Qotal y Zaltec (36 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

BOOK: Qotal y Zaltec
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—¡Eh! ¡Nadie puede entrar aquí durante la noche! —protestó uno de los centinelas con voz adormilada. Se levantó y salió al paso del navegante.

El guardia no tuvo tiempo para nada más, porque uno de los compañeros de Rodolfo lo derribó de un puñetazo en la barbilla. Los otros dos centinelas retrocedieron, tartamudeando una protesta, pero se callaron cuando los intrusos les acercaron la punta de sus espadas a la garganta para convencerlos de la prudencia de guardar silencio.

—Don Váez ha dado órdenes para que la mayor parte de la flota regrese a Amn con el oro —susurró el navegante—. Tenemos que actuar ahora mismo. Las naves zarparán con la marea de la tarde.

—¡Maldito traidor! —exclamó el capitán general en voz baja—. Habíamos hecho un pacto. Le informé del lugar donde estaba el tesoro, a cambio de su promesa de enviar al clérigo para atender a mi hombre.

Rodolfo echó una mirada al guerrero que gemía en el suelo, ardiente de fiebre, y comprendió que Don Váez no había cumplido con su palabra.

—¡Deprisa, las llaves! —dijo Cordell, señalando a uno de los centinelas. El compañero de Rodolfo tocó con su espada el cuello del guardia, que, con una expresión de terror en su rostro, se apresuró a coger el llavero.

—Es és... ta —tartamudeó, separando la llave adecuada.

Un segundo más tarde, Rodolfo abrió la puerta, y Cordell, seguido por sus hombres, abandonó el calabozo. Por unos instantes, parpadearon ante la intensidad de la luz.

—Atadlos, y no olvidéis las mordazas —ordenó Cordell.

—Con el permiso del general —dijo uno de los guardias, que dio un paso atrás para apartarse de la espada que le apuntaba a la garganta. Cordell observó que el hombre le resultaba conocido.

—Me llamo Millston, señor. Serví a vuestro mando contra Akbet—Khrul y sus piratas. Me gustaría poder ir con..., quiero decir... que estoy de vuestro lado, señor. He escuchado hablar del gigante, los trolls y todos los demás monstruos. Señor, nuestra única oportunidad de victoria es que vos asumáis el mando. Aquel petimetre nos matará a todos.

El capitán general estudió al hombre, y después tomó su decisión. Si quería tener éxito, necesitaba que la mayoría de los soldados de Don Váez siguiesen el ejemplo de Millston.

—Me alegro de tenerte de nuevo a mi servicio —dijo, e hizo una señal al compañero de Rodolfo—. Devuélvele su espada.

Los conspiradores apagaron las lámparas. Sacaron al pobre Katl del calabozo, y lo acomodaron en un jergón de paja. A los otros dos centinelas, atados y amordazados, los encerraron en la celda como medida de precaución.

Abrieron la puerta del establo con mucho cuidado. La casa del comandante estaba al otro lado del patio, y había hombres por todas partes. La parte superior del muro que miraba al sur, por el lado de la llanura, aparecía iluminada con un gran número de lámparas.

Cordell comprendió que Don Váez había organizado una cuadrilla de trabajo, que ahora se ocupaba de sacar el oro enterrado en el muro. Estaban derribando la pared, precisamente cuando la amenaza de Zaltec y su ejército de monstruos se cernía sobre el fortín.

—¿Qué ha sido eso? —exclamó Grimes, al tiempo que se volvía con la espada en alto. Después, con un tono de alivio, añadió—: ¡Chical!

El capitán general vio al Caballero Águila, que surgió de las sombras junto al establo. Apretó el brazo de su amigo, con la garganta oprimida por la emoción.

—Venía a liberarte, pero veo que alguien ya se ha ocupado de hacerlo.

—Me alegro de verte —respondió Cordell en voz baja.

—Traigo noticias —susurró el guerrero y, sin perder un segundo, lo puso al corriente de su reunión con Halloran y el plan que habían trazado. En aquel instante, escucharon los gritos de los hombres que trabajaban en lo alto del muro. Desde su posición, podían ver la llanura que se extendía hasta Ulatos, y algo que habían visto los llevó a dar la alarma.

—¡Tienen que ser ellos! —dijo el Caballero Águila.

—¡Vamos! —ordenó Cordell, y guió a su grupo al

trote hacia la muralla. Al pasar entre las tiendas donde descansaban los soldados de Don Váez, gritó—: ¡Seguidme!

Los trabajadores y los guardias se volvieron sorprendidos al escuchar su grito, y vieron a Cordell que escalaba la rampa hasta la pasarela del muro, para después dar media vuelta y mirar en dirección al patio.

—¡Escuchadme, hombres de la Costa de la Espada! Quiero avisaros de un gran peligro. Se aproxima un ejército de monstruos, y tendréis que apelar a todo vuestro valor si pensáis en la victoria. —La voz del capitán general se escuchó en todo el fortín. Los hombres de Don Váez se reunieron al pie del muro y escucharon con atención.

»Podemos hacerle frente, pero necesitamos aliados. Ahora os pido que miréis el campo que se abre ante vosotros.

Los hombres que estaban en lo alto del muro, ocupados en la búsqueda del tesoro enterrado, ya lo habían hecho. Ahora, se apresuraron a compartir la información con los compañeros reunidos en el patio.

—¡Hay un ejército acampado en la llanura!

—¡He visto cómo un millar de hogueras se encendían a la vez!

—Calculo que son unos veinte mil hombres.

En realidad, lo que veían eran las hogueras, unas seiscientas en total, preparadas por los enanos del desierto, la Gente Pequeña y los guerreros itzas. Pero la oscuridad daba pie a cualquier exageración. En cuestión de segundos, los vigías informaban de las cosas más increíbles. Un ejército de cien mil hombres, provistos con elefantes, cuadrigas y enormes catapultas, se disponían para el ataque a Puerto de Helm.

—¡Detenedlo! ¡Detenedlo! —Don Váez gritó la orden con una voz dominada por el pánico, y algunos hombres avanzaron hacia el carismático capitán general.

Muy cerca del rubio aventurero, Cordell vio la figura acurrucada de Kardann. Era lógico, pensó, que el asesor estuviese presente en el rescate del tesoro. Ahora, en medio de la confusión, Kardann gemía aterrorizado. Echó una última mirada al capitán general y se lanzó a toda carrera por la pendiente exterior del muro, para desaparecer en la oscuridad de la llanura.

«Que el demonio se lo lleve», pensó Cordell, satisfecho. Si no volvía a ver al pérfido gusano, mejor que mejor.

Sólo un hombre decidió actuar a la vista del caos. El padre Devane se montó en su alfombra voladora, y remontó el vuelo, con el propósito de lanzar un poderoso encantamiento que impidiera que Cordell fuese visto y escuchado por todos los presentes.

Pero alguien más rondaba en el cielo. En el momento en que Devane alzó una mano y comenzó a pronunciar las palabras del hechizo, un águila se lanzó en picado sobre la figura montada en la alfombra. El sacerdote soltó un chillido de terror cuando las garras se le clavaron en el rostro, y el artilugio volador se sacudió como una hoja.

El águila se apartó, pero Devane ya había perdido el control. Mientras la alfombra caía contra el muro donde se encontraba Cordell, el clérigo, desesperado, luchó por mantener el equilibrio, mas no lo consiguió.

Un alarido escapó de su garganta cuando se deslizó de la alfombra y cayó al suelo, desde una altura aproximada de seis metros, donde permaneció tendido, gimiendo, con una pierna retorcida debajo del cuerpo en una posición antinatural.

—¡Hombres de la Costa de la Espada, escuchadme! ¡Aquellos que están acampados en la llanura son mis aliados! —gritó Cordell, con una voz que resonó en todo el fortín—. ¡Uníos a mis fuerzas! ¡Venceremos a nuestro enemigo, y compartiremos el tesoro que todos nos merecemos!

Los hombres que trabajaban en la excavación miraron con gesto agrio a Don Váez, y después volvieron a observar la multitud de hogueras que se extendían por la llanura. Era como mirar el cielo tachonado de estrellas.

Entonces, unos cuantos sujetaron a su comandante y lo arrastraron. Don Váez protestó a gritos, hasta que uno de ellos lo silenció de un bofetón.

—¡Cordell! —El grito surgió de los hombres que permanecían entre las tiendas.

—¡Salve, Cordell! —repitieron los trabajadores del muro.

Mientras aclamaban su nombre, el capitán general bajó al patio y se acercó al clérigo herido. Devane se esforzaba, entre gemidos, en devolver a su pierna la posición normal, para poder utilizar un hechizo de curación.

—Espera —le ordenó Cordell, en cuanto llegó a su lado—. Primero tienes que curar a otra persona. —Se volvió hacia sus legionarios—. ¡Levantadlo!

Escoltados por Don Váez, se dirigieron hacia el establo donde se encontraba el Caballero Águila herido.

De las crónicas de Coton:

Doy gracias a mi dios, que nos ha permitido recorrer gran parte de nuestro camino.

Llegamos a la llanura de Ulatos ya bien entrada la noche, agotados por el rigor de la última etapa. Montamos nuestro campamento en campo abierto, y encendemos las hogueras para preparar nuestra cena, a pesar de lo intempestivo de la hora.

Más tarde, nos enteramos de que las hogueras infundieron pánico en la guarnición de Puerto de Helm, convencida de que se trataba del ejército de Cordell. Todo mundo festejó la ocurrencia, excepto el pobre Don Váez. Desde luego, Cordell es un soldado con la fortuna de su parte, porque consiguió apoderarse de un fortín defendido por mil quinientos hombres, con la ayuda de doce legionarios y una veintena de Caballeros Águilas.

Con la primera luz del alba, zarparon con rumbo sur los veinticinco bajeles de la flota, al mando de un piloto veterano. Su navegación los llevará a lo largo de la costa payita hasta el Mar de Azul. Cuando lleguen a su destino, embarcarán a los hombres de Cordell y a los kultakas.

Y, en cuanto a nosotros, permaneceremos en Ulatos. Erixitl continúa hundida en el sopor, y, hasta tanto recupere el conocimiento, no podremos iniciar la etapa final de nuestro viaje. Sin embargo, tengo fe en que llegaremos a los Rostros Gemelos, para ayudar al regreso del Dios Plumífero.

19
Un encuentro de poderes

Halloran se aproximó a la mole marrón de Puerto de Helm montado en
Tormenta
, que trotaba alegremente a través de los campos. La preocupación por su esposa era como una losa fría en el pecho, aunque no por ello se mantenía menos alerta y precavido.

Con la llegada del alba, las noticias habían corrido deprisa por Ulatos. El conquistador, el capitán general Cordell en persona, estaba otra vez al mando de la gran fortaleza. Los mazticas se reunían en las calles y comentaban las nuevas con una mezcla de entusiasmo y respeto.

Para Hal, el cambio en la situación le ofrecía nuevas esperanzas, y por este motivo iba ahora en busca de Cordell. Erixitl continuaba sumida en el sopor, bajo la custodia de Gultec y Jhatli, mientras que Daggrande se dirigía a pie hacia el fortín. Halloran no había querido esperar a saber el resultado de las gestiones del enano.

No obstante, ¿cuál sería el recibimiento de Cordell? Ahora que el capitán general había recuperado su ejército y ostentaba el mando una vez más, ¿estaría dispuesto a cooperar con la solicitud de un antiguo fugitivo?

Tiró de las riendas cuando se acercó a la entrada de la fortaleza, y saludó con un gesto a los dos alabarderos que montaban guardia. Sus resplandecientes corazas y sus polainas sin una mancha le parecieron algo extraño a Halloran, cuyo equipo y prendas aparecían sucios y muy gastados después de más de un año de campaña.

Los centinelas lo contemplaron con una expresión de sospecha hasta que él les habló.

—Estoy aquí para ver al capitán general —dijo en tono de mando—. ¿Dónde lo puedo encontrar?

—Ahora mismo está allí —se apresuró a contestar uno de los alabarderos, mientras señalaba hacia el edificio que albergaba el puesto de mando.

Halloran no perdió el tiempo; espoleó a la yegua y cruzó el enorme patio del fortín al trote rápido. A su alrededor, pudo ver los escuadrones de lanceros que hacían maniobras; los soldados de infantería hacían la colada y limpiaban sus equipos. El batallón de arcabuceros se ocupaba de sus grandes mosquetones.

En cuanto llegó a la casa, sofrenó a
Tormenta
y desmontó deprisa. Dos guardias custodiaban la entrada, pero, antes de que pudieran intervenir, se abrió la puerta y apareció el capitán general en persona. Cordell vestía una coraza reluciente. Su cabellera y la barba negra aparecían limpias y bien cortadas; una larga
pluma
verde se sacudía en su casco bruñido.

—¡Halloran! ¡Mis felicitaciones! ¡Qué sorpresa verte por aquí!

—También lo es para mí —contestó Hal, estrechando la mano de su viejo comandante—. ¿Cómo les van las cosas a los nexalas en Tukan?

Cordell le hizo una breve recapitulación de la retirada de la horda, y de los hechos ocurridos después de saber la noticia de la llegada de Don Váez.

—¿Y ahora, el Caballero Águila os ha guiado hasta aquí? —preguntó el capitán general.

—No tengo tiempo para muchas explicaciones. He venido con otro propósito. —Sin perder un segundo, Halloran lo puso al corriente de la experiencia vivida en la Ciudad de los Dioses, y de la misión que los había llevado a los Rostros Gemelos, para hablarle enseguida de la extraña enfermedad que aquejaba a Erixitl.

—Necesito un clérigo, el mejor que haya, para que intente sacarla de su sopor. Mientras ella permanezca inconsciente, no tenemos ninguna posibilidad de éxito.

—Ésta podría ser la explicación de la presencia de un gigante que, según informan las águilas, acompaña a las bestias de la Mano Viperina —contestó Cordell, y le describió la imagen del coloso de piedra tal como la conocía por el relato de Chical.

—Sí, la estatua es la encarnación de Zaltec. Debemos llegar a los Rostros Gemelos antes que él, para permitir el regreso de Qotal a Maztica. ¡Es el único que puede presentar batalla a su hermano! ¡Y Erixitl es la única que puede abrirle el camino!

Cordell adoptó una expresión reflexiva al escuchar estas afirmaciones, y se acarició la barba.

—Es cierto que entre mis hombres hay varios clérigos. Estoy seguro de que podrían ser de alguna utilidad. Por cierto, uno de ellos se curó a sí mismo después de sufrir un desgraciado... accidente. Es un padre al servicio de Helm.

—Por favor, enviadlo al templo —rogó Hal.

—Antes respóndeme a una pregunta —dijo el capitán general, entornando los ojos—. ¿Por qué debo hacerlo? Después de todo, has renunciado a servir en mi legión, y, según recuerdo, lo hiciste de una manera muy explícita.

El rostro de Halloran se tiñó de rojo. Por un instante, la cólera lo impulsó a echar las manos a la garganta del comandante, pero se obligó a sí mismo a no cometer un disparate.

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