Pasamos por la plaza del Mercado, pura ebriedad de olores a inciensos, perfumes y especias de las Indias, los colores de las sedas chinas que ondean al sol, los siete Electores que se inclinan ante el Emperador justo encima de nuestras cabezas, en el reloj de la iglesia de Nuestra Señora.
Hans Hut, el librero, desde que hemos entrado en la ciudad, se demora con el Magister inmediatamente detrás de nosotros, a paso deliberadamente más lento. Motivo: sostiene que en Nuremberg, se entre por la puerta que se entre, todo el que siga de forma instintiva el río de gente se encontrará más pronto o más tarde metido dentro de una corriente invisible en la plaza de San Lorenzo. Así, para no influir en el resultado del experimento, se mantiene a distancia, dado que estas calles no guardan ningún secreto para él. A pesar de esta precaución, la demostración se ve igualmente falseada, puesto que las torres de San Lorenzo aparecen en toda su grandiosidad tan pronto como atravesamos el puente sobre el río que divide la ciudad.
Hay un ir y venir frenético en la imprenta. Jornada de encuentros importantes: un hervidero de contactos, diálogos, proyectos que anuncian nuevas semanas de convulsiones y altercados. Los campesinos están soliviantados: no pasa día sin que lleguen noticias de saqueos, insurrecciones, peleas intrascendentes que desembocan en tumultos, de región en región. La red de contactos que el Magister va cultivando con obsesiva precisión desde hace años es extensa y ramificada y nunca cesa de ensancharse y proporcionar noticias. Además, está precisamente la imprenta; esa técnica asombrosa que, igual que un incendio en un verano seco y ventoso, se desarrolla día a día, nos da abundancia de ideas para mandar lejos y con más prontitud los mensajes y las instigaciones que llegan a los hermanos, aparecidos como setas por todas partes del país.
Los dos aprendices están frenéticamente ocupados en el trabajo, en la gran imprenta de micer Hergott, en Nuremberg. Las manos transforman la tinta sobre el simple papel en caracteres de plomo que multiplican las palabras. Rápidas miradas y dedos ágiles que recomponen los escritos del Magister: proyectiles que serán disparados en todas direcciones por el más poderoso de los cañones. La prensa, en un rincón, parece dormir en espera de imprimir el sello final.
No ha sido difícil convencerlos. Hergott estará fuera de la ciudad durante una semana y la presencia simultánea de Hut, Pfeiffer, Denck y Magister Thomas bastaría para convencer a cualquiera: la vorágine de los discursos, la pasión y la fe de estos hombres, convencerían a los mismos muertos para volver al trabajo.
Sonrío pensativo, pendiente de todos modos del diálogo que se desarrolla en torno a la mesa, en la trasera de la imprenta. Están discutiendo acaloradamente. Hans Hut es de por estas tierras, vive en Bibra, a pocas leguas de aquí, excelente difusor de grabados desde hace ya algunos años. Imprimió las primeras partes del Evangelio traducido por Lutero, lo que le valió un gran crédito, crédito que sin embargo no percibió de los bancos de los príncipes. Dada la ingente montaña de trabajo, está tratando de abrir una imprenta propia, en Bibra: iniciativa importante, que quizá vea la luz en estas semanas. En cualquier caso, conoce todas las técnicas corrientes de impresión y su parecer resulta imprescindible.
Johannes Denck aparenta mi edad, astuto como una garduña, también es de por aquí, perfectamente conocido de las autoridades locales, pero desde hace ya bastante tiempo anda viajando por comarcas y pueblos, hasta las mismas regiones del mar del Norte. Provocador, agitador de oficio, conviene tenerlo como amigo para evitar que su espíritu libre se vuelva en contra de uno. Muestra no menos brillante inteligencia también para las Escrituras: la ciudad está alborotada por un discurso suyo en el que enumeraba cuarenta paradojas encontradas en los Evangelios. Afirma que para el fiel «no existe otra guía» en la lectura «que el mundo interior de Dios, que proviene del Espíritu Santo». El Magister aprecia su agudeza, su sagacidad y el bagaje de noticias que ha acumulado a lo largo de sus viajes. El texto que escribió en Mühlhausen y que hemos traído aquí habla también de estas cosas.
—Ese amasijo de carne fláccida que reside en Wittenberg, fray Engañabobos, quiere mantener la Escritura lo más alejada posible de la mirada de los campesinos. ¡Teme ser derrocado del trono en el que posa su querido culo! ¡Y los campesinos deben mantener la cabeza gacha sobre el arado mientras él hace de nuevo Papa! ¡Una infamia como esta no puede durar más tiempo, ha de ser desenmascarado! La palabra del Señor ha de estar al alcance de todos, y sobre todo los humildes deben poder conocerla directamente y meditarla en conciencia, sin que tenga que pasar necesariamente por la babosa boca de los escribas.
Es el Magister quien habla. Denck asiente e interviene:
—Esta es la pura verdad. Pero hay que vérselas también con otros problemas. Los campesinos no lo son todo. También están las ciudades: ya visteis lo que pasaba en Mühlhausen. Como te decía, pasé unos meses increíbles en ese puerto del mar del Norte, Amberes. Allí los mercaderes son ricos y fuertes, el tráfico naviero aumenta cada hora que pasa y la ciudad es un hervidero de ánimos inquietos. Hay un hermano allí, uno que pone tejados de pizarra, para muchos tosco e ignorante, que predica e incita a la rebelión de los espíritus libres contra los impíos. Si vieras a quién consigue arrastrar: peleteros, armadores, mercaderes de piedras preciosas con sus ilustres familias, junto con cerveceros, carpinteros y vagabundos. El dinero, en una palabra, y el dinero sirve para sufragar todas las causas. Los jodidos burgueses de nuestras ciudades son unos gazmoños, propensos a permutar pequeñas ventajas a cambio de la sumisión de los campesinos y el mantenimiento de los príncipes. ¡Es con sus culos con los que habría que emprenderla a patadas!
—¡Si conseguimos hacernos con sus establecimientos para imprimir nuestros escritos no habrá ninguna necesidad de dinero! —se ríe Hut.
—¡Tú calladito, pues llevamos meses haciendo proyectos para tu nueva imprenta y mientras tanto nos obligas a hacer de saltimbanquis! —le espeta Pfeiffer.
—¡No, no, esta vez se hará! En menos de un mes estará lista. Me han asegurado que la prensa está en camino y, si los tiempos no estuvieran tan revueltos, estaría lista ya desde hace semanas.
Denck le suelta un codazo:
—Y a ti, claro, corazón de león, los tiempos revueltos no te gustan nada…
Estallamos en risas.
Entretanto los aprendices de Hergott no han levantado ni un solo momento la cabeza de la mesa de composición: tienen aún para un rato. Desde hace un rato observo una cesta a rebosar de tiras de papel de diferente tamaño. Se la señalo a Hut:
—¿Para qué sirve?
—Para nada. Es el sobrante: esta prensa imprime cuatro páginas por cada folio grande. Cuando los cortas siempre queda algún resto.
—¿Es posible comprimir los caracteres y conseguir un margen sobrante mayor?
—Sí, pero ¿para qué? ¿Acaso no tienes bastante con todo este papel desperdiciado?
—Quizá sea una tontería, pero se me acaba de ocurrir que aparte del escrito del Magister, para cada impresión se podrían obtener folios sueltos, en los que imprimir en pocas pero eficaces líneas nuestro mensaje, de modo que podríamos llevarlos fácilmente con nosotros, y poder repartirlos en mano por los campos, aquí y allá. Podemos hacerlos circular a través de los hermanos repartidos por todas partes, podemos llegar a todos, no sé, es una idea…
Silencio. Pfeiffer descarga un puñetazo sobre la mesa:
—¡Podríamos imprimir cientos de ellos! ¡Miles!
Los ojos del Magister centellean como cuando se dispone a dar uno de sus sermones, su sonrisa hace que me encienda.
—Te has vuelto mayorcito, muchacho: tendrías que aprender a defender tú solo con más fuerza tus ideas.
Hut coge una tira de papel del cesto, toma pluma y tintero y comienza a hacer números. Murmura para sí:
—Puede funcionar, puede funcionar.
Casi se cae de la silla para volverse y gritarles a los impresores:
—¡Eh, vosotros dos, parad ya! ¡Dejadlo todo!
Eltersdorf, otoño de 1526
Arreglo las jaulas para los pollos, en previsión del invierno, clavo las tablas para que los animales no pasen demasiado frío. Por la noche vuelvo a sumergirme en los recuerdos.
Recuerdo que llegó el tiempo del
föhn
, el mismo que sopla ahora sobre un mundo distinto.
El
föhn
: un viento cálido, denso de humedad y secreciones que sopla del sur, cruza la cadena alpina y viene a detenerse en los campos y valles, para volver a ascender con su carga de locos humores y violentas pasiones, por la que es famoso. Se enseñoreó de nosotros y de aquel invierno de fiebre y delirio, envolvió nuestros cuerpos en un estremecimiento imposible de controlar, antes de lanzarlos a una danza de la muerte que mantiene grabados en mi carne todos aquellos nombres. Nombres. De los lugares, de los rostros. Nombres de muertos. Los leía en las Escrituras, en primer término, y salían disparados fuera de las hojas encerradas en los tomos, uniéndose de forma indisoluble a la alegría de los ojos de las hermanas, adoptando las expresiones radiantes de sus hijos, los perfiles afilados, toscos, de campesinos y mineros libres en el Espíritu de Dios.
Jacob, Matthias, Johannes, Elias, Gudrun, Ottilie, Hansi.
Nombres de muertos, ahora. No tendré más nombres, nunca más. No uniré la vida al cadáver de ningún nombre. Así los tendré a todos. Hoy estoy vivo para recordarlos, y puedo escuchar cómo repiquetea la lluvia en el tejado, mientras que termina otro otoño bajo el apremio del tiempo y Eltersdorf se prepara para recibir las próximas nieves, las heladas después de este último hálito cálido.
El octubre del año 24 terminó con otra expulsión extramuros. Esta vez se trataba de Nuremberg. Desde hacía cerca de una semana los dos encargados de la imprenta de Hergott nos habían entregado el fruto de noches sin dormir y días de frenético trabajo; los dos escritos que el Magister se había llevado consigo de Mühlhausen: quinientos ejemplares de la
Denuncia explícita
, más otros tantos de la
Refutación
. Aparte de las modificaciones introducidas en el método de composición de los cuartos de página, nos habían hecho reunir varios miles de folios sueltos, de pequeño tamaño, en los que se reproducía una muy breve versión de nuestro programa, junto con incitaciones, dirigidas principalmente a las mujeres, a la bendición del Señor que había de protegernos también con la espada, si era menester. Podríamos repartirlos libremente, durante los desplazamientos por campos, burgos, regiones. Tras una discusión no carente de momentos de hilaridad, decidimos llamarlos
flugblatt
(“Hojas volantes”) debido precisamente a su característica de hojas individuales de formato reducido, que podían pasar fácilmente de mano en mano, adecuadas para la gente humilde, escritas en una lengua sencilla que muchos comprenderían directamente o bien haciéndosela leer por algún otro.
Aquella semana había transcurrido entre el ir y venir de emisarios y correos que garantizaban la primera distribución de textos del Magister por varias regiones: cien copias habían sido ya expedidas a Augsburgo. Pero el clima de la ciudad no era muy tranquilizador que digamos. Gran ruido había provocado, por ejemplo, la enésima proeza de Denck, que el 24 o 25 de octubre había arengado más allá de lo tolerable a los estudiantes de San Sebaldo, con abiertas invitaciones a acabar con todo aquel que se arrogara el derecho exclusivo de interpretar la palabra de Dios. Un discurso a cuyo término, Johannes el Zorro, con una típica improvisación muy suya, se había autoproclamado rector de la misma escuela, aclamado por los estudiantes entusiasmados. Todo ello había gustado muy poco a las autoridades locales, apremiadas asimismo por las incesantes noticias sobre la proliferación de revueltas en la Selva Negra y en todas las regiones circundantes, por lo que desde el día siguiente había corrido el rumor de una expulsión inminente de Denck de la ciudad.
Y así fue. El 27 de octubre el cargamento de libros del hermano Höltzel fue parado en la Puerta de Spittler, mientras salía de la ciudad para dirigirse a Maguncia. Entre los volúmenes, la guardia del Consejo ciudadano, puesta evidentemente ya sobre aviso, encontró veinte ejemplares de la
Denuncia explícita
, confiscaron la partida entera y expulsaron con cajas destempladas a Höltzel, que había recibido del Magister el cometido de imprimir y difundir el escrito. Durante esa misma jornada el rumor de la inminente expulsión de Denck se reveló cierto. Al amanecer del 28 de octubre estábamos ya todos arrestados. Los esbirros iban a necesitar todavía un día entero para dar con nuestro depósito: Hergott había vuelto, no había dudado en denunciarnos y permitir a la guardia interrogar largamente a los dos aprendices. Toda la tirada fue confiscada. Tan solo Hut consiguió trasladar el día antes a Bibra las hojas volantes, juntamente con algunos ejemplares de los escritos del Magister.
El Consejo no quería problemas. Aquella misma tarde aparecieron dos burgomaestres por la celda y nos comunicaron que había sido tomada la decisión: antes del alba íbamos a ser conducidos fuera de la ciudad sin que se diera noticia del arresto ni de la expulsión.
Magister Thomas, Ottilie, Pfeiffer, Denck, Hut, Elias y yo. Nos encontramos de nuevo en camino, contemplando el espectáculo increíble del amanecer que empezaba tímidamente a despuntar por detrás de los pináculos de Nuremberg, tiñéndolos de rosa. Esta vez el Magister no parecía en nada afectado por los acontecimientos: Hut nos condujo a su casa, a Bibra, a pocas leguas de camino, un lugar seguro en el que decidir lo que convenía hacer.
Allí el Magister nos dijo que era menester separarse y esto nos inquietó no poco: el compartir las malandanzas de los últimos meses había hecho que hiciéramos buenas migas y parecía absurdo disolver la compañía.
Recuerdo la determinación en sus ojos:
—Lo sé, pero nosotros siete tenemos que hacer el trabajo de cien —dijo— y si no permanecemos todos unidos no lo conseguiremos jamás. Hay tareas que tienen una prioridad absoluta y que hemos de repartirnos. Los tiempos están ya maduros, los impíos pueden verse entre la espada y la pared, media Alemania se ha alzado en rebeldía, no hay un momento que perder.
Se volvió hacia Hut: