—¿Una Q?
—Impresa en el lacre. Pido explicaciones al contable de la agencia, uno que está al servicio de los Fugger desde hace más de diez años y lo que me dice es que, cuando se recibe una carta como aquella, lo que hay que hacer es preparar el dinero y esperar a que alguien se pase a retirarlo, mostrando el sello.
Lo interrumpo:
—No entiendo qué tiene eso que ver con Münster.
Gotz apenas si se inmuta:
—Déjame terminar. En ese punto pido saber más, ¿cómo le voy a dar un dinero en mano a un desconocido? El viejo contable me cuenta que, unos años antes, desde Roma se había abierto una cuenta de crédito ilimitado en las arcas de los Fugger para un agente secreto activo en los territorios imperiales. «Micer Q.», lo llamaban los contables de las filiales alemanas.
—Un espía.
No interrumpe su historia:
—De modo que preparo una letra de cambio por la suma solicitada y me dispongo a recibirlo. ¿Y sabes quién se presenta? Un clérigo. Envuelto en una saya oscura, con la capucha calada sobre los ojos cubriéndole media cara. Me muestra el anillo con la Q, idéntico al impreso en la misiva. Sin embargo, cuando ve la letra de cambio me la rompe en mil pedazos en las mismas barbas y me dice que lo que él necesita es dinero contante y sonante. Yo le digo que resulta peligroso viajar con una cantidad semejante de dinero en la faltriquera, pero él insiste: quiere el oro. Tras lo cual me pregunta si puedo indicarle un lugar donde alquilen caballos que cubran la distancia hasta Münster. Lo mando a la caballeriza más grande de Colonia.
Se queda callado. La historia ha acabado. Un oscuro presentimiento me oprime la cabeza, pero no consigo articularlo. Apoyo el vaso sobre la mesa, ligero temblor de manos.
Gotz se espera una reacción:
—¿No es una bonita historia? Tal vez para conquistar una ciudad sirvan unos fanáticos que crean en ello, pero para infiltrar a un espía hace falta dinero. Hacen falta los Fugger. El dinero siempre anda de por medio.
Repara en mi malestar.
La línea más oscura del licor en la botella se balancea lentamente al tiempo que la gabarra.
La concha de tortuga manda reflejos color de ébano.
Una garza blanca corta el retazo de cielo enmarcado por la ventanilla.
El mapa de la costa inglesa, en la parte baja del ángulo de la izquierda, tiene una rosa de los vientos que desde aquí parece una flor blanca y negra.
Gotz, hundido en el sillón, no mueve un músculo.
Gotz. Lazarus. Nombres distintos, hombres distintos. La misma historia.
Gustav Metzger, Lucas Niemanson, Lienhard Jost, Gerrit Boekbinder.
Lot.
—Nadie es lo que parece.
No sé si he hablado yo o la voz de Gotz, o bien ha sido solo el pensamiento que resuena en mi cabeza.
Las preguntas salen por sí solas:
—¿Quién había abierto ese crédito?
—Nunca lo he sabido. Con toda probabilidad un pez gordo de Roma.
—Descríbeme a ese hombre, el que vino a retirar el dinero.
—Ya te he dicho que llevaba la cara tapada. Por la voz no parecía demasiado viejo, pero han pasado de ello cuatro años…
Me está secundando, ha comprendido, hace un esfuerzo:
—Recuerdo que me pregunté qué iba a hacer en Münster con una suma semejante, que no es que fuera desproporcionada, dos, tres mil florines me parece, pero ¿por qué emprender un viaje de ese tipo con la bolsa llena?
—Para no dejar huella. No despertar sospechas.
Lo miro. Ahora soy yo quien tiene que reflexionar en voz alta y modificar la historia.
—A comienzos del treinta y cuatro los baptistas de Münster recibieron las primeras donaciones importantes en metálico, contribuciones a la causa procedentes de varias comunidades y también de hermanos individuales.
—¿Estás diciendo que aquellos dineros habrían servido para ganarse la amistad de los baptistas?…
—¿Qué mejor salvoconducto para un espía?
De nuevo oímos el lento chapaleo de la corriente, el crujido de la madera.
Es él el primero en hablar, entre falsa modestia e incredulidad:
—No entiendo demasiado de cuestiones religiosas. Explícame qué necesidad tenía Roma de infiltrar a un agente en la comunidad baptista de una pequeña ciudad del norte.
La respuesta adquiere forma mientras la pronuncio:
—Tal vez esa pequeña ciudad del norte se estaba convirtiendo en el faro del anabaptismo. Tal vez porque esa comunidad había plantado cara a los señores y alzado al pueblo donde nadie lo había conseguido jamás. Tal vez porque alguien perspicaz, en la corte del Papa, se iba por la pata abajo.
Gotz sacude la cabeza:
—No, no encaja: los cardenales tienen otras cosas en las que pensar.
—Tienen que pensar en defender el poder.
—Y entonces, ¿por qué no romperles los cojones a los luteranos?
—Porque los luteranos pueden ser unos excelentes aliados contra la rebelión de las clases más humildes. ¿Quién aniquiló a los campesinos en Frankenhausen? Príncipes católicos y luteranos juntos. ¿Quién prestó los cañones al obispo de Münster para recuperar la ciudad? Felipe de Hesse, admirador de Lutero.
—No, no, no se sostiene. Lutero desbancó al Papa, lo echó fuera de Alemania a patadas en el culo, todos los bienes de la Iglesia confiscados por los príncipes alemanes…
—Gotz, para que se sostenga el arquitrabe hacen falta dos columnas.
El ex mercader piensa en ello, me mira de soslayo:
—Adversarios, pero aliados. ¿Es esto lo que quieres decir?
Asiento:
—Un agente secreto activo en los territorios imperiales. ¿Desde cuándo?
—Desde hace más de diez años, según me dijeron.
De nuevo ese presentimiento oscuro, una presión abrumadora detrás de los ojos.
Metzger, Niemanson, Jost, Boekbinder, Lot.
Muchos y uno. Esos fui.
Muchos y uno. Uno cualquiera.
El hombre de la multitud. Oculto en la comunidad. Uno de los nuestros.
—«Dios ha de juzgarlo todo, aun lo oculto, y toda acción, sea buena, sea mala.»
Gotz, perplejo:
—¿Qué quiere decir?
La presión se debilita, el presentimiento se esfuma:
—Es el final del libro de Qoèlet, el Eclasiastés.
El estuario se ensancha a ojos vistas, mientras la nave se desliza rauda hacia el mar que ya se entrevé en el horizonte. El alba proyecta sus rayos en el espejo de agua delante de nosotros y nos alumbra el camino.
El mar. Eloi tenía razón: da una sensación de libertad alejarse de una costa, dirigir la mirada a esa masa infinita de olas. No he navegado nunca por mar: una inquietud extraña, ebriedad, empañada tan solo por las preocupaciones de la noche pasada.
La tripulación está compuesta por un timonel y ocho marineros, a las órdenes del capitán Silas, todos ingleses que han trabajado ya con Gotz y de los que podemos fiarnos a ciegas. Hablan su extraña lengua, de la que ya consigo reconocer algunas de las expresiones más frecuentes: exclamaciones y blasfemias, creo.
Había llegado a Amberes con la idea de emigrar a Inglaterra y no volver más. Ahora estoy yendo a hacer negocios allí. Las cosas cambian de forma imprevisible: ayer era un harapiento buscado por los esbirros, hoy soy un respetable mercader de azúcar, con un seguro de quince mil florines sobre la carga y sobre las naves.
Echo una mirada atrás, la segunda embarcación nos sigue a un cuarto de milla. La pilota el segundo de Silas, un joven bucanero galés que ha navegado a las Indias.
El mercader Hans Grüeb va a vender azúcar a Londres. Los llanos islotes de Zelanda, la tierra arrebatada al mar con uñas y dientes, desfilan por delante, atestados de gaviotas, y a medida que se vuelven más escasos, el mar del Norte lo recibe plácido con su azul intenso, sombrío como los pensamientos que se agolpan en su mente por la noche.
El relato increíble de Lazarus el resucitado me obliga a volver a los recuerdos de Münster, tal vez hoy más vívidos por habérselos contado a Eloi.
La pregunta es siempre quién. Quién era el espía. Quién trabajaba desde un principio para los papistas. Quién dio dinero para la causa, consiguiendo hacerse acoger entre los regenerados.
Quién.
Quién era el infame.
Paso revista a los rostros, lugares, ocasiones. Mi llegada a la ciudad, el recibimiento, las barricadas y luego el delirio, la locura. Quién trabajó para que todo terminase así. Ya se lo dije a Eloi. Están todos muertos. No sobrevivió nadie. Solo Balthasar Merck y sus amigos. ¿El joven de los Krechting? Ni por asomo.
Pero también este es un modo como otro cualquiera de ahuyentar el peor de los presentimientos.
Uno de nosotros. Un aliado. Capaz de ganarse la confianza. Y de mandarte a la carnicería en el momento adecuado.
Las cartas.
Las cartas a Magister Thomas.
Un espía activo desde antes del 24.
En Alemania.
Uno y nadie.
Frankenhausen. Münster.
La misma estrategia. Los mismos resultados.
La misma persona.
Qoèlet.
El beneficio de Cristo
Carta enviada a Nápoles desde la ciudad pontificia de Viterbo, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 1 de mayo de 1541.
Al muy honorable señor Giovanni Pietro Carafa, en Nápoles.
Señor mío reverendísimo:
Las noticias que Vuestra Señoría me da sobre la derrota del Emperador en Argel y sobre el descalabro de sus tropas en Hungría a manos de los turcos permiten confiar a este corazón en ver pronto al Habsburgo doblegarse bajo los golpes de sus adversarios y disgregado su inmenso poder. Si a esto añadimos las nuevas procedentes de Francia, a saber, la intención de Francisco I de reanudar la guerra, creo que el momento es particularmente propicio para las esperanzas de Vuestra Señoría y de este su servidor. Nunca antes el Emperador se ha encontrado con tantas dificultades para custodiar sus inmensas fronteras; nunca antes sus deudas con los banqueros alemanes fueron tan elevadas ni estuvieron tan lejos de poder ser saldadas.
No es de extrañar, por consiguiente, que trate de reunir a la Cristiandad bajo su bandera, haciendo concesiones a los príncipes protestantes en Alemania, a fin de que acudan en su ayuda a las llanuras húngaras y a los Balcanes contra el avance de Solimán. Los luteranos están ya consolidados en Sajonia y en Brandeburgo y el Emperador está dispuesto a tomar nota y a condescender y a que Roma se quede para siempre al margen de aquellos principados.
No obstante, la esperanza de quien trata de obstaculizar el poder de Carlos V es que los príncipes no cedan a sus lisonjas y continúen mirándolo como se mira a un enemigo fuerte con el que negociar, pero no para elegirlo como aliado. Las simpatías de Felipe de Hesse no son, efectivamente, una buena señal: el Emperador ha hecho la vista gorda sobre la bigamia del landgrave con tal de tenerlo de nuevo de su lado y este se ha prestado a un vil mercadeo.
Pero tanto da; la intención que Carlos persigue por cualquier medio es la de empujar a la Iglesia Romana y a los teólogos luteranos a sentarse a una misma mesa y no cabe ninguna duda de que dará guerra: no habiendo conseguido derrotar a los príncipes luteranos, hoy quisiera convertirse en el paladín de la Cristiandad reunida bajo la enseña de la nueva cruzada contra los turcos, convencido de que ello le haría invencible. Para esto está dispuesto a gastar todos los recursos que le quedan.
Afortunadamente, tengo el placer de enterarme de que la Dieta de Worms no ha dado los frutos deseados por Carlos: los doctores luteranos continúan mirando de reojo a la Santa Sede y a los principados católicos.
Puesto que conocí en persona a Lutero y a Melanchthon en la época de su ascensión, puedo añadir que son hombres demasiado orgullosos y suspicaces para condescender a una reconciliación con Roma. Lo cual juega a favor de los planes de Vuestra Señoría y por el momento impide ese acercamiento entre católicos y luteranos que hoy sería funesto.
No obstante, el peligro, en vez de llegar de más allá de los Alpes, podría surgir del seno mismo de la Santa Iglesia Romana.
El nuevo hábito que Vuestra Señoría ha tenido a bien concederme llevar para seguir sirviendo a la causa de Dios y la privilegiada atalaya a la que he logrado acceder, me permiten contar en efecto con noticias de primera mano y reunir cuantiosos elementos que el interés de mi meritísimo señor necesita que no se vean desatendidos. Una vez más la perspicacia de Vuestra Señoría se ha revelado más que eficaz.
Puedo, así pues, afirmar con certeza que el que va constituyéndose aquí en Viterbo, en la sede del Patrimonio de San Pedro, es un verdadero partido favorable al diálogo con los luteranos, el cual puede presentar un flanco fácil a las aspiraciones del Emperador. Vuestra Señoría suele calificarlos de
espirituales
, aludiendo con ello a los cardenales abiertos a algunas de las peligrosas doctrinas de Lutero y de ese nuevo heresiarca ginebrino del que hoy todos hablan: Juan Calvino; no obstante, por más que sea cierto que el círculo viterbés gravita en torno al cultísimo cardenal Polo, debo informar a mi señor que el círculo de personas del que este se ha rodeado desde que fuera nombrado Gobernador Papal del Patrimonium, incluye a literatos de todo tipo, laicos y clérigos procedentes de medio mundo, unidos por el propósito común de abrir la Iglesia a las demandas concebidas por el pérfido Lutero. Y justamente esta ingenua aceptación de todo intelecto que se adhiera a su causa ha permitido a este solícito servidor de V.S. entrar a formar parte del círculo y ganarse los favores de sus miembros más ilustres: se han mostrado más que contentos de contar en sus filas con un literato que conoce bien los textos producidos en las universidades germánicas.Permítaseme, pues, exponer la impresión que he podido sacar del que sin duda debe considerarse el inspirador de esta congregación, o sea, el cardenal inglés Reginaldo Polo. Este goza de la intachable fama de mártir del catolicismo, por haber tenido que escapar de su tierra natal a causa del cisma perpetrado por Enrique VIII, y esto hace difícil levantar cualquier tipo de sospecha sobre su ortodoxia. Es hombre culto y refinado, incapaz de desconfianza ni de mala fe, un genuino defensor de la posibilidad de poner en marcha un diálogo con los protestantes con el fin de volver a llevarlos al cauce de la Santa Iglesia Romana.
Tal como decía poco antes, no hay que extrañarse de que el Emperador mire a este piadoso hombre de Iglesia como a un campeón de sus propios intereses.
Polo goza también de los favores del cardenal de Bolonia Contarini, el elegido por Su Santidad el papa Paulo III para llevar a cabo nuevas gestiones con los luteranos de Ratisbona, tras el fracaso de la Dieta de Worms. A estos se añaden el cardenal Morone, el obispo de Módena, Gonzaga de Mantua, Giberti de Verona, Cortese y Badia en la Curia pontificia. Todos tienen con respecto a las doctrinas protestantes una posición más bien flexible, predicando la persuasión de los hermanos que se han apartado del recto camino de Roma, y en consecuencia aborreciendo la persecución de tales ideas por medio de la fuerza de la coerción.
Reginaldo Polo, como Vuestra Señoría no ignora, es hombre de letras que estudió en Oxford juntamente con ese Tomás Moro cuyas peripecias tanto han sacudido a la Cristiandad. Mártir amigo de mártires: sus credenciales parecen realmente intachables. Concluyó posteriormente los estudios en Padua y por consiguiente es también un buen conocedor de la realidad italiana.
No es difícil, por tanto, imaginar lo mucho que se entiende con los literatos de los que se rodea y muy en especial con Marco Antonio Flaminio, poeta y traductor que goza de los favores de Su Santidad Paulo III, y del que, por dicha razón, Vuestra Señoría tiene ya seguramente que haber oído hablar. La asociación entre Polo y Flaminio formada aquí en Viterbo no es, en mi opinión, menos peligrosa que la que se consolidó hace más de veinte años, en Wittenberg, entre Martín Lutero y Philipp Melanchthon. Cuando una fe obcecadamente vivida se topa con las letras, lo que de ello nace es casi siempre algo grandioso, tanto para bien como para mal.
Cuanto antes me sea posible hacer llegar a Vuestra Señoría posteriores noticias acerca de lo que se trama en Viterbo, antes podrá verse satisfecho el deseo de serviros.
Beso las manos de Vuestra Señoría y me encomiendo a su gracia.