Qotal y Zaltec (30 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

BOOK: Qotal y Zaltec
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—¡Mirad! ¡Se retiran!

—¡Las hemos vencido!

—¡Hemos vengado a Tulom—Itzi!

Los itzas, habitualmente poco belicosos, estallaron en aullidos de triunfo y salvajes gritos de alegría, al ver cómo aumentaba paulatinamente la montaña de hormigas muertas o heridas al pie del acantilado, sobre las que no dejaba de caer un alud de piedras.

Entonces se desplomó todo un sector del acantilado, provocando una inmensa nube de polvo a medida que caía. Un estrépito como de mil truenos a la vez sacudió todo el valle, y el suelo se estremeció bajo los pies de los hombres. Los itzas saludaron con nuevos vítores la inesperada ayuda que les proporcionaba el desprendimiento.

La nube se extendió como el humo de un gran incendio, y ocultó bajo su manto terroso al ejército de hormigas y la superficie del valle. En la atmósfera casi irrespirable por el polvo, se podía escuchar el ruido de otros desprendimientos, que contribuían a aumentar el caos al pie de la montaña.

Por fin se agotó la provisión de piedras preparada por los defensores, y, al cabo de un rato, cesaron los desprendimientos. Por unos instantes, reinó el silencio en el paso; incluso se calmó el viento, y los hombres de Tulom—Itzi saborearon su triunfo. Desconfiados, agotados, pero también con esperanza, espiaron entre la polvareda de más abajo. Parecía imposible creer que algo hubiese podido sobrevivir a tal diluvio de granito.

De pronto, unas sombras oscuras aparecieron entre el polvo; sombras que se movían con una precisión mecánica que resultaba mucho más aterradora por conocida. Toda la pared del acantilado parecía haber cobrado vida.

Pero esta vez no se trataba de nuevos desprendimientos. Las formas que se destacaban como manchas en el polvo, y que ahora escalaban en busca de sus presas, correspondían a las hormigas gigantes.

—Hay muchos humanos delante —informó Luskag. Un pequeño grupo de enanos y halflings había precedido a la columna principal, y ahora habían regresado con la noticia.

—¿Una comunidad? —preguntó Halloran—. ¿Quiénes son? ¿A qué nación pertenecen? ¿Lo habéis podido descubrir?

—No hay ninguna ciudad —respondió el enano del desierto, acompañando la negativa con un movimiento de cabeza—. Ni siquiera un par de chozas. Sólo un gran campamento en el bosque. Creo que no llevan allí mucho tiempo.

—¿De dónde vendrán? —lo interrogó Halloran—. ¿Serán los pobladores de estas tierras?

—Tabub dice que no —contestó el enano del desierto—. No vive nadie en la selva al oeste de la Cresta Verde. Sólo de vez en cuando algún humano viene a cazar por estos lugares.

—¿Entonces se trata de un ejército? ¿Quién otro podría ser si no?

Una vez más, el cacique enano sacudió la cabeza.

—No hay guerreros entre ellos; sólo mujeres, niños y ancianos.

Erixitl —montada en
Tormenta
, que marchaba al paso— y su padre, Lotil, se reunieron con ellos. El resto de los enanos y los halflings hicieron una pausa, mientras sus líderes conferenciaban.

—Vayamos a hablar con ellos —propuso Erixitl—. Tiene que haber una razón de su presencia en este lugar, y, si no son guerreros, no representan ninguna amenaza para nosotros.

Una hora más tarde, acompañados por Jhatli, Daggrande, Luskag y varios de los arqueros halflings, la pareja se acercó al claro donde se ubicaba el gran campamento. Resultaba obvio que sólo era un lugar de paso. No vieron refugios de ningún tipo, excepto algunos sombrajos que consistían en una manta sostenida por un par de estacas en un extremo y sujeta con piedras por el otro. La hierba alta del prado aparecía aplastada pero todavía era de color verde, un indicio de que esta gente no llevaba mucho tiempo acampada.

Ver a esta gente les resultó en muchos aspectos como volver a la Casa de Tezca, porque reconocieron en el acto que eran fugitivos. Apenas si tenían posesiones, y parecían mal alimentados y asustados.

Vieron a personas vestidas con túnicas y mantos de algodón astrosos y sucios. Muchos estaban en los huesos, y todos los observaron con miedo cuando aparecieron en el linde del bosque. Los niños echaron a correr llorando en busca de sus madres. La ausencia de hombres jóvenes entre la multitud resultaba evidente.

Varios ancianos, de cabellos blancos y aspecto enclenque, armados con unos palos de punta afilada a guisa de lanzas, se acercaron desconfiados, exhibiendo sus armas caseras.

—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? —preguntaron en idioma payita.

—Somos viajeros, de paso por este país. Vamos hacia Ulatos y después a los Rostros Gemelos —respondió Erix—. ¿Quiénes sois vosotros, un pueblo que no tiene casas ni cosechas?

—Somos los pobladores de Tulom—Itzi —le informó el viejo que parecía llevar la voz cantante—. Hemos sido expulsados de nuestra ciudad por el horror que surge de la tierra.

—¡Tulom—Itzi! ¿No es allí adonde tuvo que ir Gultec? —le comentó Erixitl a Halloran. Al escuchar el nombre del caballero, los ancianos se sorprendieron.

—¿Conocéis a Gultec, el rey de los Jaguares? —inquirió el portavoz del grupo.

—Es nuestro amigo y compañero —contestó la muchacha—. Nos dejó para viajar de regreso a Tulom—Itzi después de que lo llamó su maestro... —Erixitl intentó recordar el nombre que le había mencionado Gultec—. ¿Zochimaloc?

—Sí, él es nuestro grande y muy sabio cacique.

—¿Dónde está? ¿Todavía está vivo?

—No está aquí. Vivía esta mañana, pero quién sabe si todavía conserva la vida. Todos nuestros hombres, al mando de Gultec, se encuentran en el paso, en la cumbre de la cordillera. —El anciano señaló en dirección a los picos que se elevaban por el este—. Su misión era enfrentarse al horror.

El viejo les explicó la naturaleza del ejército atacante, la huida desde la ciudad, y las escaramuzas que habían precedido a esta nueva batalla que sería la definitiva.

—Hemos escapado hasta el límite de nuestras fuerzas, y no podemos ir más allá. Si consiguen defender el paso, nos quedaremos aquí. Si derrotan a nuestros guerreros, nosotros no tardaremos en morir.

—Nos acompañan muchos guerreros —declaró Erixitl—. Quizá podríamos ayudarlos. ¿A qué distancia está el paso?

El hombre volvió a gesticular y, por un momento, pareció contento con el ofrecimiento, pero después soltó un suspiro y movió la cabeza con un gesto negativo.

—Os lo agradezco. Pero quizá la batalla haya concluido. Hace horas que dejamos a los guerreros, y las hormigas no estaban muy lejos.

Erixitl se encargó de explicar la situación a sus compañeros, y Halloran estudió la cordillera lejana.

—¡Hormigas gigantes! —exclamó Jhatli—. ¡No les tengo miedo! Ya me he enfrentado antes con otros monstruos. ¡Dejad que me enfrente a éstos! ¡Los mataré a todos!

Luskag volvió su mirada hacia Erixitl, con el rostro convertido en una máscara inexpresiva. La revelación de la Piedra del Sol lo había conducido hasta ella; era obvio que él y su tribu aceptarían su decisión respecto a este nuevo problema.

Por su parte, Tabub y sus guerreros pigmeos miraron a Halloran, que era el único que podía decidir si marcharían o no a la guerra.

Erixitl suspiró, se acercó a su marido y le cogió las manos entre las suyas. Permanecieron en silencio durante unos instantes, mientras él miraba a su esposa, asustado. Tenía el vientre abultado con su hijo, y su rostro había recuperado la frescura después de abandonar el desierto. Halloran pensó en la tranquilidad de la marcha y en los momentos de paz que habían disfrutado en el bosque, a lo largo del camino.

Pero nunca habían olvidado los obstáculos que podía depararles el futuro, y ahora habían encontrado al pueblo de su amigo, que necesitaba ayuda. En realidad, no hacía falta tomar ninguna decisión; sólo tenían que escoger el plan más apropiado para ir en su socorro.

—Gultec cruzó la mitad de Maztica para ir a buscarnos, después de la Noche del Lamento. Nos guió a través del desierto, de un oasis a otro —dijo Halloran con voz suave, mientras Erixitl asentía. No obstante, las imágenes terroríficas que despertaba en su mente la descripción del ejército de insectos lo afectaban muchísimo.

»Tienes que quedarte aquí —añadió con firmeza—. Llevaré conmigo a los enanos del desierto y a la Gente Pequeña, y nos dirigiremos al paso. Ojalá lleguemos a tiempo.

—Sé que es tu obligación ir en su ayuda —repuso Erix con idéntica firmeza—. Por lo tanto, comprenderás que yo también debo hacerlo.

Halloran no protestó, porque ella tenía razón. Entendía sus motivos.

Don Váez entró en Ulatos con gran pompa, al frente de una columna de más de mil quinientos hombres. Casi un centenar eran jinetes, y éstos iban a la cabeza. Los pobladores de la ciudad, la más grande de la nación payita, salieron a la calle para contemplar el espectáculo.

Ulatos se erguía orgullosa en medio de la llanura costera, donde se cultivaba el maíz y había muchas aldeas pequeñas donde se albergaban los labradores.

Varias pirámides muy altas se destacaban entre las construcciones. Calles amplias, algunas pavimentadas con cantos rodados, separaban los edificios. Había muchas casas construidas con piedras, y las que eran de adobe tenían las paredes encaladas. Jardines muy bien cuidados ocupaban los terrenos entre las casas, y abundaban las piscinas y estanques. Las flores crecían exuberantes en cada esquina.

Los habitantes de esta poderosa ciudad se agruparon a lo largo de la avenida principal que conducía a la plaza mayor, donde se levantaban las pirámides más importantes y los edificios de las autoridades y los ricos. Con un silencio respetuoso, se mantuvieron bien apartados de las tropas.

¡Nunca habían presenciado un desfile tan impresionante! Cordell, con todas sus fuerzas, sólo había traído cuarenta caballos y quinientos hombres.

Ahora podían ver que sólo los ballesteros ya sumaban el mismo número, seguidos por varios centenares de arcabuceros. Estos últimos hicieron una demostración de sus armas en el centro de la plaza, donde se detuvieron y formaron a una orden de su comandante.

Levantaron sus pesadas armas, cargadas sólo con pólvora, y dispararon una estruendosa salva que sonó como un trueno, acompañada por una densa nube de humo que ocultó a los soldados de la vista del público. Inmediatamente después, se echaron los arcabuces al hombro y emergieron de la humareda, marcando el paso.

Muchos de los payitas retrocedieron aterrorizados por el estruendo, que había sido mucho más impresionante que cualquiera de las demostraciones de fuerza de Cordell. Después, se acercaron poco a poco para observar el gran espectáculo.

Don Váez, vestido con un uniforme de seda de vistosos colores, montaba un garañón blanco, que caracoleaba y trotaba de aquí para allá, mientras su orgulloso jinete dirigía a su ejército a través de la plaza.

A su lado se encontraba el padre Devane, y el medio de transporte del clérigo impresionó a los payitas todavía más. El sacerdote de Helm iba sentado con las piernas cruzadas sobre un delgado trozo de tela que flotaba en el aire, como una litera de
pluma
, pero mucho más pequeña. Mientras la alfombra voladora pasaba frente a ellos, los mazticas tuvieron ocasión de ver que el vuelo de este extranjero era mucho más veloz y controlado que cualquier objeto propulsado por la
plumamagia
.

El clérigo miró desdeñoso a los salvajes a su alrededor, porque había heredado el desprecio de su maestro hacia los nativos. En realidad, el odio que fray Domincus había alimentado contra estos bárbaros y sus dioses sangrientos era uno de los motivos que impulsaron la decisión de Devane a seguir sus pasos. Ahora disfrutaba con la sensación de su propio poderío, y efectuaba diversas evoluciones con su alfombra para inspirar terror y asombro entre los payitas.

Estudió las pirámides, con sus caras pintadas, que en otra época habían estado dedicadas a los dioses mazticas. Después de la rendición de la ciudad, Cordell había abolido el culto a dichos dioses, si bien el clérigo no dudaba que muchos ciudadanos continuaban adorándolos en sus casas. En lo alto de las pirámides, en lugar de los viejos templos, estatuas y altares, ondeaban ahora las banderas con el ojo vigilante de Helm.

Caxal, el antiguo reverendo canciller de Ulatos, que después de la batalla contra la Legión Dorada había quedado reducido a portavoz de los conquistados, se adelantó vacilante para dar la bienvenida a este nuevo general, al tiempo que se preguntaba si la pesadilla que lo atormentaba sería ahora todavía peor.

—Salud,
Plateado
—dijo en lengua común. Caxal utilizó el apodo que los mazticas habían dado a Don Váez, después de ver el esmero que dedicaba a sus brillantes rizos de color platino.

—¿Y tú quién eres? —preguntó el comandante.

—Vuestro humilde servidor, Caxal, portavoz de los pobladores de Ulatos. ¿Habéis venido a ayudar a nuestro conquistador, el capitán general?

—¿Dónde está el capitán general? ¿Lo sabes? —replicó Váez, eludiendo una respuesta directa.

—Viajó a Nexal,
Plateado
, hace ya muchos meses. Tenía la intención de enfrentarse al gran Naltecona. ¡Iba en busca de su mayor victoria!

—¡Espléndido! —repuso el jinete con una sonrisa falsa—. Y, cuando regrese, yo lo estaré esperando... para darle su «recompensa».

Las casas de la ciudad de Kultaka aparecían vacías mientras las calles resonaban con la cadencia de la marcha del enorme ejército de bestias. La columna de Hoxitl desfiló a través de la ciudad, cuyos pobladores, avisados de la presencia enemiga, habían tenido la precaución de evacuarla varios días antes.

Tal vez, de haber contado con sus guerreros, este pueblo de valientes se habría enfrentado a los monstruos. Pero el ejército kultaka había acompañado a Cordell en su campaña contra Nexal, y ahora se encontraban por las regiones del sur, demasiado lejos siquiera para enterarse de lo que ocurría en su patria, y mucho menos para pensar en ayudarla.

El gran coloso que encarnaba a Zaltec dirigía el avance, y los humanos escapaban aterrorizados de su presencia, cada vez que aparecía en el horizonte. Hoxitl marchaba detrás del inmenso monolito, y sus seis metros de estatura quedaban empequeñecidos por el tamaño de Zaltec. Las repugnantes bestias de la Mano Viperina seguían a sus jefes en una columna desordenada.

Los ogros y los orcos derribaban las puertas de las casas, a la búsqueda de cualquier alimento olvidado por los ocupantes en la huida. Los objetos de oro y plata, además de algunas pocas armas, fueron a engrosar el botín de los invasores.

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