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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Q
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Florian Geyer

De Rothenburg del Tauber, en el cuarto día de abril de 1525

Geyer, la leyenda de la Selva Negra. La Schwarztruppe, formada por él hombre a hombre, había sembrado el pánico entre las filas de la Liga de Suabia: imprevisibles, audaces y fulminantes, se habían convertido en muy breve tiempo en el ejemplo para las filas campesinas.

Florian Geyer. Noble de bajo rango, miembro de la pequeña nobleza rural alemana, desde el año 21 había entrado en conflicto con el excesivo poder de los príncipes, había abandonado su propio castillo, dedicándose al bandidaje y a las incursiones dentro y fuera de la Selva Negra, que conocía como la palma de la mano. Dotado de una sorprendente intuición y un coraje incomparables, ya antes de abrazar la causa de los humildes, elegía a sus hombres para su cuadrilla de bandidos de uno en uno: nada de borrachos ni de inútiles matachines, nada de violadores de mierda, solo gente decidida, despierta e interesada en el botín por necesidad o por la ambición de empresas que merecieran su aprobación.

Recuerdo, en los días de la euforia de Mühlhausen, las ganas que tenía yo de reunirme con él, de poder ver de cerca al hombre cuyo solo nombre aterrorizaba a la gran nobleza de Franconia.

Asaltó decenas de castillos y conventos, confiscaba bienes, armas y víveres, y los repartía entre los campesinos y entre la gente pobre. Aparecía de improviso en las aldeas, esparciendo al viento de su alforja de tela roja las cenizas del último castillo incendiado. La cuadrilla de caballeros creció en pocos meses en desmesura hasta contar con muchos cientos de reclutas, perfectamente armados, adiestrados y leales.

No era raro que por la noche, alrededor del fuego, los campesinos entonaran romanzas sobre sus gestas. Con nada más que un hacha y un cuchillo cazaba ciervos y jabalíes; en Rothenburg, en el centro de la plaza, decapitó de un mandoble la estatua del emperador.

Fue apresado en Schwäbisch Hall, tras haber sido perseguido y rastreada su pista durante tres días, y tras prender fuego a tres hectáreas de bosque donde lo habían visto desaparecer. Escondieron a toda prisa su cadáver, pero son muchos los que no están en absoluto convencidos de que esté muerto y juran que se salvó arrojándose a las aguas de un río subterráneo. En todas las aldeas de la Selva Negra no falta quien afirme haberlo visto cabalgando a la hora del crepúsculo por el corazón de la selva, blandiendo el espada, dispuesto a volver para hacer justicia a los humildes.

A micer Thomas Müntzer, maestro de todos los justos en la recta fe, predicador ilustrísimo en la iglesia de Nuestra Señora en Mühlhausen.

Maestro nuestro:

Las noticias que me llegan respecto a Vos y a vuestras tropas de elegidos, me hacen tener ya la certeza de que la mano del Señor está sobre vuestro caudillo, tras las mil dificultades y la dura humillación de Weimar, de la que me arrepiento de no haberos dado oportuna noticia. Precisamente el Dios que ve con malos ojos a los poderosos «ha ensalzado a los humildes» y se prepara para despedir a «los ricos con las manos vacías, socorriendo a Israel, su siervo, tal como prometiera».

No hay que perder tiempo: los príncipes están desorientados, puesto que el área afectada por la revuelta es demasiado vasta, y el fuego de la fe incendia cada día los corazones y el territorio de Alemania. Aunque el reclutamiento prosigue incesante, no son pocos los impedimentos que encuentran a la hora de poner en marcha una repentina maniobra.

De todos ellos, el joven Felipe, landgrave de Hesse, es el más diligente, pero sus tropas no son compactas, se desplazan lentamente y encuentran continuas dificultades, debido a un sucederse de emboscadas y asaltos por parte de los campesinos de cada región. No todos los gobernantes, además, se dan cuenta de que la cosa afecta a cada uno de ellos, que se verán abatidos uno tras otro, y así quien cree poder controlar la situación en su propia casa, concediendo algún beneficio y haciendo promesas, no hace la menor alusión a querer aventurarse a una batalla. El doctor Lutero, por consejo de micer Spalatino, estuvo en la región de Mansfeld para aplacar la ira de los campesinos, pero se vio incapaz de detener la revuelta, sin sacar nada más que algunas pedradas e insultos. El Hércules Germanicus está acabado.

Es ya hora, Maestro: dejad respirar a los príncipes y devastarán nuestros campos, a costa de perder la cosecha del año, hasta que la última espiga de trigo sea ceniza y la cabeza del último campesino haya rodado. Llamad a reunión, así pues, a los elegidos, a fin de que no se dispersen. Al sur de Mühlhausen el Dios de los ejércitos ha ganado ya muchas batallas, mientras que al nordeste la situación es más incierta. Si partís en formación cerrada en esa dirección, a los príncipes no les dará tiempo de reflexionar, deberán intentar pararos a toda costa, y el Señor, merced a vuestras espadas, hará justicia de una vez por todas.

No temáis el enfrentamiento abierto: es precisamente en él donde el Dios de los elegidos os demostrará que está de vuestro lado. No os demoréis: el Omnipotente quiere triunfar gracias a vosotros.

Sed firmes, pues, y que el Señor os ilumine; el reino de Dios en la tierra está próximo.

Qoèlet

El día primero de mayo de 1525

Primer día de mayo. Las tropas de Felipe de Hessen estaban ya en las puertas de Fulda, al completo, prestas para tomarla. Se movieron rápidas. No encontramos un ejército en dificultades.

Qoèlet. La tercera misiva de un informador pródigo en detalles reservados a unos pocos, como en lo que se refiere a lo sucedido en Weimar.

Misivas importantes, que se habían ganado la confianza del Magister. En mi cabeza resuena aquella discusión decisiva, Magister Thomas esgrimiendo la carta… esta carta.

Capítulo 26

Mühlhausen, 9 de mayo de 1525

—Entonces, Heinrich, ¿con cuántos crees que podemos contar?

El tono del Magister es apremiante.

Pfeiffer sacude la cabeza:

—Hülm y Briegel no están. No están dispuestos a perder un solo barril de pólvora por los de Frankenhausen. La gente de aquí no vendrá.

Del reloj del Ayuntamiento llega el eco de los tres martillazos del autómata Hans contra la campana de la torre.

—Pero ¿de quién tienen miedo? ¿Es que el Señor no ha dado señales bastantes? Yo tengo por lo menos cincuenta cartas que lo atestiguan claramente: las filas de los elegidos agrupan a veinte mil hombres.

Magister Thomas hurga dentro de la alforja de cuero y extrae una carta, que blande como una enseña:

—Si no quieren escuchar la voz del Señor, no van a poder titubear ante los hechos. Un hermano que vive en estricto contacto con el conciliábulo wittenberguiano me escribió hace unos pocos días confirmándome que los príncipes están hundidos en la mierda: el pueblo los odia, sus tropas están cansadas y desorganizadas. Es el momento de enfrentarse a ellos, dirigiéndose hacia el corazón de Sajonia, adonde no pueden permitir que lleguemos. Deja que sea yo quien le hable a la ciudadanía.

—No servirá de nada. Aun dejando aparte a los burgomaestres, la gente de aquí ha obtenido más de lo que nunca hubiera podido esperarse. No pondrán en peligro las propias conquistas en una batalla campal contra los príncipes.

—¿Quieres decir que Mühlhausen, la ciudad que ha sido el ejemplo para todas las demás ciudades de Turingia, en el choque decisivo para la liberación de las tierras que hay entre los Alpes bávaros y Sajonia, se quedará viéndolas venir?

Pfeiffer, cada vez más desanimado:

—¿Crees que las otras ciudades apoyarán esta locura? Eso no sucederá, te lo digo yo. Aun en el caso de que Mühlhausen ofreciera todos sus cañones, la situación no por ello iba a cambiar. Las ciudades han conquistado la autonomía e impuesto los doce artículos: no habrá nadie que considere útil arriesgarlo todo en un único choque frontal. ¿Y si fuéramos derrotados? Atiende. El camino que hemos seguido hasta ahora ha dado los mejores resultados: la rebelión del campo ha encontrado en la ciudad la ganzúa para obtener las reformas. Y así debe seguir siendo, ya que no tiene sentido ponerlo todo en peligro.

—¡Desbarras! ¡Son las ciudades las que se han beneficiado de la revuelta campesina para arrebatar los municipios de las manos de los señores! ¡Ahora tienen que acudir al lado de la filas iluminadas para acabar para siempre con la malvada tiranía de los príncipes!

—Eso no sucederá.

—Pues entonces serán arrolladas por su miserable egoísmo, el día del triunfo del Señor.

Por un momento se hace la calma. Denck, mudo como yo hasta ahora, vuelve a llenar los vasos de vino sustraído en gran parte a un convento de dominicos y descorchado para la ocasión:

—Vamos a necesitar no menos de mil hombres y diez cañones.

El Magister no mira siquiera el vaso:

—¿Qué cañones? Será la espada de Gedeón la que siegue los ejércitos.

Sale, no se digna mirar a nadie. Tras un segundo Denck lanza una ojeada a Pfeiffer, luego a mí, y lo sigue.

Heinrich Pfeiffer me habla en un tono grave:

—Por lo menos tú debes conseguir hacerlo razonar. Es una locura.

—Locura o no, ¿crees que es prudente librar a los campesinos a su suerte? Si las ciudades no toman parte en el combate, a los ojos de los campesinos parecerá una traición. ¿Y cómo engañarlos? Será el fin de la alianza que con tanto esfuerzo hemos establecido. Si somos derrotados, Heinrich, los próximos seréis vosotros.

Una honda respiración, la tristeza embarga su corazón:

—¿Has visto cargar alguna vez a un ejército?

—No. Pero he visto a Thomas Müntzer hacer alzarse a los humildes con la sola fuerza de sus palabras. No voy a dejarlo ahora.

—Sálvate. No vayas.

—La salvación, amigo mío, es alzarse y combatir al lado del Señor, no quedarse mirando.

Silencio. Nos damos un fuerte abrazo, por última vez. Los destinos han sido elegidos.

Capítulo 27

Mühlhausen, 10 de mayo de 1525

La noticia de la marcha de Thomas Müntzer hacia Frankenhausen ha corrido por toda la ciudad en menos de media jornada. Por la mañana, recién despiertos tras una agitada noche, al asomarnos a la ventana encontramos la plaza de Nuestra Señora más bien llena ya de gente. De querer hacernos ilusiones, podríamos sacar la conclusión de que la buena conciencia de los habitantes de Mühlhausen ha terminado por imponerse al interés. Pero ahora conocemos ya cómo funcionan estas cosas: los discursos de Magister Thomas, los apruebes o no, son algo a lo que es difícil renunciar, en parte también por el hecho de que constituyen, durante muchos días, uno de los temas fundamentales de discusión en plazas y tiendas. Y está claro para todo el mundo, para cualquiera que lo conozca aunque no sea más que por su fama, que Thomas Müntzer no dejará la ciudad imperial sin dirigir un último, rabioso saludo a sus vecinos.

—¡Magister —grito para que me oiga en la estancia contigua—, están ya abajo!

Viene a donde yo me hallo y se asoma ligeramente al balcón, saludado por una ovación de la multitud.

—Dejemos que la plaza se llene, para que el Señor pueda elegir a su ejército.

Es su único comentario. Un ruido de excitación sube de la plaza de la iglesia. Cuatro golpes decididos en la puerta. Luego otros dos.

—¡Magister, Magister, abrid!

—¿Quiénes sois? —pregunto yo más bien sorprendido por el timbre agudo de las voces.

—Jacob y Matthias Ziegler, hijos de Georg. Tenemos que hablar con vosotros.

Abro con una sonrisa a los dos hijos del sastre Ziegler, nuestros fieles seguidores a pesar de la oposición de su padre, que hace un tiempo amenazó incluso al Magister y tuvo que desistir de sus intenciones beligerantes a sugerencia de Elias.

—¿Qué hacéis aquí? —pregunto yo asombrado—. ¿No deberíais estar con vuestros padres en la tienda?

—No —responde Jacob, que es el mayor y tiene quince años—, a partir de hoy ya no.

—Nos vamos con vosotros —continúa entusiasmado el hermano, dos años más joven.

—Eh, despacito —replico—. ¿Que venís con nosotros, decís? ¿Acaso tenéis idea de lo que eso significa?

—¡Sí, los elegidos derrotarán a los príncipes! El Señor estará de nuestra parte.

El Magister sonríe:

—¿Lo ves? Todo va haciéndose realidad: Cristo pone al hijo contra el padre, y nos invita a volvernos como niños.

—Magister, no pueden luchar con nosotros.

No me dejan hablar:

—Lo hemos decidido así y no estamos dispuestos a cambiar de idea. Vendremos, en cualquier caso. Mantente firme, Magister, y sé rápido, no podemos quedarnos aquí.

Dicho esto, cierran la puerta tras de sí y se lanzan escaleras abajo.

Magister Thomas intuye el efecto que el breve encuentro ha producido sobre mí:

—No temas —me tranquiliza cogiéndome por los hombros—. ¡El Señor defenderá a su pueblo, ten fe en ello! Ahora ánimo, tenemos que irnos.

Voy a llamar a Ottilie y a Elias. Johannes Denck ya no está con nosotros; se fue ayer noche, camino de Eisenach, en busca de cañones, armas y municiones y se reunirá con nosotros por el camino.

Salimos por el pasaje que lleva directamente a la iglesia; Magister Thomas a la cabeza, nosotros detrás, en silencio. Cruzamos a paso lento las naves asaeteadas por los rayos del sol. Elias abre el pesado portón y nos encontramos, en penumbra aún, en las escalinatas de la catedral. Las miradas de la multitud están dirigidas todas hacia las ventanas de nuestra estancia. Thomas Müntzer avanza un poco, hasta el centro de la escalinata. Nadie advierte su presencia. Su primer grito colma la plaza, rebosante ya de por lo menos cuatro mil personas, y pronto se ve ahogado por una oleada de voces vibrantes.

—¡Pueblo de Mühlhausen, escucha, la batalla final está próxima! El señor pronto pondrá al impío en nuestras manos, tal como hizo con los madianitas y con su rey, derrotados por la espada de Gedeón, hijo de Joás. Igual que las gentes de Sucot, también vosotros, dudando del poder del Dios de Israel, rechazáis prestar ayuda a las filas de los elegidos, y reserváis los cañones y las armas para la defensa de vuestro privilegio. Gedeón derrotó a las tribus de Madián con trescientos hombres, de treinta mil que había convocado. Fue el Señor quien menguó sus filas, para que el pueblo no creyera que había triunfado merced a sus solas fuerzas. Todos aquellos que sentían temor fueron apartados. No de modo muy distinto a como ocurre hoy, la tropa de los elegidos se ve disminuida por el abandono de los ciudadanos de Mühlhausen. Yo digo que esto está bien; porque nadie podrá olvidar lo que el Señor ha hecho por su pueblo y, si necesario fuera, yo estaría dispuesto a marchar solo contra los mercenarios de los príncipes. Nada es imposible para aquellos que tienen fe. Pero a aquel que no la tiene, le será arrebatado hasta aquello que posee. Por eso escuchad, gentes de Mühlhausen: el Señor ha escogido a los suyos, los elegidos; quien no sienta su corazón henchido de coraje, de fe, que no ponga trabas a los designios de Dios: que se vaya, ahora, hacia su destino de perro. ¡Lejos! Que vuelva a su taller, que vuelva a su cama. Que se largue, que desaparezca para siempre.

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