Q (48 page)

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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Q
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—En efecto. Es un código secreto. El código con el que los agentes de cambio que trabajan para Fugger en las filiales repartidas por Europa se comunican entre sí. El primer signo indica la filial que ha emitido la letra de cambio, que es como decir aquella en la que ha depositado el dinero. El garabato que ves, por ejemplo, dice que los dineros están depositados en Augsburgo. El segundo es la firma personal, también ella cifrada, del agente que ha redactado la letra, en este caso Anton Fugger en persona. El tercer signo indica el año de emisión.

—¿Cómo te las arreglas para conocer el código?

Gotz finge no haber oído la pregunta:

—Si te presentases con una letra carente de código en cualquiera de las agencias Fugger, te verías inmediatamente arrestado. Por más que sepas reproducir la firma de un agente de los Fugger, si no conoces el código no puedes falsificar una letra de cambio.

—¿Y cómo te las arreglas tú para conocerlo?

Silencio. Nos miramos fijamente.

Eloi lo anima:

—Díselo, Gotz.

Suspira:

—Trabajé siete años como agente de los Fugger en Colonia.

Los pensamientos se agolpan, confusión. Me dirijo a Eloi:

—¿Este es el negocio? ¿Falsificar letras de cambio y sacar dinero bajo cuerda de las arcas de los Fugger?

Eloi ríe:

—Más o menos. Pero no es tan fácil como parece.

Gotz retoma la palabra:

—Fugger y sus agentes conocen personalmente a sus mayores acreedores, son los mismos con quienes hacen los negocios más lucrativos. Además, tienen una idea bastante exacta del número de intercambios que pasa por los puertos entre el Báltico y Portugal: es su reino, no hay que olvidarlo. Amberes está exactamente en medio del tráfico comercial: su plaza fuerte. Si mañana un desconocido cualquiera con remiendos en el trasero entrara en el banco local con una letra que le acreditara cincuenta mil florines, difícilmente saldría sin problemas con dicha cifra. Hay que hilar fino. Ir paso a paso.

Gotz es bueno, si vendiera humo lo haría de la forma más simple del mundo. Sin embargo, ahora he de saber de qué estamos realmente hablando.

—¿Cuánto?

Sin titubear:

—Trescientos mil florines en cinco años.

Degluto la montaña de dinero que no consigo ni tan siquiera imaginar: el golpe a los banqueros más ricos de toda la cristiandad.

—¿De qué modo?

Asiente, sigo aún aquí, eso es una buena señal.

—Ahora te lo explico.

—Ante todo es necesario poner en pie toda una actividad de cobertura. ¿Qué sabes de cómo funciona el tráfico de mercancías?

—Le robé a un mercader en el camino de Augsburgo y liquidé a tres piratas cerca de Rotterdam. Probablemente es rentable, pero parece que es algo arriesgado.

Gotz está jubiloso:

—Excelente. Efectivamente, otra de las actividades de los banqueros es asegurar las cargas, pues con los tiempos que corren los mercaderes se cansan de asumir todos los riesgos ellos solos.

—Sigue.

—Imagina que eres un mercader que tiene la oportunidad de iniciar un importante intercambio de mercancías con Inglaterra. Compras azúcar de caña refinado de las manufacturas de Amberes y Ostende y lo revendes en las plazas de Londres e Ipswich. Resulta un comercio muy rentable y tu intención es desarrollarlo de la mejor manera posible. Has alquilado dos embarcaciones, pero el propietario te ha pedido que asumas tú todos los riesgos del transporte, naves incluidas. ¿Qué harías para cubrirte las espaldas?

Pienso en ello un segundo y comprendo cuál es la respuesta:

—Ir a la sede Fugger de Amberes a contar esta historia, para asegurar el cargamento y las naves.

Los ojos diminutos y negros de Gotz no se mueven:

—¿Te ves capaz de eso?

—¿Qué pasará con el cargamento y las naves?

Eloi se adelanta a la respuesta:

—El primer cargamento de azúcar llegará sin problemas a Londres. La segunda vez el cargamento destinado a Ipswich y las dos naves que lo transportan serán víctimas de una emboscada de piratas zelandeses.

Es Gotz quien continúa:

—Por tanto, tendrás derecho a cobrar los quince mil florines del seguro.

Pienso en ello con calma, hasta que todo queda claro:

—¿Y después?

—En vez de retirar el dinero, pides que te sea reembolsado en las correspondientes letras de cambio, confirmando tu intención de proseguir en la actividad y continuar siendo cliente de la agencia. Y, efectivamente, pedirás al agente de los Fugger que deposite tus letras a tres años, de modo que quien las cobre al vencimiento del depósito pueda hacerlo recibiendo un considerable interés, pero no antes.

—¿Tres años?

—Para tomarse tiempo. Cuanto más tarde sean cobradas nuestras letras, mejor para nosotros. Porque en esos tres años desarrollarás tus negocios con las letras de crédito que atestiguan tus ahorros en las arcas de los Fugger, pero mientras tanto comenzarás también a poner en circulación las falsas que yo te proporcionaré. Con todas las letras, verdaderas y falsas, adquiriremos mercancías en muchas plazas distintas y luego las revenderemos por dinero contante y sonante. Una parte será depositada de nuevo en el banco. Esto servirá para mantener viva la relación con la agencia y para demostrar que la actividad comercial prospera moderadamente. Todo el resto será el merecidísimo premio a nuestra astucia.

—¿Cómo estás seguro de que no nos descubrirán enseguida? —pregunto.

—Este es mi oficio. No es más que una cuestión de equilibrio entre los pagos realizados con las letras a las que corresponde dinero realmente depositado en la caja y los pagos realizados con las letras falsas. Haremos circular las falsas por la mayor parte de las plazas periféricas, y de este modo ganaremos más tiempo y más difíciles se harán las comprobaciones por parte de los Fugger.

—¿Cuánto durará el juego, si es que no nos pescan antes?

—Según mis cálculos, si procuramos difundir las letras falsas por distintas plazas, para descubrirnos se requerirán como mínimo cinco años. Y por lo demás, ese es el tiempo que nosotros necesitamos para asegurarnos la vejez. Cien mil florines por cabeza. ¿Digo bien, señores?

Se hace un silencio absoluto, incluso el chapaleo de la corriente sobre la panza de la nave parece cesar.

Miro a Eloi:

—¿Y tu papel?

Los ojos del amigo brillan, pero es Gotz quien responde:

—Será tu socio en la empresa. —Un carraspeo—. Una última cosa, pues no se trata de descuidar los detalles: tendrás que acostumbrarte a usar un nombre falso.

Mientras Eloi estalla a reír, respondo:

—Ningún problema.

Oigo el resonar de nuestros pasos mientras nos alejamos a lo largo del embarcadero. Gotz von Polnitz, el mago de los números, se ha despedido dándonos cita para pasado mañana.

Caminamos sumidos en los mismos pensamientos, tal vez Eloi se espera mi objeción:

—Hay algo que no me cuadra.

Asiente:

—Sé lo que estás pensando. Por qué nos necesita. Por qué no lo ha hecho él solo o no se dirige a gente ya metida en una actividad comercial.

—Lo has adivinado.

Sabe que es inútil andarse ya con secretos, pues de ahora en adelante seremos socios en los negocios.

—Por el mismo motivo por el que no puede mostrar su cara en Amberes. Polnitz es un nombre falso. Ese al que acabas de conocer es un hombre que está muerto desde hace tres años.

—¿Quién diablos es, entonces?

Sonríe:

—Aquel a quien los Fugger deben su dominio en Amberes. Su mejor agente: Lazarus Tucher.

Pongo unos ojos como platos. Eloi se ríe y se lleva el índice a la boca:

—Chisss. Tras haberle dado gato por liebre al viejo Höchstetter y haber allanado el camino para la ascensión de Anton Fugger en la ciudad, sus méritos le granjearon el puesto de primer agente en la filial de Colonia. Pero cuando en el treinta y cinco Fugger decidió armar una expedición para ir finalmente a hacerse con el oro de las minas del Nuevo Mundo, la gestión de una operación tan importante le fue confiada al diligente Lazarus. Solo que una tempestad mar adentro de las costas portuguesas hizo naufragar la flota entera apenas había zarpado. Esto es lo que cualquier marinero abajo en el puerto puede contarte: el mayor fracaso desde que Anton rige las actividades de la familia. Lo que no se sabe es que una nave se salvó, la capitana, y con ella todo el dinero que hubiera tenido que ir a financiar las excavaciones mineras en el Perú.

—Y Tucher iba en aquella nave.

El final puede uno imaginárselo, pero Eloi no dejaría nunca a medias una historia:

—Tomó rumbo a Irlanda y de allí pasó a Inglaterra, donde permaneció escondido durante tres años, haciendo negocios con los amigos de Enrique Octavo.

—Y ahora ha decidido dar un golpe a las arcas de sus ex amos.

—Exactamente.

Tomamos por la estrecha callecita que bordea este trecho del estuario, los campanarios de Amberes apuntan nebulosos en el horizonte, las gaviotas inspeccionan el agua desde lo alto, una cigüeña nos observa inmóvil desde su nido, sobre el mástil de una nave encallada.

Eloi mira al suelo, piensa en lo que quiere decirme.

Se detiene:

—No se trata únicamente de una estafa magistral.

Algunos pasos más adelante, espero que desembuche.

—No se trata solo de dinero.

—¿De qué, entonces?

—Del crédito. ¿Cómo crees que reaccionarían los comerciantes si se enteraran de que por todos los mercados de Europa circulan letras de cambio de los Fugger falsas?

—Creo que no aceptarían ya ningún trozo de papel que llevara la firma de Anton Fugger.

—Exactamente eso. ¿Existe algún banquero sin crédito? Es como un marinero sin nave. Si la gente no acepta ya su firma en garantía, porque piensa que podría ser falsa, está acabado, es hombre muerto. ¿Recuerdas la historia del viejo Höchstetter? Se la jugaron así: desacreditándolo. La gente comienza a sacar los depósitos del banco, la desconfianza es un contagio que se transmite deprisa: ¿quién querrá ya hacer negocios con alguien que pierde clientes en vez de ganarlos?

—¿Estás diciendo que Tucher querría acabar también con los Fugger de Augsburgo: estafar a quienes estafan?

Sacude la cabeza:

—Lo que a él le interesa es el dinero. Y también a mí. Pero si conseguimos minar de veras el crédito de los Fugger, podrían irse a la ruina en pocos años.

El corazón late con fuerza en el fondo del estómago, se aflojan las tripas: Fernando, Carlos V, el Papa, los príncipes alemanes. Todos atados a la bolsa de Anton el Listo.

Le murmuro en voz baja, como si revelara una visión:

—Y junto con ellos las cortes de media Europa.

También Eloi baja la voz, aunque aparte de nosotros no hay nadie más al alcance de la vista:

—«Vi luego un nuevo cielo y una nueva tierra, porque el cielo y la tierra de antes habían desaparecido.»

Capítulo 43

Amberes, 2 de junio de 1538

—¿Ha visto la carga?

—Sí.

—¿Las naves?

—Sí.

—¿Ha puesto alguna objeción?

—Alguna pregunta sobre las rutas que nos proponíamos seguir.

Lazarus Tucher el redivivo, Gotz von Polnitz el mago de los números, sacude la cabeza desconsolado:

—Deben de creerse omnipotentes. Están tan seguros de su fuerza que ni se les pasa por la cabeza que alguien puede tratar de jugársela. Grandes bastardos.

—Bueno, es una seguridad que nos conviene, ¿no?

Gotz no presta atención a la pregunta, siguiendo con sus reflexiones:

—¿Ha aceptado por quince mil florines?

—Ni ha pestañeado. Ha pedido que depositara tres mil de ellos en garantía, que nos devolverá después de la primera expedición. He hecho como dijiste: se los he dado sin más historias, para que pensara que tenemos una considerable disponibilidad económica.

—Bien. Pero de haber estado yo en su lugar, las cosas no habrían resultado tan fáciles.

—Suerte, entonces, de que estés de este bando.

El ex agente de los Fugger me llena el vaso:

—Hay que brindar. Has estado muy bien. El primer paso está dado.

La gabarra en la que Lazarus Tucher esconde el secreto de su existencia se halla oculta en una ensenada del río. Dentro parece una casa normal, a no ser por los extraños objetos que cuelgan de las paredes, que penden de cada rincón: espadas, pistolas, instrumentos músicos, mapas, la concha reluciente de una tortuga.

Sé que haría mejor callándome, pero no siempre se encuentra uno a un personaje tan singular.

—Eloi me ha contado tu historia.

No parece sorprendido:

—Pues ha hecho mal. Si nos cogen, cuanto menos sepamos uno de otro, mucho mejor para todos.

Me acomodo en el sillón de cuero:

—¿Quieres decir que Eloi no te ha dicho nada de mí?

Gotz se encoge de hombros:

—Únicamente sé que estuviste en Münster con los locos, y te digo con toda franqueza que si tus credenciales hubieran sido esas, no te habría dejado entrar en el negocio. Pero Eloi dijo que eras la persona adecuada y yo me fío de su olfato: alguien que ha logrado permanecer a flote durante veinte años en medio de los tiburones de esta ciudad sin dejar que lo jodan, tiene que saber valorar a los hombres.

Sonrío maliciosamente y apuro el licor:

—Tienes razón, eran unos locos. Pero conquistaron una ciudad. ¿Lo has hecho tú alguna vez?

Los ojos de Gotz son dos puntos oscuros hundidos entre las cicatrices. No tiene necesidad de responderme. Parece que el anabaptista y el mercader se entienden bien.

—Hay que ser unos fanáticos para intentar empresas de ese tipo.

—Solo hay que creer en ellas.

—¿Y tú creías de veras?

Una buena pregunta:

—Digamos que no era el dinero lo que me atraía entonces.

Sonríe y se llena un segundo vaso:

—¿Te gustaría oír una historia de veras interesante sobre Münster?

—¿Algo que ya no sepa?

—Algo que sabemos solo Anton Fugger, yo y tal vez el Papa.

—Suena a secreto de Estado.

Asiente burlonamente mientras se alisa los bigotes. Las gaviotas chillan tras la pequeña ventana, el resto es silencio.

—A comienzos del treinta y cuatro estaba yo al cargo de los negocios de los Fugger en Colonia. Fue allí donde aprendí los trucos del oficio y todo cuanto es necesario para la operación. El hecho es que un buen día me entregan una carta en la que había escrito tan solo el importe de una suma. No había firma, nada más que un sello: una gran letra Q.

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