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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Q
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Nadie te hará ningún daño.

Liberé dentro de ella, sin impetuosidad, días, meses de tensiones y deseo, jadeando a cada toque y leve movimiento. Los sutiles gemidos de Dana no demandaban palabras ni promesas: me incliné, la boca buscaba su pecho, primero rocé, luego apreté los labios sobre un pezón. Sostuve su rostro y los cabellos, más cortos que los de un mozo, entre las manos, dentro de ella, largo rato, durante un tiempo que no recuerdo, hasta que se durmió estrechamente apretada contra mí.

Se fueron tres días después, dejando abandonados los restos de las carcasas al lado de los hoyos negruzcos de los fuegos en la nieve y la treintena de desesperados sin paga desde hacía meses. Los recién llegados se revelaron útiles: casi todos eran gente de campo, pero sabían emplear las armas y formar en orden de combate.

El primer viernes de cada mes se celebraba en Mühlhausen un gran mercado artesanal, al que acudían gentes de los cuatro confines de Turingia, de Halle y de Fulda, de Allstedt y de Kassel. Según Pfeiffer, aquel era el día en que debíamos intentar la entrada a la ciudad, ocultos entre la gran masa de personas que cruzaba sus puertas. Se acercaba diciembre. Comenzamos a establecer contactos dentro de Mühlhausen, entre los mineros del conde de Mansfeld, entre los habitantes de Salza y Sangerhausen. El primer viernes de diciembre la ciudad de los cerveceros estaría llena de una multitud interesada en algo muy distinto que en algún cesto de paja.

Capítulo 22

Mühlhausen, 1 de diciembre de 1524

Artículo séptimo
: De ahora en adelante un señor no debe aumentar ya los gravámenes a su antojo […] Sin embargo, cuando el señor tenga necesidad de un servicio, el campesino se lo proporcionará obedientemente y de buen grado; mas lo hará en los días y en las horas en que ello no pueda causarle ningún perjuicio a él, y recibiendo a cambio la adecuada compensación económica.

Artículo octavo
: […] Pedimos que el señor haga examinar estos bienes [que usufructuamos] por gente de confianza, a fin de decidir cuál es el canon justo, para que el campesino no haga un trabajo sin paga ninguna, puesto que si hubo un trabajo es su derecho verse recompensado.

Artículo noveno
: […] Es convicción nuestra que hay que atenerse a las penas del viejo ordenamiento jurídico escrito, que prevé un juicio objetivo y no uno dictado por su simple albedrío.

El olor penetrante y desagradable de las sustancias utilizadas para curtir las pieles hace que la guardia que protege la puerta se dé prisa. Se deja pasar al curtidor tras un control muy expeditivo, y junto con él también a su nutrido acompañamiento, en el que nadie tiene ocasión de identificar a un viejo conocido de la ciudad imperial, a un ex estudiante de Wittenberg, a un minero descomunal y a una joven de ojos de jade.

Las calles de Mühlhausen están atestadas de carros, tirados en medio de aquel atolladero de gente por bueyes, caballos, mulos cansados y, no raramente, humanos. Enormes balumbas, aplastadas por un enredijo de cuerdas y cordeles, a menudo tan altas que oscurecen las ventanas de las casas. Cargados de útiles de toda clase de oficios, muebles para todo tipo de habitaciones, ropas para individuos de todo género. Asoman por cada esquina, cuando menos se lo espera uno, precedidos por los gritos del carretero que pide que se le deje libre el paso, a una velocidad cada vez mayor para no dar lugar a empujones, choques y pisotones.

En las calles más anchas, a ambos lados, tienen sus puestos los vendedores peor equipados, con la mercancía colocada en el mismo suelo; mientras que en la plaza están los que por lo menos cuentan con dos palos y un toldo de protección o carros lujosos que con juegos de bisagras y ensambladuras se transformaban en tiendas propiamente dichas. Hay quien ilustra a fuerza de gritos las cualidades de sus productos y quien prefiere llamarte con un cuchicheo, como si hubiera intuido que eres precisamente tú quien sabrá apreciar su increíble oferta; tampoco faltan quienes mandan aquí y allá a sus mozos para abordar a los clientes y ofrecen cerveza a quien se entretiene para hacer un trato. Muchas familias dan vueltas cogidas a una cuerda, temerosas de que la confusión y el caos arrastre a alguno.

Elias escruta a la multitud. En la zona de los vendedores de objetos de alfarería ha reconocido ya a los de Allstedt. Una mirada a la parte de los vidrieros confirma la llegada de los campesinos del Hainich. Más allá, los que saludan alzando la Biblia deben de ser de Salza.

Ottilie levanta la vista, en espera de la señal. Ha identificado ya al gaznápiro, uno del Consejo de la ciudad, que le ha indicado Pfeiffer. Tenemos que esperar a los mineros de Mansfeld, que no se han dejado ver aún. Sin ellos, no se hace nada.

Un chiquillo se abre paso entre el gentío:

—¡Señor, necesitáis un traje nuevo! Venid a visitar la tienda de mi padre, os llevaré yo, señor…

Se agarra a mi casaca.

Me vuelvo molesto, y él susurra:

—Los hermanos mineros ya están aquí, detrás del carro de los ladrillos.

Doy un tirón a Elias:

—Empecemos, estamos todos.

Dejo caer una moneda en la palma abierta del pequeño mensajero, una caricia en la frente, y me preparo a disfrutar de la escena.

Ottilie se acerca a su hombre, en el punto de mayor gentío, frente a un
luthier
. Se pone detrás de él y aprieta ligeramente el pecho contra su espalda, bisbisea algo acercando los labios a su oído y dejando que sus rubios cabellos le rocen un hombro. Luego, con una mano, comienza a trabajarle la entrepierna. Veo la nuca del pobre bobo ponerse del color de la grana. Se alisa la barba nervioso: no resiste. Permaneciendo vuelto, se dobla ligeramente y comienza a meterle el brazo por debajo de la falda. Cuando ha alcanzado ya las zonas altas, Ottilie levanta la mano tentadora, se echa hacia atrás y, bloqueándole el brazo en esa escandalosa postura, comienza a gritar, mientras con la otra mano lo abofetea hasta decir basta.

—Bastardo, gusarapo, gusarapo asqueroso. ¡Que Dios te maldiga!

Es la señal. En torno a Ottilie prende la refriega, mientras desde las cuatro esquinas de la plaza comienzan a avanzar, compactos, nuestros hermanos. Derriban las mercancías, agreden a los vendedores, pisotean a los cerveceros.

—Las manos debajo de las faldas, ¿esto es lo que saben hacer los señores de Mühlhausen?

El primero en llegar hasta nosotros es un campesino, que se ha abierto paso como un ariete, cogiendo a los burgueses que se le ponían a tiro de la pechera y partiéndoles la cara a cabezazos. Inmediatamente después llega uno de los mineros, con una brazada de arcabuces, garrotes y cuchillos robados a un armero.

—Esto es para vosotros —dice—. ¡Y hay bastantes más!

—Maldito cervecero —continúa gritando Ottilie—. Lo reconozco: ¡es uno del Consejo!

Grito a voz en cuello:

—¡Nos han vendido a los vendedores de cerveza!

Las voces se multiplican y aumentan de volumen:

—¡Consejeros bastardos, vendidos, fuera de Mühlhausen!

Muchos de los que gritan ni siquiera han asistido a la puesta en escena y creen que se trata de un motín para suplantar al Consejo. Y no les falta razón.

Todo ocurre con la máxima rapidez. La marea humana, como atraída por un misterioso imán, comienza a invadir la Kilansgasse, que lleva de la plaza del mercado hasta el Ayuntamiento. Algunos arroyuelos se dispersan aquí y allá: almas piadosas necesitadas de hacer una visita a las iglesias.

De golpe miro a mi alrededor y descubro que me he quedado solo; Elias, Heinrich y Ottilie han desaparecido. A mi lado un campesino manda al suelo a su adversario, hasta demasiado bien vestido, con un codazo en la mandíbula y un puñetazo bajo las costillas.

—¡Sí, hermano, machaquemos a los impíos como si de perros se tratara! —le grito exaltado.

La guardia procura por todos los medios no dejarse ver. La ciudad es nuestra.

Suena la primera campanada del toque de queda. Encuentro a los demás en el Pozo del Arcángel, donde nos hemos dado cita por si nos perdíamos de vista. Hay otros dos que no me parece conocer.

Pfeiffer hace los honores de casa:

—¡Oh, aquí tenemos a nuestro estudiante rebelde! Estos son Briegel y Hülm, dos de los ocho representantes del pueblo de Mühlhausen.

—¡Y estas —me dice uno de ellos dos, agitando lo que parece una gran sonaja— son las llaves de nuestra ciudad!

—… Es decir —completa el otro—, el derecho a decidir quién debe quedarse fuera y quién puede entrar.

—Lo hemos conseguido. Thomas podrá volver —anuncia Ottilie con una sonrisa.

—En cuanto a vosotros —prosigue dirigiéndose a Briegel y a Hülm—, la libre ciudad imperial de Mühlhausen os da la bienvenida.

Capítulo 23

Mühlhausen, 15 de febrero de 1525

Artículo décimo
: Sufrimos gravámenes por el hecho de que algunos están apropiándose de pastos y campos, que pertenecían en el pasado a la comunidad. Nosotros volvemos a quitárselos, poniéndolos de nuevo en manos de la comunidad, a menos que no hayan sido legítimamente adquiridos […]

Artículo undécimo
: Es voluntad nuestra abolir de forma definitiva la usanza llamada velatorio.

Artículo duodécimo
: Es decisión nuestra, de la que estamos plenamente convencidos, que, si uno o más artículos de los enumerados no fueran conformes a la palabra de Dios, entonces opinamos que no deben seguir vigentes […] Es nuestro deseo rezar a Dios, porque solo Él, y nadie más que Él, puede concedernos todo esto. La paz de Cristo sea con todos nosotros.

La noticia de su llegada corre de boca en boca, calle principal arriba. Dos alas de gente se hacinan para poder saludar al hombre que ha desafiado a los príncipes, gente del común y campesinos que han acudido de las pequeñas ciudades limítrofes. Casi lloro de la emoción. Magister, he de contártelo todo, cómo hemos luchado y cómo hemos conseguido estar aquí, hoy, recibirte, sin que haya un solo esbirro por los alrededores. Están muertos de miedo, cagaditos están, pues si aparecen corren un gran riesgo. Estamos aquí, Magister, y contigo podemos poner esta ciudad patas arriba y hacer salir de su escondrijo al Consejo. Ottilie está a mi lado, los ojos relucientes, un lindo vestido, de un blanco que la hace destacar en medio de la masa de toscos burgueses. ¡Aquí está! Asoma por la esquina sobre un caballo negro, con Pfeiffer a su lado, que ha ido a su encuentro por la calle. Dos brazos de acero me estrechan por detrás y me levantan a media altura.

—¡Elias!

—¡Amigo, ahora que está él, los del Consejo se ciscarán de miedo, ya verás!

Una risotada descompuesta, tampoco el rudo minero del Erz consigue contener el entusiasmo.

Magister Thomas se acerca, mientras la multitud se cierra tras él y lo sigue. Advierte la señal de saludo de su mujer y se baja del caballo. Un fuerte abrazo y una palabra susurrada que me es imposible captar. Luego se dirige a mí:

—Salud, amigo mío, me alegra encontrarte sano y salvo en un día como este.

—No hubiera faltado ni aunque hubiera perdido las piernas, Magister. El Señor ha estado con nosotros.

—Y con ellos… —Un gesto indicando a la multitud.

Pfeiffer sonríe:

—Vamos, ahora debes hablar en la iglesia, ellos quieren oír tus palabras.

Un gesto:

—Muévete, no querrás quedarte atrás.

Tiende la mano a Ottilie y la ayuda a subir a su caballo.

Corro hacia el portal de Nuestra Señora.

La nave está a rebosar, la gente se aglomera hasta en la explanada de delante de la iglesia. Desde el púlpito, el Magister recorre con la mirada aquel mar de ojos, y extrae de él la fuerza de su palabra. Se hace rápidamente el silencio.

—Que la bendición de Dios descienda sobre vosotros, hermanos y hermanas, y os conceda escuchar estas palabras con corazón firme y abierto.

Ni una respiración.

—Que el rechinar de dientes que se alza hoy de los palacios y de los conventos contra vosotros, los insultos y las blasfemias que los nobles y los monjes lanzan contra esta ciudad, no agiten vuestros ánimos. ¡Yo, Thomas Müntzer, saludo en vosotros, en esta muchedumbre aquí reunida, a la gloriosa, por fin despierta, Mühlhausen!

Se alza una ovación, el saludo agradecido del pueblo.

—Escuchad. Ahora oís a vuestro alrededor el vocear confuso, iracundo, rabioso, de quienes desde siempre nos oprimen: los príncipes, los abates cebones, los obispos, los notables de las ciudades. ¿No oís su ladrar, allí fuera, bajo las murallas? Pues es el ladrar de los perros a los que han arrancado los colmillos, hermanos y hermanas. Sí, los perros con las hordas de sus soldados, de sus exactores, nos han enseñado que existe el miedo, nos han enseñado siempre a obedecer, a agachar la cerviz en presencia suya, a tener que mostrarnos obsequiosos como esclavos ante los amos. Ellos, que nos han obsequiado con la incertidumbre, el hambre, los impuestos, las cargas… Ellos, hoy, hermanos míos, lloran de rabia porque el pueblo de Mühlhausen se ha alzado en pie. Cuando uno solo de vosotros se negaba a pagarles los tributos, o a devolverles lo que se les debía, podían hacerlo azotar por sus mercenarios, podían mandarlo a prisión y darle muerte. Pero vosotros hoy, aquí, sois millares. Y ya no podrán azotaros, porque ahora sois vosotros quienes tenéis el látigo en vuestras manos, no podrán mandaros ya a prisión, porque sois vosotros quienes habéis tomado las prisiones y habéis arrancado las puertas, no podrán ya mataros ni arrebatar al Señor la devoción de Su pueblo, porque Su pueblo está en pie y vuelve la mirada hacia el Reino. Nadie podrá deciros ya haz esto, haz lo otro, porque desde el día de hoy viviréis en hermandad y comunión, según el orden grato al Señor, y ya no habrá quien trabaje la tierra ni quien disfrute de su fruto, pues todos trabajarán la tierra y gozarán de sus frutos en comunidad, como si fueran hermanos. ¡Y el Señor será honrado, puesto que no habrá más amos!

Otro retumbo de entusiasmo se deja oír en la caja de resonancia del ábside y diríase el grito de diez mil.

—Mühlhausen es piedra de escándalo para los impíos de la tierra, es la premonición de la ira de Dios que está a punto de arrollarlos y es por esto por lo que tiemblan como perros. Pero esta ciudad no está sola. Por el camino que he recorrido para llegar aquí desde Basilea, por todas partes, en cada ciudad, desde la Selva Negra hasta Turingia, he visto alzarse a campesinos armados con su fe. Detrás de vosotros está formándose el ejército de los humildes que quieren romper las cadenas de la esclavitud. Ellos tienen necesidad de una señal. Vosotros debéis ser los primeros. Hacer lo que otros muchos, en otras partes, por temor se demoran en hacer todavía. Pero tened el pleno convencimiento de que vuestro ejemplo será seguido por otras ciudades, vecinas y tan lejanas que ignoramos hasta su nombre. Vosotros debéis abrir el camino del Señor. Nunca nadie podrá quitaros el orgullo de esta empresa. ¡Yo saludo en vosotros a la libre Mühlhausen, la ciudad en que Dios ha posado Su mirada y Su bendición, la ciudad de la revancha de los humildes contra los impíos de la tierra! ¡La esperanza del mundo comienza a partir de aquí, hermanos, comienza a partir de vosotros!

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