Gresbeck me lanza una torva mirada:
—¿Qué quieres decir?
—Un cerco que va para largo. Encerrarnos aquí dentro, estrechar el cerco, y esperar: el hambre, el próximo invierno, rebeliones intestinas, qué coño sé yo. El tiempo juega a su favor. Si yo fuera Von Waldeck haría exactamente esto: apuntaría los cañones y me quedaría de brazos cruzados.
La alforja está ya sobre el hombro, Adrianson debe de haber ensillado el caballo abajo. Estoy casi sereno.
—Necesitamos nuevos contactos con los hermanos holandeses. Necesitamos dinero con que comprar a los mercenarios de Von Waldeck y volverlos en su contra. Necesitamos descubrir pasadizos seguros para forzar el bloqueo. Y sobre todo, necesitamos comprender si fuera de aquí alguien está pensando en tomar las armas y seguirnos, o si de veras, tal como decía Matthys, no hay más que desierto. Hay que hacerlo pronto: cada día que pasa es un regalo a los buitres de ahí fuera.
—Y con Beuckelssen, ¿qué piensas hacer?
Me dan ganas de reír. Bajamos las escaleras: las yeguas están listas. El herrero aprieta la cincha de mi silla.
—Ellos lo eligieron, ¿qué podemos hacerle?
Salto a la grupa y tiro de las riendas para frenar el ardor del animal.
—Jan es un débil, un majadero. Razón por la que no te llevo conmigo. Quiero que no lo pierdas de vista, eres el único que puede hacerlo. Knipperdolling y Kibbenbrock se han vuelto unos blandos, Rothmann está enfermo. Elige bien a los hombres con los que vayas a contar y mantén firmes las defensas de la ciudad. Y sobre todo una cosa: Von Waldeck tratará de aprovechar el menor fallo, la menor distracción. Responde golpe por golpe, bombardea a sus mercenarios con hojas volantes, valen más a veces que los mismos cañonazos, recuérdalo. Pronto volveré.
Un fuerte apretón de manos: destinos de nuevo que se eligen. Gresbeck no deja traslucir ninguna emoción, no es su estilo. Tampoco es el mío, lo descubro ahora.
—Buena suerte, capitán. Y que no te falte nunca una buena pistola al cinto.
—Hasta pronto, compadre.
Adrianson me precede. Los talones golpean los ijares del caballo: no miro las casas, ni la gente, estoy ya en la Unserfrauentor, estoy ya fuera de la ciudad, estoy a poco más de tres leguas, en el camino que lleva a Arnhem.
Estoy de nuevo vivo.
Costa holandesa, en las cercanías de Rotterdam, 20 de julio de 1534
El viento agita los matojos de hierba en las dunas bajas, como si fueran barbas, mentones de gigantes. La pequeña barraca que resguarda las barcas de los pescadores parece seguir en pie de puro milagro, corroída por la humedad salina y las borrascas.
El sol está a punto de salir, no es ya de noche ni tampoco de día, una luz rojiza que ilumina las gaviotas, mientras estas planean plácidas para disputarse con los cangrejos los peces muertos, escapados de las redes de la pesca nocturna. Resaca lenta, marea baja, una neblina oculta el confín de la playa al norte y al sur. Nadie.
Pequeños insectos corren a lo largo de un tronco traído hasta aquí de quién sabe dónde. Las manos aprietan la húmeda corteza. El guía que me han asignado los hermanos de Rotterdam ha dicho que el lugar era este. No ha querido esperar: Van Braght no es el tipo al que se encuentra fácilmente.
Tres sombras alargadas en la arena, en el extremo sur. Ahí están.
Las manos se deslizan a las pistolas, terciadas bajo la capa que me protege de la brisa del mar del Norte.
Se acercan lentos, juntos.
Caras sombrías e inexpresivas, barbas hirsutas, camisolas arrugadas y espadas en bandolera.
No me muevo.
Llegan al alcance de la voz:
—¿Eres el alemán?
Espero a que se acerquen más:
—¿Quién de vosotros es Van Braght?
Alto, corpulento, rostro comido por el sol y el mar, un corsario de pequeño cabotaje que afirma haber asaltado veinte bajeles españoles:
—Soy yo. ¿Has traído el dinero?
Hago tintinear la bolsa en el cinto.
—¿Dónde está la pólvora?
Asiente:
—Llegó ayer noche. Diez barriles, ¿no es eso?
—Dónde.
Tres pares de ojos sobre mí. Van Braght apenas si mueve la cabeza:
—Los imperiales baten la costa, no era seguro dejarla aquí. Está en el viejo dique, media milla más arriba.
—Vamos.
Nos encaminamos hacia allí, cuatro rastros paralelos en la arena.
—Tú eres Gerrit de los Boekbinder, ¿no es cierto? ¿El que llaman del Pozo?
No hay curiosidad, no hay énfasis, al preguntarlo.
—Soy el que compra.
El dique es una empalizada de madera podrida, el mar la ha horadado creando un pequeño canal que se adentra en tierra. En lo alto, se alza la casucha del guardián.
Los barriles están cubiertos por una vela estropeada sobre la que pasan las golondrinas. Cuando la levantan, una nube de moscas abandona el pescado apestoso amontonado en las cajas. Debajo: los barriles alineados. Uno de los tres me deja elegir: señalo el del medio, hace saltar la tapa y se hace a un lado.
El pirata quiere tranquilizarme:
—Viene de Inglaterra. La peste a pescado mantendrá alejados a los esbirros.
Hundo una mano en el polVonegro.
—Está sequísima, no te quepa duda.
—¿Cómo la transporto?
Su índice señala detrás de las dunas, donde vislumbro la cabeza de un caballo y las ruedas altas de un carro:
—Ve tú solo.
Desato la bolsa y se la tiro:
—Mientras los cuentas, los tuyos pueden cargar.
Le basta un gesto con la cabeza y los dos malasangres levantan los primeros barriles y se ponen torpemente en marcha hacia el sendero.
Una gaviota lanza un graznido sobre nuestras cabezas.
Los cangrejos se deslizan debajo de la quilla de una vieja barca.
El sol comienza a atenuar la brisa matinal.
Una paz absoluta.
Van Braght termina de contar:
—Son suficientes, compadre.
Aprieto fuerte las dos empuñaduras:
—No es cierto. Son menos de la mitad de lo pactado. —La indecisión de un momento, no puede ver las pistolas bajo la capa—. La recompensa por Gert del Pozo vale diez veces eso.
No le doy tiempo a moverse, el disparo le estalla en plena cara.
Vuelven atrás a la carrera, con las espadas desenvainadas. Dos contra uno, pongo pólvora en la pistola descargada, introduzco el proyectil, más pólvora, más deprisa, brazo tendido, respiro, sin temblar, miro a los miembros en movimiento: dos disparos, casi a la vez, el primero se desploma a mis pies, el otro cae, su pistola hace fuego, tal vez estoy ya muerto, pero mi fantasma saca una daga corta y se la clava en el gaznate.
Un estertor.
Silencio.
Me quedo parado. Miro las gaviotas que vuelven a posarse sobre la playa.
Tengo que cargar los barriles solo.
Rotterdam, 21 de julio de 1534
—Y con estos hacen cincuenta.
Adrianson termina de asegurar las armas, luego me entrega la lista de la carga.
—Cincuenta arcabuces, diez barriles de pólvora, ocho barras de plomo. Y diez mil florines.
—Harían falta dos carros. ¿Te ha dado Reynard los salvoconductos?
—Aquí los tienes. Dice que son prácticamente auténticos: el sello es igual al que usan en La Haya.
—Servirán hasta la frontera. Luego habrá que pensar en otra cosa. Partamos cuanto antes. Todavía tenemos que hacer parada en Nimega y en Emmerich y no sé cuánto tiempo nos detendremos. Será un largo viaje, habrá que evitar los caminos más frecuentados.
El herrero me ofrece uno de los rollos de tabaco seco de las Indias, dice que ha aprendido a fumarlos de los mercaderes holandeses. Los españoles los llaman
cigarros
, huelen a otro mundo, a cabañas, cuero y pimienta verde. El sabor es aromático y deja un agradable regusto en la boca.
Nos echamos en los camastros que nos ofrece el hermano Magnus, predicador de la comunidad baptista de Rotterdam. Su mesa es frugal, pero su generosidad con la causa hace que se le perdone la falta de un buen ágape.
Dejamos que el humo envuelva nuestros pensamientos, para luego permanecer suspendido en medio de la habitación, ganada al desván de la casa.
Los hermanos de estos lugares son gente bonachona. Admiran Münster y a nosotros nos han dado todo tipo de facilidades. Pero no desafiarían a las autoridades con ninguna insurrección: se contentan con practicar la propia fe en secreto, en los lugares de encuentro nocturnos, en las lecturas en común. No he encontrado el espíritu combativo que buscaba; en cambio, derrochan generosidad y estima.
Resulta difícil censurarlos, pues en las grandes ciudades mercantiles las cosas no funcionan como en nuestra ciudad-estado alemana. Aquí se suman los españoles, tienen al Emperador en casa.
Sin embargo, he descubierto que existe un partido de los descontentos, unos pocos hermanos turbulentos que quisieran seguir nuestro ejemplo. Pocos e inexpertos, sin un verdadero jefe. Obbe Philips ha confesado su pasado de apóstol de Matthys y finge haber defendido siempre la vía moderada actual. Luego está el joven David Joris de Delft, brillante orador al que nuestro huésped nos ha ponderado como un guía prometedor. Parece que la suerte futura del movimiento depende en buena medida de él. Su madre fue una de las primeras mártires baptistas, decapitada en La Haya cuando David era un niño. Es buscado en toda Holanda como el criminal más peligroso, por lo que es difícil dar con su paradero. No tiene residencia fija, anda siempre de un lado para otro, llega y se va, a menudo usa nombres falsos hasta con los mismos hermanos por miedo a los infiltrados. Parece que no desdeña el saqueo de iglesias, pero lo mismo que Philips desaprueba también enérgicamente el asesinato.
La situación no es estable en absoluto, lo que no quiere decir que todo no pueda acabar en un montón de bonitas charlas.
Y mientras tanto, mañana estaremos de nuevo en marcha, de regreso, con nuestra preciosa carga que sustraer a los controles de los caminos y a los ojos de los indiscretos. Otras dos comunidades que visitar. Y dentro de un mes en Münster.
—Buenas noches, Peter.
—Buenas noches, capitán.
Münster, 1 de septiembre de 1534
Aparece lúgubre tras la colina. El frío viento nos arroja a la cara la lluvia obligándonos a entornar los ojos: distingo la negra forma en la llanura, las represas del Aa, la línea de las murallas, los faroles de los centinelas, únicas estrellas en una noche de lobos.
Espoleo a las caballerías para el último esfuerzo, empapadas, extenuadas. Adrianson, con el otro carro, me sigue de cerca: lo hemos conseguido. Las ruedas levantan el lodazal del sendero, avanzamos lentamente, cada vez más cerca de la meta. Más al norte descubro una negra fila de fortificaciones: los terraplenes de Von Waldeck se han transformado en una barrera infranqueable que cierra los accesos y las vías de escape.
—Hay algo raro.
La voz del herrero se pierde en medio de la lluvia: tiene razón, una extraña angustia me atenaza el estómago, una sensación letal de desventura.
—Los campanarios, Gert… las torres. ¿Qué ha sido de ellos?
Sí, falta algo. La ciudad está aplanada. Y los cañones del obispo no pueden alcanzar tan lejos y a tal altura. ¿Qué ha sido de los campanarios?
No es el frío intenso de la noche lo que hace que me recorran por los miembros unos escalofríos, una mano invisible me oprime con fuerza las entrañas.
Nos damos a reconocer a los centinelas de la Ludgeritor. No conozco a ninguno de los miembros de guardia, o sí, tal vez a uno de ellos, diría que es el zapatero remendón Hansel, canijo, decrépito.
—Hansel, ¿eres tú?
Los ojos de mirada huidiza de un culpable:
—Bienvenido, capitán.
Una palmada en la espalda:
—¿Qué demonios les ha pasado a las torres de Münster?
Cara sombría, la mirada permanece gacha, ninguna respuesta. Le aprieto un brazo, mientras trato de contener el pánico que sube hasta mi garganta:
—Hansel, dime qué ha pasado.
Se libera del apretón, un ladrón delante del tribunal:
—No tendrías que haberte ido, capitán.
El aire de la noche habla de un crimen consumado, de algo horrible, impronunciable. Presa de la ansiedad nos adentramos por las calles desiertas, hacia la casa de Adrianson. Nadie dice nada, no es necesario, nos apresuramos, calados hasta los huesos.
Lo veo llamar a la puerta, abrazar fuertemente a su mujer y a su pequeño. No hay alegría en esas miradas, son los gestos propios de alguien que comparte un infortunio.
La mujer nos ofrece una infusión caliente, delante de las brasas moribundas del hogar:
—Es todo cuanto puedo ofreceros. Desde que existe el racionamiento es difícil conseguir leche.
Flaca, los nervios tensos en el cuello, la fuerza de la angustia que la sostiene. La mirada cae sobre el hijo a cada frase, como si quisiera protegerlo de un oscuro peligro.
—¿Tan graves están las cosas?
—El obispo ha estrechado el cerco, y cada día resulta más difícil salir para conseguir comida. Y hemos de hacer cola todos los días para dar algo que comer a nuestros hijos. Los diáconos partidarios del racionamiento dan cada vez menos.
Adrianson ha conseguido reanimar el rescoldo, como si el volver a recuperar aquellos gestos sencillos, domésticos, pudiera aliviar la amenaza de la oscuridad.
—¿Qué les ha pasado a los campanarios, Greta?
Me mira sin temblar, resuelta; no comparte la cobardía de los hombres:
—No tendrías que haberte ido, capitán.
Es casi una acusación, ahora soy yo quien trato de rehuir aquella mirada.
Su marido no tarda en reprenderla:
—No debes tomarla con él, pues se ha jugado la vida por todos. En Holanda hemos conseguido dinero, plomo para los cañones, pólvora…
La mujer sacude la cabeza:
—No sabéis. No os habéis enterado de nada.
—¿De qué, Greta? ¿Qué ha pasado?
Adrianson no consigue refrenar el miedo y la rabia:
—Habla, mujer. ¿Qué les ha pasado a los campanarios?
Asiente, esa dura mirada es para mí:
—Mandó derribarlos. Nada debe alzarse que pueda desafiar al Altísimo. Nadie debe ser soberbio, tenemos que mirar al suelo cuando andamos por las calles, no podemos llevar ningún adorno, pues nos lo requisan. Ha nombrado a dos niñas y a un niño como jueces del pueblo. Te quitan de encima cualquier objeto superfluo, toda prenda de color. Todo el oro y la plata va a parar a las arcas de la corte.