Qotal y Zaltec (7 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

BOOK: Qotal y Zaltec
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—¿Sospecháis que Cordell os ha traicionado? —preguntó Váez, compadecido. Ahora sabía la razón por la cual lo había citado el Consejo. Lo sabía, y no podía ocultar su satisfacción.

—No lo sabemos. Quizá tropezó con dificultades superiores a las que había previsto; sólo llevó una fuerza de quinientos hombres. Nosotros enviaremos tres veces ese número a buscarlo. Sabemos, a través de los informes del templo, el curso que siguió y hasta el lugar donde se efectuó el desembarco.

Por un momento, la atmósfera de la sala se cargó de tensión. Don Váez esperó.

—Queremos que os hagáis cargo de mandar la expedición de rescate —manifestó uno de los príncipes—. Os enviaremos a buscar nuestro oro, y a descubrir qué ha pasado con Cordell. Si está vivo, lo traeréis de regreso; encadenado, si es necesario.

Otro de los consejeros levantó una campanilla de oro y la sacudió. En respuesta a la llamada, se abrieron las puertas y apareció el mismo cortesano de antes.

—Llamad al padre Devane —ordenó el príncipe.

Un momento más tarde entró el clérigo, que saludó con una reverencia, primero a los príncipes y después a Don Váez. El aventurero estudió al recién llegado. El fraile iba bien afeitado y llevaba un casquete de acero y una túnica de seda. Sus manos aparecían cubiertas con los guantes plateados de Helm.

—El padre Devane era el ayudante privado de fray Domincus —dijo el príncipe.

—¿Os encargabais de mantener la comunicación con Domincus? —preguntó Váez.

—Así es, mi señor. Cada dos o tres semanas, a través del canal de nuestra fe, el fraile me informaba de los progresos de la misión. Durante un tiempo, avanzaron a buen ritmo. Penetraron hasta el corazón del continente y llegaron a una ciudad con tesoros inmensos. Después... silencio.

—Es un misterio que no tardaremos en aclarar —afirmó el capitán, muy confiado—. Supongo que me acompañaréis en el viaje.

—Si es ése vuestro deseo —respondió el clérigo, con una reverencia.

—¡Desde luego!

—Estoy seguro de que el padre os será de gran ayuda —comentó uno de los príncipes—. Le hemos hecho un pequeño regalo, que os puede ser de mucha utilidad: una alfombra voladora.

Don Váez saludó al clérigo con una inclinación de cabeza y luego hizo una reverencia a los consejeros, rozando el suelo con su sombrero. Un clérigo capaz de volar podía ser empleado para una multitud de fines. Mientras les daba la espalda a los príncipes, una sonrisa astuta le iluminó el rostro. El encargo no podía ser más de su agrado, porque la fama de Cordell había eclipsado sus méritos como mercenario leal.

¡Podría utilizar a los hombres del capitán general contra él! No se le escapaba la ironía de la situación. ¡El Consejo de los Seis le había dado la oportunidad de su vida! Cuando acabara la misión, su nombre sería uno de los más famosos en la historia de la Costa de la Espada.

Cordell se movió incómodo en su montura. Siempre había sido el primero en dar ejemplo de resistencia física, pero jamás se había esforzado tanto como en los últimos meses, desde la huida de Nexal. Le dolían los huesos y los músculos, cualquier movimiento era un suplicio, y se desesperaba por el hambre y la sed.

Echó una ojeada al campamento. Sus legionarios, los ciento cincuenta supervivientes, se dedicaban a limpiar y afilar sus armas, a aceitar las botas y correajes, o a reparar las armaduras, cambiando las correas podridas por el sudor.

Seis de los hombres, al mando del joven capitán Grimes, estaban de patrulla por el desierto. Necesitaban más exploradores, pero sólo contaban con quince caballos —los únicos que había en todo el Mundo Verdadero—, y los pobres animales ya no daban más de sí.

Sus soldados se encontraban en la misma situación. Los legionarios, los supervivientes de aquella orgullosa Legión Dorada, marchaban junto a sus viejos enemigos, los nexalas. El enemigo común, la horda de monstruos, los había obligado a aunar sus fuerzas. Amargado, recordó la pérdida del oro de Nexal. Ya no había motivos para luchar contra los nativos.

Una de las pocas alegrías en esos meses de huida y desastre era la lealtad de los guerreros de la nación de Kultaka. Cuando él había invadido su país en su marcha tierra adentro, los kultakas habían opuesto una resistencia feroz. Sin embargo, tras la victoria de Cordell, el joven cacique de los kultakas, Tokol, se había convertido en su más leal aliado. Ahora, seis mil guerreros kultakas ocupaban su posición junto a los nexalas y los legionarios. La antigua rivalidad —mejor dicho, odio— entre Kultaka y Nexal se había dejado de lado, al menos temporalmente, ante la necesidad de escapar de los monstruos de la Mano Viperina.

Cordell vio al capitán Daggrande, el valeroso enano que mandaba a los ballesteros, conversando con un grupo de arqueros nativos. Daggrande era uno de las tres docenas de enanos que habían sobrevivido a la Noche del Lamento. A diferencia de la mayoría de sus camaradas, había aprendido a hablar el idioma nexala.

Por un momento, el general recordó a otros hombres —el capitán Garrant, el fraile Domincus y otros soldados leales— muertos en Nexal. Pensó en la enorme cantidad de oro que yacía enterrado debajo de toneladas de escombros y vigilado por bestias feroces. En otro tiempo, la pérdida de un tesoro tan valioso le habría parecido el fin del mundo. En cambio ahora lo consideraba sólo como un episodio más del terrible destino que los amenazaba a todos.

Pero todavía quedaba el oro enterrado detrás de los muros de Puerto de Helm, el botín conseguido en la conquista de Ulatos, que había puesto a buen recaudo antes de que la legión emprendiera su marcha hacia Nexal. Los hombres que conocían la ubicación precisa del tesoro lo habían acompañado a Nexal, y ninguno de los soldados de la guarnición sabía dónde lo había escondido.

El general desmontó y se acercó a Daggrande, que lo observó sin interrumpir su conversación con los nativos. A Cordell se le encogió el corazón al ver la sospecha reflejada en la mirada de su viejo compañero. «¡Hasta Daggrande desconfía de mí!», pensó.

—¿Cómo te las apañas para hablar una lengua tan enrevesada? —preguntó el comandante, en tono de guasa.

—Es lo más sensato —respondió el enano, sin hacer caso de la broma—, a la vista de que es muy probable que tengamos que pasar aquí el resto de nuestras vidas.

—¡Tonterías! Todavía disponemos de hombres valientes. Tan pronto como consigamos cruzar este desierto, no veo inconvenientes para llegar a la costa y construir un par de naves.

Daggrande gruñó, y Cordell interpretó el gruñido como un reproche. Su propia conciencia no lo dejaba en paz. «¡Si me hubiera conformado con el oro que ya teníamos! ¿Por qué tuve que ir a Nexal?» Una expedición que había conseguido ganar diez veces más de lo que pensaba, había quedado reducida a un puñado de hombres cuya única esperanza era salvar el pellejo.

—Nos vamos —dijo Daggrande. Señaló el campamento, y Cordell vio que muchos mazticas ya habían comenzado su marcha, una vez más hacia el sur, en busca de agua y comida.

—Es lo que veo, aunque no lo entiendo. Todavía quedan provisiones para unos cuantos días.

—Tenemos que seguir a un pájaro. Es lo que me han dicho estos guerreros —añadió el enano—. Al parecer, un águila se presentó en el campamento, y la mujer de Halloran decidió que debíamos seguirla hacia el sur. —Su tono al referirse a «la mujer de Halloran» no tuvo ningún énfasis especial.

Cordell le volvió la espalda, súbitamente enfadado con el enano. Daggrande comenzó a recoger sus armas, preparándose para la marcha.

Entre los guerreros, Cordell vio a Chical, el orgulloso jefe de los Caballeros Águilas. Chical vestía su capa de
plumas
blancas y negras, y la visera en forma de pico de su casco de madera dejaba en sombra su curtido rostro. El hombre había sido un enemigo feroz, al mando de los ataques contra los legionarios durante la retirada de Nexal, pero, en cuanto comprendió que su pueblo se enfrentaba a una amenaza mucho más terrible, no había vacilado en aunar sus fuerzas con las del general.

Chical se había convertido en el jefe militar de todos los nexalas, si bien nadie lo había designado oficialmente para el cargo. Cordell lo consideraba un guerrero sabio y valiente, que entendía mejor que nadie lo ocurrido en el Mundo Verdadero.

Echó una mirada al otro lado del valle, y descubrió la presencia de Erixitl, gracias a los brillantes colores de su capa. La mujer estaba a un lado del camino mientras desfilaba la larga columna de nativos. Halloran se encontraba con ella.

¿Cómo había podido aquel hombre integrarse con estas gentes hasta el punto de tomar una esposa nativa? ¿Cómo había hecho Daggrande para aprender su idioma? El general sintió envidia de estos soldados, que habían militado en su legión y a los que ahora había perdido. Eran muy capaces de quedarse a vivir allí.

Para Cordell, Maztica no era más que un enorme vacío anónimo. En un tiempo le había tentado la aventura del descubrimiento y la obtención de tesoros incalculables, para después convertirse en una pesadilla donde no podía hacer otra cosa que huir aterrorizado.

El ruido de unos pasos a sus espaldas lo apartó de sus pensamientos. Al volverse vio la regordeta figura de Kardann, el asesor de Amn, que se acercaba presuroso. El hombre designado por el Consejo de príncipes mercaderes había resultado una molestia y una preocupación a lo largo de toda la expedición. Su sola presencia bastaba para despertar la ira de Cordell. ¿Por qué este personaje inútil había sobrevivido, mientras muchos hombres buenos yacían muertos en los campos de Maztica?

—Buenos días, general —jadeó el contable, con la cara roja por el esfuerzo, secándose el sudor de la frente.

—¿Sí? —dijo Cordell, despectivo.

—He pensado una cosa —explicó Kardann. Se cruzó de brazos y devolvió la mirada al comandante—. Tal vez podríamos regresar a Nexal. No puede ser muy difícil dar con el oro. Con toda esta gente como ejército, no nos costaría mucho derrotar a los monstruos.

—¿Nos? —exclamó Cordell, furioso. Sabía muy bien que los ánimos guerreros de Kardann crecían en proporción directa a la distancia entre el contable y la batalla en perspectiva—. ¡Estoy harto de vuestros planes ridículos, Kardann! Mirad a vuestro alrededor. ¿Creéis que se puede formar un ejército con esta gente? ¡Hasta los guerreros no piensan en otra cosa que no sea proteger a sus familias!

Los ojos de Kardann resplandecieron de cólera, pero, por fin, dio media vuelta y se alejó. El general miró cómo se iba, consciente de sus propias frustraciones. No tenían otra elección que la de escapar. Pese a ello, este hecho era como una herida abierta. No le gustaba ceder a los designios de la fortuna, sino ser él quien forjara su propio destino.

De las crónicas de Coton:

Escapo de las fuerzas del caos.

El caballo me lleva como el viento a través del Mundo Verdadero, pero en todos los lugares por los que paso reinan la oscuridad, la destrucción y la desgracia. Volamos por la carretera a Cordotl, y atravesamos las ruinas humeantes de aquella ciudad.

Aquí los monstruos de la Mano Viperina han erigido un gran edificio encima de la pirámide, que parece una gigantesca calavera, para honrar a Zaltec. Pretenden elevar a su dios sanguinario a nuevas alturas, sin comprender que ha sido él quien los ha convertido en bestias. La gente de Cordotl ha desaparecido; aquellos que no pudieron huir, han sido sacrificados al dios de la guerra.

Ahora galopo por los campos de maíz arrasados, por el extenso valle entre Cordotl y Palul, convertido en un fangal. También Palul está en ruinas, y su pirámide aparece coronada con la imagen grotesca.

El caballo me lleva por la ladera de la montaña, a lo largo de un sendero con mil y una curvas. No hemos encontrado a ninguna de las bestias de la Mano Viperina, porque Hoxitl las ha llevado de regreso a Nexal.

Por fin el caballo llega a la cumbre, y nos detenemos delante de una pequeña cabaña. Percibo que es un lugar santo, y con una
plumamagia
muy poderosa.

El hombre que me recibe es un anciano ciego.

4
Advertencias en el sol

El enorme disco de plata resplandeciente permanecía inmóvil, todavía tapado por el manto de las sombras de la mañana, en las profundidades del cráter central de la montaña. Los caciques de los enanos del desierto esperaron pacientemente, sentados en el borde del agujero, de cara al este. El milagro de la Piedra del Sol no tardaría en comenzar.

Luskag notó la inquietud de Pullog, sentado junto a él, y el jefe de la Casa del Sol sonrió para sus adentros. El rito de la Piedra del Sol entrañaba riesgos para los débiles de espíritu, y Pullog nunca había recibido las revelaciones de los dioses a través del gran lago de plata. Sin duda, conocía los relatos de hombres que habían perdido el juicio, y de enanos cegados por la deslumbrante visión.

Sin embargo, Luskag estaba seguro de que su camarada —de hecho, todos los caciques del clan, reunidos aquí a petición suya— haría frente al milagro sin amilanarse. De no ser así, no los habría llevado a la cima de la montaña. Luskag comprendía que, únicamente si todos los enanos participaban en la misma revelación, se mostrarían partidarios de actuar unidos.

El sol se elevó poco a poco, y sus rayos tocaron el borde occidental del disco plateado. A medida que transcurrían los minutos, aumentó la zona iluminada. A pesar de su enorme tamaño, la superficie de metal brillante no tenía ni una sola imperfección, y resplandeció en su pureza.

Entonces, lentamente, la superficie metálica se movió, como si fuese líquida. Con una gracia majestuosa, el disco comenzó a girar, impulsado por un eje invisible. El disco aumentó su brillo con la elevación del sol.

El eje fue ganando velocidad mientras la luz solar se volcaba sobre su superficie, hasta que, por fin, los rayos parecieron enfocarse en el mismo centro. Allí todos los colores se reflejaron en una impresionante muestra del poder solar.

Un rayo de luz ardiente se clavó en los enanos del desierto sentados en el borde del cráter. Durante mucho tiempo, las figuras permanecieron inmóviles, traspuestas por la luminosidad.

Luskag miró el resplandor blanco. Por unos minutos, no vio nada, pero entonces una sombra comenzó a crecer en el centro del resplandor. Poco a poco se ensanchó, y fue extendiendo unos tentáculos neblinosos que crecían como los miembros de una araña a partir de su cuerpo negro, cargado de veneno.

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