Rostros desconocidos, caras serias. Convenzo a Johann para que nos sentemos aparte.
—Dachser y los demás son tipos con los pies en el suelo, tendré que tratar de limitar los daños que pueda causar Hut. Si entramos enseguida en conflicto con las autoridades, no nos dará tiempo de reforzarnos. Pero vete tú a explicárselo…
Evocado por las palabras de Denck, aparece en el centro de la sala, pose de profeta que en vez de moverme a la risa lo único que consigue es darme pena.
Vuelve a vestirse sin decir una palabra. La luz se filtra por la ventana y deja entrar la noche.
Echado sobre un costado, contemplo los campanarios que se recortan contra el cielo, atestado de golondrinas. Un zorzal salta sobre el alféizar y me observa inseguro. Siento el peso del cuerpo, de los músculos inertes, como suspendidos en el vacío.
—¿Me deseas aún?
No tengo ganas de mover la cabeza, de volver la mirada, de hablar. El zorzal silba y salta hacia abajo.
La mano alcanza la bolsa bajo la cama. Le tiro las monedas sobre la colcha.
—Con esto podemos seguir haciéndolo.
La voz murmura algo.
—Soy rico. Y estoy cansado.
Me doy cuenta de que ha salido en el más absoluto silencio. Sigo sin moverme. Pienso en esos locos que discuten sobre cuál será el Día del Juicio. Pienso que me he salido demasiado deprisa, ofendiendo a todo el mundo. Pienso que Denck lo habrá comprendido seguramente. Y que el aire de la calle me ha sentado bien al instante mientras caminaba sin objeto por la ciudad. Que ella ha seguido al extranjero adecuado y que era joven y miserable, como Dana, ha ofrecido calor y una sonrisa que podía parecer casi sincera. He decidido no pensar.
Los amigos están muertos y para los que quedan he descubierto que estoy sordo. Dios no tiene nada que ver en esto; nos abandonó un día de primavera, desapareciendo del mundo con todas sus promesas y dejándonos en prenda la vida. La libertad de gastarla entre aquellos blancos muslos.
El zorzal vuelve al alféizar lanzando reclamos a las torres. El sueño asoma bajo los ojos.
No consigo darte un rostro, eres como una sombra, un espectro que se desliza al margen de los acontecimientos y aguarda en la oscuridad. Eres el mendigo que pide limosna en el callejón y el grueso mercader que se aloja en la habitación de al lado. Eres esa joven ramera y el esbirro que me busca ansiosamente pisándome los talones. Todos y nadie, tu raza vino al mundo con Adán: mala suerte y a Dios en contra. El ejército que nos esperaba detrás de aquellas colinas.
Qoèlet, el Eclesiastés. El profeta de la desventura. Tres cartas llenas de palabras de oro para el Magister, de noticias y consejos importantes. En Frankenhausen no encontramos al ejército en desbandada que nos prometiste, sino a un ejército fuerte y aguerrido. Escribías que los borraríamos del mapa.
Querías que descendiéramos a aquella llanura, a dejarnos matar todos.
Denck tiene una buena familia, tranquila, pero no deben de pasarlo excesivamente bien: sus ropas están raídas y remendadas en más de un sitio, la casa está desnuda. Su mujer Clara ha cocinado para mí, la hija mayor se ocupaba del hermano, mientras que la madre servía la cena.
—No tendrías que haberte ido así.
No existe ningún resentimiento, llena los vasos de aguardiente y me pasa uno.
—Es probable. Pero no tengo ya estómago para ciertas discusiones.
Sacude la cabeza mientras trata de reanimar el fuego revolviendo las brasas con el atizador:
—El hecho de que Hut sea poco lúcido no significa que…
—No es Hut el problema.
Se encoge de hombros:
—No puedo obligarte a creer por la fuerza en este sínodo. Lo único que te pido es que tengas un poco más de confianza en nosotros.
—En estos años me he vuelto desconfiado, Johann.
Pronuncio el nombre en voz baja, una costumbre ya:
—Magister Thomas no nos condujo a Frankenhausen para que nos aniquilaran; las informaciones que tenía eran erróneas. —Miro a Denck a los ojos, para hacerle comprender la importancia de las palabras—. Alguien, alguien de quien Magister se fiaba, le mandó una carta llena de noticias falsas.
—¿Thomas Müntzer traicionado? No es posible…
Introduzco la mano debajo de la camisa y saco las hojas amarillentas.
—Lee, si no me crees.
Los ojos azules recorren rápidos las líneas, mientras una expresión entre incrédula y disgustada se pinta en su semblante:
—Dios omnipotente…
—Está fechada el primero de mayo de mil quinientos veinticinco. Fue escrita dos semanas antes de la carnicería. Felipe de Hesse estaba ya dejando aislado el sur y se dirigía a marchas forzadas hacia Frankenhausen. —Dejo que las palabras surtan su efecto—. Y aquí tienes otras dos cartas, escritas del mismo puño y letra, que se remontan a dos años antes: llenas de bonitas palabras, nadie podía sospechar que no fueran sinceras. Había quien cortejaba al Magister desde hacía tiempo para ganarse su confianza.
Le paso las otras dos misivas. La mueca de la boca no deja lugar a dudas sobre lo que está abrasándolo por dentro. Recorre deprisa las palabras salvadas de milagro de la destrucción, hasta que el rostro se vuelve de piedra, los ojos diminutos.
—Has conservado estas cartas durante mucho tiempo.
Nos miramos a los ojos, los reflejos del fuego danzan el
sabbat
sobre nuestros cuerpos:
—Estaba con él, Johann, estuve a su lado hasta el final. Fue el Magister quien me ordenó que me pusiera a salvo, queriendo que lo librase a su suerte. Y yo así lo hice, sin pensármelo dos veces.
Nos quedamos en silencio, de nuevo sumidos en los recuerdos, pero es como si percibiera el fluir de sus pensamientos.
Al fin le oigo murmurar:
—Qoèlet. El Eclesiastés.
Asiento:
—El hombre de la comunidad, un hombre cualquiera. Alguien en quien el Magister tenía puesta su confianza y que nos mandó al matadero. Yo no me fío ya de nadie, Johann, y mucho menos de escritorzuelos y doctores. No tengo nada en contra de tus amigos, pero que cada palo aguante su vela.
—Si quieres quedarte al margen, respetaré tu decisión. Pero entonces debo pedirte que sigas siendo mi amigo.
Echa una mirada hacia la oscuridad de la otra estancia:
—Mi familia. Si me viera obligado a dejar la ciudad deprisa y corriendo, no podría llevármelos conmigo.
No hay necesidad de más palabras: tenemos todavía algo que ningún esbirro o derrota podrá quitarnos.
—Descuida. Velaré por ellos.
Johannes Denck es el único amigo que me ha quedado.
Augsburgo, 25 de agosto de 1527
Tres golpes y una voz ronca tras la puerta.
—¡Soy yo, soy Denck, abre!
Salto fuera del catre y quito el cierre.
Está rojo de sudor y sin aliento por la carrera.
—Los esbirros. Han cogido a Dachser, irrumpiendo en su casa, mientras todos dormían.
—¡Mierda!
Comienzo a vestirme a toda prisa.
—El barrio está lleno de soldados de la guardia, entran en las casas, saben dónde vivimos.
—¿Y los tuyos?
—En casa de amigos, es un lugar seguro, tienes que venir también tú, aquí es demasiado peligroso, andan buscando a gente venida de fuera de la ciudad…
Recojo mis cosas y aseguro la daga debajo de la capa.
—Esa no servirá de nada.
—O quizá sí, vamos, andando.
Bajamos las escaleras y salimos al callejón, me guía en las primeras luces del alba por calles estrechas, donde comienzan a abrir las tiendas. Lo sigo sin conseguir orientarme, nos introducimos en un barrio miserable, tropezamos con un perro pulgoso, al que espanto de una patada, siempre detrás de Denck, con el corazón en un puño. Se para delante de una puerta pequeñísima: dos golpes y una palabra susurrada. Nos abren. Entramos, dentro está oscuro, no veo nada, me empuja hacia una trampilla.
—Cuidado con las escaleras.
Bajamos y nos encontramos en una bodega, una luz ilumina tenuemente unos semblantes demudados, reconozco los rostros de algunos hermanos vistos en casa de Langenmantel. También están la mujer y los hijos de Denck.
—Aquí estáis en lugar seguro. Hay que avisar a los demás, volveré lo antes posible.
Abraza a la mujer, un fardo sollozante en brazos, una caricia a la niña.
—Voy contigo.
—No. Me hiciste una promesa, ¿recuerdas?
Me arrastra hacia la escalera:
—Si no volviera, llévatelos lejos de aquí, a ellos no les harán nada, pero no quiero que corran ningún riesgo. Prométeme que cuidarás de ellos.
Es difícil librarlo a su suerte así, es algo que no hubiera querido hacer nunca más.
—De acuerdo, pero ten cuidado.
Me da un fuerte apretón de manos, con una media sonrisa. Desato la daga del cinto:
—Toma esto.
—No, mejor no dar ningún pretexto para que me maten como a un perro.
Trepa ya escalera arriba.
Me vuelvo, su mujer está allí, ni una lágrima, el hijo al cuello. Pienso de nuevo en Ottilie, la misma fuerza en la mirada. Así las recordaba, a las mujeres de los campesinos.
—Tu marido es un gran hombre. Saldrá de esta.
Vuelven tres. Uno de ellos es Denck. Sabía que el viejo zorro no se dejaría echar la zarpa. Ha conseguido recuperar a otros dos hermanos.
Han sido horas interminables, encerrados aquí abajo, con la débil luz filtrada por una tronera.
Ella lo abraza, ahogando un sollozo de alivio. Denck tiene en la mirada la determinación de quien sabe que no puede perder un segundo.
—Mujer, escúchame. No se meterán con vosotros, tú y los niños estaréis seguros en esta casa y tan pronto como se hayan calmado las cosas podréis salir. Sin duda, sería muy peligroso haceros intentar la fuga ahora que cada puerta de la ciudad se halla vigilada por la guardia. Te quedarás con la mujer de Dachser. Ya encontraré la manera de escribirte.
—¿Adónde irás?
—A Basilea. Es el último lugar que queda donde uno no corre peligro de jugarse la cabeza. Te reunirás conmigo junto con los niños cuando lo peor haya pasado, es cuestión de un par de meses. —Se dirige a mí—: Amigo mío, no me abandones ahora, mantén la palabra dada: no conocen tu nombre ni tu rostro.
Asiento casi sin darme cuenta.
—Gracias. Te estaré eternamente agradecido.
Reacciono asombrado por sus prisas:
—¿Cómo piensas arreglártelas para salir de la ciudad?
Señala a uno de sus dos compañeros:
—El huerto de la casa de Karl está tocando a las murallas. Con una escalera y al amparo de la oscuridad podremos conseguirlo. Habrá que correr toda la noche campo traviesa. Ya encontraré la forma de haceros saber si he llegado sano y salvo a Basilea.
Besa a su hija y al pequeño Nathan. Abraza a la mujer, a la que bisbisea algo: una fuerza increíble le impide de nuevo llorar.
Lo acompaño hacia la escalera.
Un último saludo:
—Que Dios te proteja.
—Que ilumine tu camino en esta noche oscura.
Su sombra trepa rápida, incitada por los hermanos.
Amberes, 4 de mayo de 1538
—No volví a verlo nunca más. Me llegó el rumor, mucho tiempo después, de que había muerto de peste en Basilea, a finales de aquel año.
A punto de hacérseme un nudo en la garganta, pero también la tristeza se ha moderado.
—¿Y su familia?
—Fueron acogidos en casa del hermano Jacob Dachser. A Hut lo apresaron el quince de septiembre, aún lo recuerdo. Confesó su amistad con Müntzer solo después de haber sufrido un largo tormento. Murió de un modo estúpido, igual de estúpidamente que había vivido. Intentó la huida incendiando la celda en la que estaba encerrado, para que acudiera la guardia a abrirla. Nadie lo socorrió: se asfixió por el humo que él mismo había provocado. Leupold, el más moderado de los hermanos, resultó finalmente ser el más duro: ni confesó ni se retractó en ningún momento. Tuvieron que soltarlo, lo expulsaron de la ciudad junto con su facción: yo conseguí unirme a ellos. Dejé Augsburgo en diciembre del veintisiete para no volver jamás.
Eloi es una forma oscura en la silla tras la gran mesa de trabajo de abeto:
—¿Adónde fuiste, entonces?
—En Augsburgo me enteré de que un viejo compañero de estudios vivía en Estrasburgo. Se llamaba Martin Borrhaus, más conocido como Cillerero. Hacía cinco años que no lo veía y que él no tenía noticias mías. Cuando le escribí para pedirle ayuda, me demostró que era un verdadero amigo.
El vaso está lleno de nuevo, me ayudará a recordar o me embriagaré, no tiene mucha importancia.
—¿Así que te fuiste a Estrasburgo?
—Sí, al paraíso de los anabaptistas.
Estrasburgo, Alsacia, 3 de diciembre de 1527
El taconeo del ujier me precede rápido entre las paredes. Una tras otra se suceden grandes habitaciones, donde se cruzan miradas de personajes retratados en telas y tapices, objetos de sobremesa de toda factura y material atestan la madera reluciente y el mármol de muebles valiosos.
Soy invitado a acomodarme en un diván en medio de dos ventanales. Las cortinas apenas disimulan los majestuosos esqueletos de los tilos del parque. El ujier avanza, con sus negras botas, llama a la puerta y se asoma dentro. La voz de un chiquillo canturrea extraños sonidos que también yo recuerdo haber aprendido de memoria, en los años de estudio de las lenguas clásicas.
—Señor, ha llegado la visita que esperabais.
La respuesta es una silla que chirría al ser arrastrada por el suelo y una voz amable y apresurada que interrumpe la del estudiante:
—Bien, muy bien. Ahora me ausentaré un momento. Tú mientras tanto repasa los ejemplos de
eurisco y gignosco
, ¿de acuerdo?
Se detiene, justo detrás de la puerta, una entrada de actor consumado:
—En un lugar y en un tiempo mejores, ¿no es así?
—Eso espero, amigo mío.
Martin Borrhaus, apodado Cillerero, es uno de los que nunca hubiera esperado volver a encontrar. Me habían llegado noticias de su nombramiento como preceptor de los hijos de un noble, y estaba convencido de que nuestros caminos se habían alejado demasiado.
Él, por el contrario, sostiene que siempre esperó que volveríamos a vernos y, desde que está en Estrasburgo, que nuestro encuentro tendría lugar aquí. Dice que los estudiantes que abarrotaban las aulas de Wittenberg alimentando simpatías por Karlstadt más que por Lutero y Melanchthon, han pasado por esta ciudad de Alsacia. El propio Karlstadt lo ha hecho.