La gente comienza a lanzar voces y gritos, a empujarse y a oscilar y se arman trifulcas un poco por todas partes entre quienes se consideran dignos y quienes quieren quedarse en su casa y tildan de loco a Magister Thomas, gritando a voz en cuello.
Al final se quedan unos trescientos, gente en su mayoría de fuera, vagabundos llegados a la ciudad para entregarse al saqueo de las iglesias, simples pobretones y gente de San Nicolás, que no abandonarían a Thomas Müntzer ni aunque el sol se volviera negro. El Magister, que no ha abierto más la boca, hace ademán de dirigirse a su pequeño ejército, cuando este se divide en dos, para franquear el paso a algunos milicianos que arrastran tres cañones.
—¿Y estos de dónde salen? —pregunta Elias en tono displicente.
—No nos son de ninguna utilidad —corta tajante la guardia—. Podéis quedároslos. Heinrich Pfeiffer dice que el Señor puede tener necesidad de ellos.
Menos de dos horas después la columna de los escogidos sale de la ciudad en silencio, por la puerta norte. Cierran la fila dos carros cargados de vituallas, los cañones, tirados por mulos. Un gusano horada el capullo que desde hace tiempo lo protegía y comienza a arrastrarse lentamente hacia una nueva vida, la nueva época, desconocida y rapaz, que la expectativa de convertirse en mariposa confiere fuerzas para superar.
Negro, con largas crines de reflejos plateados sobre dos tizones y los ollares dilatados, el animal que conduce a la espada de Gedeón a la batalla lanza espumarajos por la boca y piafa. De la silla cuelgan las alforjas repletas de misivas de los sublevados, que el Magister ha reunido en meses y meses de furibunda errancia: no las abandona jamás, pues contienen nombres, lugares y noticias que harían la alegría de cualquier esbirro de los príncipes.
Me doy la vuelta, detrás de los cañones arrastrados por los mulos, un manto de polvo vuelve opaca a Mühlhausen. Difusas las murallas, las torres se desvanecen cual una estampa disuelta por el agua, igual que mi alma embargada de una angustia como nunca había sentido. Ya nada detrás, dirijo la mirada al frente, de nuevo el Magister, orgulloso, frena al caballo, mira fijamente el horizonte, el arreglo de cuentas, el castigo de los impíos.
Me infunde fuerzas, ha llegado la hora, hay que ir.
Eltersdorf, febrero de 1527
Exactamente así. Fue de ese modo como dejamos Mühlhausen. Los recuerdos de esos últimos días son nítidos como el perfil de las colinas en este claro día. Cada palabra de Magister Thomas, cada frase de Ottilie salen de mi memoria como las notas de un reloj musical holandés, el peso del pasado tira de las cuerdas y hace girar el mecanismo. El ruido de las ruedas de los tres cañones a lo largo de la calle, el saludo de las mujeres en los campos, la excitada felicidad de Jacob y Mathias, que diríanse gorriones revoloteando alrededor de un carro de trigo, el encuentro con los hermanos de Frankenhausen, la primera noche pasada en la llanura, a escasa distancia de las murallas, en espera de partir contra los ejércitos del landgrave de Hesse, venidos para hacer justicia de la enésima ciudad sublevada.
Exactamente así. Elias, furibundo, repite que somos solo ocho mil, él que a simple vista sabe calcular el número de gente que compone las multitudes. El eco de sus insultos a los mineros de Mansfeld que no se han presentado, retenidos por la promesa de un aumento de su paga diaria. La noticia de que Fulda fue conquistada hace diez días, así como también Eisenach, Salza y Sonderhausen. Hemos quedado cortados, aislados. El landgrave Felipe se ha puesto en marcha apresuradamente y nos ha rodeado. No se tiene noticia de Denck, pero aunque hubiera encontrado hombres y armas, a estas horas se encontraría ya detrás de las líneas del príncipe.
—¡A mayor gloria de Dios, a mayor gloria suya!
Este fue el grito del Magister ante aquellas noticias. Quisiera repetir ahora esa incitación, aquí, en la era de la casa del párroco de Vogel, delante de ocho gallinas, aunque sé que daría exactamente lo mismo. Pero no tengo ya fuerzas más que para mascullarlo un poco entre dientes, en voz baja.
El mecanismo gira. Ottilie, que organiza la retaguardia en Frankenhausen: alojamientos, defensas, aprovisionamiento.
Continúa girando. Los rostros de muchos, con la precisión del retrato. Unos ojos azules y la nariz ganchuda de un herrero de Rottweil, un mentón carnoso y unos bigotes rubios y también una nariz chata y unas orejas de soplillo. Rostros y voces, uno tras otro. Hans Hut, que amontona los libros dentro de la carreta, el caballo listo para ser enganchado: un pequeño librero inadaptado a la batalla que quiere volver a su imprenta.
De golpe, un tirón, la cuerda se traba y las notas desentonan, chirrían, se funden en un único zumbido. Los colores se mezclan en la paleta de la memoria. El recuerdo muere y deja paso a un horror confuso.
Frankenhausen, 15 de mayo de 1525, por la mañana
La señal.
Estriado, llameante, purpúreo, de improviso sale el arco iris tras las alturas y las huestes de Felipe, ante las miradas arrobadas de los humildes.
Por un instante, hace que desaparezca el miedo, no anunciado por ninguna lluvia, cielo claro, el escudo de la liberación pintado ya en nuestros pendones de blanca tela remendados lo mejor posible, las banderas del pueblo del Señor que se alzan para saludar el toque de trompeta celestial que prepara el ajuste de cuentas.
Fragor, tiembla la tierra por doquier, sus entrañas se abren para tragárselos, tiembla la tierra, se resquebraja, da vueltas, truena, eructa la potencia de Dios.
Un puño del tamaño de un hombre me derriba al suelo, aturdido, la cara en el fango. Me vuelvo de lado, guiado por un estertor, un hombre con un coágulo de sangre y huesos en vez de rostro. Otros estallidos, el polvo tapa los ojos, hombres que se protegen debajo de los caballos, de los carros, dentro de los boquetes que se abren en la llanura. Me refugio detrás de uno de los pocos árboles que está cerca de un muchacho con una esquirla de madera clavada entre las costillas, pálido de miedo y dolor.
Los cañones continúan disparando.
La cabeza del Magister clavada en un palo. Eso es lo que piden. Así podrá haber clemencia.
Malvada milicia de siervos de mierda. Sucios bastardos hijos de perra apestosa. No pondréis condiciones al ejército de Dios. Esqueletos llenos de gusanos secos al sol. Infames falanges de las Tinieblas. Traspasaremos vuestros culos con los mangos de los picos. Señor, no nos abandones ahora. Las madres inmundas que os trajeron al mundo jodían con los machos cabríos del bosque. Volved a lamerles el culo a vuestros amos. Perdón, si hemos errado. El infierno abrirá sus tremendas fauces, sus entrañas se os tragarán. Si hemos pecado, hágase Tu voluntad, Tu santa voluntad. Escupirá los huesos, tras haberlos dejado mondos uno a uno. Solo el amor y la palabra del Redentor, en el Día de la Resurrección de los últimos (Los últimos en la jerarquía social, los humildes, los pobres. Alusión a la parábola evangélica (Mat 19, 30), en la que Jesús afirma que los últimos serán los primeros en entrar en el reino de los cielos. (N. del T.)). No habrá piedad para vuestras almas corruptas. Que la fe en Dios omnipotente nos proteja.
¡Magister! ¡Magister! Gritos enloquecidos. Los míos. Una vorágine de pánico alrededor, la huida del rebaño ante la manada de lobos.
Lo descubro delante de mí, arrodillado, aplastado contra el suelo, clavado como una estatua. Encima de él, oigo gritar mi voz sobre el fragor que se acerca por el horizonte:
—¡Magister! ¡Magister!
La mirada vacía, en otra parte, una oración farfullada entre dientes.
—¡Magister, por Dios, levántate!
Trato de levantarlo, pero es como querer arrancar de raíz un árbol, resucitar a un muerto. Me arrodillo y consigo volverlo de espaldas: expira en mi regazo. No hay nada que hacer. Se acabó. El horizonte se precipita hacia nosotros cada vez más rápido. Se acabó. Le sostengo la cabeza, el pecho desgarrado por el llanto y por el último grito, que escupe la desesperación y la sangre al cielo.
Hace poco que es de día cuando comenzamos a prepararnos para ir al encuentro de los príncipes. El aguardiente circula de las cantimploras a las gargantas tratando de enjuagarlas de la ansiedad y del miedo. Hace poco que es de día, y a la luz incierta y pálida, bajo la fría niebla que se levanta despacio, lentamente, como frente a un telón, distinguimos una franja negra en el extremo norte de las colinas. Aunque nadie ha dado la alarma, están ya aquí. Magister Thomas espolea el caballo, a la carrera, de una parte a otra del campamento, para reavivar el fuego de la fe y de la esperanza. Alguno vocifera, levanta las horcas, las azadas convertidas en alabardas, dispara al aire y vomita palabras de burla y de desafío. Otro se arrodilla y reza. Un tercero se queda inmóvil, como impactado por la mirada del basilisco.
Un trecho de intensa brasa se extiende a lo largo de la colina por el lado oeste, traza los contornos siniestros de la aurora jaspeada de tenues destellos. El ejército de Jorge de Sajonia se sitúa en posición de espera en la cresta occidental. Negras formas alargadas se extienden hacia el llano: los cañones.
Salida como una flecha de la nada hecha de polvo acre y sangre, la fiera enjaezada cae sobre un grupo de desventurados, paralizados por el terror, acurrucados en posición orante, o rígidos cadáveres en espera de la sentencia fatal. Con la pica abatida a la altura del tórax, cascos y patas sortean un pequeño boquete, traspasa de parte a parte a un ser indefenso que está de rodillas, arrolla un amasijo deforme de articulaciones, huesos, piel y arpillera. Desenvaina una empuñadura de larga hoja delgada, lanza coces entre los cuerpos sacudiendo la armadura, la deja caer sobre un pobre hombre que se ha parado a su derecha implorando piedad. Inclina el pesado cuello, resopla, se dobla hasta casi caer, cercena limpiamente el brazo izquierdo, se lanza de nuevo a la carrera hacia nuevas presas, se alza el grito de feroz exultación.
Cae el polvo. Un claro de luz sobre la carnicería. Nada más que cuerpos y gritos mutilados. Ni un rugido. Luego los veo: las filas se abren, hierro, picas, estandartes al viento, y el ímpetu contenido de los animales que piafan. El galope desciende por la ladera de la colina, fragor de cascos y corazas; negros, pesados e inexorables como la muerte. El horizonte corre hacia nosotros borrando la llanura.
No es el impacto del acero el que me lleva, sino el agarrón de Sansón, que alza al Magister en alto, hacia las nubes y me arrastra a mí por un brazo.
—¡Levántate, rápido!
Elias, un viejo guerrero, la cara negra de tierra y sudor, casi como en sueños. Elias, la fuerza, indicándome la dirección, gritando que corra con él lejos de la muerte.
—¡Ábreme paso, muchacho, te necesito!
Magister Thomas cargado sobre los hombros, y yo que vuelvo a sentirme las piernas.
—¡Cógelas!
Las alforjas del Magister, las aprieto bien fuerte y corro adelante, dando empujones a los cuerpos, y de cabeza hacia la salida del infierno.
Correr. Hasta la ciudad. Nada más. Ni un pensamiento. Ni una palabra. La esperanza de ese hombre hecha pedazos, abro el paso a su salvación.
Casi a ciegas.
(1525-1529)
Carta enviada a Roma desde la ciudad sajona de Wittenberg, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 28 de mayo de 1525.
Al ilustrísimo y reverendísimo señor Giovanni Pietro Carafa, en Roma.
Mi muy honorable señor, con gran satisfacción escribo para dar la feliz noticia: las órdenes de Vuestra Señoría han sido cumplidas lo más prestamente posible y han obtenido el resultado apetecido.
Quizá hayáis tenido ya noticias de tierras de Alemania y sepáis que el ejército de los campesinos alzados ha sido derrotado. Mientras escribo estas líneas los mercenarios de los príncipes se aprestan a debelar los últimos focos de la mayor revuelta que hayan conocido estas landas.
La ciudad rebelde más fortificada, que fuera el epicentro del incendio, Mühlhausen, se rindió hace ya algunos días al ejército de los príncipes y la cabeza de su cabecilla Heinrich Pfeiffer rodó ayer en la plaza de Görmar, junto con la de Thomas Müntzer. Cuentan las habladurías que en sus últimas horas al predicador, sometido a tormento, no se le oyó ni un solo lamento en espera del verdugo y que solo una vez, en el postrer instante de vida, hizo oír la frase por la que se hiciera famoso entre el vulgo: «Omnia sunt communia», dicen que fue su único grito, el mismo lema que ha animado el furor popular de estos meses.
Ahora que la sangre de los dos hombres más peligrosos se ha mezclado sobre el empedrado, Vuestra Señoría puede sin duda alegrarse por esa perspicacia y prudencia en la que su fiel observador ha confiado ciegamente desde siempre.
Mas para no faltar al voto de franqueza que habéis solicitado de mi parte, confesaré que tuve que actuar de forma sumamente precipitada, a riesgo incluso de poner en peligro todos los meses de trabajo y de esfuerzos centrados en el intento de ganarme la confianza del fogoso predicador de los campesinos. Solo gracias a la antedicha argucia, por otra parte, fue posible acelerar la ruina de Müntzer. El haberle ofrecido mis servicios e informaciones sobre las intrigas de Wittenberg hizo posible que pudiera ganarme su confianza y poderle pasar las falsas noticias que lo espolearon al enfrentamiento campal. En honor a la verdad, debo decir que nuestro hombre puso todo de su parte para hacer que los acontecimientos se precipitaran: mi misiva no surtió más efecto que el de ofuscar las últimas luces de su raciocinio. Un ejército de desharrapados no podía tener la menor esperanza de derrotar a las tropas perfectamente armadas de los lansquenetes y a la caballería de los príncipes.
Ahora bien, mi señor, dado que con tanta magnanimidad requerís mi parecer sobre cuanto se ha hecho hasta ahora, dejad que vuestro agradecido servidor libere su corazón del peso de todas las impresiones y de los simples juicios que lo colman.
Cuando el buen corazón de V.S. me eligió para observar de cerca los compromisos de los príncipes alemanes con el monje Martín Lutero, no era posible imaginar lo que Dios Nuestro Señor le tenía reservado a esta región. Que la apostasía y la herejía hubieran concertado un pacto tan estrecho con el poder secular y hubieran arraigado a tal punto en los ánimos, no era un destino que el intelecto humano pudiera entrever.
Ello no obstante, en esa tremenda situación de dificultad, vuestra firmeza me ordenó buscarle un antagonista al condenado Lutero, para fomentar el espíritu de rebelión del pueblo contra los príncipes apóstatas y debilitar su estrecha unión.
Cuando no estaba en ninguna facultad humana reconocer el grave peligro que había de llegar de aquel que se erige en el paladín de la Catolicidad, el emperador Carlos V, fue tal vuestra prudencia que le indicó a su humilde servidor la dirección adecuada en que debía encaminar su labor e inmediatamente, no bien conocida la noticia de la captura del rey de Francia en los campos de Pavía, supo dar la orden más apropiada: acelerar el fin de la revuelta campesina, con objeto de que los príncipes amigos de Lutero pudieran ser firmes rivales de Carlos. El Emperador, en efecto, tras haber vencido y capturado al rey de los franceses en Italia, se alza ahora como un águila rapaz que, manifestando querer defender el nido de Roma, puede hacerle sombra con sus alas y con su afilado rostro. Sus vastos dominios y su poder son por lo demás tales que ponen en peligro la autonomía de la Santa Sede y la autoridad espiritual de Roma, hasta el punto de ser preferible que en una región del Imperio como esta desde la que escribo, príncipes herejes sigan clavando la espada en el costado de Carlos, a fin de no dejarlo libre de imponer su voluntad en todo el orbe. Lo que el pecador aprende es que Dios misericordioso no deja nunca de recordarnos cuán misteriosos e insondables son Sus designios: aquel que nos defendía ahora nos amenaza y aquellos que nos atacaban ahora son nuestros aliados. Hágase, pues, la voluntad de Dios. Amén.
Y he aquí, por tanto, que el siervo responde con la franqueza requerida por su Señor: la valoración de V.S. ha sido siempre en mi modestísima opinión sumamente perspicaz e inmediata. Y lo ha sido mucho más en esta última situación de dificultad, hasta el punto de que Su brazo se siente sumamente honrado de haber sabido actuar lo más prestamente posible a la hora de cumplir vuestras órdenes.
Más de cuanto V.S. intuyera o previera, no era dado intuir ni prever. Oscuros y tortuosos son los caminos del Señor y solo a Su voluntad debemos encomendarnos. No corresponde a los mortales juzgar las obras del Altísimo: nuestra humilde tarea, tal como Vuestra Señoría no pierde ocasión de recordarme, no puede ser otra que la de defender una vislumbre de fe y cristiandad en un mundo que parece ir perdiéndola de día en día. Por esto hacemos todo lo que hacemos, sin preocuparnos de las leyes humanas o de los sufrimientos del corazón.
Pues bien, tengo el convencimiento de que sabréis encaminarme una vez más, entre las adversidades y las añagazas que estos tiempos parecen reservar a los cristianos y que producen escalofríos. El Señor ha querido conceder a este pecador la valiosa guía de Vuestra Señoría y ha tenido a bien conceder que estos ojos y esta mano puedan servir a Su causa. Lo que me mantiene firme a la hora de afrontar los desafíos futuros, en impaciente espera de una nueva palabra vuestra.
Beso las manos de Vuestra Señoría y me encomiendo continuamente a su gracia.