otra pared de piedra. El estrecho sendero se extendía a los costados, hacia arriba por la derecha y hacia abajo por la izquierda.

Coton y Lotil se sentaron en una roca y respiraron el dulce aire de la madrugada en el desierto; Daggrande se ocupó de llevar a la yegua hasta un trozo de terreno llano. El plumista ciego respiró con fruición y, rebuscando entre los pliegues de su capa, sacó un trozo de lienzo de algodón y una bolsita. Después cogió un plumón de color azul brillante de la bolsa, y comenzó a tejerlo en la tela.

Erixitl fue la última en salir. Echó una mirada al pasaje, y a continuación se acercó a su marido, que la tomó entre sus brazos. Durante un buen rato, todos descansaron en silencio, mientras pensaban en las aventuras vividas durante la noche.

—¡Tu aljaba! —exclamó Halloran de pronto, mirando a Daggrande.

—¡Por Helm! ¿De dónde han salido? —El enano contempló asombrado las varias docenas de flechas, unos proyectiles perfectos con punta de piedra negra brillante. Todos recordaban la desesperación que había experimentado cuando, el día anterior, había disparado su última flecha contra los trolls.

—Durante nuestra caminata por los senderos de los muertos —dijo Erix con suavidad—, los espíritus nos han dado sus regalos.

—A cambio de tu amuleto —comentó Halloran.

—Y los trolls abandonaron la persecución —añadió el enano.

Se escuchó el estrépito de unas piedras, y Halloran buscó automáticamente la empuñadura de su espada. Vieron entonces a Jhatli, que se apresuraba a descender por la empinada ladera.

—¡He visto Tewahca! —gritó—. ¡En aquella dirección, hacia el sur! ¡Y mirad! ¡Tengo montones de flechas! —Jhatli mostró una saeta más delgada que las de Daggrande, y con la cabeza más pequeña y aguzada. En su aljaba había unas cuantas docenas. Las puntas estaban hechas con la misma piedra negra, más afilada y dura que la obsidiana.

Por unos momentos todos permanecieron en silencio, sin aventurarse a ser el primero en iniciar la marcha. Por fin, Halloran sintió la necesidad de hacer algo, aunque sólo fuera trazar un plan.

—¿Adónde podríamos ir? —preguntó—. ¿De regreso con los nexalas?

Erixitl se apartó de su marido y dio unos cuantos pasos por el sendero. Se volvió para mirar al grupo, y suspiró resignada antes de hablar.

—Zaltec le ha cerrado a Qotal la entrada que había aquí —dijo—. Mi capa, que servía para abrir el camino, se ha perdido. Ya no queda ninguna esperanza de que Qotal regrese al Mundo Verdadero a través de este portal.

—Así es —confirmó Lotil mientras Coton asentía.

—¡No podemos renunciar! —gritó Jhatli. Esgrimió su arco preparado con una de las flechas nuevas—. ¡Si no es aquí, entonces en algún otro lugar!

—¡Efectivamente! —exclamó Erix—. Cuando el dios nos habló, mencionó que éste era uno de los dos lugares en el mundo donde podía intentar el regreso.

—Fantástico —intervino Daggrande—. Pero, si mal no recuerdo, no nos dijo cuál era el otro.

—No era necesario. Yo sé dónde está —replicó Erix. Sólo la cara de Coton se iluminó al escuchar sus palabras, aunque nadie advirtió la alegría del sacerdote.

—¿Adónde podría regresar, si no es a la Ciudad de los Dioses? —inquirió Jhatli.

—A un lugar que fue construido en previsión de su retorno, el mismo desde el cual abandonó Maztica hace centenares de años.

—¡Los Rostros Gemelos! —exclamó Halloran. Recordaba perfectamente los dos inmensos rostros esculpidos en los acantilados de Payit. Allí había tenido lugar el primer desembarco de la Legión Dorada en las costas de Maztica, y ya en aquel momento el sitio le había producido la impresión de que poseía una importante significación sagrada.

—Sí, desde luego —coincidió Lotil—. Muchas de las leyendas citan que aquél será el lugar escogido por Qotal para su regreso. Aunque ¿cómo podrá hacerlo si carece del poder para imponerse a Zaltec?

—¡Nosotros podemos ayudarlo! —dijo Erix con firmeza—. Podemos mantener a raya a Zaltec el tiempo suficiente para que Qotal entre en Maztica y recupere todas sus fuerzas. Entonces, podrá vencer al dios de la guerra y volver a ocupar su posición anterior.

—¿A qué esperamos? —gritó Jhatli, entusiasmado—. ¡Si es necesario nos abriremos paso por la fuerza! ¡Lucharé a su lado, hermana!

—Sé que lo harás, amigo mío, y te lo agradezco —repuso Erix dulcemente—. Sé que todos lo haréis, pero no será fácil.

—¿A qué distancia nos encontramos de los Rostros Gemelos? —preguntó Daggrande. Como todos los demás legionarios, él había visto el emplazamiento sagrado cuando se produjo el desembarco. Pero desde entonces había marchado, combatido y huido muy lejos.

—No lo sé —contestó Erix, con toda sinceridad—. Tardaremos un mes, quizá dos, en cruzar el desierto. Después, nos encontraremos en las tierras del Lejano Payit. Y, cuando hayamos acabado de atravesar las inmensas selvas de aquella región, tendremos que recorrer el país de los payitas para llegar a los Rostros Gemelos.

Erixitl miró directamente a los ojos de su padre, y luego a todos sus compañeros.

—Me apresuré a condenar a Qotal por una cosa que él no podía controlar —añadió—. No podía comprender que un dios, al igual que los mortales, podía ser dominado por factores ajenos a su poder. —Bajó la mirada, mientras hacía una pausa, y después volvió a mirar a sus amigos—. Y tal vez me he visto forzada a admitir que necesitamos dios, al menos, un dios. Todos hemos visto la amenaza que representa Zaltec. Al parecer, Qotal es nuestra única esperanza.

Coton se levantó de la roca, se acercó a la mujer y le cogió las manos entre las suyas, con la mirada puesta en sus ojos. Erix le devolvió la mirada por un momento, y entonces se arrojó llorando en sus brazos.

En aquel mismo instante,

levantó la cabeza, con las orejas erguidas. Daggrande y Halloran siguieron la dirección de la mirada de la yegua hacia el valle abierto que había al otro lado.

—Creo que tenemos compañía —gruñó el enano.

Los demás se volvieron en el acto, con el corazón en la boca al escuchar el tono de aprensión en la voz de Daggrande. El estrecho camino de la cañada serpenteaba hacia abajo, hasta desaparecer en la primera curva, a unos cien metros de distancia.

La primera criatura que apareció a la vista fue un troll encorvado, con las manos casi a ras de suelo. Sus inexpresivos ojos negros se fijaron en los compañeros; después, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito muy agudo.

Entonces Halloran vio a los demás trolls, de rostros impasibles y con las manos como garras, que aparecían por el recodo de la cañada. El primer troll avanzó hacia ellos con unos saltos prodigiosos.

—¡Vamos! ¡Trepad por la ladera... rápido! —ordenó Halloran. Sujetó a Erix por un brazo, y la levantó en el aire para depositarla en la montura de la yegua.

»¡Llévatela a ella y a su padre! ¡Nosotros intentaremos contenerlos! —le gritó a Coton. Con una rapidez sorprendente, el clérigo sujetó las riendas del animal y se dirigió sendero arriba. Lotil apoyó la mano en el anca de la yegua, dispuesto a seguirlos a pie, pero entre Erix y Coton lo subieron a la grupa.

Daggrande disparó su ballesta, y Jhatli lo imitó con una lluvia de flechas contra la horda. Las saetas causaban profundas heridas en la carne de las bestias, que aullaban de dolor, pero hasta los trolls que caían proseguían su avance a gatas detrás de sus camaradas.

Halloran, con la espada en alto, se situó entre los dos arqueros y un poco más adelante. El trío cerraba el paso por la estrecha cañada. Varias docenas de bestias corrían hacia ellos, y con cada segundo aparecían más. Sus gruñidos y gritos eran el preludio de una carnicería.

La única victoria que los tres compañeros podían conseguir era darles tiempo a los demás para que pudieran escapar.

La tribu de la Casa del Sol se unió con los guerreros de Traj después de sólo dos días de marcha. Luskag observó satisfecho que los rudos guerreros habían hecho grandes progresos en la fabricación de armas de
plumapiedra
. Casi todos los enanos de Traj tenían hachas y espadas de la brillante piedra negra.

Los otros grupos de enanos del desierto se sumaron a ellos mientras avanzaban hacia la Ciudad de los Dioses, hasta que casi mil guerreros —que los mazticas llamaban «hombres peludos del desierto»— desfilaron a través de la Casa de Tezca, en una larga columna que se movía incansable. Más de la mitad llevaban armas hechas con la piedra encantada que era casi igual al acero.

El último en reunirse con la columna fue Pullog, dado que su tribu vivía muy apartada de todas las demás. Por fin se había agrupado toda la nación y, con Pullog y Luskag al frente, marcharon hacia el valle seco situado casi en el centro del desierto.

Todavía les faltaba recorrer unos veinte kilómetros para llegar a su destino, cuando se dispusieron a pasar la noche en una hondonada seca y polvorienta. Pese a la distancia, escucharon el estrépito del combate que se libraba en la oscuridad.

—Hemos llegado demasiado tarde —murmuró Traj, desconsolado—. ¡Escucha cómo se hace pedazos el mundo!

—¡Tonterías! —exclamó Pullog, con unos ánimos que sorprendieron a Luskag—. Ésos son los ruidos de una batalla, y nosotros llegaremos antes de que se decida. —El cacique sureño palmeó la pesada hacha, colgada de su cinturón, con la hoja de
plumapiedra
que le había dado Luskag.

—¡Sí! —afirmó Luskag, que se había convertido en jefe de la expedición, por haber sido él quien había tomado la iniciativa de reunir a todas las tribus—. Aunque presiento que deberíamos darnos prisa.

Lo mismo pensaron todos, y los enanos levantaron el campamento sin haber pegado ojo. Caminaron durante toda la noche, y con el alba llegaron a lo alto de los riscos que rodeaban la Ciudad de los Dioses.

Entonces vieron al enemigo.

—¡Detrás de ti, cuidado!

El grito de Daggrande hizo que Halloran se volviera. Una fracción de segundo más tarde, la punta ensangrentada de su espada se hundió en el corazón de un troll que había conseguido deslizarse por un costado. Por fortuna —y ésta era la única ventaja de que disponían— las empinadas laderas de la cañada mantenían a la mayoría de los atacantes apiñados delante de ellos.

Una vez más, Hal volvió su atención a los demás. Daggrande, con la ballesta colgada a la espalda, repartía hachazos a diestro y siniestro. Jhatli, tal como le habían ordenado los dos soldados, se había situado más atrás, y desde allí disparaba sus flechas por encima de las cabezas de sus amigos, contra las bestias apretujadas en el estrecho sendero.

Halloran no había tenido tiempo de ver si Erixitl y los dos hombres habían desaparecido de la vista. Un pesado garrote descendió hacia su cráneo, y consiguió esquivarlo, al tiempo que cortaba el brazo que lo esgrimía. Otro troll de garras verdes corrió hacia él, y Halloran lo envió de regreso con las piernas cortadas.

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