Adrianson le coge las manos:
—¿Y tu anillo?
—Todo… para mayor gloria de Dios.
Respiro hondo, no tengo que perder la calma, tratar de comprender:
—¿Qué corte, Greta? ¿De qué estás hablando?
Es odio, una rabia profunda la que le hace pronunciar estas palabras:
—Se ha hecho nombrar rey. Rey de Münster, del pueblo elegido.
Un nudo en la garganta me impide hablar, pero ella continúa:
—Fue Dusentschnuer, el platero, ese maldito paticojo, con Knipperdolling. Una representación horrible: lo lisonjearon, le imploraron, para que aceptase la corona. Decían que Dios les había hablado en sueños, que debía ceñir la corona del Padre y guiarnos a la Tierra Prometida. Y ese asqueroso saltimbanqui menospreciándose a sí mismo, diciendo que él no era digno…
El herrero coge por los hombros a su mujer, protector y furioso:
—Cerdo asqueroso. Putañero de tres al cuarto.
Murmuro:
—Nadie le ha parado los pies… ¿Dónde estaban mis hombres… Heinrich Gresbeck?
—No debes acusarlos, capitán, pues ya no están aquí. Dan escolta a los misioneros que fueron enviados a buscar refuerzos. El rey se rodea de hombres armados, a todo el que se atreve a abrir la boca en contra suya se lo llevan, desaparece, no se sabe dónde, en cualquier prisión subterránea, tal vez… para acabar luego en el fondo del canal.
He de preguntarlo, he de saber:
—¿Y Bernhard Rothmann?
El silencio anuncia un horror peor aún si cabe de lo que esperaba.
—Ha sido nombrado teólogo de la corte. Knipperdolling, Kibbenbrock y Krechting han recibido el título de condes. El rey dice que pronto guiará al pueblo elegido a través del Mar Rojo de los ejércitos enemigos y conquistará Alemania entera. Ha asignado ya los principados a sus más fieles.
La rabia y el temor van trocándose en un peso muerto que me arrastra con él. Estoy abatido, pero no es esto todo lo que leo en la expresión férrea, en esa belleza altiva y madura.
—Rothmann dijo que había que seguir las costumbres de los patriarcas de las Escrituras. Id y multiplicaos, dijo, que cada hombre tome todas las mujeres que se vea capaz de satisfacer, para aumentar el número de los elegidos. El rey tiene quince mujeres, todas ellas poco más que unas niñas. Rothmann, diez, y así todos los demás. Si mi marido no hubiera vuelto dentro de un mes, también yo le habría tocado en suerte a alguno de ellos.
Las manos de Adrianson, blancas de la tensión, quieren hacer trizas la repisa de la chimenea.
—Ah, gritamos, sí, gritamos que eso no era justo. Margharete von Osnabrück dijo que si el Señor quería la procreación, entonces también las mujeres debían poder elegir a más de un marido.
Se traga la compasión con su suspiro contenido:
—Les escupió en la cara a los predicadores y se les meó encima a los que fueron a prenderla. Sabía lo que le esperaba, pero no quiso callarse. Gritó a toda la ciudad, mientras la llevaban a rastras, que las mujeres de Münster no habían luchado al lado de sus hombres para convertirse en vulgares concubinas.
Una nueva pausa, conteniendo las lágrimas de odio. Hay una dignidad infinita en esas palabras, la dignidad de quien ha compartido el gesto extremo de un hermano, de una hermana.
—Murió dirigiéndoles a su vez palabras asesinas. La siguieron muchas que prefirieron morir insultando a los tiranos antes que aceptar sus leyes. Elisabeth Hölscher, que se atrevió a abandonar a su marido. Katharina Koekenbecker, que vivió con dos hombres bajo el mismo techo. Barbara Butendieck, denunciada por el marido porque se atrevió a llevarle la contraria. A ella no la han ajusticiado, no. Se ha salvado porque estaba embarazada.
Solo el crepitar del fuego. El hondo respirar del pequeño Hans en la camita. El batir de la lluvia en el tejado.
—¿No se ha rebelado nadie?
Asiente:
—El herrero Mollenhecke. Juntamente con otros doscientos. Consiguieron encerrar al rey y a su séquito en el Ayuntamiento, pero luego… ¿Qué podían hacer? ¿Abrirle las puertas al obispo? Ello significaba condenar a la ciudad a muerte. No se veían con fuerzas. Alguien liberó al rey y dos horas después sus cabezas rodaban en la plaza pública.
Peter Adrianson recoge la vieja espada con la que luchó en las barricadas en febrero. En la cara las arrugas del cansancio ahuyentado.
—Mándame que lo mate, capitán.
Me pongo en pie. Lo que queda por hacer.
—No. Tu mujer y tu hijo no sabrían qué hacer con un mártir.
—Tiene que pagarlo.
Me dirijo a Greta:
—Recoge vuestras cosas. Os iréis esta noche.
Adrianson aprieta la empuñadura, cegado:
—Nos ha jodido, no puede librarse de esta.
—Llévate a los tuyos lejos de aquí. Es mi última orden, Peter.
Querría llorar, mira a su alrededor: la casa, los objetos. A mí.
—Capitán…
Greta está lista, el hijo en brazos, envuelto en una manta. Quisiera que Adrianson tuviera fuerzas en estos momentos.
—Vamos. —Lo arrastro por un brazo, salimos bajo el diluvio, echo a andar. Vamos pegados a las paredes a lo largo del recorrido que parece interminable.
En una esquina, a la mujer de Adrianson le da un vuelco el corazón.
Por instinto la mano a la espada. Dos formas bajas encapuchadas.
Una sostiene un farol. Se acercan, pasos cortos en el barro.
La luz alzada hacia nuestros rostros. Entreveo unos ojos jóvenes, mejillas lampiñas. No más de diez años.
Un estremecimiento.
Una niña apunta con el índice el hato que Greta aprieta contra su pecho. Un dedo pequeño y blanco.
Terror en los ojos de la mujer. Aparta el borde de la manta y muestra a Hans, aterido de frío.
La otra no aparta la mirada de mi cara.
Ojos azules. Mechones rubios chorreando agua de lluvia.
La indiferencia altiva de un hada.
Puro horror.
El instinto de aplastarla. De matar.
El corazón como un bombo.
Siguen su camino.
En la Ludgeritor.
Han descargado nuestros carros, los animales han sido puestos a cobijo bajo un cobertizo.
—¡Alto ahí! ¿Quiénes sois?
—Capitán Gert del Pozo.
Me acerco, de manera que pueda reconocerme. Hansel, el rostro espectral del hambre.
—Vuelve a enganchar las caballerías a uno de los carros.
Dubitativo:
—Capitán, lo siento, nadie puede salir.
Señalo el hato que Greta aprieta contra su pecho.
—El pequeño tiene el cólera. ¿Acaso quieres hacer estallar una epidemia?
Aterrorizado, corre a llamar a sus compañeros. Son enganchadas las caballerías.
—¡Abrid la puerta, rápido!
Empujo a Adrianson sobre el carro, arrojándole las riendas en la mano.
—Vete lo más lejos que puedas.
Sus lágrimas se mezclan con la lluvia que chorrea de la capucha:
—Capitán, yo no te dejo aquí…
Le aprieto con fuerza el borde de la capa:
—No te niegues a ti mismo aquello por lo que has luchado, Peter. La derrota no vuelve injusta una causa. No lo olvides jamás. Ahora vete.
Doy un fuerte golpe en un anca del caballo.
No noto ya la lluvia. El aliento me precede por la calle que lleva a la plaza de la catedral. Nadie. Como si estuvieran todos muertos: un único cementerio mudo.
El tablado sigue al amparo de la iglesia, pero ahora destaca al fondo un pesado baldaquino que cubre el trono. Debajo, hay grabado en letras claras el nombre del lugar al que las mentes de esta gente han decidido emigrar: EL MONTE DE SIÓN.
Paso más allá, hasta que un ruido y una luz de fiesta me llegan desde lo alto, desde las ventanas de la casa que fue del señor Melchior von Büren.
He encontrado la corte del Rey Juglar.
Ciñe la corona.
Lleva un manto de terciopelo.
El cetro en la mano, una esfera rematada por una cruz y dos espadas le cuelgan del cuello. Lleva un anillo en cada dedo, todos los rizos de la barba esmeradamente cuidados, las patillas enrojecidas, antinaturales, como un cadáver embellecido.
Está sentado al centro de la gran mesa, puesta en forma de herradura, atestada de montones de huesos mondos y lirondos, escudillas llenas de grasa de oca, vasos y jarras con restos de vino y de cerveza. El hocico inmóvil de un cochinillo en el asador destaca en medio de la sala. A la diestra del rey, la reina Divara, vestida de blanco, más hermosa de lo que puedo recordarla, una guirnalda de espigas como broche en el pelo. A la siniestra, un pequeñajo enfurruñado: el famoso Dusentschnuer seguramente. Las mujeres están sentadas al lado de los cortesanos y sirven el vino a sus amos y señores.
Al fondo de la sala, en el trono de David, está sentado con desparpajo un chiquillo, las piernas a horcajadas en los brazos del asiento. Juguetea aburrido con una moneda. El traje demasiado grande está recubierto de adornos de oro, las mangas arremangadas sobre los codos. A duras penas consigo reconocer a Seariasub, el favorito de Beuckelssen, salvado del destino de los viejos creyentes en un día de invierno.
El rey se pone en pie apoyando las manos en la mesa. Levanta la cabeza en busca de miradas con las que cruzarse. Inquietud entre los comensales. Ojos bajos.
—¡Krechting!
El ministro se sobresalta. Todos los demás respiran. El rey urge:
—¡Para el ducado de Sajonia, Krechting!
Imitando marcadamente un acento aldeano:
—«¿Por qué, pues, tantos clamores? ¿No hay un rey en ti o te falta tu consejero, que te dueles como mujer en parto? Duélete y gime, hija de Sión, como mujer en parto, porque vas a salir ahora de la ciudad y morarás en los campos, y llegarás hasta Babilonia, pero allí serás librada, allí te redimirá Yahvé del poder de tus enemigos.» ¿Quién soy? ¿Quién soy?
Krechting se ruboriza mientras mira la pierna de cordero descarnada que tiene delante de sus narices, le da con el codo al vecino en busca de una sugerencia.
El rey, disgustado:
—Es suficiente, no lo sabe…
La mirada escruta la gran mesa.
—¡Knipperdolling! ¡Para el electorado de Maguncia!
Con la punta del cetro hace tintinear la jarra. Luego la hace pedazos de un golpe seco. El agua se derrama sobre la mesa.
—«¿No está entre nosotros Yahvé?»
El burgomaestre se apresura a responder:
—¡Sí, sí!
—¡No, tienes que decirme quién soy, quién soy!
Envuelto en una hopalanda de brocado, probablemente hecha con la tapicería de casa de Von Büren, Knipperdolling se atusa nerviosamente la barba. La imponente panza de otrora cae ahora fláccida como la papada. El sombrerucho negro le cae blandamente a los lados, como las orejas de un mastín. La mirada apagada, de perro apaleado. Un viejo animal chocho y cansado. Trata de lucirse con una respuesta:
—¿Isaías?
—¡Noooooo!
Está nervioso. Derriba la mesa:
—¡Palck! ¡Para Güeldres y Utrecht!
Se abalanza sobre la cabeza del cochinillo y emprende una lucha desesperada con grandes rugidos y gritos hasta que la parte en dos. Deja caer los pedazos y se vuelve de golpe:
—¿Quién soy, quién soy?
El diácono está visiblemente ebrio, no consigue mantenerse en pie si no es tambaleándose y tiene que apoyarse en la mesa. Una sonrisa de complacencia:
—¡Sí, sí, esta es fácil: Simeón!
—Respuesta equivocada, imbécil.
Recoge una costilla de cerdo y se la tira. Suspira hondo y se vuelve hacia Rothmann, poco menos que escondido al fondo de la gran mesa.
—Bernhard…
Un viejo cuerpo agotado, embutido en el sucio traje, la muerte pintada en el rostro, los ojos diminutos. Parece haber pasado años desde que un afable predicador acogió a los discípulos de Matthys en Münster y otros tantos desde que el convento de Überwasser fue deshabitado por sus palabras.
—Miqueas, Moisés y Sansón.
El rey aplaude, inmediatamente seguido por todos los demás.
—Bien, bien. Y ahora, Divara, reina mía, haz de Salomé. ¡Vamos, vamos, Salomé! ¡Música, música!
Divara se sube a la mesa y comienza a hacer rápidas evoluciones y a moverse insinuante al son del laúd y de la flauta. El vestido resbala sobre sus hombros, las piernas quedan al descubierto. Azota el aire con los cabellos y junta las manos sobre la cabeza, la espalda enarcada.
La danza de Salomé para conseguir la cabeza de Juan.
De Jan Beuckelssen, sastre y rufián de Leiden, comediante, apóstol de Matthys, profeta y rey de Münster.
De Jan y de todos los demás.
Una pila de cadáveres. Ella lo sabe.
Contemplo a la muerte danzar, elegirlos uno a uno, hasta que decido salir de la sombra y dejar que reparen en mí.
Es la primera en detenerse, de golpe, como si hubiera visto un fantasma. Los comensales, de piedra, boquiabiertos y mirándome redivivo, viéndome por un instante a través de mis ojos: unos flojos, locos, condenadamente necios.
Y de nuevo ella, me obsequia con una leve sonrisa, como si estuviéramos nosotros dos solos.
Llévatelos, a todos.
(1535)
Carta enviada a Roma desde la ciudad de Münster, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 30 de junio de 1535.
Al ilustrísimo y reverendísimo señor Giovanni Pietro Carafa, en Roma.
Señor mío meritísimo:
Cuando tengáis en vuestras manos estas hojas, estoy seguro de que habrá llegado a oídos de Vuestra Señoría la noticia del final del Reino de Sión en la ciudad de Münster, ya que la atención de todos los estados sobre la suerte del cerco es enorme, y muy en particular la atención de Vuestra Señoría por los avatares que le afectan. Apelo, pues, a dicho interés, y a la natural curiosidad de un hombre cultísimo e instruido, a fin de que esta carta mía pueda ser de alguna utilidad, exponiendo algunos detalles que me han parecido significativos en estos últimos meses de silencio, y sin olvidar que Vuestra Señoría ha dado siempre muestras de apreciar grandemente las informaciones de primera mano, aun a sabiendas de que los acontecimientos más inquietantes son aquellos sujetos a verse enriquecidos con detalles inexistentes, falsas interpretaciones, superposiciones fabulosas.
Permítaseme dar comienzo al relato con una reflexión casi íntima, que servirá sin duda a Vuestra Señoría para leer en su justa luz cuanto vaya exponiendo, a saber, que nunca, en los treinta y seis años que Dios ha tenido a bien concederme, he vivido meses tan fatigosos para el cuerpo, ni tan postradores para la mente e inquietantes para el espíritu, como le sucede a un hombre en su sano juicio que debe hacerse el loco entre los locos. Ese hombre, por más rigurosamente que vigile las regiones de su espíritu, incubará a menudo la terrible sospecha de haber perdido irremediablemente su propia naturaleza y, asumiendo de forma espontánea las actitudes de las multitudes y estrechando amistad con personas enfermas, de acabar comprendiéndolas mejor que a las mismas personas cuerdas. Así pues, la vuelta a la normalidad no le será ni fácil ni inmediata.
En los meses decisivos de la caída de Münster he visto las reservas de alimento hacerse cada vez más magras, al mismo tiempo que los rostros de sus habitantes. Vi en una semana desaparecer todos los ratones de las calles de la ciudad y empecé a sospechar que no por una simple manía, sino por un cálculo lúcido, Jan Beuckelssen se puso a hacer ajusticiar a un número cada vez mayor de súbditos desobedientes: menos bocas que alimentar y más carne que comer.
Puedo decir que, en el caso de que el frente de los anabaptistas hubiera sido verdaderamente sólido, mi tarea habría resultado mucho menos pesada. Habría identificado fácilmente al pueblo atrincherado dentro de las murallas con la milicia de Satanás y a los mercenarios acampados fuera de ellas con las huestes del Señor. Pero teniendo en cuenta cómo anduvieron las cosas, se hizo cada vez más difícil en cambio no considerar al rey de Sión y a su corte como los únicos verdaderos enemigos, juzgando al resto de los sitiados como una grey inconsciente. La tremenda locura de Beuckelssen hacía menos horrible la locura anabaptista de todos los demás.
Así, en más de una ocasión, mientras le oía prometer a su gente que las piedras del empedrado se transformarían para ellos en pan y muslos de faisán, sentí un deseo irreprimible de matarlo, de hacerlo desaparecer de la faz de la tierra, para liberar a muchas pobres gentes de aquel yugo, soportado únicamente por la presencia de un peligro mayor fuera de las murallas.
Ello no obstante, precisamente quien esto escribe a Vuestra Señoría fue responsable en primera persona de la ruptura que se creó dentro de la ciudad. Desde la llegada de Jan Matthys comencé a ganarme las simpatías del primer predicador de la comunidad, Bernhard Rothmann, un hombre de fina inteligencia y gran cultura, al que ya me referí en mi última carta, hará ahora más de un año. Cuando vi el modo en que este era dejado de lado por el nuevo profeta Matthys, me di inmediatamente cuenta de que una sabiduría semejante podía volverse útil para mis planes. Habría podido echar leña al fuego de la insatisfacción del caudillo fracasado, del hombre de Biblia marginado por unos toscos alcahuetes y panaderos. Pero Rothmann enfermó de gravedad, y juntamente con la salud comenzaron a faltarle también las ganas de salir y de luchar. Acabó por contentarse con hacer de teólogo en la corte de Jan de Leiden. Y sin embargo, ninguna persona culta, y por si fuera poco débil y cansada, podía soportar por mucho tiempo el espectáculo del Reino de Sión.
No sé cómo se me ocurrió la idea de la poligamia, probablemente me inspiró la leyenda de que los anabaptistas, aparte de los bienes, tenían también en común a sus mujeres. Discutí largamente con Bernhard Rothmann acerca de las costumbres de las Sagradas Escrituras en materia de matrimonio, hasta que el predicador aconsejó a Beuckelssen dicho procedimiento, tan odioso como para poner al pueblo contra él. Desde entonces todo se vio sumergido en una marea de sangre, y Rothmann acabó por tomar catorce mujeres. Pero el espíritu de la ciudad sitiada, que había resistido hasta aquellos momentos compacta a los ataques del obispo Von Waldeck, no volvería a conocer ya la unidad en ningún otro momento.
Así, no hubiera hecho falta ningún traidor, con solo que las fuerzas sitiadoras hubieran estado mejor organizadas y menos atemorizadas por el fracaso. Y sin embargo, el cerco parecía destinado a no acabar nunca. Es cierto que la Nueva Sión estaba ya a punto de caer a causa del hambre, pero no lo es menos también que la mordaza estrechada por las tropas del obispo obtuvo éxito, al cabo de un año, resultando realmente eficaz, pero a la larga un ejército mercenario acostumbra a descomponerse y perder vigor con los repetidos retrasos en el cobro de la paga.
Llegué al campamento de los episcopales al amanecer del 24 de mayo, con los arcabuces de los mercenarios apuntándome a la cabeza y los gritos de los centinelas de la ciudad que me instaban a volver atrás. Vencí la desconfianza del capitán Wirich von Dhaun construyendo modelos de arcilla de las fortificaciones de Münster y describiendo pormenorizadamente los puntos flacos en el servicio de centinela. Tuve que confirmar la exactitud de cuanto decía trepando de noche a lo alto de los bastiones de la ciudad y saliendo ileso por una de sus puertas.
Un mes más tarde las tropas episcopales han hecho su entrada en Münster. De la batalla que se ha librado intramuros, no tengo detalles que ofrecer, por cuanto no me ha sido dado asistir a ella. Lo que ha sucedido a continuación, en cambio, es algo que ningún ojo humano querría ver nunca y boca alguna podrá describir jamás. Las persecuciones, los asesinatos, las matanzas se suceden todavía hoy. Todos son exterminados en el sitio. Tan solo Beuckelssen y sus hombres de más confianza, como Krechting y Knipperdolling, han sido capturados con el fin de someterlos a interrogatorio. En la hora fatal, al rey de los anabaptistas no se le ha visto combatir en la plaza junto con los denodados defensores de la ciudad, sino que ha sido descubierto en la sala del trono, escondido debajo de una mesa, implorando que no le hicieran ningún daño a un pobre sastre y miserable rufián. Respecto a Bernhard Rothmann, su suerte es materia para las más variadas conjeturas: no ha sido hecho prisionero y su cadáver no aparece por ningún lado, pero no falta quien dice haber visto a un húngaro clavarle una espada entre las paletillas y luego, reconociéndolo como a uno de aquellos que el obispo había ordenado apresar vivos, apañárselas para esconder el cuerpo.
En todos los callejones yacen cadáveres y la ciudad apesta de un hedor insoportable. En la plaza central se alza una pila de cuerpos blancos, desnudos y amontonados unos sobre otros.
La llegada del obispo Von Waldeck no puede decirse que haya contribuido mucho más a la salud de Münster. Todavía hoy las calles de la ciudad están vacías incluso a mediodía y los tenderetes de venta de hortalizas no han vuelto a comparecer bajo los pináculos del Ayuntamiento. Deberá pasar mucho tiempo antes de que vuelva a verse vida en Münster, aunque los trabajos de reconstrucción de la catedral han dado ya comienzo. Trato todavía de recuperar las fuerzas y la decisión perdidas en este carnaval de muerte, pero la danza macabra de esta ciudad nos arrastra a todos en su vertiginoso girar, como un contagio de peste, como si el olor a cadáver trocara también en cadáveres a los vivos.
Y así será para los anabaptistas de aquí y de los Países Bajos, ahora que el faro de su esperanza se ha apagado. Muchos defensores de Münster, mandados por Beuckelssen a instigar a las gentes de Holanda, están dando todavía vueltas actualmente por esas tierras, pero sus días están contados y cada vez son menos los locos que quieren prestarles oídos. He aquí por qué creo que la suerte de esta execrable herejía está ya marcada y el peligro extinguido.
Por igual motivo creo haber dado fin a la tarea que Vuestra Señoría me asignara, una tarea a la que he sacrificado todas las fuerzas tanto del cuerpo como de la mente, hasta haber sido puesto profundamente a prueba por la horrenda tragedia de la que he sido espectador y comparsa. Por consiguiente, no le será difícil a mi Señor comprender las razones que me impulsan a solicitar el ser apartado del nauseabundo y mortífero olor de estas tierras, y de continuar sirviéndole, si es que pueden volver a ser todavía alguna vez útiles mis servicios, en otros lugares y circunstancias.
Encomendándome a la benevolencia de Vuestra Señoría, beso humildemente sus manos.