Eran los otros los que esperaban. A mí.
—Ese jodido loco lo ha arruinado todo. Me ha helado la sangre.
—¿Y por qué te quedas aquí parado? ¿Por qué no acabas con él, con ese hijo de puta? ¡Hazlo ahora, Gert del Pozo, a tomar por culo! Vosotros sois los santos, recuerda, yo el ladrón. He pillado lo mío. Cuando salga de aquí me largo.
Aprieto la empuñadura, las uñas clavadas en la palma de la mano. No tengo respuesta.
Una débil luz sobre un hombre que no parece de estas tierras, un ser de fiera mirada, canijo y nervioso, con unas polainas resistentes, sucias y ligeras, única protuberancia, en los pies. Intuyo el bulto de las pistolas y de la pequeña alforja, repleta, el pelo crespo y corto en su extraña barba, rala, esmerado marco hasta la perilla, afilada hoja negra que mira al suelo, los bigotes finos para dibujar el arco de unión con la barbilla, extraña geometría de mestizo, una puntiaguda arista que es mejor no encontrarse en las inseguras noches de estas landas.
Münster, una hora después
Está envejecido. Sentado en el borde de la cama, la aureola del amable predicador extinguida. El rostro macilento, agrietado por el frío. Encorvado, abandona por un momento sus pensamientos, me concede una mirada vacía, vuelve a agachar la cabeza.
—¿Qué debemos hacer?
Bernhard Rothmann se pasa las manos por la cara, cierra los ojos:
—No lo echemos todo a perder. Las cosas no suceden tal como habíamos pensado, pero suceden.
—¿Qué sucede?
Un suspiro:
—Algo que no ha sucedido nunca antes: la abolición de la riqueza, la comunidad de bienes, la liberación de los últimos de este mundo…
—La sangre de Ruecher.
Sombrío, de nuevo las manos en el rostro.
—Ha acabado con la esperanza, Bernhard. Ninguna ley nueva la traerá de nuevo. Primero Dios luchaba a nuestro lado. Ahora ha vuelto a aterrorizarnos.
Rothmann continúa mirando fijamente al vacío, murmura:
—Estoy rezando, hermano Gert, estoy rezando mucho…
Lo dejo solo con su angustia que le hace doblar el espinazo mientras murmura invocaciones que no encontrarán quien las escuche.
Lo que tengo que hacer.
Me paro enfrente del suntuoso portal del palacio Wördemann, adornado con placas y bulbos de bronce, refinadas tallas en la madera secular, hasta lo más alto. Es aquí, en la morada del hombre más rico de la ciudad, donde el Profeta se ha instalado.
En cuanto entro, cuatro hombres armados: caras desconocidas, gente de fuera, holandeses probablemente.
—Tengo que cachearte, hermano.
Me mira de arriba abajo, tal vez me reconoce, pero ha recibido órdenes.
Una mirada terrible:
—Soy el capitán Gert del Pozo, ¿qué coño quieres?
Intuye:
—No puedo dejar subir a nadie sin antes haberlo cacheado.
El otro guardián asiente, el arcabuz al hombro, la cara de bobalicón.
Respondo en holandés:
—Sabe quién soy.
Se encoge de hombros, incómodo:
—Jan Matthys me ha dicho que no deje entrar a nadie armado. ¿Qué le voy a hacer?
Está bien, dejo la pistola y la daga. Una segunda ojeada basta para desanimarlo, no se atreve a tocarme.
Me acompaña escaleras arriba alumbrando los peldaños con la linterna.
Lo que debo hacer.
Al final del segundo tramo de escaleras, un pasillo, otra luz atrae la mirada, llega de una habitación lateral, la puerta se encuentra abierta: está sentada, se pasa el cepillo por la luminosa cabellera, casi hasta el suelo. El gesto repetido de arriba abajo. Se vuelve: una belleza terrible, la inocencia en la mirada.
—Muévete.
La voz del guardián.
—Divara. No sabía que se la hubiera traído aquí.
—Y en realidad no existe. No la has visto, es lo mejor para todos.
Me indica el camino hasta el salón. Una chimenea gigantesca alberga el fuego que da luz a todo el ambiente.
Está sentado en un sitial imponente, descompuesto, la mirada clavada en las llamas que devoran el trashoguero. El holandés me hace una seña de que entre, se da media vuelta y se va.
Solos. Lo que debo hacer.
Mis pasos resuenan como los repiques de una campana, lúgubres, pesados.
Me paro y busco el rostro, pero su mente está en otra parte, las sombras dibujan extrañas figuras en aquella cara pálida.
—Estaba esperándote, hermano mío.
Los atizadores destacan alineados en la pared de la chimenea, como picas de guerra.
Un candelabro macizo, sobre la larga mesa de nogal.
El cuchillo que ha servido para cortar la carne de la cena.
Mis manos. Fuertes.
Lo que debo hacer.
Apenas se vuelve: una mirada sin determinación, sin amenaza.
—Los corazones impávidos aman el corazón de la noche. Es el momento en que más difícil resulta mentir, todos somos más débiles, vulnerables. Y el rojo de la sangre desaparece junto con todos los colores.
Echa una pierna sobre el brazo del asiento y deja que oscile inerte.
—Hay cargas que no es fácil llevar. Elecciones difíciles, que la tosca mente de los hombres no puede comprender fácilmente. Nos esforzamos, luchamos cada día, para comprender. Y le pedimos a Dios que nos mande una señal, un signo de conformidad con nuestras mezquinas acciones. Esto es lo que pedimos. Queremos ser tomados de la mano y guiados en esta noche oscura, hasta la luz del día que está por venir. Queremos saber que no estamos solos, que no nos equivocamos cuando levantamos el cuchillo contra Isaac. Y así esperamos ver al ángel que debería venir a detener nuestra hoja y a tranquilizarnos sobre el bien de Dios. Queremos verdaderamente que nos sea confirmada la inutilidad de nuestros gestos, que no sea más que una ridícula pantomima, sin otra finalidad que la de sentir nuestra absoluta entrega a la voluntad del Señor. Pero no es así. Dios no nos pone a prueba para solazarse con estas miserables criaturas forjadas con arcilla, para poner a prueba la devoción, no. Dios nos hace sus testigos, quiere que nos sacrifiquemos nosotros mismos, nuestro orgullo mortal que nos hace amar el ser amados, incensados, enaltecidos como profetas, santos. Capitanes. El señor no sabe qué hacer con nuestra buena fe. Con nuestra bondad. Y nos transforma en homicidas, en unos hijos de puta carentes de escrúpulos, así como convierte a los homicidas y a los rufianes a su causa.
La voz de Matthys es un murmullo que asciende hasta el techo, tocando la cabeza de nuestras alargadas sombras. Es la voz de una enfermedad mortal, de una gangrena profunda: hay algo que deja helado en esas palabras, en ese cuerpo que ahora parece extenuado, algo que provoca escalofríos a escasos pasos del fuego. Es como si supiera para qué he venido. Como si un espejo devolviera la imagen de lo que tengo en mi interior.
—A veces el peso de esa elección se vuelve insoportable. Y te entran ganas de morir, de taparte los oídos y desertar de Dios. Porque el Reino, Gert, el que llevamos soñando desde que estábamos en Holanda, ¿recuerdas?, el Reino de Dios, es una presea que solo puedes conquistar si te ensucias las manos de lodo, de mierda y de sangre. Y eres tú quien debe hacerlo, no otro, pues sería fácil; no, tú. Representar tu papel en sus designios. —Sonríe forzadamente a los espectros—. Una vez un hombre me salvó la vida. Saltó fuera de un pozo y se enfrentó solo a aquellos que querían acabar conmigo. Cuando confié a aquel hombre una misión, venir aquí, a Münster, y preparar el advenimiento del Reino, sabía que no fracasaría. Porque este era su papel en el plan. Como el mío mantener el trono del Padre hasta el día fijado.
Lo que debo hacer.
El atizador.
El candelabro.
El cuchillo.
—¿Cuál es ese día, Jan?
He hablado, pero era otra voz, el pensamiento se ha formado dentro de mí y ha salido sin necesidad de los labios. Era la voz de mi mente.
No, se vuelve, sin dudarlo:
—Pascua. Ese es el día. —Asiente para sí mismo—. Y hasta entonces, Gert, hermano mío, te confío la defensa de nuestra ciudad de las tropas de las tinieblas que se están reuniendo allí fuera. Haz también esto. Protege al pueblo de Dios del último sobresalto del viejo mundo.
Sí, sabe lo que he venido a hacer. Lo ha sabido tan pronto como he entrado.
Nos miramos largamente, la promesa en los ojos: eres un profeta con los días contados, Jan de Haarlem.
Münster, 16 de marzo de 1534
Estamos de inspección. Trazamos curvas que poco a poco se van ensanchando desde las murallas de la ciudad. Somos siete los que ponemos a prueba la solidez del cerco obispal. Nos movemos en silencio, distanciados, al alcance de una señal acústica o luminosa, al amparo a menudo de la oscuridad, por la desnuda piedra convertida en lasca por Maestro Invierno y redondeada por Artífice Viento. En cuanto divisamos las líneas mercenarias, nos ponemos a bordearlas, ocultos, hasta que encontramos una mayor vigilancia.
Paciente espera, de pelarse de frío, ligeros desplazamientos, incursiones furtivas, señales diseminadas y anotadas en mapas improvisados, que dejen constancia de los recorridos, los coladeros y las vías de escape vistos.
Por dos veces hemos evitado el cerco de Von Waldeck, lo conseguiremos de nuevo, hemos comprendido que este es deshilachado, poco eficaz, indolente.
Falta un camastro donde los valientes hermanos Mayer, héroes de las barricadas de febrero, puedan reposar los huesos; falta la taza en la que verter la infusión de hierbas generosamente tocada de aguardiente para el herrero Adrianson; cerveza para el mayor de los hermanos Brundt, Pieter, simple y radiante como el mediodía.
Heinrich Gresbeck echa de menos, sin decirlo, la lámpara que alumbra las incesantes lecturas nocturnas de este soldado impasible y preciso, cuya sed de conocimiento debe de haber nacido en épocas distintas a esta.
Está, por el contrario, Flecha, el halcón de caza al que Bart Boekbinder, joven y adoptivo sobrino, cría con cuidados paternales y resultados sorprendentes.
Por lo que a mí respecta, no sabría explicar muy bien mi estado de estos días: mi mente y mi cuerpo viajan por separado, sin chocar de forma ostensible, pero distantes. El pensamiento se escinde a su vez también, por decirlo así, de sí mismo, acumulándose, hoja sobre hoja, acción después de recuerdo, reflexión tras decisión, dejándome como una gran cebolla, capa sobre capa, en cuyo hondo corazón resuenan, desgarradoras y abisales, las palabras del Gran Matthys, el Dios Panadero.
Espoleamos a los caballos en cuanto trasponemos la Judefeldertor, hacia el noroeste, para rodear las posiciones de los episcopales.
Gresbeck cabalga a mi lado, junto con cinco de los mejores hombres. He elegido a gente que combatió a mis órdenes el 9 y 10 de febrero: los recién llegados de Holanda no me inspiran mucha confianza que digamos; es cierto que llevan armas, pero sobre todo mujeres y niños, bocas que alimentar en un crudo invierno; casi no saben quién es Von Waldeck ni tampoco cómo se inició todo esto: solo ven el faro de Jerusalén en la noche. Y el ardor del Profeta.
El obispo ha reclutado un ejército ridículo, un millar de hombres perfectamente armados, pero mal pagados, escasamente motivados para arriesgar el pellejo; apartado de la
cathedra
el cerdo purpurado ya no es nadie. Dicen que el landgrave de Hesse, Felipe, le ha mandado dos espingardas gigantescas, con los nombres impresionantes de «El diablo» y «Su madre», pero que se ha negado a enviar tropas. Estoy convencido de que Von Waldeck está tratando de convencer a todos los grandes señores de los contornos para que le echen una mano contra la peste anabaptista. Por ahora se ha limitado a levantar terraplenes con el fin de cortar las vías de salida en dirección a Anmarsch y a Telgte. Y dado que no es ningún estúpido está poniendo en guardia a todos los nobles señores de las tierras entre Holanda y Münster, a fin de que bloqueen la afluencia de herejes hacia aquí.
Galopamos hasta el interior del bosque de Wasserberger, prosiguiendo a lo largo del sendero que empalma con el camino hacia Telgte. Desmontamos en silencio, y llevamos los caballos hasta la orilla de la balsa, etapa obligada para todo aquel que venga del norte: los animales pueden beber allí, una vieja casa de labranza abandonada nos ofrece cobijo de la nieve y de la lluvia.
El frío intenso disuelve el aliento ante las mismas narices. Nos tumbamos sobre el húmedo musgo.
Contamos una docena de hombres, arcabuces, una fila de estandartes, un pequeño cañón.
—Mercenarios del obispo.
La cicatriz destaca más blanca que de costumbre.
—¿Conoces las insignias?
Gresbeck se encoge de hombros:
—Me parece que no. Tal vez sea el capitán Kempel… Pero ya te dije que hace una eternidad que no venía por estos pagos.
—Esta es gente que lucha por unos pocos dineros, chacales. Con lo que hemos requisado a los luteranos y a los papistas podríamos ofrecerles una paga más alta que la que les da Von Waldeck.
—Hum. Es una idea. Pero es mejor ser cautos, pues nuestra fuerza es la fraternidad.
—Se podrían imprimir hojas volantes y difundirlas por los campos.
—Münster no puede acoger infinitamente a la gente.
—En efecto. Habría que establecer contacto con los hermanos holandeses y alemanes. Münster puede ser el ejemplo. Hemos demostrado que puede hacerse. Pero ¿por qué no Amsterdam o Emden?
Volvemos a los caballos y nos ponemos de nuevo en marcha para acabar la inspección.
Decido decírselo. Tengo que saber con quién puedo contar.
—Matthys es peligroso, Heinrich. Podría arruinar todo lo que hemos hecho. Le bastaría con un solo día.
El ex mercenario me mira extrañado, algo lo corroe.
De nuevo:
—No quiero que acabe así. Conocí a Melchior Hofmann, también él estableció una fecha para el fin del mundo. Pasó el día y nada sucedió y su reputación se esfumó.
Cabalgamos por delante de los demás, no pueden oír nuestras palabras.
—Ese hombre tiene agallas, Gert: ha abolido el dinero y desde que estoy en este mundo nunca había pensado que se pudiera hacer algo por el estilo. En cambio, él lo ha hecho con un simple chasquear de dedos.
—Y haciendo callar a todo el que abre el pico.
—Habla claro. ¿Qué piensas hacer?
Debo decirlo.