—Iba de aquí para allá por las plazas dando el espectáculo, sobre todo bailando danzas consideradas lascivas o groseras, tocando el laúd y cantando las coplas de la gente de la calle. Me arrastró a ello también a mí.
Eloi ríe a gusto. Apoya el vaso sobre la mesa.
—Te oí cantar algo mientras levantabas la empalizada del huerto. Si vuestra finalidad era poner más nerviosa a la gente, Ursula bien que hizo en reclutarte.
—¡No, nada de cantar, por Dios! Comencé trabajando de albañil. La primera que se nos ocurrió fue entrar de noche en una iglesia y levantar una pared de ladrillo enfrente de la escalinata del púlpito. Escribimos en ella una frase de Cillerero: «Nadie puede hablarme de Dios mejor que mi corazón».
El licor entretanto comienza a hacer su efecto. El cincel se me escapa más de una vez del punto, hasta que desprende limpiamente un pedazo de campanario. Habrá que pegarlo.
—Lo más bonito de todo, en cualquier caso, fue sin duda la broma que le gastamos a madame Corazón de Oro, Carlota Hasel. Has de saber que Carlota Hasel era una de las muchas damas de la ciudad en tener en su casa mesa puesta para los pobres y los vagabundos. Les hacía rezar y comer, beber y cantar salmos.
—Las conozco, por desgracia.
—Ursula no podía ni oír mencionarla. La odiaba. De ese modo especial en que solo una mujer puede odiar a otra. Por otra parte, madame Corazón de Oro poseía la enojosa característica de considerar a los pobres miserables como unos santos. Su lema era: «Dadles pan, y ensalzarán a Dios». Ursula no era de la misma opinión. Decía que quien no tiene nada, una vez lleno el buche, tiene cosas muy distintas en la cabeza que rezar, como son beber, joder, divertirse, vivir. Digamos que, si nos atenemos a los hechos, su teoría se reveló mucho más acertada.
—¿Qué hechos?
—La colosal orgía que montamos en el salón de casa de los Hasel.
—¡No sé qué habría dado por participar en la demostración del teorema! —exclama Eloi divertido—. No obstante, no veo qué puede tener que ver esta historia con Melchior Hofmann.
Solo un instante de concentración para el golpe definitivo. Soplo la viruta y levanto el trozo de madera a la altura de los ojos. Perfecta.
—Te costará creerlo, amigo mío, pero también Melchior el Visionario, al fin y al cabo, es uno de los espectáculos de la consolidada compañía teatral Lienhard y Ursula Jost.
Amberes, 6 de mayo de 1538
—No son tiempos ya de predicadores de apocalipsis. Al último le cortaron el pescuezo en Vilvoorde ante mis propios ojos hará cosa de un mes. Pero en estos diez años he conocido realmente a muchos, en cada esquina, en cada mancebía, en las iglesias más apartadas. Mi peregrinar está salpicado de estos encuentros hasta el punto de que podría escribir un tratado sobre ellos. Algunos no eran más que simples charlatanes y actores, otros creían en su sincero terror, pero únicamente unos pocos tenían madera de profetas, su misma genialidad, su inspiración, la facultad de hacer representarse en el espíritu de los hombres el gran fresco de Juan. Era gente capaz de encontrar las palabras adecuadas, de comprender la situación, la gravedad del momento, y de dirigirlas hacia la espera de la venida inminente, mejor dicho, ya presente. Locos, sí, pero también hábiles. No sé si era Dios o Satanás quien les sugería sus palabras y visiones, eso carece de importancia. No la tenía para mí entonces, y mucho menos ahora. Frankenhausen me había enseñado a no esperar ningún ejército de ángeles: ningún Dios se rebajaría a ayudar a los miserables. Tenían que ayudarse ellos solos. Y los profetas del Reino eran de nuevo quienes podían levantarlos y darles una esperanza por la que combatir, la idea de que las cosas no serían así para siempre.
—¿Quieres decir que te pusiste a luchar de nuevo?
Eloi parece asombrado. Bebo un poco de agua para aclararme la garganta.
—No sabía qué iba a hacer. Ursula y yo comenzamos a odiar a aquellos teólogos que no hacían nada más que hablar, se las daban de grandes pensadores de la cristiandad, discutían de la misa y de la eucaristía en los salones de los ricos estrasburgueses. Su tolerancia era un lujo de gente acomodada que no iba a pasar nunca de darles un plato de sopa a los pobres. Esos sebosos tenderos podían permitirse mantener aquel conciliábulo de doctores heréticos porque eran ricos. Era la riqueza la que garantizaba la fama de Estrasburgo. Era aquella fama la que hacía afluir allí a literatos y estudiantes.
Sonrío maliciosamente:
—Se espantaron, ya lo creo que se espantaron, cuando les hicimos saber que los pobres, los humildes a quienes querían ayudar con esa espléndida limosna que únicamente servía para tranquilizar sus conciencias de mercaderes, a lo que de veras aspiraban era a robarles la bolsa y quizá también a cortar sus blancos y hermosos pescuezos. No hubo que esperar mucho para que Capiton y Bucero respondieran a nuestras provocaciones, introduciendo sutiles distinciones entre baptistas «pacíficos» y baptistas «sediciosos». Nosotros entrábamos claramente en la segunda categoría.
Eloi sonríe forzadamente, pensando probablemente en su Amberes, pero no me interrumpe.
—No se trataba de volver a empezar una guerra perdida. Eso habría sido estúpido. Pues Ursula me había regenerado, como si su vientre me hubiese dado a luz por segunda vez. Queríamos tensar la cuerda, exasperar la filantropía hipócrita de aquella gente hasta que se revelara tal como era: una caterva de ricos apegados al oro, disfrazados de cristianos piadosos. Fue uno de los períodos más desmelenados de mi vida.
Me interrumpo para tomar aliento, esperando tal vez una pregunta para reanudar el hilo del relato. Eloi me la brinda.
—¿Cuánto duró la cosa?
Un esfuerzo de memoria:
—Cerca de un año. Luego, en la primavera del veintinueve, llegó a Estrasburgo el hombre que había de hacer que iniciara mi viaje. Ahora está pudriéndose en la cárcel de la ciudad: cometió el fatídico error de volver a poner los pies en ella después de lo que habíamos hecho.
—Melchior Hofmann.
—¿Y quién si no? Uno de los profetas más extravagantes que haya conocido nunca, bastante único en su género y solo superado en su locura y oratoria por el gran Matthys.
—Soy todo oídos.
Bebo un poco más y recompongo ese rostro lejanísimo:
—Hofmann fue en otro tiempo peletero. Un buen día fue «iluminado en el camino de Damasco» y se puso a predicar. Había cortejado a Lutero hasta que logró que este le diera una recomendación escrita para las comunidades del norte. Esa firma le abrió las puertas de los países bálticos y de Escandinavia, permitiéndole adquirir notoriedad así como también algunos discípulos. Viajó muchísimo por el norte. Luego, un buen día se convenció de que el reino de los santos y de Cristo estaba próximo y se puso a predicar el arrepentimiento y la renuncia a todos los bienes terrenos. No hizo falta mucho para que Lutero lo desaprobara. Me dijo que había sido expulsado de Dinamarca con la promesa de que si volvía a poner los pies en esas tierras su cabeza acabaría hincada en un palo. Era de veras un loco genial. Había conocido al bueno de Karlstadt, ya anciano, y compartía su completo rechazo de la violencia. Llegó a Estrasburgo convencido de ser el profeta Elias, en busca del martirio que le confirmase la proximidad del advenimiento del Señor. Quedó inmediatamente cautivado por los anabaptistas locales y consiguió ganarse la enemistad de todos los reformadores luteranos, Bucero en primer lugar, luego Capiton y todos los demás.
»Ursula y yo comprendimos de inmediato que era el tipo que andábamos buscando para hacer saltar por los aires la ciudad. Vino a nosotros de forma espontánea, sin necesidad de concertar nada: durante una cena improvisamos unas revelaciones turbadoras, ella se excitó hasta el punto de llegar al éxtasis ante sus ojos, y mientras tanto yo le decía que los ricos y los poderosos serían borrados de la faz de la tierra por la ira del Señor. En las semanas siguientes le dictamos paso a paso nuestras visiones, de las que no se perdió ni palabra. Cuando todo estuvo listo, yo me las apañé para mandar a la imprenta lo que había escrito: dos tratados con las profecías de Ursula y mías. Se puso a predicar a la muchedumbre en la plaza mayor. No faltó quien le escupió a la cara ni quien trató de propinarle algún golpe; otros intentaron también asaltar una casa de empeños para repartir todos los bienes entre los pobres. Cuando sus escritos fueron difundidos por los libreros, Bucero trató de mandarlo a prisión. Hubo días de gran revuelo. Aquel fue un año de fuego, sentía que la sangre me hervía en las venas, que la cuerda estaba a punto de romperse.
»Y así fue, a comienzos del treinta, si mal no recuerdo: Hofmann se hizo bautizar de nuevo y predicó por última vez, proclamando la inminencia del Reino de Cristo, denunciando el apego a los bienes terrenos y pidiendo que los anabaptistas pudieran utilizar una iglesia de la ciudad. Fue la gota que colmó el vaso. Bucero presionó mucho al Consejo para que fuera expulsado de la ciudad. Por Pascua le llegó la orden de que tenía que abandonar Estrasburgo. Si no obedecía, tendría que atenerse a las consecuencias.
»También para mí aquel clima se había vuelto irrespirable. Cillerero no podía protegernos ya de la ira de Bucero y de Capiton: conmigo fue sincero, consciente de que me perdería de nuevo, esta vez quizá para siempre. Era el destino el que me había elegido, el viejo Martin no podía hacer nada. Lo abracé de nuevo y me despedí de él, tal como había hecho años antes en Wittenberg para ponerme a buscar un maestro y un nuevo destino. Viejo amigo, quién sabe dónde se habrá metido: de nuevo en Estrasburgo o en cualquier nueva universidad discutiendo de teología.
Me encojo de hombros y ahuyento la tristeza. Eloi, muy atento, quiere oír el final.
—Había decidido irme con Hofmann. A Emden, a la Frisia oriental. La Alemania del sur era una partida perdida, una tierra desolada que abandonaba de buena gana a los lobos y a Lutero. De los Países Bajos habían sido expulsados muchos por su profesión de fe: gente nueva, mucho menos apegada a la cogulla de Lutero de lo que podían estarlo los de Estrasburgo. Había un fermento, era el lugar en el que podían suceder cosas. Yo tenía el caballo adecuado: mi Elias suabo que profetizaba el inminente advenimiento de Cristo y predicaba contra los ricos. Era un salvoconducto un tanto difícil de gobernar, pero lo suficiente entusiasta como para conseguir obtener éxito.
—¿Y Ursula?
Un instante de silencio le permite arrepentirse de la pregunta, pero es ya tarde. Sonrío de nuevo al recuerdo de aquella mujer.
—La estación pasó. Para dar paso a un nuevo año.
Estrasburgo, 16 de abril de 1530
Le estallo dentro, sin conseguir contener el grito que se mezcla con el suyo. El placer sacude mi cuerpo hasta doblarme como una rama seca en el fuego. Desciende sobre mí, empapada, la onda negra de los cabellos me envuelve, el olor de los humores en la boca, en las manos, sus senos contra mi pecho. Se tiende a mi lado, blanca y magnífica: escucho apaciguarse su respiración. Me coge la mano, en un gesto que he aprendido a secundar, y la apoya entre sus muslos, para coger de un solo apretón delicado el sexo que aún se contrae. Ursula es algo que no volveré a probar nunca más: es Melancolía, una marca en el alma y en la carne.
Mantengo la mirada fija en las vigas del techo. No tengo necesidad de decirle nada, también ahora lo sabe todo, más claro y más nítido que yo.
—Has decidido partir con él.
—A Emden, en el norte. Hofmann dice que allí se reúnen los prófugos de Holanda. Se preparan grandes cosas.
Se vuelve sobre un costado, hacia mí, ofreciéndome los ojos brillantes:
—¿Cosas por las que vale la pena morir?
—Cosas por las que vale la pena vivir.
Su índice recorre mi perfil sinuoso, la barba pelirroja, desciende pecho abajo, para detenerse en una cicatriz, luego en la tripa.
—Tú vivirás.
La miro.
—Tú no eres como Hofmann: no esperas nada. Tus ojos reflejan una derrota, desesperada, pero no es la resignación lo que te aflige. Es la muerte. Ya una vez elegiste la vida.
Asiento en silencio, esperando que me siga asombrando.
Sonríe:
—Cada ser sigue su destino en el ciclo del mundo: y el tuyo es vivir.
—Esto te lo debo también a ti.
—Pero sabes que yo no iré.
Es tristeza o emoción, faltan las palabras.
Suspira serena:
—Melancolía. Así me llamaba mi marido. Era médico, un hombre muy culto, que amaba también la vida, pero no como tú; él amaba sus secretos, quería captar el misterio de la naturaleza, de las piedras, de las estrellas. Lo quemaron por esto. Una mujer fiel tal vez habría seguido su suerte. Yo, en cambio, escapé: elegí sobrevivir. —Me acaricia el rostro—. También tú. Seguirás tu estrella.
Amberes, 10 de mayo de 1538
El huerto está listo. Todos se congratulan conmigo. Nadie hace preguntas; quién soy realmente, qué he hecho antes de venir a parar aquí… Soy uno de ellos: un hermano entre los demás.
Magda, la hija de Kathleen, continúa haciéndome regalos; Balthasar me pregunta qué tal estoy por lo menos dos veces al día, como a un enfermo convaleciente.
—Todavía estoy vivo —le digo para hacerle reír.
Es un buen hombre, el viejo anabaptista: parece que su tarea consiste en buscar compradores para los artículos manufacturados que aquí se fabrican, y bien que lo consigue.
Le he preguntado a Kathleen por el padre de su hija. Me ha dicho que se embarcó hará cosa de un par años, y que luego no supo nada más de él. Debió de naufragar, perdido en alguna isla salvaje, o bien debe de estar vivo y vegetando en algún palacio de oro y diamantes, en los reinos de las Indias. La misma suerte que yo andaba buscando antes de encontrarme con estos hombres y estas mujeres.
Eloi me apremia amablemente, pues quiere que siga con la historia; es evidente que quiere oír hablar de Münster. La Ciudad de la Locura posee la fascinación de las cosas fantásticas, es el estremecimiento que su simple nombre sigue provocando, y que en otro tiempo fue una verdadera convulsión. Por más que le ha preguntado ya a Balthasar, yo viví esa aventura hasta sus últimas consecuencias: Gert del Pozo fue un héroe, el lugarteniente del gran Matthys, el mejor en las acciones de represalia, en las incursiones en el campamento del obispo, en la difusión de hojas volantes y el mensaje de los baptistas: Balthasar debe de haberle dicho también esto.