ZEISS: Pero todo el mundo en la ciudad sabe que los incendiarios eran los acólitos del predicador. Imagínese Vuestra Alteza que han fundado una liga, la Liga de los Elegidos la llaman, y cuentan con armas. Era difícil evitar el enfrentamiento directo y salvar la cara…
FEDERICO: Así pues, ¿toda la responsabilidad de ello debe serle atribuida a ese Müntzer?
ZEISS: ¡Sin duda… y a su mujer, esa Ottilie von Gersen! Cuando buscaba un culpable, fue sobre todo esa bruja la que lanzó contra mí a la población entera.
FEDERICO: Ahora se meten también las mujeres…
ZEISS: Por lo que he podido ver es una loca furiosa digna de su esposo. Y despierta la admiración más viva del resto de las mujeres y de los hombres.
FEDERICO: Al grano, Zeiss, ¿cómo acabó la cosa?
ZEISS: Tuve que pedir refuerzos de fuera y la mujer del predicador se puso a vociferar que los extranjeros querían invadir Allstedt, que yo me había vendido… ¡Querían lincharme!
FEDERICO: Nada de echarles la culpa: vuestra intervención fue la propia de un mentecato.
ZEISS: ¡Pero qué podía hacer yo! Los franciscanos no me dejaban en paz. Al final se presentó a mí un grupo de mineros del condado de Mansfeld, unos cincuenta, para preguntarme si Magister Thomas estaba bien, si todo estaba tranquilo y si hacía falta su ayuda para alguna cosa, que si alguien se atrevía a tocarle un pelo tendría que vérselas con ellos… Tras esa visita renuncié a cualquier acción de fuerza. No quisiera ser yo el responsable del estallido de una revuelta en los dominios de Vuestra Alteza.
FEDERICO: Bien, Zeiss. Y ahora os diré qué pienso yo de todo este asunto. Queríais un predicador fogoso e innovador que diera lustre a vuestro villorrio. Pero ese tipo se reveló difícil de manejar, se ganó para su causa al Consejo, puso en manos del populacho alguna que otra piedra y alguna horca y vos y el conde de Mansfeld os habéis cagado de miedo. Y ahora venís a pedir ayuda.
ZEISS: Pero Vuestra Alteza…
FEDERICO: ¡A callar! Pienso que todo esto os viene como anillo al dedo. No obstante, desde hace algún tiempo, hechos de esta índole se vienen repitiendo por doquier. Se comienza saqueando las iglesias y se acaba pidiendo un ordenamiento municipal para cualquier aldeúcha. Los campesinos están alborotados en toda Alemania y no es momento este de mostrarse demasiado benévolos con los agitadores. Dentro de un par de semanas recibiréis la visita de mi hermano el duque Juan y de mi nieto Juan Federico. Preparadles un recibimiento digno de ellos; deberéis hacer comprender que al Príncipe Elector no le agrada tanta agitación y que si el pueblo tiene algún motivo de protesta contra los franciscanos de Neudorf, debe dirigirse directamente a sus enviados, por boca del burgomaestre o de su predicador. De todos modos, organizad sin falta un encuentro con ese Thomas Müntzer. Decidle también que lo hemos pedido Nos, expresamente, y que prepare un sermón en el que exponga sus ideas. En el fondo está aún a prueba, y debe obtener nuestra aprobación para convertirse en pastor de vuestra iglesia.
ZEISS: Vuestra Alteza tiene siempre la mejor solución para todo.
FEDERICO: Por supuesto, pero demasiado a menudo los subalternos que han de ponerla en práctica se revelan unos eméritos capullos.
Me río yo solo, la oscuridad se traga sus siluetas devolviéndome la de Magister Thomas al amanecer de aquel gran día de verano…
Allstedt, Turingia, 13 de julio de 1524
—Abre la Biblia, amigo mío.
La voz me coge por sorpresa desde la mesa en que debe de haber estado trabajando toda la noche. Apenas despierto, la boca pastosa, me vuelvo con un refunfuño:
—¿Qué?
Los ojos hinchados de quien ha escrito con una luz demasiado escasa, señala el libro sobre la mesa.
—Primera epístola a los Corintios 5, 11-13. Lee, por favor.
—No, Magister, tenéis que dormir un poco o no tendréis fuerzas siquiera para hablar… Dejad la pluma y echaos en el catre.
Sonríe:
—Tengo tiempo aún… Léeme ese pasaje: 5, 11-13.
Sacudo la cabeza mientras abro la Biblia y me pongo a buscar. Su resistencia al sueño nunca deja de impresionarme.
—«Lo que os escribo es que no os mezcléis con ninguno que, llevando el nombre de hermano, sea fornicario, avaro, idólatra, maldiciente, borracho o ladrón; con estos, ni comer; pues ¿por qué voy a juzgar yo a los de fuera? ¿No es a los de dentro a quienes os toca juzgar? Dios juzgará a los de fuera; vosotros arrojad de entre vosotros al malvado.»
Mientras leo asiente en silencio. Parece reflexionar sobre las palabras, repasarlas de memoria. De repente levanta los ojos, milagrosamente aún despiertos:
—¿Tú qué crees que se propone el apóstol?
—¿Yo, Magister…?
—Tú, sí. ¿Qué piensas que significa?
Releo rápidamente las palabras de san Pablo y la respuesta me sale del corazón:
—Que hicimos bien en incendiar el templo de la idolatría. Que los franciscanos de Neudorf se dicen hermanos, pero viven en la avaricia e incitan al pueblo a adorar las imágenes y las efigies.
—Vosotros lo hicisteis por una cuestión de celo. Pero ¿no crees que puede haber alguien que haya recibido de Dios la espada precisamente para este fin? ¿Que esté «al servicio de Dios por la justa condena de quien obra el mal»?
—Pablo afirma que la autoridad está por encima de este fin. ¡Pero si no hubiera sido por nosotros nadie habría castigado a esa caterva de usureros idólatras!
Se le ilumina el rostro:
—Eso exactamente. El celo de los elegidos ha tenido que arrebatar la espada a los poderosos para hacer lo que ellos no hacían: defender al pueblo y la fe cristiana. ¿Y esto no nos enseña acaso que cuando los gobernantes permiten que la impiedad se extienda, entonces traicionan su cometido y se vuelven cómplices de la iniquidad? Así pues, igual que los malvados, en palabras del apóstol, deben ser borrados de en medio.
Lo desatinado de aquellas palabras me impacta como un puñetazo, mientras él comienza a leer de su manuscrito:
—«Yo afirmo con Cristo y con Pablo, y en conformidad con las enseñanzas de toda la ley divina, que debe darse muerte a los gobernantes impíos, especialmente a los curas y monjes que tachan de herético al Santo Evangelio y no obstante pretenden ser mejores cristianos».
No es posible, trago saliva:
—Magister, esto… ¿es esto lo que vais a predicar hoy en presencia de los duques de Sajonia?
Una risa sarcástica, sus ojos relampaguean, más despiertos ahora que nunca.
—No, amigo mío, no solo de ellos. Si no me equivoco estarán también el canciller de corte Brück, el consejero von Grefendorf, nuestro Zeiss, el burgomaestre y todo el Consejo de Allstedt.
Me quedo de piedra, mientras él se levanta estirando los brazos.
—Gracias por ayudarme a ahuyentar toda duda. Ahora creo que aceptaré tu consejo y me echaré un poco. Te ruego que me llames cuando suene la campana.
Eltersdorf, Navidad de 1525
Hoy el pastor Vogel no ha hablado para mí, ni tampoco al hermano Gustav. Su voz era como un trueno sordo, lejano. Estoy solo. Ninguna palabra que consiga convencerme. Ni después del holocausto de los indefensos, ni después de ese grito caído en el vacío. Puede quedarse para él el consuelo de la Palabra, pues yo estuve entre aquellos que creían en su fuerza.
Por la noche, en mi cuarto, con un frío intenso, leo las cartas.
Y siento que algo indefinido se abre paso y se acerca cada vez más cada día que pasa: algo que pugna por salir a la luz, pero yo lo mantengo escondido, en el fondo del estómago, con todas las fuerzas.
Y cada noche es más difícil.
Al ilustrísimo Magister Thomas Müntzer, pastor predicador de la ciudad de Allstedt.
Ilustrísimo Maestro:
El Espíritu de Dios, que infunde sabiduría y valor, esté con Vos en estas horas de tormento.
Os escribo con la urgencia y la agitación de quien ve avanzar el peligro en silencio y atacar rápido por la espalda al hombre que ha depositado sus esperanzas en él. Ya he tenido ocasión de exponeros que mis oídos habrían podido seros de ayuda, dada su proximidad a ciertas puertas que ocultan intrigas. Pues bien, no sabría decir qué es más fuerte en mí, si la alegría de poder seros por fin de utilidad, tras muchos meses desde mi última misiva, o bien la ansiedad y el desdén por todo lo que contra Vos está maquinándose.
Al Príncipe Elector, que hasta ahora había mantenido una actitud de expectativa, no le ha gustado en absoluto vuestra Liga de los Elegidos. Y de igual modo el sermón que dijisteis en presencia de su hermano. Sobre todo lo alarma el hecho de que podáis disponer de una imprenta y de que vuestras palabras puedan llegar a los focos de la revuelta que van encendiéndose poco a poco en todo su territorio y más allá. No tiene ningún propósito de atacaros directamente: creo que teme las posibles repercusiones de un gesto desatinado. Sin embargo, quiere alejaros de Allstedt, de vuestras prensas y de su Sajonia. Un tal Hans Zeiss estuvo de visita aquí hace unos días y conversó largo y tendido con micer Spalatino, el consejero de corte. Quieren aislaros. Zeiss fingirá estar de vuestra parte, pero, mientras tanto, con las debidas promesas, volverá contra Vos si no a todo el Consejo, por lo menos a vuestro burgomaestre. Dijo estar seguro de lograrlo, y no parecía una simple promesa.
Por su parte, Spalatino os escribirá una carta de parte del príncipe elector Federico para invitaros a Weimar, donde se os concederá la oportunidad de exponer de forma extensa, y ante algunos importantes teólogos, vuestras tesis. ¡No aceptéis la mano que parece que os tienden! No creáis que podéis llevaros la parte del león. No contéis con el apoyo de Zeiss y compañía: una vez lejos de los vuestros os abandonarán, jurando por lo más sagrado que vuestra llegada solo ha causado confusión en su ciudad, que vuestras teorías son peligrosas, que carecéis por completo de esa sumisión a la autoridad que Martín Lutero ha predicado.
Vos contáis con una gran fuerza: la fuerza de la palabra de Dios que encuentra a Su Pueblo por boca vuestra. Entre aquellas murallas, lejos de los campesinos y de los mineros, la fuerza os será arrebatada como a un nuevo Sansón. Zeiss será vuestra Dalila, y ya empuña las tijeras en su mano. Lo repito: no abandonéis Allstedt. Es allí donde os temen, por vuestros sermones y por vuestras prensas de impresión, temen la reacción del pueblo ante una acción violenta cualquiera contra Vos. No se atreverán a poneros la mano encima. No partáis para Weimar.
Que Dios Nuestro Señor os ilumine y sostenga.
Qoèlet
El día 27 de julio del año de 1524
Esta carta fue sin duda entregada al Magister demasiado tarde, tras su regreso de Weimar, cuando se había entrado ya en el juego del adversario. En esos difíciles días tal vez no tuvo siquiera tiempo de valorar su importancia y en cualquier caso no hizo mención de ello.
Es cierto que esta misiva revela anticipadamente lo que había de suceder. El que pergeñaba estas líneas estaba verdaderamente cerca de los aposentos de los príncipes.
Fue la lucidez de Ottilie la que había de salvarnos en aquellos días. Habríamos podido perdernos definitivamente, pero esa mujer se alzó de nuevo y nos condujo fuera del negro cenagal de una loca desesperación. Ottilie…, no estarás ahora para llevarme lejos de aquí. No sé cuál ha sido tu final: si fuiste pasto de los mercenarios o de los cuervos. El corazón, seco, me empuja casi a esperar que no hayas sobrevivido a esta nada, a la fría soledad que marca la Navidad de este año de muerte.
Allstedt, 6 de agosto de 1524
Ottilie es fuerte, resuelta y tiene un pecho soberbio. Magister, cuando aquellos destilados de hierbas y viduños le sueltan la lengua, haciéndola deslizarse alegremente hacia las partes bajas tanto del cuerpo como del espíritu, afirma que esas grandes y turgentes tetas contienen el secreto y la fuerza de la creación, y que justamente de ellas derivan el ímpetu y las revelaciones de estos últimos meses frenéticos, para añadir acto seguido —riéndose a carcajada limpia— que los nuevos fieles no tendrán, ¡ay los pobres!, más que lo que de ellas les cuenten. Pero tales afirmaciones o jactancias no las pronuncia jamás en presencia de ella, puesto que ejerce sobre ese amasijo tonante de carne, espíritu e intuición, un aura que nadie, ni príncipe, ni prelado ni ninguna autoridad constituida, ha sido capaz de ejercer jamás.
Ciertos relámpagos en los ojos de esta hembra superan no pocas veces en centelleante intensidad a los que el Magister emplea junto con sus palabras para inflamar a grandes audiencias. La fuerza de un varón, por grande que esta sea, y dedicada a Dios —y en Thomas Müntzer de Quedlinburg hay de ella una verdadera montaña—, tiene a menudo su origen y disciplina en mujeres que guían y acompañan su despliegue.
La fuerza del Magister se troca a veces en sombría desesperación, estallidos de ira, respingos de orgullo y agudos resentimientos de un hombre sometido a la ardua tarea de una empresa acaso sobrehumana. En tales ocasiones Ottilie, por sí sola, es capaz de aplacar los excesos, imponer la razón y la cordura que lleven a ese vigor a recuperarse, a fin de irrigar los corazones del pueblo de los hombres comunes y corrientes de Alemania entera.
Una tórrida noche, en la primera luna de agosto, pongo en ti y en la mujer que se sienta delante de mí la esperanza y ese poco de inteligencia para sacarnos a todos nosotros de una situación que, al cabo de unas pocas semanas, se ha vuelto densa de añagazas y asfixiante como un nudo en la garganta. Mientras nos miramos fijamente a la cara preocupados, tensos y acalorados, sentados a la mesa de cada día donde el pastor de Allstedt redacta sus sermones, el Magister vaga, a merced de una ira cargada de tinieblas, por las calles y callejones de este burgo, armado y con sus arreos de guerra, incitando a los fieles a seguirlo, igual que el lobo que en noches precisamente como esta lanza su solitaria llamada a la luna en petición de socorro. Vigila su marcha e incolumidad el incansable Elias, que lo sigue de cerca, a unos pocos pasos en la oscuridad, presto a acabar con todo aquel que pretenda atacarlo.
Todo es un hervidero de acontecimientos, difíciles de interpretar, a excepción del único claro y distinguible que, ahora, aquí en Allstedt, se va estrechando como un nudo corredizo, trampa que está a punto de dispararse sobre nuestros destinos y los de nuestros campesinos alzados. No hay tiempo que perder, el Magister necesita ayuda.