Qotal y Zaltec (34 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

BOOK: Qotal y Zaltec
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A todo lo largo del perímetro del fortín, las águilas atacaron simultáneamente y con gran precisión. En un par de minutos, inmovilizaron a todos los centinelas, sin que el resto de la guarnición se enterase de lo que ocurría.

Chical se acercó al borde exterior del muro, donde no podía ser visto desde el patio interior, pero sí desde la llanura que se extendía hacia el sur. Golpeó el pedernal contra la daga de acero que le había dado Cordell, y encendió un manojo de paja. Movió la tea de un lado a otro tres veces antes de apagarla de un pisotón. Después se dirigió al otro lado, y espió el patio donde dormían los soldados.

Cordell, Grimes, Kardann y los demás legionarios, que aguardaban a casi un kilómetro del fuerte, vieron la señal del Caballero Águila. Dejaron los caballos en un bosquecillo cercano y avanzaron al trote. Casi sin hacer ruido, llegaron a Puerto de Helm y escalaron el terraplén para unirse a Chical.

—Allí —dijo el guerrero, señalando un edificio de madera en el centro del patio—. Aquélla es la casa donde Don Váez tiene instalado su cuartel general.

—Esperemos que también duerma allí —comentó Grimes.

—Puede estar seguro —susurró Cordell, con mucha confianza—. Es el edificio más grande y cómodo de todos. El resto son almacenes, armerías y graneros.

Por un momento, sintió amargura mientras contemplaba el fortín. ¡Él lo había mandado construir como su propia base! Daggrande se había encargado de los trabajos de construcción, pero la elección del lugar y los planos eran obra suya, como así también la determinación del lugar en los muros donde habían enterrado el oro de Ulatos. Tener que soportar que este intruso lo reclamara como suyo...

Uno tras otro, los demás Caballeros Águilas se unieron a ellos. Cuando estuvieron todos, Cordell y Chical encabezaron el grupo en su descenso al patio. En algún lugar del recinto ladró un perro, uno de los mastines que habían traído los legionarios, pero uno de los que dormían al aire libre le ordenó callar.

El resto de la tropa dormía en tiendas y en los edificios que el capitán general había mencionado antes. Sin hacer ruido, los atacantes avanzaron al amparo de las sombras.

Dejaron atrás un establo y un cobertizo donde se guardaban armas, y al fin se aproximaron a la casa del cuartel general, construida de madera y con pellejos aceitados a modo de cristal en las ventanas, que dejaban ver el resplandor de los candelabros encendidos en las habitaciones. Delante de la puerta había dos lanceros con la espalda apoyada en la pared y las armas preparadas.

—Apostaría todo el oro de Nexal a que Don Váez ocupa el dormitorio de la planta alta —susurró Cordell. En aquel momento, el paso de una sombra por delante de una de las ventanas, en cuyo contorno se podían apreciar los largos rizos de una cabellera, confirmó su predicción.

El capitán general se volvió hacia Chical, que asintió en respuesta a su mirada. El Caballero Águila desapareció en las sombras con tres de sus hombres, y un segundo después, convertidos en pájaros, remontaron el vuelo.

Las cuatro águilas tardaron un instante en posarse en el techo de la casa de Don Váez. Los hombres que los observaban desde el suelo vieron unas manchas grises y negras mientras recuperaban la forma humana.

Se acercaron sigilosamente al borde del techo, y saltaron a tierra. Antes de que los centinelas tuviesen tiempo de reaccionar ante su presencia los dejaron fuera de combate.

—¡Vamos! —susurró Cordell, y avanzó hacia la puerta.

En aquel preciso momento, un fuerte estrépito, como si alguien hubiese volcado un carretón de leña, resonó por todo el recinto. En muchas tiendas se escucharon gritos de alarma, mientras los soldados arrancados bruscamente de su sueño se libraban de las mantas.

El capitán general se volvió furioso y vio a Kardann junto a un montón de lanzas y flechas que, unos momentos antes, habían estado ordenadas en los armeros. El asesor miró a Cordell con una expresión de terror en su regordete rostro. El legionario maldijo al hombre y dio un paso en su dirección, pero en el acto comprendió que debía dejar las recriminaciones para más tarde.

—¡Deprisa! —ordenó, corriendo a través de la oscuridad hacia la casa. Una docena de legionarios y otros tantos Caballeros Águilas, encabezados por Grimes, lo siguieron con las armas preparadas. Kardann se quedó atrás y se ocultó entre las sombras, inadvertido para todos los demás.

La puerta de la casa se abrió en el momento en que se acercaba Cordell, y aparecieron varios hombres con corazas y las espadas desenvainadas. Chical y los demás guerreros se situaron a ambos lados de la puerta, protegidos por las sombras.

—¿Quién anda ahí? —gritó uno de los hombres.

Los ladridos de los sabuesos aumentaban la confusión general a medida que los hombres abandonaban las tiendas y los barracones, sin dejar de dar voces.

—¡Eh, tú! ¿Qué ocurre? —le gritó a Cordell el hombre de la puerta, y después se quedó atónito al ver que el capitán general se le echaba encima—. ¡Dad la alarma! —chilló el guardia, al tiempo que intentaba cerrar la puerta. En el patio reinaba un gran desorden, y los soldados se movían con desconfianza en medio de la oscuridad. En varios lugares, se escuchó el ruido del acero.

Cordell golpeó contra la puerta con todo el impulso de su carga, y sintió cómo cedía la madera. Derribó al hombre que estaba al otro lado, y arrolló a un segundo que intentó hacerle frente en el vestíbulo.

Llegó a la escalera que conducía a la planta superior, y subió los escalones de dos en dos. Echó abajo la puerta del dormitorio justo a tiempo para ver cómo una figura vestida con un camisón de seda se lanzaba por la ventana.

El capitán general atravesó el cuarto y asomó la cabeza por el hueco; furioso, observó que Don Váez se alejaba de la casa a la carrera. Toda la guarnición estaba despierta, y un centenar de soldados se reunió junto a su comandante.

Chical entró en el dormitorio, mientras Cordell permanecía junto a la ventana, maldiciendo el fracaso de la intentona.

—Nos hemos hecho con el control de la casa —informó el Caballero Águila—, pero, al parecer, nos tienen atrapados.

—¡Ríndete, Cordell! —gritó Don Váez, con un tono de triunfo en la voz—. ¡No te pongas las cosas más difíciles! ¡Ríndete ahora mismo!

—Jamás entregaré mi espada a un sinvergüenza! —respondió el capitán general con toda la energía de que fue capaz—. ¡Un sinvergüenza y un pirata! ¿Por qué mantienes encadenados a los hombres que dejé en la guarnición? No eran ninguna amenaza para ti.

—¡El renegado eres tú! —replicó Don Váez, insolente—. ¡Querías quedarte con las riquezas de Maztica!

—¡Estás loco!

—¡Ríndete y tendrás la oportunidad de defenderte en un juicio! ¡Si me desafías, morirás!

Cordell se apartó de la ventana, desesperado, y se volvió hacia Chical. Aunque no los veía, presentía la presencia de ballesteros y arcabuceros apuntando a la casa con sus armas.

—Es hora de que pienses en la fuga —le dijo, muy serio—. No hay ningún motivo para que tus guerreros acaben atrapados en esta trampa. Es a mí al que quieren.

Chical espió a la fuerza enemiga. Era consciente de que él y sus hombres podían escapar sin problemas de la encerrona. Sin embargo, ¿qué harían después? Las bestias de la Mano Viperina estaban cada vez más cerca, y sus posibilidades de enfrentarse a ellas con éxito eran cada vez más pequeñas.

De pronto, vieron que algo volaba en dirección a la ventana. Era un hombre con un casco de metal, sentado en una pequeña alfombra voladora. Cuando estuvo mas cerca, pudieron ver que llevaba los guantes plateados con el ojo vigilante de Helm. El clérigo se mantuvo fuera del alcance de las flechas, aunque en una posición desde la que podía ver el interior del dormitorio. Sólo esperaba la orden de Don Váez para volar a través de la ventana y lanzar un hechizo contra los intrusos.

—¡Cordell está en la casa! —chilló Kardann, con una voz de falsete que revelaba su excitación.

El capitán general escuchó la voz inconfundible del asesor y vio a Kardann salir como una tromba de su escondrijo, al tiempo que señalaba hacia la ventana. El representante de Amn corrió a reunirse con Don Váez y, casi sin aliento, le ofreció una explicación.

—Intenté detenerlos. ¡Di la alarma para que no os pillaran por sorpresa! ¡Ahora lo habéis atrapado! ¡Él es el único que sabe dónde está oculto el oro de Ulatos!

Esta última frase captó la atención de Don Váez. Mientras tanto, el clérigo flotaba con su alfombra a nivel de la ventana, e intentaba convencer a los sitiados para que depusieran las armas.

—Rendios ahora mismo, o mi capitán mandará que prendan fuego a la casa —anunció con voz firme—. ¿Acaso os parece agradable morir abrasado?

Cordell le volvió la espalda y se paseó arriba y abajo por la pequeña habitación. Por fin, soltó una maldición y asintió.

—No tengo otra opción —le dijo a Chical—. Por favor, reúne a tus guerreros y prepárate a volar. —Una vez más, se acercó a la ventana para comunicar su respuesta a los sitiadores—. De acuerdo —anunció—. Ahora mismo salimos.

Llevó a sus hombres a la planta baja, y esperó a que Chical y sus guerreros se ubicaran junto a las ventanas del piso superior. Entonces abrió la puerta y salió al exterior.

Don Váez salió a su encuentro con una sonrisa burlona de oreja a oreja.

—¡Vuestra espada, señor! —le exigió el pomposo aventurero, al tiempo que extendía la mano, ansioso por ver desarmado a su rival.

Con un esfuerzo supremo por no perder el control de sus actos, Cordell desenganchó la espada de su cinturón y se la ofreció por la empuñadura.

—¿Qué es aquello? —gritó uno de los soldados, señalando hacia el cielo.

—¡Traición! —exclamó Don Váez, que descargó un golpe con el pomo de su espada contra el brazo del capitán general. Después, imitó el gesto del soldado y preguntó—: ¿Qué significa esto?

Las enormes águilas salían por las ventanas de la casa y se alejaban en la oscuridad de la noche, impulsadas por el poderoso batido de sus alas.

—¡Disparad! ¡Detenedlas!

Los ballesteros dispararon sus armas, y unos cuantos arcabuceros apuntaron a las águilas, cada vez más lejanas. Una descarga que sonó como trueno sacudió al fortín cuando las armas escupieron sus balas de hierro.

Una de las águilas soltó un chillido y, de pronto, apareció a la vista de todos. Intentaba mantenerse en el aire con un ala herida, pero no podía volar. Un segundo más tarde, se estrelló contra el suelo delante mismo de Don Váez.

De las crónicas de Coton:

A lo largo de senderos que súbitamente aparecen en tinieblas, avanzamos hacia un destino que se ha tornado muy oscuro.

El mal de Erixitl no es una enfermedad natural, de esto no me cabe ninguna duda. Todas las bendiciones de la
pluma
practicadas por su padre, y todas las artes clericales que he utilizado, no han servido de nada.

La fuente de esta oscuridad, estoy seguro, es
hishna
, aunque en una forma extraña y poco habitual. Percibo el poder de la
zarpamagia
que la acosa, y es un ataque de una fuerza que nunca había encontrado antes. Un inmenso poder oscuro la tiene entre sus garras, y. por esta razón, ella se resiste a todos nuestros intentos para traerla de nuevo al mundo de los vivos.

En cambio, duerme como alguien que está muerto, y, si muere, nuestras esperanzas morirán con ella.

18
Ejércitos cautivos

El desconsuelo se cernió como una nube negra sobre el cuantioso ejército integrado por los halflings, los enanos del desierto y los itzas tan pronto como corrió la voz del extraño mal que afligía a Erixitl. Para todos ellos fue como si la brillante esperanza que los había reunido para guiarlos hacia los Rostros Gemelos se hubiese extinguido para siempre.

Ahora transportaban a la mujer en una amplia litera, adornada con flores y hojas. Las varas delanteras iban sujetas a la montura de
Tormenta
, y las de atrás se arrastraban por el suelo cuando el camino lo permitía. Pero con mucha frecuencia encontraban troncos y ramas caídas, y entonces Halloran levantaba la parte de atrás para hacerla pasar por encima de los obstáculos. Halloran no permitía que nadie más se ocupase de realizar este trabajo.

La respiración de Erix era normal, pero no recuperaba la conciencia. Ni siquiera las fuertes medicaciones de Coton habían podido hacer que volviese en sí, que moviese los párpados o pronunciase alguna sílaba.

Durante dos días, continuaron con la marcha a través de la selva, siempre con rumbo norte. Luskag, Daggrande, Jhatli e incluso Lotil intentaron ayudar a Halloran, mientras el joven se esforzaba por sostener la litera en las zonas más difíciles, sin conseguirlo. Hal apretaba los dientes y no les hacía caso, a pesar de que el sudor le escocía en los ojos, y las dificultades se multiplicaban con cada nuevo paso.

Se detenían sólo cuando era noche cerrada, y en una de estas paradas Halloran tomó una decisión.

—Creo que debemos llevarla a Ulatos, en vez de continuar directamente hacia los Rostros Gemelos —dijo, cuando acabaron su cena de venado y fruta, sentados alrededor de una pequeña hoguera.

—¿Por qué? —preguntó Luskag. El enano del desierto estaba profundamente convencido de la visión de Erixitl, y no dudaba que el regreso de Qotal tendría lugar en el acantilado, tal como había anunciado la muchacha.

—Todo indica que es víctima de algún encantamiento. Al menos, en la ciudad podríamos encontrar más clérigos, o quizás un herbolario, que pudieran ayudarla.

Coton, el sacerdote de Qotal, mostró su acuerdo con un cabeceo, mientras Lo til manifestaba su opinión.

—Podemos llevar a mi hija al templo de Qotal en la ciudad —dijo—. Es lógico suponer que encontraremos un alivio para su mal. Creo que es un buen plan.

Uno tras otro, los demás dieron su aprobación. No sabían a qué distancia se encontraba la costa, aunque Gultec calculaba que no faltaba mucho para llegar a Ulatos y a los Rostros Gemelos. Como nativo de esta tierra, sabía que habían dejado atrás hacía tiempo las selvas del Lejano Payit.

En cuanto tomaron la decisión, Halloran dejó a sus compañeros y fue a ver a Erixitl. Su esposa yacía inmóvil en el mullido jergón que le habían preparado. Su pecho se movía rítmicamente al compás de la respiración, y su vientre hinchado parecía tan lleno de vida que Hal casi se convenció de que sencillamente dormía. Apoyó una mano sobre el abdomen, donde había percibido las patadas y los movimientos de su hijo. Ahora, en cambio, no notó ningún movimiento.

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