—Hemos disfrutado de años muy buenos —observó Harl, el más viejo de los jefes. A pesar de su edad avanzada, el enano de cabellos y barba blancos todavía marchaba orgulloso al frente de su tribu.
—Y tendremos muchos más —añadió Pullog—, si actuamos sensatamente. No podemos poner en peligro nuestra paz en un acto temerario, y considero una temeridad creer que podemos luchar contra los monstruos. Opino que debemos permanecer en nuestros pueblos, seguros y ocultos, hasta que desaparezca el enemigo.
—Si esto nos asegura más años de paz, que así sea —afirmó Luskag con voz áspera, y todos los enanos lo miraron—. Pero no será como deseamos.
El cacique hizo una pausa, un tanto aliviado al ver que nadie discutía su afirmación.
—Todos conocemos la Ciudad de los Dioses, mucho más grande y espléndida que Nexal. Todavía es un lugar tan desolado que ni siquiera los enanos del desierto podemos vivir allí. No obstante, sigue allí y no deja de tentarnos con sus misterios y maravillas.
—¡Muy cierto! —exclamó Traj—. A menudo he viajado hasta allí, sólo para sentarme y mirar, admirado, la pirámide construida en medio del desierto sin ningún propósito aparente.
—Los dioses nos han dado una bendición, incluso en aquel lugar desolado.
Luskag se volvió para recoger un trozo de piedra caliza de gran tamaño. Gruñó con el esfuerzo, y dejó caer la roca delante de los demás. Entonces, sin prisa, cogió su hacha y la alzó, para que todos pudieran ver el filo de la hoja, que brillaba como un espejo negro. El mango tenía adornos hechos con plumones rojos, verdes y amarillos.
—Encontré obsidiana en la Ciudad de los Dioses; grandes trozos que podemos convertir en armas. —Levantó el hacha y descargó un golpe contra el bloque de caliza. La roca estalló en mil pedazos, rociando a los reunidos con una lluvia de esquirlas.
La hoja, en cambio, aparecía entera y sin un rasguño en la grieta que acababa de abrir en el suelo.
—Al parecer, nuestra época de paz se acerca al final. Una vez más, los enanos del desierto nos veremos involucrados en los conflictos del mundo, y debemos prepararnos para hacer frente a la amenaza, unidos.
—No vayas tan rápido —intervino Pullog—. Tu demostración ha sido muy impresionante. Tal vez, provistos con estas armas, podríamos ser una fuerza poderosa, pero ¿cuál es la mejor manera de enfrentarnos a la amenaza?
—Precisamente es lo que quiero que discutamos aquí —respondió Luskag—. Os pido a todos, mejor dicho, os ruego que me acompañéis por la mañana.
»Propongo que subamos a la gran montaña y consultemos la sabiduría de la Piedra del Sol.
—No intentes levantarte. Descansa. —Halloran intentó mantener la voz serena, pero la preocupación por el bienestar de su esposa se reflejó en el tono. Erixitl yacía tendida en la arena a la sombra de los cedros. Los demás, preocupados por su bienestar y también por respeto, los habían dejado solos. Hacía unos minutos que había amanecido, y la fuerza del sol ya resultaba insoportable.
—Estoy bien —dijo ella con una sonrisa dulce. Le cogió una mano, y Hal notó los dedos fríos y sin fuerzas.
El joven estrechó la mano de Erix entre las suyas, mientras le miraba la barriga. Una ligera hinchazón, invisible para todos menos para él, era la única señal de la vida que crecía en su interior. Cuando volvió a mirarla a la cara, su preocupación no sólo por el bienestar de su esposa sino también por el de su futuro hijo se hizo todavía más patente.
—Nos quedaremos aquí unos días más. Después, cuando reemprendamos la marcha, montarás uno de los caballos. Estas marchas tan largas no pueden ser buenas para ti, y no quiero que te ocurra nada malo.
Erix suspiró resignada, porque éste era un tema que habían discutido hasta el cansancio, y le acarició la mano.
—No me pasará nada. No puedes pedirme que cabalgue, mientras los viejos, las mujeres, y hasta los niños pequeños, caminan.
Los hombres de Cordell todavía disponían de quince de los cuarenta animales que habían traído a Maztica. A los demás los daban por muertos en las batallas, o en el cataclismo de la Noche del Lamento. Quizás algunos hubieran conseguido escapar y ahora vagaran perdidos por los campos de Nexal.
—Pero... —Hal buscó desesperado algún motivo nuevo para tratar de convencer a su esposa—. ¡Tú eres muy importante para todos nosotros! ¡La gente espera que tú seas su líder, buscan en ti el consuelo que necesitan!
—¿Por qué? —El tono de Erix reflejó su enfado—. ¿Porque llevó la Capa de una Sola Pluma? —Se sentó con un movimiento brusco, y señaló hacia la prenda que colgaba de una rama, a su lado—. ¡Con mucho gusto se la daré a cualquiera que la desee!
Halloran guardó silencio, muy preocupado. Deseaba consolarla, pero el enojo de Erix lo contuvo. Por fin, la joven se relajó un poco, y lo miró más tranquila. Hal comprendió que pensaba en otra cosa.
—Espero que mi padre se encuentre bien —dijo en voz baja—. Tengo mucho miedo de que le ocurra alguna desgracia. Palul está muy cerca de Nexal, y él no es más que un anciano indefenso. Si los monstruos de la Mano Viperina van al pueblo, no tendrá ninguna posibilidad de salvarse.
Halloran pensó en el plumista ciego, Lotil. Tenía a su suegro por un hombre muy sabio, que a pesar de su ceguera comprendía muy bien lo que ocurría en el mundo. Trabajaba la magia de la
pluma
, y ellos tenían dos de sus mejores obras: el amuleto colgado en el cuello de Erix y las muñequeras que él llevaba puestas. El viejo Lotil las había calificado, en broma, como la dote de Erix.
Los poderes del amuleto de Erix les habían servido de protección contra muchas y diversas amenazas. En cuanto a sus muñequeras, tenían la virtud de multiplicar su fuerza por diez cuando debía entrar en combate. Sin ninguna duda, un hombre dotado con tantas habilidades podía salir bien librado en medio del caos que asolaba estas tierras. Al menos, así lo creía Hal.
Erix volvió su atención a su marido, esta vez con una expresión de paz en el rostro.
—¿Podrías enviar a llamar a Poshtli? Me gustaría hablar con él.
Una mano helada oprimió el corazón de Hal, y su pena se le reflejó en el rostro con tanta claridad que Erix la advirtió en el acto.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Es que ha ocurrido alguna cosa?
—¿No lo recuerdas? —replicó Hal, suavemente—. ¿El volcán..., la Noche del Lamento? Poshtli estaba con nosotros en el momento de la explosión, pero no tenía la protección de tu capa. Él... desapareció. —Halloran no se sentía con valor de decirle que el noble guerrero había muerto.
—No es verdad —afirmó Erix, muy tranquila—. Lo recuerdo todo muy bien; ¿cómo podría olvidarlo? Pero Poshtli no murió allí. Está cerca..., ¡viene a nosotros! —Sonrió con dulzura, como si fuera Hal el que imaginaba cosas extrañas. Su marido casi se echó a llorar al ver la palidez de su rostro y la mirada extraviada de sus ojos.
Una sombra se movió a un lado, y Hal vio que Xatli, uno de los sacerdotes de Qotal, se acercaba a ellos.
Como todos los demás miembros de su orden, Xatli se enorgullecía de la pulcritud de su aspecto, pero ahora su túnica blanca aparecía rasgada y sucia por los rigores de la marcha. La piel de sus mejillas, que dos meses antes eran rosadas y regordetas, colgaba como bolsas vacías sobre los huesos. Por ser el sacerdote de mayor edad entre los refugiados, se había convertido en el portavoz oficioso de su secta, que una vez más representaba la fe más divulgada entre la multitud.
Por una de esas cosas del destino había estado a punto de hacer su voto de silencio —el máximo honor de su orden— cuando el desastre que los nexalas llamaban la Noche del Lamento había echado por tierra sus planes. Ahora utilizaba sus magníficas dotes de orador para levantar la moral de los refugiados en sus largas marchas por el desierto.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó, vacilante—. Las bendiciones del Plumífero me han dado la capacidad de sanar algunas cosas.
—No. Muchas gracias —respondió Erix, tensa.
—Si no es por ti, piensa en la otra vida que crece en tu interior —dijo el sacerdote en voz baja, mientras se arrodillaba a su lado. Erix lo miró sorprendida. Xatli le sonrió con dulzura y añadió—: El dios que te ha elegido te ha confiado una pesada carga. Lo comprendo. Pero piensa que te escogió precisamente porque sabe que eres capaz de llevarla.
El clérigo apoyó una mano sobre el hombro de Erix, que no rehuyó su contacto. Por un momento, sintió un calor suave, y su cuerpo recuperó energías, pero luego no pudo contenerse y se apartó.
Xatli se puso de pie y saludó a Halloran con una reverencia. Antes de partir se volvió una vez más hacia Erixitl.
—Recuérdalo, hermana: nuestro dios no es inclemente.
Halloran temió un estallido de cólera por parte de Erix, porque era su respuesta habitual cada vez que le hablaban de Qotal. Sin embargo, esta vez ella optó por refugiarse entre sus brazos.
El grito de un guerrero interrumpió este instante de intimidad. Erix se incorporó y, con un esfuerzo, intentó levantarse. Hal, consciente de que sería inútil insistir en que debía descansar, la ayudó.
—¿Qué ocurre? —preguntó la muchacha mientras varios guerreros, con sus tocados de
plumas
agitándose por encima de sus rostros pintados, se acercaban a la carrera.
—No sabemos qué significa, hermana —dijo uno de ellos—, pero un águila enorme se ha posado entre la gente. Nos mira como si quisiera desafiarnos.
—¿Un águila? —La voz de Erix sonó fuerte y alegre. Se apartó de Hal y echó a andar con tanta prisa, que Hal casi tuvo que correr para mantenerse a su lado.
La muchedumbre de hombres, mujeres y niños se hizo a un lado para dejarles paso, y la pareja no tardó en ver al pájaro, posado sobre un peñasco enorme para contemplación y asombro de todos.
El águila era tan alta como un hombre. Sus
plumas
, limpias y suaves, se recortaban con el blanco y el negro más puros. Desde su punto de observación elevado, los brillantes ojos amarillos del pájaro contemplaban a los reunidos. Con un porte noble y orgulloso, el águila movía la cabeza de un lado a otro, hasta que finalmente su mirada descubrió a Erixitl.
Por un momento, la gran criatura pareció temblar ante sus ojos, como si la luz del sol se reflejara en una superficie de agua en movimiento. Entonces, la imagen se volvió más grande, más humana.
Los nativos lanzaron exclamaciones de asombro, y muchos se arrodillaron y tocaron el suelo con la frente. Otros retrocedieron, atemorizados, al ver la transformación del pájaro.
—¡Por Helm! —gruñó un rudo legionario, asombrado.
La imagen del pájaro permanecía visible, como una sombra en el fondo, pero superpuesta aparecía la imagen de un hombre alto de piel morena.
—¡Poshtli! —susurró Erixitl, casi sin atreverse a pronunciar el nombre en voz alta.
Una capa de
plumas
negras y blancas, difuminada pero visible, colgaba de los hombros del noble. Joyas de oro le adornaban el labio, la nariz y las orejas. Sostenía su gran casco de Caballero Águila debajo del brazo, y sus largos cabellos negros ondeaban con la brisa. Levantó la otra mano y, durante unos segundos, apuntó hacia el sur. Después, con un movimiento súbito, se volvió y señaló hacia el este, antes de bajar la mano.
Durante un buen rato, la imagen del guerrero contempló a Erixitl, mientras los espectadores no se atrevían ni a respirar. Por fin hizo una profunda reverencia, como señal de respeto a una persona de mucho poder. Una repentina ráfaga de viento levantó una nube de arena entre los reunidos, y la imagen se oscureció. Cuando acabó de pasar la ráfaga y la arena se aquietó, sólo se veía al gran pájaro, que observaba a Erix con sus penetrantes ojos.
Entonces el águila desplegó sus enormes alas y, con un poderoso batido, se elevó suavemente del peñasco y planeó por encima de la multitud. Sin dejar de subir, trazó un amplio círculo y puso rumbo al sur. Durante muchos minutos, todos siguieron su vuelo, que en ningún momento cambió de dirección.
—El señor Poshtli no murió en el volcán —anunció Erixitl con mucha confianza, mientras los reunidos la miraban, asombrados. El noble Caballero Águila de Nexal, sobrino de Naltecona, había sido muy respetado en vida, y muchos lloraron su desaparición tras la Noche del Lamento.
»Ahora ha venido a nosotros, con esperanzas y promesas —añadió. A pesar de que hablaba en voz baja, todos podían escucharla—. Lo que acabamos de ver es una prueba palpable de un milagro. Debemos seguirlo ahora, seguirlo hacia el sur y hacia nuestro futuro.
De las crónicas de Coton:
A lomos de la bestia de los extranjeros, cabalgo hacia el destino de mi propio mundo.
La presencia del dios Plumífero está cercana, inminente. Puedo sentir su respiración sobre mi cuello, empujándome. Se han cumplido todas las señales de la profecía; el camino para su regreso está abierto.
Sin embargo, presiento que un nuevo obstáculo ha surgido del caos de la Noche del Lamento. Los actos de los clérigos sanguinarios y la furia del culto de la Mano Viperina se han unido para traer una gran presencia a este mundo; una presencia que ya no se satisface con ser adorada y alimentada de lejos.
Es Zaltec, dios de la noche y de la guerra, y él está aquí.
Percibo su poder en la oscuridad a mi alrededor. Lo veo en la vil corrupción que afecta a sus seguidores. ¡Su poder es tan enorme que ha sido capaz de transformar a decenas de miles de humanos en las bestias que ahora podemos ver! Cada vez es más fuerte, más peligroso, porque sus legiones, carentes de cualquier sentimiento humano, no se detienen ante nada.
Qotal es nuestra esperanza, nuestra única esperanza. Pero, al ver la llegada de Zaltec, comprendo que Qotal no puede entrar en este mundo sin ayuda. Necesitará la ayuda de los humanos, de personas que abran el camino y lo mantengan abierto hasta que él regrese al Mundo Verdadero. Entonces su poder se enfrentará al de Zaltec, y los dos dioses —los dos hermanos— librarán su batalla por el dominio de esta tierra.
Por lo tanto, cabalgo, y no me importa adonde me lleve el caballo. Seré uno de los humanos que abrirán el camino y lo vigilarán. Dejaré que el destino me guíe hasta el lugar.
El tortuoso sendero recoma la ladera calcinada por el sol, cada vez más alto, forzando a los monstruos de la Mano Viperina a estrechar su columna hasta convertirse en una fila india para la escalada. La cresta pelada marcaba el extremo sur del valle de Nexal. Detrás de las bestias, hacia el norte, las ruinas de la capital aparecían como una mancha negra entre las fangosas aguas de los cuatro lagos.