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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

Qotal y Zaltec (28 page)

BOOK: Qotal y Zaltec
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—Entonces rogaré para que sigamos en estos términos —manifestó Chical. Se puso de pie y estiró los músculos—. Es hora de ir a dormir. Mañana tengo que volar muy lejos.

—Nos esperan en las alturas de las montañas —informó Hittok. La draraña se había acercado peligrosamente a la retaguardia de la columna de los itzas para conseguir la información. Por fortuna, la noche era muy oscura, y la visión nocturna de las drarañas era muy superior a la de cualquier humano en las mismas condiciones.

—¿Ya no escapan? —Darién formuló la pregunta mientras su mente intentaba descubrir los motivos para este cambio de actitud.

Las hormigas avanzaban muy despacio, porque incluso ellas acusaban el esfuerzo de la larga subida y los días de marchas agotadoras. La draraña blanca las dejó hacer una pausa en el valle, no tanto con la intención de darles un descanso, sino para que el resto de la columna los alcanzara. Por la mañana, cuando reanudara la marcha, dispondría de todo su ejército para lanzarlo al ataque.

—Es lo que parece —respondió Hittok, y continuó con su informe—. Vi a muchos guerreros que tomaban posiciones a lo largo de la cresta rocosa que atraviesa el valle. No he ido más allá. Podría ser, como la vez anterior, que los hombres decidan sacrificarse para ganar tiempo y que las mujeres y niños puedan escapar. —El tono de voz de Hittok reflejó su desprecio por esta táctica.

—No podrán aplicarla en muchas más batallas —observó Darién con expresión sombría—. Matamos a más de un centenar la última vez, cuando nos pillaron por sorpresa. Esta vez, si pretenden esperarnos, nos encontrarán preparados.

—Desde luego —afirmó la draraña negra—. El fondo del valle se abre ante nosotros. Las hormigas pueden desplegarse y barrerlos de sus posiciones.

—Pero deben de tener algún plan —objetó Darién. Su rostro de alabastro reflejaba la duda—. Los humanos no se sacrifican sin un propósito concreto.

—Quizá —sugirió Hittok con un gesto de despreocupación— sólo desean morir como hombres.

—Podría ser —dijo Darién en voz baja, aunque la expresión pensativa con que estudió la montaña que se alzaba ante ella demostraba que no estaba convencida.


¡Gigantius!
—gritó Halloran en el instante en que el Señor de los Jaguares saltó sobre él. El hechizo de crecimiento, uno de los últimos que había aprendido del libro de magia de Darién, fue el único que le vino a la memoria en aquel momento. En una ocasión, había empleado una pócima para aumentar de tamaño; ahora intentaba emular los efectos con un hechizo oral.

Vio la cara de pesadilla del felino, con las mandíbulas bien abiertas, que se acercaba a su cuello. La luz mágica todavía alumbraba el pozo, pero los ojos del jaguar ya se habían acostumbrado y no fallaría el blanco.

Halloran respondió al salto de la bestia con su propia carga. Sus manos sujetaron el cuello del animal, y aplicó todas sus fuerzas para tratar de mantener los terribles colmillos lejos de su garganta.

Las garras afiladas como navajas le arañaron la coraza. El felino rugió rabioso, mientras sus poderosos músculos acercaban lentamente las fauces a su objetivo. Halloran cambió de posición, preocupado únicamente en mantener al jaguar lejos de Erixitl, y los dos rodaron por el suelo del pozo.

El enorme animal se revolvió e hizo un profundo corre en las piernas de Halloran con las garras de las patas traseras. Sólo el poder de sus muñequeras de
pluma
le permitió a éste salvar la vida, al suministrarle la energía suficiente para conseguir alejar una vez más los colmillos de su garganta.

El jaguar volvió a girar, y Hal lo apartó con tanta fuerza que él mismo fue a dar contra la pared del foso. El felino se agazapó y lanzó un rugido, pero de pronto le pareció más pequeño. Halloran descubrió que ahora veía al animal desde un punto de vista más elevado.

Entonces comprendió lo que sucedía: el hechizo hacía su efecto. Como un rumor confuso, escuchó los gritos aterrorizados de la Gente Pequeña y los vio alejarse del borde del agujero. Erixitl, apoyada contra la pared, mantenía las manos colocadas sobre su vientre en una actitud protectora, mientras lo contemplaba boquiabierta. Por primera vez, Hal percibió el miedo en los resplandecientes ojos amarillos del Señor de los Jaguares.

El hechizo aumentaba su tamaño, pero no su fuerza. No obstante, el poder de la
pluma
alrededor de sus muñecas, y el miedo unido a la cólera, le daban un poder que de otro modo no habría podido tener.

Se lanzó contra el enorme felino cuando la criatura intentó saltar hacia Erixitl. El jaguar se revolvió en el aire y arañó el antebrazo de Hal, que al instante quedó empapado de sangre. Pero ahora el hombre medía casi cinco metros de altura, y sujetó al monstruo por la piel de la nuca.

El felino aulló aterrorizado cuando Hal lo alzó en el aire por encima de su cabeza y lo sacudió como a un pelele. La
pluma
y la ira lo dominaron, para convertirlo en un ser enloquecido por la furia guerrera. Soltó un gruñido y, como quien arroja un pedrusco, lanzó al jaguar contra una pareja de pigmeos.

La Gente Pequeña chilló espantada y echó a correr en todas direcciones ante la horrible aparición del jaguar que volaba por los aires. El felino, tan espantado como los pigmeos, se agazapó por un segundo en cuanto tocó tierra; después saltó en busca de refugio en la selva, y, en un abrir y cerrar de ojos, su negro cuerpo desapareció en la oscuridad de la noche.

—¡Ven! —dijo Halloran, mientras recogía a Erixitl y la depositaba en el borde del pozo. Recordó los dardos emponzoñados y comprendió que sólo disponían de unos momentos antes de que los guerreros comenzaran a disparar. Su tamaño no representaba ninguna protección contra los efectos letales del veneno.

Salió del pozo y cubrió con su cuerpo a Erixitl, en un intento de protegerla de las flechas. ¿Hacia dónde podía ir? ¿Cómo podían escapar?

En el mismo momento en que buscaba respuesta a sus preguntas, advirtió que era demasiado tarde. La zona que rodeaba el pozo aparecía poblada de guerreros, todos armados con las flechas envenenadas. Con un grito de rabia, se incorporó en toda su altura y avanzó hacia los pigmeos, dispuesto a matar a cuantos pudiera antes de sucumbir a sus flechazos.

Entonces demoró su avance, hasta que por fin se detuvo para mirar a su alrededor, asombrado. La luz que salía del pozo era suficiente para alumbrar a los halflings pintarrajeados. Uno tras otro, abandonaban sus armas, para ponerse de rodillas y tocar el suelo con la frente en señal de obediencia.

El que parecía ser el cacique se acercó a cuatro patas y miró a Halloran con una expresión de miedo y dolor. Gimió unas palabras, y después se apresuró a imitar a sus guerreros.

—¿Qué es esto? —preguntó Halloran, volviéndose para mirar a Erix. El cacique se dirigió a la muchacha, y repitió las palabras en la lengua de Palul.

—Te llama amo —dijo Erixitl, atónita—, e implora tu perdón. Dice que no sabía quién eras.

—¿Y quién piensa que soy?

—Dice que tú eres el rey destinado a sacarlos de la jungla, tal como se anuncia en la profecía.

—¡Aquí! ¡Hay huellas junto a este estanque! —Luskag señaló el suelo, y Daggrande corrió a reunirse con el enano del desierto. Juntos habían rastreado el camino que Halloran y Erixitl habían seguido el día anterior hasta el recoleto estanque, donde caían las aguas de la cascada.

—¡Y aquí! —gritó Jhatli, desde los matorrales vecinos—. Aquí hay muchas pisadas, como si un grupo de guerreros se hubiese emboscado.

La mano helada del miedo oprimió el pecho de Daggrande. Se volvió hacia el joven, que lo miró extrañado.

—¿Qué pasa, muchacho?

El capitán de los ballesteros, junto con Jhatli y una veintena de enanos del desierto, habían seguido el sendero. El resto de la compañía recorría las otras zonas, excepto el puñado de guardias que vigilaban el campamento en compañía de Lotil y Coton.

—Los guerreros deben de ser niños —explicó Jhatli—. Tienen los pies muy pequeños.

En cuestión de minutos, el joven cazador dio con el sendero disimulado entre los matorrales y, casi de inmediato, encontró la escalera oculta en la grieta de la ladera.

—Los emboscados tienen que haber seguido por este camino —afirmó Jhatli—. ¡Y probablemente se llevaron a Halloran y Erixitl con ellos! —Por una vez, el joven no proclamó a voz en cuello su intención de atacar y matar a cuanto enemigo se interpusiera a su paso; en su rostro apareció una expresión de profunda inquietud.

—¿Crees oportuno llamar a los demás? —preguntó Luskag, con la mirada puesta en Daggrande.

—Sigamos adelante —gruñó el legionario, esgrimiendo su hacha—. Cuando sepamos cuál es nuestro enemigo, pediremos ayuda... si es necesario. —Su tono, unido al coraje que brillaba en sus ojos, transmitía la impresión de que podía arreglárselas muy bien solo.

Luskag, Daggrande y los enanos del desierto formaron una columna y comenzaron el ascenso por la fría y resbaladiza escalera tallada en la roca. Ninguno dijo ni una sola palabra, inmersos en su preocupación por el destino de la pareja. Daggrande juró para sus adentros vengarse de aquellos que habían capturado a su viejo amigo, mientras Luskag sentía una profunda curiosidad por saber quiénes eran estos seres con los pies tan pequeños.

Jhatli iba a la cabeza, con todos sus sentidos alerta y el arco preparado para utilizarlo con prontitud si era preciso. Hubiese querido poder subir la escalera de dos en dos, pero se obligó a hacerlo despacio para darles tiempo a los enanos.

No tardaron en llegar al prado fangoso. El sendero muy trillado se veía con toda claridad y, si bien no había huellas precisas, Jhatli afirmó, después de echar una ojeada, que el grupo había pasado por allí.

Los guerreros avanzaron al trote en busca del enemigo desconocido. Se mostraban cautos, pero ninguno tenía miedo.

—¡Silencio! —Jhatli se detuvo tras dar el aviso, levantó una mano, e indicó el matorral mientras se ocultaba entre los arbustos. En el acto, los enanos del desierto hicieron lo mismo. El joven cazador informó a Daggrande—: Alguien se acerca.

Observaron atentamente el sendero, y muy pronto escucharon el ruido producido por los pasos rítmicos de una multitud, y los murmullos de voces.

—Es evidente que no los preocupa ocultar su presencia —siseó Daggrande. Revisó la ballesta y apuntó hacia el lugar de donde provenían los sonidos. Un segundo después bajó el arma, atónito y contento a la vez.

—¡Hal! —gritó, mientras abandonaba su escondite. Los enanos del desierto y Jhatli lo imitaron. Halloran, acompañado por Erixitl, levantó la cabeza, sorprendido. La pareja caminaba por el sendero como si fuera lo más normal del mundo. El ballestero distinguió algo que se movía un poco más allá, aunque no sabía qué podía ser.

—¡Daggrande, viejo pirata! ¿Qué haces aquí? —El joven corrió para abrazar a su compañero.

—¡Te buscaba a ti! —bufó el enano—. ¿Qué otra cosa crees que haría por estos andurriales! ¿Quiénes son ésos?

Señaló hacia la fila de pequeños guerreros, pintados de rojo y negro, que se amontonaban en el sendero detrás de Halloran y Erixitl. El hombre se volvió y, con un floreo, señaló al jefe del grupo.

—Capitán Daggrande, le presento al cacique Tabub de la Gente Pequeña.

Erixitl repitió la presentación en lengua payita, mientras Daggrande miraba a Halloran con las cejas enarcadas.

—Son mis guerreros —explicó Hal, con la sombra de una sonrisa—, y nuestros flamantes aliados en la marcha hacia los Rostros Gemelos.

De las crónicas de Coton:

A medida que nuestro número aumenta y nuestra marcha progresa hacia la cita con el dios.

Constituimos una colorida columna, mientras avanzamos por los oscuros senderos del bosque. Un millar de enanos del desierto, que desconocen la selva y que sienten curiosidad y sorpresa por sus paisajes, olores y sonidos, encabezan la marcha. Con ellos, en animada conversación con sus jefes, camina Daggrande. el enano legionario.

En el centro, tenemos a cinco humanos; seis, si contamos el que vive en el vientre de Erixitl. Con nosotros camina el gran caballo de guerra,
Tormenta
. La criatura es una maravilla para todos los mazticas, porque la mayoría de nosotros nunca hemos visto a un animal tan grande, y ninguno conoce a otro tan útil.

Y ahora nuestra columna es seguida por más guerreros, centenares de pequeños arqueros que han jurado obediencia a Halloran porque él responde a la descripción de su profecía. Dicen que es un milagro, y, si bien yo sé que fue su magia la que «convirtió la noche en día» y lo transformó en «un gigante, incluso entre la Gente Grande», no soy quién para discutir la explicación milagrosa.

Ahora pasamos por un terreno ondulado al oeste de las altas montañas cubiertas de bosques. A pesar de que, sin duda, nos aguardan nuevas aventuras en nuestro camino, no puedo evitar tener el convencimiento de que nuestra marcha hacia Payit tiene un impulso incontenible.

15
Una montaña por bastión

La cumbre del estrecho paso se destacaba como un angosto cuello de botella en el escarpado macizo que los itzas conocían con el nombre de Cresta Verde, la cadena que marcaba la frontera del Lejano Payit. Aquél era el lugar donde Gultec y los hombres de Tulom—Itzi pensaban sostener la batalla definitiva contra el ejército de hormigas que había arrasado sus ciudades y campos. Todos los que no participarían en el combate estaban ya en la banda occidental de las montañas, a la espera de saber cuál sería su destino.

Por el lado este de la sierra, sin apartarse de las huellas de los guerreros itzas hacia el paso en las alturas, el ejército de hormigas gigantes avanzaba, inexorable. Los enormes insectos devoraban y destruían todo lo que hallaban en su camino, como una ola maligna.

En todos los valles y laderas donde Gultec y sus tropas habían encontrado matorrales secos, los habían incendiado para crear una barrera de fuego. Pero el enemigo sencillamente rodeaba los obstáculos, y las pocas hormigas que morían carbonizadas eran apartadas por sus compañeras sin perder un segundo.

Las hormigas mantenían su acoso por los cañones más estrechos y las laderas más empinadas. Los humanos les llevaban ventaja, y descansaban por unos momentos en las abruptas alturas de la cordillera. Sin embargo, los monstruos y sus amos, las drarañas, sólo tenían que mirar hacia lo alto para ver la meta que se alzaba ante ellos.

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