Habla de Estrasburgo en un tono entusiasta, mientras rodeamos la obra de la catedral, camino de mi futuro alojamiento. La describe como una ciudad donde nadie es perseguido por sus convicciones, donde la herejía es motivo hasta de interés y de discusión, en tiendas y en salones, siempre y cuando sea sostenida con argumentaciones brillantes y esté avalada por una conducta moral intachable.
Un carro cargado de bloques de piedra arenisca avanza fatigosamente por el empedrado de la plaza. La iglesia de Nuestra Señora cuenta con el campanario más alto e imponente que haya tenido ocasión de ver en mi vida. Está en el lado izquierdo de la fachada y dentro de algunos años su gemelo de la derecha redoblará la grandiosidad de este extraordinario edificio.
—Los impresores —me explica Cillerero— no tienen ningún problema en publicar textos de actualidad candente. A este privilegio suyo en relación a sus colegas de otras regiones lo llaman «la bendición de Gutenberg», porque fue precisamente aquí donde el padre de la imprenta abrió su primer establecimiento.
—Me gustaría visitarlo, a ser posible.
—Por supuesto, pero primero hemos de ocuparnos de cosas más importantes. Esta noche, en efecto, conocerás a tu mujer.
—¿Mi mujer? —pregunto divertido—. ¡Estoy casado y nadie me había avisado!
—Ursula Jost, la muchacha que hace perder la cabeza a medio Estrasburgo. Tú, Lienhard Jost, eres su esposo.
—De acuerdo, amigo, pero vayamos por partes. Me agrada saber que es una hermosa señora, pero, antes de nada, ¿quién es ese Lienhard Jost?
—¿No me escribiste que querías estar tranquilo, cambiar de nombre, volverte prácticamente inencontrable? Confía en Martin Borrhaus, pues ahora soy experto en este tipo de cosas. Estrasburgo está lleno de gente que quiere borrar todo rastro de sí misma. Lienhard Jost, entre otras cosas, no ha existido jamás, y esto lo vuelve todo mucho más sencillo. Ursula tampoco está casada, por más que desde que llegó aquí ha declarado estarlo.
—¿Y por qué, si me está permitido preguntarlo?
—Por muchas razones —responde Cillerero con el mismo aire que adoptaba, en Wittenberg, para explicarme la teología de san Agustín—. En la ciudad una mujer que viaja sola llama la atención de más de una arpía, y ella prefiere no exponerse demasiado: tampoco sé si Ursula es su verdadero nombre. Y luego el noble que la tiene hospedada en su casa mostró desde un principio un interés excesivo por ella…
—…Y hablarle de su esposo Lienhard, que iba a llegar más pronto o más tarde, lo enfrió como es debido, imagino. —Me río. Encontrar a este viejo amigo me pone realmente de buen humor—. Bien. ¿Hay algo más que deba saber?
El sol se filtra por entre las oscuras nubes. Un rayo de luz se dibuja sobre el fondo gris y enciende el rostro de Cillerero:
—He procurado contar las menos cosas posibles sobre ti. Fuiste mi colega en la universidad de Wittenberg. Tenías algunos asuntos que resolver y hasta ahora no has podido reunirte con tu mujer, que vino para hablar con Capiton.
Cillerero me informa sobre las dos figuras más importantes de la ciudad, Bucero y Capiton, personajes decididamente tolerantes, amantes de las disputas teológicas y más próximos a Zwinglio que a Lutero. Dice que no tardaré en conocerlos, tal vez esta misma noche, con ocasión de una cena ofrecida por mi futuro anfitrión.
Estrasburgo, 3 de diciembre de 1527
Es en el jardín de la gran casa de micer Weiss. Desde detrás de una columna, sin que me vean, sigo su perfil afilado, la mata de pelo que lleva suelto, los finos dedos en el borde de la taza de la fuente.
Un gato va a restregarse contra su falda. Las caricias parecen los gestos repetidos de un rito y las palabras murmuradas las de una fórmula mágica: hay un no sé qué de extraño en sus movimientos, una casualidad improbable y fascinante.
Salgo a la luz que cae de lo alto, pero a sus espaldas, sin que pueda verme. Mientras me deslizo a su lado percibo el acre olor a mujer, esa mezcla embriagadora a lavanda y humores, esa encrucijada entre la tierra y el cielo, el infierno y el paraíso, que en un segundo nos pierde y nos hace renacer. Lleno mi olfato y observo de cerca.
Una voz tenue:
—¿Es la menstruación lo que te embriaga, hombre?
Se vuelve lentamente, ojos negros relucientes.
Atónito:
—Tu olor…
—Es el olor de las cosas bajas: el mantillo recién removido, los humores del cuerpo, la sangre, la melancolía.
Sumerjo una mano en el agua gélida de la taza. Los ojos de ella atraen la mirada; la boca es una extraña curva en su rostro ovalado.
—¿La melancolía?
Mira al gato:
—Sí. ¿Has visto alguna vez la obra del maestro Durero?
—He visto la
Imitatio Christi
, el ciclo sobre el Apocalipsis…
—Sin embargo, el ángel melancólico no. De lo contrario sabrías que es una mujer.
—¿Cómo?
—Tiene los rasgos femeninos. La melancolía es mujer.
Estoy confuso, debajo de las ropas se extiende la picazón.
Escruto el perfil afilado:
—¿No serías tú?
Se ríe, los estremecimientos recorren mi espinazo:
—Tal vez sí. Pero también la mujer que hay en ti. Conocí al maestro Durero, posé en una ocasión para él. Es un hombre sombrío. Espantado.
—¿De qué?
—Del final, como todos. Y tú, ¿tienes miedo?
Es una pregunta sincera, curiosa. Pienso en Frankenhausen.
—Sí. Pero todavía estoy vivo.
Tiene los ojos risueños, como si hubiera esperado esta respuesta durante años.
—¿Has visto correr la sangre?
—Demasiado.
Asiente seria:
—Los hombres se sienten impresionados ante la sangre, por eso hacen la guerra, pues tratan de conjurar el terror. Las mujeres no, tienen que ver correr la suya propia a cada cambio de luna.
Nos quedamos callados, como si su frase hubiera sancionado el silencio con una sapiencia sagrada.
Luego:
—Eres Ursula Jost.
—Y tú debes de ser Lienhard Jost.
—Tu marido.
El mismo silencio, para sancionar la alianza de los fugitivos. Busca los detalles de mi rostro. Su mano se desliza bajo la falda, luego sobre mi muñeca, donde hay marcada ya una vieja cicatriz: el dedo la recorre tiñéndola con el rojo de la sangre.
Me siento palidecer, una oleada de sudor frío se expande bajo mi camisa junto con el deseo repentino de tocarla.
—Sí, mi marido.
Amberes, 5 de mayo de 1538
—La ciudad estaba tranquila, Michael Weiss, mi anfitrión, es generoso, y mi
mujer
estupenda. Y aunque solo fuera por cambiar tenía un nueVonombre. Le debía a Martin mucho más de lo que yo hubiera podido corresponderle. El círculo de doctores que frecuentaba el bueno de Cillerero se enorgullecía de contar con personajes verdaderamente anómalos para aquellos tiempos de represión. Tenían ganas de discutir.
»Wolfgang Fabricius, llamado Capiton, era el que más curiosidad despertaba en mí. Aunque se declaraba ferviente seguidor de Lutero, miraba con ojos de respeto a aquellos que entonces comenzaban a ser llamados anabaptistas y parecía querer integrarlos en la cristiandad reformada. Me preguntó muchas cosas, con una curiosidad que me pareció sincera. Había leído los escritos de Denck, quedándose admirado. No le hice saber que había conocido a aquel canalla, pero me divertí poniendo a prueba su tolerancia con alguna salida valiente.
»Asimismo conocí a Otto Brunfels, el botánico, experto en las propiedades curativas de las plantas, el cual estaba compilando un herbario universal y se interesaba por el mundo natural. No conseguí sacarle una excesiva información sobre su fe, pero intuí que debía de haber simpatizado con los campesinos de la época de la revuelta. Era un ser bondadoso, contrario a la violencia, lleno de sentimientos de culpa por el modo en que había terminado la insurrección. Un día, cuando nuestras mutuas confidencias debieron de parecerle lo suficientemente sólidas, me dio incluso a leer algunos apuntes para una obra que estaba escribiendo y en la que sostenía que eran tiempos en los que los verdaderos cristianos, como en la época de Nerón, habrían hecho mejor ocultando sus ritos en las catacumbas del espíritu, disimulando su fe y fingiendo estar de acuerdo, en espera de la venida del Señor. Esta religión privada suya provocaba en mí de vez en cuando alguna que otra sonrisa, pero era interesante discutir con él.
»El más avinagrado era Martin Bucero. Me lo encontré en una sola ocasión, en casa de Capiton: un hombre sombrío y serio, aterrorizado por la desolación de los tiempos. Reacio a la vida.
»Estrasburgo era una ciudad mundana, culta, y al mismo tiempo pacífica y dividida por el odio que maduraba fuera de sus murallas.
Eloi me sirve agua, para que pueda continuar. No abre la boca, saborea cada palabra en silencio, los ojos centellean en la sombra como los de un gato.
—Ursula era una mujer extraña, embrujada. Cabello color azabache, nariz afilada, rostro duro y sensual a la vez. No conseguimos fingir por mucho tiempo: la pasión se adueñó de nosotros, nos embriagó desde un buen principio. Tampoco ella tenía una historia, no sabía de dónde venía, su acento no me decía nada, y no quise tampoco saberlo, era así, sencillamente. Se acercaba a escondidas, sinuosa y callada como un felino, apretaba sus pechos contra mi espalda y entonces percibía su deseo. Lo que nos atormentaba a ambos era aquella incertidumbre, aquel no saber. De haber estado en otra parte, habría sido distinto, todo.
—¿La amaste? —Su voz es ronca.
—Creo que sí. Como se ama cuando no se tiene nada a las espaldas y solo un eterno presente sin promesas. Dios no tenía ya nada que ver con nuestras vidas: habían sido marcadas a fondo, tal vez también ella llevaba consigo el recuerdo de alguna catástrofe, de alguna desventura inmensas. Tal vez también ella había muerto alguna vez. A menudo, de noche, después de un encuentro amoroso, me parecía leerle ese mal en los ojos. Sí, nos amamos de verdad. Era la única persona a la que confiaba todas las impresiones sobre el círculo de personajes en el que me movía por el día. Ella no decía nada, escuchaba con atención, luego de repente apostillaba con una frase lapidaria mi juicio inseguro, una frase que instantes después me veía compartiendo plenamente, como si me hubiera leído el pensamiento, como si razonara más deprisa que yo. Y estoy convencido de que así era. No tenía el valor rabioso de Ottilie, aunque a veces en su enojo volvía a ver la preocupación de aquella gran mujer, la mujer de mi maestro. Era distinta, pero no menos extraordinaria, una de esas criaturas que te hacen dar gracias al Creador por haberte concedido pisar la tierra a su lado.
Contemplo fijamente el crepúsculo que entra en el escritorio y me represento de nuevo ese cuerpo sinuoso:
—Lo supimos desde el primer momento. Que un día nos despertaríamos en otra parte, lejos, sin una razón para ello, siguiendo el curso divergente de nuestras vidas. Ursula fue una estación, una quinta estación del espíritu, medio otoño, medio primavera.
Amberes, 6 de mayo de 1538
El nuevo cincel va de maravilla. Balthasar no ha perdido el tiempo: esta mañana me ha dicho que estaba sobre el banco de trabajo. Su punta levanta virutas igual que una cuchara en la manteca mientras la mirada incrédula de Eloi acompaña cada golpe de martillo, cada esquirla que vuela al suelo, cada detalle de la catedral de Estrasburgo que sale en relieve del trozo de madera.
—Verdaderamente notable —comenta frunciendo los labios—. ¿Dónde has aprendido a usar tan bien las manos?
—Me esforcé en practicar más con la espada que con esto —respondo yo levantando el acerado utensilio—. Estuve en Estrasburgo. Trabajaba en una imprenta de la ciudad como cajista. Había un tipo que hacía las ilustraciones para los libros. Durante las pausas dejaba apoyadas las planchas y el buril, y cogía la gubia: hizo el retrato de todos nosotros y nos regaló decenas de copias a cada uno. Siempre repetía que algo hermoso no debe ser nunca único. Él fue quien me enseñó a tallar la madera.
Observa el dibujo un momento, luego señala la fecha en una esquinita:
—Hace mucho tiempo que interrumpiste tu pasatiempo.
Me encojo de hombros:
—Sabes, estaba siempre yendo de un lado a otro. Me ejercitaba esculpiendo estatuillas que a continuación regalaba a los niños. En Münster reanudé de nuevo la labor. Pero luego, bueno —una sonrisa sirve para disimular la excusa—, extravié las herramientas en alguna parte.
Eloi sale y reaparece con la acostumbrada botella de licor. Ahora sé perfectamente qué significa. Me alarga el vaso lleno:
—No sabía que hubieras encontrado un oficio en Estrasburgo.
—Gracias a Cillerero. Las imprentas siempre me han atraído. Los libros poseen una fascinación especial.
El cincel levanta alguna esquirla. Es hora de pasar al puntero para los detalles más pequeños. Eloi se interrumpe para seguir las fases de elaboración, luego prosigue:
—Explícame una cosa. En Estrasburgo encontraste una cierta tranquilidad, un amigo afectuoso, una mujer llena de vida, un oficio. ¿Por qué no te quedaste allí?
Lo miro a los ojos, mientras hablo lentamente:
—¿Has oído hablar de Melchior Hofmann?
Esta vez se muestra incrédulo:
—¡No me dirás que lo conociste también a él!
Asiento con la cabeza, en silencio, sonriendo por su reacción:
—Puede decirse que él fue únicamente la causa final de mi partida. En aquel tiempo habían sucedido ya muchas cosas.
Me doy cuenta de que comienzo a encontrarle gusto a contar. Me complazco en crear expectativas, interés. También Eloi debe de haber notado el cambio. De vez en cuando me da cuerda; otras veces, como en este caso, permanece en silencio y espera a que sea yo quien prosiga.
—A Ursula, con el paso de los meses, comenzó a hacérsele cada vez más insoportable el clima reinante en la ciudad. Me repetía que en Estrasburgo vivía un montón de gente con ideas innovadoras y brillantes, pero que lo único que la diferenciaba del resto de las ciudades alemanas era la posibilidad de expresar esas ideas en un ropaje culto y refinado. Su grito de guerra se convirtió en «En Estrasburgo la herejía es vivir».
Levanto los ojos de la finísima talla del rosetón de la catedral. Eloi escucha con la barbilla apoyada en el dorso de la mano. El placer del pasatiempo reencontrado desata las palabras más aún si cabe que el licor: