De Wittenberg, el día 28 de mayo de 1525,
el fiel observador de Vuestra Señoría,
Q.
Carta enviada a Roma desde la ciudad imperial de Augsburgo, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 22 de junio de 1526.
Al muy munificente y honorable señor Giovanni Pietro Carafa, en Roma.
Su Ilustrísima Excelencia ha querido honrar con un cumplido inmerecido y con una gracia en exceso grande a quien simple y humildemente aspira a servir a Dios por medio de Vuestra Merced. Mas para no querer faltar a las órdenes de Vuestra Señoría y confiando plenamente en vuestra prudencia, apenas recibí la última misiva, me puse en camino hacia esta gran ciudad imperial con el fin de cumplir con la consigna de mi señor.
A propósito de esta última tengo que informar de la esplendidez con que el joven Fugger me recibió en atención a vuestra recomendación. Se trata de un hombre devoto y avisado, que posee toda la prudencia de su tío y su misma habilidad para el cálculo, unidas al coraje y al espíritu emprendedor propios de su joven edad. La desaparición del viejo Jacob Fugger, hará ahora ya dos años, no ha afectado a las actividades y a los ilimitados intereses de la más rica e influyente familia de Europa; el celo con que el sobrino atiende los negocios que fueron de su tío solo se ve superado por su cristianísima devoción y fidelidad a la Santa Sede. Salta a la vista la sencillez y abstinencia sincera en un joven como Anton Fugger, si se la compara con lo ingente de su crédito en oro en todas las cortes de Europa.
Respecto a la reanudación de la guerra y a la nueva alianza concertada por la Santa Sede con Francia, él, proveedor del Emperador, se ha tomado la molestia, acaso esperando una intercesión mía ante V.S., de ratificar su neutralidad; la misma neutralidad, permítaseme añadir, que solo puede emanar del oro purísimo. Mi impresión es que le importa bien poco a este piadoso banquero quién contraiga un crédito de sus arcas, sea este imperial o francés, católico o luterano, cristiano o musulmán; para él lo esencial es cuánto y en qué forma. Que esta guerra sea ganada por unos o por otros, no existe gran diferencia a sus ojos, pero, bien mirado, el estado ideal para este joven financiero no es otro que el de tablas, o de una guerra permanente que no tenga vencedores ni vencidos y mantenga atadas a los cordones de su bolsa a las cabezas coronadas de todo el orbe.
Pero no he sido enviado a Augsburgo para emitir juicios acerca de los banqueros. En relación, así pues, al crédito que V.S. ha querido abrir a mi nombre, Fugger se ha manifestado honrado de poder contar entre sus clientes a una persona a la que tiene en tan alta estima y que se duele de no poder conocer personalmente, como es Vuestra Señoría. Él ha considerado necesario proporcionarme un símbolo, que permita a sus coligados reconocerme en cada ciudad del Imperio y a mí retirar el dinero en todas sus filiales, garantizándome así la máxima libertad de movimientos. Por razones que es fácil colegir no ha querido informarme del tipo de crédito abierto, dejando apenas intuir que se trata de una cuenta «ilimitada». Por mi parte, Dios no quiera que falte yo al respeto a V.S., no he considerado oportuno preguntar más. Dicho lo cual, me apresuro ahora a informar a V.S. de que trataré de administrar el privilegio que ha querido concederme con moderación y prudencia, en la medida de mis posibilidades, comunicando de forma preventiva a mi señor cada utilización de las sumas puestas a mi disposición.
No me queda sino expresar mi agradecimiento a V.S. por la infinita munificencia y encomendarme a su gracia en espera de nuevas noticias.
Que Dios misericordioso quiera conceder salud a mi señor y su mirada magnánima no abandone a este indigno siervo de Su Santa Iglesia.
De Augsburgo, el día 22 del mes de junio del año 1526,
el fiel observador de Vuestra Señoría,
Q.
Carta enviada a Roma desde la ciudad imperial de Augsburgo, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 10 de junio de 1527.
Al muy honorable señor mío, Giovanni Pietro Carafa, felizmente librado de las inmundas filas de los herejes bárbaros.
La noticia de saber que Vuestra Señoría está sana y salva llena mi corazón de contento y alivia finalmente el pesar que en estos terribles días me ha quitado el sueño. El solo hecho de pensar en el solio de San Pedro devastado por los nuevos vándalos me hiela la sangre en la las venas. No me atrevo a imaginar qué tremendas visiones y qué pensamientos de muerte deben de haber asaltado a V.S. Eminentísima en tales momentos. Nadie mejor que este devoto siervo puede conocer la brutalidad y la impiedad de los alemanes, soldadotes inmundos atiborrados de cerveza e irrespetuosos con toda autoridad, con todo lugar santo. Bien sé que mancillar las iglesias, decapitar las efigies sagradas de los santos y de la Virgen es considerado por ellos como un mérito de fe, aparte de como un verdadero solaz.
Pero tal como V.S. afirma en su misiva, el escándalo no podrá quedar impune; si Dios omnipotente ha sabido castigar la arrogancia de estas bestias desencadenando sobre ellas la peste, no dejará de castigar a quien les ha abierto la jaula, dejando que se esparcieran por Italia: si no ante el Santo Padre, el Emperador deberá responder de ello en presencia de Dios.
El Habsburgo finge, en efecto, no saber que en su ejército y en el de sus príncipes anida toda una milicia de herejes: luteranos que no tienen ningún respeto por nada ni por nadie. No me faltan, efectivamente, razones para creer que no ha sido una mera casualidad que el mando de la campaña de Italia le fuera confiado a Georg Frundsberg y a sus lansquenetes. Estos son conocidos aquí por su inhumana crueldad e impiedad, aparte de por la simpatía que sienten por Lutero. No me extrañaría en absoluto si lo que hoy parece el resultado indeseado de una correría de bárbaros mercaderes, mañana se revelase el fruto de una decisión militar e interesada del Emperador. El saco de Roma debilita al Santo Padre y lo deja inerme en manos del Habsburgo. Este último ha encontrado así la manera de ser a un tiempo paladín de la fe cristiana y valedor de la Santa Sede.
No puedo, por tanto, sino compartir las durísimas palabras de condena y de desprecio de Vuestra Señoría, cuando afirma que Carlos amenaza cada vez más de cerca y sin ningún pudor la autonomía de la Iglesia y que deberá pagar por esta inaudita afrenta.
Ruego, pues, al Altísimo para que quiera asistirnos en el gran misterio de la iniquidad que nos rodea y conceda a Vuestra Señoría resistir contra quien se dice defensor de la Santa Iglesia de Roma, cuando no tiene ningún escrúpulo en permitir a su inmunda soldadesca el devastarla.
Sinceramente fiel me encomiendo a V.S. besando sus manos,
De Augsburgo, el día 10 de junio del año 1527,
el fiel observador de Vuestra Señoría,
Q.
Carta remitida desde la ciudad imperial de Augsburgo, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 17 de septiembre de 1527.
Al eminentísimo y reverendísimo señor Giovanni Pietro Carafa, en Roma.
Muy honorable señor mío:
En esta grave hora de incertidumbre únicamente me está permitido apelar a la misericordia de Dios, consciente de que Su luz, por medio de la bondad que Vuestra Señoría continúa manifestando para conmigo, puede indicar a este indigno mortal el camino a seguir en medio de las tinieblas que nos rodean. Y es por ello por lo que me apresuro a referir cuanto aquí sucede, en el podrido corazón del Imperio, en la esperanza de que alguna de mis palabras pueda ser de ayuda a los designios de Vuestra Señoría.
La Sajonia del Elector se apresta a modificar su propio ordenamiento eclesiástico: el último acto de la labor comenzada ahora hace ya diez años está a punto de tener lugar. Desde la muerte de Federico el Sabio, hace de ello dos años, se hizo clara en efecto la intención de su hermano Juan de continuarla a partir del punto en que su predecesor había tenido que interrumpirla. Pues bien, el nuevo ordenamiento concede al propio príncipe la elección de los párrocos, quienes ahora pueden tomar mujer; un Consistorio de doctores y superintendentes lo aconsejan en su selección; el patrimonio de la Iglesia está puesto bajo el control del príncipe, que más pronto o más tarde procederá a apropiárselo enteramente, así como la enseñanza de la doctrina y la gestión de las escuelas; la formación de las nuevas promociones de teólogos luteranos está así garantizada. En Marbur—go ha sido fundada la primera universidad herética.
El modesto parecer del siervo de Vuestra Señoría es que la peste luterana es ya invencible por medio de las solas fuerzas humanas, y que únicamente es posible intentar una contención dentro de las fronteras que hasta ahora ha ganado. Mas los acontecimientos de los últimos años han enseñado a este pobre soldado de Dios que con frecuencia lo que parece un mal, en los altos designios del Altísimo puede transformarse en un bien. El matrimonio de la fe herética con los príncipes alemanes hace que aquella no pueda desvincularse ya de estos últimos y de las alianzas que quieran establecer. Pueden revelarse excelentes aliados contra el Emperador y ya ahora no es raro encontrar mensajeros y embajadores franceses a lo largo de los caminos de estas landas germánicas. Sin duda es prematuro esperar un inminente amotinamiento de los príncipes contra Carlos, pero no es de locos preverlo para el futuro. Creo yo, mi señor, que nuestros cálculos se revelarán en el curso del tiempo de lo más acertados y premonitorios. Por tanto, si la suerte de la guerra en Italia se inclina en favor de los franceses, consuélese V.S. pensando que de aquí a pocos años Carlos corre el riesgo de ver sus propios confines orientales atrapados entre el Turco y los príncipes luteranos. Entonces, su poder comenzará verdaderamente a vacilar.
Pero existe un mal sutil que apunta en esta infortunada tierra del que me apresuro a darle noticia.
En las últimas semanas se ha visto a esta ciudad sacudida por la represión contra los llamados anabaptistas. Estos blasfemos llevan a sus extremas consecuencias las pérfidas doctrinas de Lutero. Rechazan el bautismo de los niños, pues consideran que el Espíritu Santo únicamente puede ser aceptado por voluntad del fiel que lo recibe; rechazan la jerarquía eclesiástica y se unen en comunidades, cuyos pastores son elegidos por los mismos fieles; niegan la autoridad doctrinal de la Iglesia y consideran la Escritura como la única fuente de verdad; pero, peores en esto que Lutero, se niegan asimismo a obedecer a las autoridades seculares y pretenden que sean las propias comunidades cristianas las que desempeñen la administración cívica. Además, se oponen a la riqueza y a todas las formas seculares del culto, las imágenes, las iglesias, las vestiduras sagradas, en nombre de la igualdad de todos los descendientes de Adán. Quisieran subvertir el mundo de arriba abajo y no es casualidad que muchos veteranos de la guerra de los campesinos hayan simpatizado con ellos, abrazando su causa.
Las autoridades se las verán y desearán para reprimir a estos seducidos por Satanás, que justo el pasado mes se dieron cita aquí en Augsburgo para celebrar un sínodo general. Afortunadamente en pocos días casi todos sus jefes fueron encarcelados. Entre ellos no figuran hombres del peso de Thomas Müntzer, y no obstante el peligro que representan se augura más grave del que pudiera hacer pensar su actual número. Sus herejías, en efecto, parecen difundirse por todo el sureste de Alemania con suma facilidad y rapidez. Tienen predilección por las clases bajas, los trabajadores manuales, que permanecen inficionados con el odio que incuban contra sus superiores. Las poblaciones de los campos, ignorantes y descontentas, participan a menudo en sus rituales en los bosques cediendo al encantamiento de Satanás. Precisamente por el hecho de no estar vinculados a ningún ordenamiento civil y religioso, estos anabaptistas, que se llaman entre sí hermanos, propagan más fácil y rápidamente su propia peste de lo que el mismo Lutero ha conseguido hacerlo en los últimos tiempos; es fácil prever que su número se acreciente y pronto el anabaptismo rebase los límites de esta ciudad. En cualquier parte donde haya un campesino o un artesano descontento, hambriento o maltratado, hay un hereje en potencia.
He aquí por qué no dejaré de recoger informaciones y de seguir lo más cerca que me sea posible la suerte de estos descreídos, a fin de proporcionar a V.S. nueva materia de valoración.
No quedándome nada más que decir, beso las manos de Vuestra Señoría, encomendándome a la benevolencia de quien acostumbra a hacerme el honor de concederme el seguir prestando estos pobres ojos a la causa de Dios.
De Augsburgo, el día 17 de septiembre del año 1527,
el fiel observador de V.S.,
Q.
Carta enviada a Venecia desde la ciudad imperial de Augsburgo, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 1 de octubre de 1529.
Al eminentísimo señor mío Giovanni Pietro Carafa, en Venecia.
Mi muy honorable señor, el ánimo de este siervo se llena de gratitud y de emoción por la posibilidad que se le ofrece de comparecer ante vuestra presencia. No tengáis ninguna duda de que pueda faltar a la cita: la paz ha vuelto los caminos de Lombardía más seguros y este hecho, unido a la urgencia que tengo de ver a mi señor, me hará quemar las etapas hasta Bolonia. Siento de todo corazón que el santo padre Clemente haya tenido que aceptar una tan vil componenda con Carlos, concediéndole esta coronación oficial en Bolonia; la victoria sobre los franceses en Italia y ahora este reconocimiento pontificio enaltecerán a Carlos V al rango de los más grandes césares de la Antigüedad, sin que él posea ni una gota de sus virtudes ni de su rectitud. Mandará en Italia con arreglo a su voluntad, y mi parecer es que este congreso tendrá a los estados italianos, y al pontificio por encima de todos, como espectadores impotentes de las decisiones del Emperador. Pero ya basta: vae victis, no más por ahora, en la esperanza de que Dios misericordioso conceda a los ánimos devotísimos como el de Vuestra Señoría la gracia de saber poner coto a la arrogancia de este nuevo César.
Precisamente a dicho respecto me permitiré seguir haciendo uso de la franqueza a la que Vuestra Señoría tan magnánimamente ha querido acostumbrarme, dado que el libre divagar del pensamiento, tan desprejuiciado como seguro de provocar la sabia sonrisa de mi señor, me lleva a decir que actualmente los enemigos de Carlos son tres: el rey de Francia, católico; los príncipes germanos, de fe luterana; y el turco Solimán, infiel; y que si aquellos fueran capaces de hacer prevalecer su común interés antiimperial sobre la diversidad de creencias, golpeando al Imperio a la vez y de común acuerdo, entonces no cabría duda de que aquel vacilaría como una tienda sacudida por un vendaval, y con ella también el trono de Carlos. Pero estos ojos han recibido la orden ya de dedicar sus observaciones a los asuntos de Alemania y no al mundo entero, de ahí la necesidad de callar, en la espera impaciente de reunirme con Vuestra Señoría en Bolonia, y poder hablarle personalmente de la situación alemana y en particular de la de los herejes anabaptistas a los que V.S. recordará haberme oído hacer mención ya varias veces con anterioridad.
En la esperanza de no retrasarme un solo día a la cita, beso las manos de Vuestra Señoría y me encomiendo a su gracia.