Han apresado a Balthasar, que no volverá a ver nunca más a su mujer, han apresado a Davion y a Dorhout. Han apresado a Dominique, su prosa muere con él. Y luego a Van Hove, el dinero no le ha servido de nada esta vez; y a Steenaerts, a Stevens, a Van Heer. La gran casa se ha quedado vacía. Yo me he escapado y estoy nuevamente solo, una vez más.
Nos temíamos la ira de Fugger el Listo: no podíamos imaginar que iban a ser los sabuesos del Papa los que nos echarían el guante.
No dijo ningún nombre. Su espíritu voló libre de la carne lacerada. Dicen que se rió, que se rió bien alto, que en vez de gritar se reía. Prefiero pensar que fue así, mientras lo envuelve el humo, él que se ríe a más no poder delante de aquellos cuervos. Pero debería estar aquí, invitándome de nuevo a licor y a esos cigarros perfumados de las Indias.
El destino ha querido que yo sobreviviera, siempre, para continuar viviendo en la derrota, consumiéndola un poquito cada vez.
Soy viejo. Cada vez que una borrasca hace sonar unos truenos en el cielo, me estremezco con el simple recuerdo de los cañones. Cada vez que cierro los ojos para dormir, sé que volveré a abrirlos después de que muchos espectros me hayan visitado.
Kathleen, ahora, en un lugar lejano de la guerra, paso el tiempo que me queda, oculto, entre gente en fuga de media Europa, buscada como yo por la Inquisición del Papa y por la de Lutero y Calvino. Gente pacífica que llega con su cargamento de libros, de historias, de aventuras; literatos, clérigos perseguidos, baptistas: soy solo un rostro entre tantos otros, bastante rico para permitirme el silencio. Dinero para terminar mis días. Cien mil florines. Y ningún modo decente de gastarlos.
Soy viejo. Tal vez es solo esto. He vivido diez vidas distintas, sin detenerme nunca y ahora estoy cansado. La desesperación no me visita ya desde hace algún tiempo como si el espíritu se hubiera cerrado al sufrimiento y consiguiera mirar las cosas a distancia, como si las leyera en un libro.
Y sin embargo, de aquellas páginas, surge aún la Negra Sombra que me acompaña desde siempre, para decirme que ningún precio puede saldar la cuenta, que no se paga nunca bastante y no existe refugio seguro. Hay una partida que quiere que se le ponga fin; hay que aguantar hasta el final, sea cual sea. Todo lo que me importaba está a salvo, estoy solo yo. Yo y los fantasmas que me acompañan. Todos.
También Lodewijck de Schaliedecker, alias Eloi Pruystinck: quemado extramuros el 22 de octubre de 1544.
Basilea, 18 de marzo de 1545
—En Venecia uno se pierde, compadre, aunque se crea conocerla bien, ¿entendido? Uno permanece completamente a merced de esa ciudad. Un laberinto de canales, callejones, iglesias y palacios que aparecen delante de ti como en un sueño, sin relación aparente con lo que has podido ver hasta ese momento.
Pietro Perna, como de costumbre, se pierde hablando de Italia, mientras destapa una botella del «mejor vino del mundo». Por la ventana de la trastienda de Oporinus, el cielo de Basilea es de un gris blanquecino, como si alguien lo hubiera privado del color, pero, será el aroma del vino o el acento latino de mi interlocutor, lo cierto es que tengo la impresión de que el sol inunda la estancia.
—¿No estabais hablando de los presuntos autores de
El beneficio de Cristo
, micer Pietro?
—Exactamente —responde limpiándose el bigote con el dorso de la mano—, no perdamos de vista la cuestión principal. Oficialmente, el libro es anónimo; oficiosamente se dice que fue escrito por fray Benedetto Fontanini de Mantua, y bajo cuerda se afirma que fue obra de mentes cercanas al cardenal inglés Reginald Pole.
Lo interrumpo enseguida:
—Imagino que no os molestará que os pida alguna información más acerca de los acontecimientos italianos, porque esa historia de cardenales que citan a Calvino no me cuadra desde un principio. Y acaso el vino no es la mejor bebida para nuestra discusión.
Pone unos ojos como platos y se llena otro vaso:
—Esto es vino del Chianti, señor mío, podéis beber cuanto os apetezca y os parecerá tener la cabeza cada vez más ligera. Lo embotellaron mis padres, en una finca de las cercanías de la aldea de Gaiole. Es un vino que ha hecho los honores de la mesa de Cosme de Médicis, ¿entendido? ¡Una bebida i-ni-mi-ta-ble!
Repara en mi gesto y prosigue:
—Volvamos a lo nuestro, compadre. El médico español Miguel Servet ha descrito a los italianos como distintos entre sí en todo: gobierno, lengua, costumbres y rasgos somáticos. Únicamente nos uniría, según él, la antipatía de unos por otros, la falta de valor en la guerra y el desprecio por los ultramontanos. Por lo que toca a la fe, puede decirse casi otro tanto: de un lado, hay quien invoca la conciliación con los luteranos; de otro, quien da una prioridad absoluta a la guerra contra la herejía y desempolva el Santo Oficio de la Inquisición. Está muy extendido entre el pueblo el odio por los curas y por tanto la simpatía por lo que todos llamamos «fe germánica», pero podría decirse también todo lo contrario, ¿entendido? Igual que se podría decir también que muchos campesinos ignoran qué es la Trinidad, comulgan y confiesan en Pascua para tener contento al párroco y el resto del año viven con sus supersticiones.
Trato de imaginarme la tierra descrita por las palabras de Pietro Perna, mientras me tomo a sorbos el segundo vaso de su exquisito producto. Italia: tal vez sea cierto que no puedo morir sin antes visitarla. Por lo demás, tengo la sensación de que mucho de lo ocurrido ha partido de allí, no siendo lo menos importante el exterminio de Eloi y de los Espíritus Libres, que precisamente la Inquisición señaló a Carlos V como herejes, ciudadanos peligrosos e infieles.
Mientras tanto Perna no para ya de hablar, acompañando cada frase con gestos elocuentes.
—La Liga de Smalkalda de los príncipes protestantes tiene su embajador en Venecia, ¿entendido? Y no pocos agradecerían que triunfaran en la República Serenísima las ideas luteranas. De todas formas, no podéis perderos una ciudad semejante, compadre. Gracias al comercio, hay en ella todo cuanto un hombre rico puede desear comprar, todo cuanto un espíritu curioso puede desear ver, todo cuanto la carne puede desear pedirle a la capital del meretricio, donde una mujer de cada cinco hace o ha hecho, al menos esporádicamente, de prostituta. En fin, gracias a los libros es posible engrosar posteriormente la bolsa, con tal de que se tenga ese poco de coraje que, a lo que parece, nos falta solo a nosotros los italianos.
Tercer vaso:
—En vista de que habláis de dinero, micer Pietro, tengo una idea para vos. Escribid un libro sobre Venecia, para despertar las ganas de los notables de Europa de visitarla e indicarles dónde deben comer y dormir. Estoy seguro de que el libro tendría un gran éxito y que los propietarios de los lugares que indicaseis sabrían recompensaros por la mención.
Alarga las manos sobre la mesa y aferra las mías antes de que pueda retirarlas:
—Compadre, daos prisa, habéis estado perdiendo el tiempo hasta el día de hoy. Basilea, lo sabéis mejor que yo, es la ciudad donde los pensadores más innovadores, los heresiarcas más peligrosos, las mentes más rebeldes de Europa, van a que se pierda todo rastro de ellos, a descansar, a respirar un poco de tranquilidad. Todo esto, sed sincero, no va con vos. Pues vos sois un hombre de acción.
—Es probable. Pero ha pasado muy poco tiempo desde la última herida, la piel debe también cicatrizar.
—Entonces, bebed, compadre, pues no hay mejor ungüento que este.
Cuarto vaso: la cabeza está de veras ligera.
Basilea, 28 de marzo de 1545
La casa de Johann Oporinus es lo bastante grande como para dar cabida a todos. La comunidad de los tránsfugas que han recalado en Suiza cuenta con una veintena de personas, protestantes más o menos ilustres, perros vagabundos que han conocido a las mejores mentes de la Reforma, amigos de Bucero, Capiton y Calvino, que precisamente en Basilea diera a la imprenta la primera edición de su
Institutio Christianae Religionis
.
Muchos de estos literatos no están de acuerdo con los padres de la Reforma sobre la constitución de una nueva organización eclesiástica. La elección de Bucero en Estrasburgo y de Calvino en Ginebra, la de transformar las capitales de la Reforma en ciudades-iglesia, no es compartida por todos. Muchos de los que huyeron allí se encontraron con el ostracismo de sus propios maestros, actualmente ocupados en reconstruir una nueva iglesia que sea capaz de reemplazar a la antigua: nuevos doctores que se encarguen de la enseñanza catequística, nuevos diáconos, nuevos pastores y ancianos que velen por la vida religiosa y moral de los fieles.
Disciplina es la palabra que hoy resuena desde un extremo a otro de las tierras reformadas. Una palabra que deja insatisfechos a estos librepensadores: gente incómoda para quien aspira al orden y a la jerarquía.
Oporinus nos ha convocado para hablar a todos, no ha querido decir respecto a qué, pero creo que se trata de los rumores que circulan sobre el hecho de que el Consejo ecuménico, varias veces anunciado por el Papa, esta vez se celebrará de veras, a finales de año.
La única cara conocida es David Joris, hasta hace pocos meses el cabeza del anabaptismo holandés, que ha llegado también hasta aquí, con unos pocos seguidores, huyendo de la mordaza de la Inquisición. Bocholt, agosto del 36: el concilio de los anabaptistas; Batenburg contra todos, contra Philips y Joris, lo recuerdo perfectamente, la espada contra la palabra. No creo que me reconozca, pues han pasado casi diez años.
Veo a Pietro Perna ir hacia una silla, con un par de libros en la mano, que ahora hojea aburrido, sacudiendo la cabeza para sí, como si viera confirmada una pésima expectativa.
Me siento también yo, un poco aparte. Yo no tengo ninguna expectativa en absoluto, sobre todo acerca de Oporinus y su círculo de amigos. Siento aprecio por la actividad de nuestro amigo impresor: Paracelso, Servet, Socini, son autores que pueden causar problemas, gente a la que Calvino está dispuesto a sacrificar con tal de alzarse como el nuevo Lutero. Pero este tipo de valentía no puede bastar, y aunque los tiempos que vivimos no permiten quizá otra cosa, he luchado demasiado como para seguir excitándome con una disputa teológica.
Nuestro huésped nos hace señas de que dejemos la charla, quiere tomar la palabra.
—Amigos míos —la voz es templada, el tono pacífico—, os he convocado aquí en el día de hoy porque creo que puede ser útil para todos nosotros un intercambio de ideas sobre el acontecimiento que va perfilándose en el horizonte. —Se aclara la voz—. Sin duda habrá llegado hasta vosotros la noticia de la convocatoria de un Concilio en el que tomará parte toda la cristiandad dividida, para buscar un punto de acuerdo y la posibilidad de una reconciliación entre todas las facciones.
Lee el asentimiento en los rostros de los presentes, Perna bosteza en un rincón, apoyando la barbilla sobre la silla demasiado alta, los pies bamboleantes.
Oporinus prosigue:
—Pues bien, no podemos asistir impasibles a un acontecimiento de semejante alcance, como espectadores silenciosos. Es muy probable que para facilitar la intervención de los mejores doctores de la protesta luterana el lugar elegido para este Concilio sea la ciudad neutral de Trento, entre Roma y las tierras alemanas, no muy lejos de nuestra Basilea.
—¿Querrías que os invitaran al Concilio? —El tono es entre irónico e incrédulo, la frase proviene de una de las sillas de enfrente de Oporinus.
El impresor sacude la cabeza:
—No digo esto. Pero tal vez resultaría oportuno escribir a Ginebra para hacerle saber a Calvino y a los suyos que no queremos ser dejados de lado, que también nosotros querríamos expresar nuestro parecer, incluso publicar algo, aunque solo fuera un documento que pueda ser leído en presencia de los cardenales católicos. Podríamos escribirle a Servet a París, procurar que componga algo para la ocasión…
De la segunda fila se alza un hombre pálido y flaco, de acento francés, debe de habérmelo presentado Oporinus, pero ya no recuerdo su nombre.
—¿No creeréis de veras que Lutero, Melanchthon y Calvino quieren participar en ese Concilio?
—¿Y por qué no? Si los cardenales se han decidido a convocar un Concilio, eso significa que temen la propagación de la Reforma y están dispuestos a un compromiso, incluso a aceptar algunas peticiones…
Leroux, que así se llama, excitado:
—Si Lutero va al Concilio, no se parará en barras. Y lo mismo ocurrirá con todos los demás. Si los papistas consiguen que se les pongan a tiro, no podrán resistirse a la tentación de apresarlos y quemarlos. Demasiado bien los conocemos…
Cabezas que asienten, algunos tuercen el gesto, Perna agita las piernas y hojea desganado los libros que tiene en el regazo.
A la espalda del francés se halla de pie Joris, alto y rubio, agitando una blanca mano:
—Yo os digo que si Calvino y Lutero consiguieran echarles el guante a algunos de los presentes, les reservarían un fin idéntico. ¿Qué nos importa a nosotros el Concilio? Admitiendo que de verdad se celebre, será una trampa para tontos y si alguno de los cuervos de Ginebra o de Wittenberg acaba en prisión, ¡no seré yo quien vaya a compadecerlo!
Oporinus interviene para aplacar los ánimos:
—No, Joris, no deberías decir esto. Las diferencias que puedan separar a algunos de nosotros de Lutero y de Calvino no deben llevarnos a medir a todos con el mismo rasero. Y tampoco sobre el Concilio comparto vuestra opinión.
El holandés se encoge de hombros y vuelve a sentarse:
—Haced que el Concilio ese se lleve a cabo y ya veréis que de opiniones os impondrán solo una.
—Lo que trato de decir —prosigue el impresor, imponiéndose al bullicio que la intervención del anabaptista ha provocado— es que Calvino y Lutero harán cualquier cosa con tal de dejarnos al margen de cualquier negociación y, si nunca llegan a un acuerdo con Roma, será en detrimento de cualquiera que no se reconozca plenamente en sus propuestas. ¿Qué será de los Miguel Servet, de los Lelio Socini, de los Sebastian Castellion? —La mirada de Oporinus recorre la serie de rostros—. ¿Qué será de nosotros, hermanos?
Desde la silla más exterior, al fondo de la fila, interviene el basiliense Serres: