Q (37 page)

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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Q
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La frente alta del burgomaestre es un reproducirse de arrugas, los ojos se desplazan del rostro de Wördemann, más negro que nunca, a los míos y a los de Kibbenbrock, que no le da tregua:

—Todo esto no es más que un maldito lío, ¿no te das cuenta? Desde el principio el obispo ha hecho un doble juego, tranquilizándoos a vosotros para contar con apoyo dentro de la ciudad, alguien que le abriera las puertas en el momento preciso, y una vez dentro se acordará de pronto de que sois luteranos, rebeldes como nosotros a la autoridad del Papa. —Una pausa, el tiempo de que tomen conciencia de ello, luego añade—: Ya puedes olvidarte de tus libertades municipales: después de nosotros, os llegará el turno a vosotros en el patíbulo. Piénsalo, Judefeldt. Piénsalo bien.

Los dos burgueses están inmóviles, la mirada en Kibbenbrock y luego alrededor, buscando a un invisible consejero.

Von Merfeld, incrédulo:

—Judefeldt, ¿no querrás hacerles caso a estos dos miserables? ¿No ves que están tratando de salvar su vida, que están ya desesperados? Cuando Su Señoría haya llegado lo arreglaremos todo, existe un acuerdo entre nosotros, recuérdalo.

De nuevo silencio.

Escucho el latido del corazón, que marca el ritmo del transcurrir del tiempo.

Wördemann reza mentalmente el rosario de la contabilidad.

Judefeldt piensa en la mujer.

Judefeldt piensa en el ejército del obispo.

Judefeldt piensa en sus cuarenta hombres encerrados a cal y canto en el convento.

Piensa en los bigotes ridículos de Von Merfeld.

Piensa en la cerda de su hermana la abadesa, que sí, que siempre se ha sabido que era la espía del obispo en la ciudad.

Piensa en las guirnaldas en las casas de los católicos…

Alargo el brazo:

—Hemos venido desarmados. Interrumpamos nuestras hostilidades y defendamos juntos nuestra ciudad. ¿Qué coño tienen que ver en esto los nobles? Münster somos nosotros, no los papistas, ni los episcopales.

Von Merfeld espeta:

—¡Por Dios, no podéis dejaros convencer así por dos simples patanes sueltos de lengua!

Judefeldt suspira y tritura imaginariamente una serpiente en el puño:

—No son ellos los que vayan a convencerme, señor de Wolbeck. Vosotros no nos traéis más que promesas.

—¡La palabra de Su Señoría Franz von Waldeck!

—Pero estos… patanes, como los llamáis, ofrecen la paz sin necesidad de ningún ejército mercenario en la ciudad; es una propuesta que debo tener en cuenta.

Von Merfeld impreca:

—Pero ¿es que vais a creer a estas jetas de mierda?

—Yo soy aún el burgomaestre de esta ciudad. Tengo que pensar en el interés de sus habitantes. Sabemos que los católicos han recibido órdenes de colgar guirnaldas en las puertas de las casas. ¿Por qué, señor? ¿Podríais explicármelo? ¿Acaso es para que los mercenarios del obispo puedan reconocer qué casas librar del saqueo? No eran estos nuestros acuerdos…

Von Merfeld se queda de piedra, un matachín luterano le está acusando abiertamente, pero es Von Büren el primero en saltar:

—¡Si es así, conozco un modo de tratar a quienes vuelven la casaca!

Desenvaina la espada y la apunta a la garganta del burgomaestre.

Los luteranos reaccionan, pero basta una señal de Von Merfeld para que los caballeros se pongan en pie: veinte caballeros armados hasta los dientes y adiestrados para combatir contra una docena de burgueses atemorizados. En un choque directo no lo contarían.

Von Merfeld me dirige una sonrisa burlona de triunfo.

Un horrible alarido la apaga, como el chillido de un ave rapaz, desde la pared del fondo del cementerio; un grito que hiela la sangre y que eriza la piel de los brazos sube por el espinazo como una araña:

—¡Detente, cerdo!

Unas largas sombras de espectros avanzan por entre las tumbas, el ejército de los muertos que se despiertan. Alguien se deja caer de rodillas para rezar.

—¡Te hablo a ti, cerdo!

Macabro a través del campamento, surge de la noche, a la luz de las antorchas, el ejército de las sombras, treinta fantasmas apuntando con ballestas y arcabuces, con su capitán a la cabeza. Este se acerca, dos pistolas más grandes que él, las alas del ángel de la muerte:

—Von Büren, hijo de la gran puta. —Se para, escupe al suelo y bisbisea—: He venido para devorarte el corazón.

El caballero palidece, la espada vacila.

El ángel de las tinieblas Redeker avanza hasta escasos pasos de nosotros:

—¿Todo bien, Gert?

—Justo a tiempo. La situación puede decirse que se ha invertido, ahora os toca a vosotros decidir, señores. O resolvemos enseguida nuestras cuentas en el campo de batalla, o volvéis a montar a caballo y os vais por donde habéis venido.

Los bigotes permanecen atentos, Von Büren ha dado ya su voto bajando la espada, Judefeldt puede respirar por fin.

Somos el doble que ellos y encima más resueltos. No tenemos nada que perder, y Von Merfeld lo sabe.

Un chasquido y una imprecación en voz baja, una última mirada de desprecio al burgomaestre, se da media vuelta y se reúne con sus hombres con gran tintineo de espuelas.

Redeker apoya el cañón en el pecho de Von Büren, que cierra los ojos y espera petrificado el disparo. Una mano experta le desata la bolsa del cinturón:

—Lárgate, bastardo. Vuelve a lamerle el culo a tu obispo.

El sol asoma opaco por detrás de San Lamberto, mientras regresamos a la plaza del Mercado. Los caballeros están abandonando la ciudad escoltados por los hombres de Redeker y por los luteranos al mismo tiempo: alguno jura haber visto a Von Büren llorar de rabia mientras cruzaba la puerta de la ciudad.

Las señoras de Judefeldt y de Wördemann se han reunido con sus maridos y Knipperdolling camina a nuestro lado junto con el consejero Palken y su hijo, un hilo de voz ronca, un ojo morado, pero de muy buen humor, como si paseara despreocupado en busca de una taberna.

En el campamento somos recibidos por un grito de exultación, los arcabuces disparan al aire, un bosque de manos se alza por encima de las cabezas, las mujeres nos besan, veo a gente que se desviste, Jan de Leiden es llevado en triunfo por un grupo de muchachas como si la sola fuerza de sus palabras hubiera sido capaz de derrotar al infortunio. La gente derriba las barricadas y se desparrama por las calles, esas mismas calles que durante una noche entera se han visto recorridas por la más grande amenaza. Las ventanas se abren, mujeres, niños y ancianos bajan a la calle, a pesar del intenso frío, a pesar de que el amanecer comienza apenas a disipar las tinieblas.

Knipperdolling pone cerveza para todos.

Rothmann viene a mi encuentro satisfecho, con cara de cansado pero sonriente:

—Nos hemos salido con la nuestra. Te había dicho que el Señor nos protegería.

—Sí, el Señor y los arcabuces —sonrío yo—. ¿Y ahora?

—¿Cómo?

—Y ahora ¿qué hacemos?

La respuesta en la voz de Gresbeck, ennegrecido por el humo de las antorchas, arrugado y sucio, la cicatriz blanca en una ceja parece haberse agigantado en medio de aquel rostro oscuro.

—Ahora démonos un respiro, capitán Gert del Pozo.

Me sonríe, le estrecho la mano al tiempo que le doy las gracias.

Knipperdolling está escuchando el parte de una de las rondas, con aire de preocupación, se inclina hacia nosotros:

—Gert, la que nos faltaba…

—¿Qué coño ha sucedido ahora?

—Von Waldeck ha lanzado contra nosotros a los campesinos de sus tierras. Vienen hacia aquí, tres mil, dicen; quieren arreglar las cosas en la ciudad de una vez por todas.

Capítulo 30

Münster, Carnaval de 1534

El meadero de la guerra es la bodega.

Si la sangre de los hombres es la que riega su cuerpo corrupto, sin duda la orina que inunda su campo es la cerveza.

Cerveza que hincha el estómago de los varones guerreros, atenúa el miedo antes del combate, exalta la embriaguez después de la victoria. Meados que enriquecen de forma increíble a los cuidadores de la letrina. No menos importante que la sangre y el valor derrochados para decidir la suerte de una batalla.

Méate encima de tu enemigo antes de golpearlo, pues podría despertarse, aplacar su ira, disipar esa niebla que envuelve el ansia de sangre. Podría considerar absurda la suerte que está a punto de infligir, o tocarle. Y retirarse.

Han llegado rabiosos como perros y se han marchado borrachos perdidos.

Veinte barriles de cerveza, toda la reserva de la bodega municipal. Obsequio de la ciudadanía de Münster a los hermanos del condado, con mucha delegación en gran pompa para recibirlos en la Judefeldertor.

El rencor obtuso de los tres mil campesinos se ha disuelto al tiempo que la espuma.

El último peligro superado transforma los festejos en una bacanal, rica en momentos grotescos.

Acude a la plaza del Mercado un grupo de mujeres desmelenadas, medio desvestidas, o incluso desnudas. Se dejan caer en el suelo adoptando la forma de un crucifijo, se revuelcan en el fango, lloran, ríen y se dan golpes de pecho invocando al Padre celestial.

Ven chorrear la sangre del cielo.

Ven fuegos negros.

Ven a un hombre coronado de oro montado en un caballo blanco que empuña la espada destinada a los impíos galopar por el cielo.

Llaman con grandes voces al rey de Sión, pero el único que podría contentarlas con su presencia en escena está quitándose la calentura en alguna taberna.

La gente ríe y se divierte, dejándose cautivar como por una actuación de Jan el leidiano. Pero no el herrero Adrianson, harto de tanto grito histérico, que empuña el arcabuz y de un disparo derriba la veleta del tejado de una casa. Cae con espantoso estrépito. La escena se interrumpe al instante. Las mujeres vuelven en sí como despertadas de una pesadilla. Adrianson se gana los aplausos de los presentes.

En los días siguientes se hace cada vez más claro que Von Waldeck no va a conseguir volver a la ciudad.

Muchos católicos lían los bártulos.

La relación de fuerzas está totalmente a nuestro favor, y ni siquiera los luteranos pueden mostrarse hostiles con nosotros: el burgomaestre Tilbeck, como buen oportunista que es, se ha hecho incluso bautizar por Rothmann, confiando acaso en ser reelegido. Judefeldt nos ha recibido en el Ayuntamiento y no ha podido sino tomar nota de nuestra decisión de hacer votar a todos los cabezas de familia en las próximas elecciones, sin distinción de riqueza. Era un plato indigesto para él, pero un rechazo por su parte lo hubiera hecho más todavía, la ciudadanía está totalmente con nosotros. Knipperdolling y Kibbenbrock son candidatos.

Está claro ahora que los ricos mercaderes ya no tendrán en un puño a la ciudad.

Muchos luteranos lían los bártulos.

Recogen sus objetos de oro, el dinero, las joyas, los objetos de plata de casa, hasta los embutidos más exquisitos. Pero hay que pasar la inspección del capellán Sündermann, incansable centinela de la plaza del Mercado en los días de nuestra victoria. Wördemann el Rico, atrapado en la Frauentor, es obligado pistola en la cabeza a cagar los cuatro anillos que se ha metido en el culo, mientras su guapa señora sufre un palpamiento indecoroso y sus servidores no consiguen contener las carcajadas.

Las protestas femeninas llevan a apartar a Sündermann de sus funciones: quien quiera marcharse puede hacerlo libremente. Y esta es precisamente la idea del noble Johann von der Recke, solo que su mujer y su hija son del parecer de que quien quiera quedarse puede hacerlo no menos libremente y corren volando a los brazos del gentil Rothmann, que las recibe en su casa. Cuando el necio carcamal va a buscarlas no recibe sino insultos: descubre que ya no es ni padre ni marido, que no puede hacer uso del bastón con las mujeres de su casa, ni dictar ley a su antojo y que más le vale olvidarse de que tiene mujer e hija e irse a tomar por culo lo más lejos posible. Mientras abandona la ciudad los comentarios sobre el papelón que ha hecho han corrido ya entre el mujerío de Münster: Von der Recke escapa bajo una lluvia de objetos de toda clase.

Adrianson descerraja la cerradura con los enseres del oficio. Entramos. Una gran sala, mobiliario lujoso y alfombras. Sus legítimos propietarios ni siquiera han apagado las brasas de la chimenea antes de irse. Uno de los hermanos Brundt reanima el rescoldo. La escalera lleva al piso superior. Una alcoba, una habitación más pequeña. En el centro una tina de madera, el aguamanil y el bacín en un rincón. Sales de baño y todo lo preciso para el cuidado personal de una ricahembra.

Adrianson aparece en la puerta, con aire interrogativo.

Asiento:

—Me gusta. Pon a calentar agua.

Me desvisto, alejo de una patada la camisa y el jubón, un único fardo negro maloliente. Fuera primero las calzas. Quemarlas. En un gran armario encuentro ropa limpia, de elegante tela. Me sentará muy bien.

Adrianson vierte los dos primeros cubos humeantes en la tina, lanzándome una mirada insegura. Sale sacudiendo la cabeza.

Llega un coro de la calle.

Llegaron pavoneándose y victoriosos,

cuando se habían ido mustios y llorosos,

aquella noche dentro del cementerio

se encontraron con un fantasma negro.

Al burgomaestre la guapa mujer le birló,

al cerdo del obispo las ganas quitó,

esto pasa si a Gert del Pozo encuentras,

le pisas un pie, él te arregla las cuentas.

—Pero ¿los oyes? —Knipperdolling irrumpe carcajeándose—. ¡Te adoran! ¡Los has conquistado! Ven, ven a ver.

Me lleva a la ventana. Una treintena de fanáticos, que se muestran simultáneamente exultantes tan pronto como ponen los ojos en mí.

—Apareces ya en sus canciones. Todo Münster te aclama.

Se asoma, me pone una mano en el hombro. Grita a los de abajo:

—¡Viva el capitán Gert del Pozo!

—¡Viva!

—¡Viva el libertador de Münster!

Río y me echo atrás. Knipperdolling me retiene y exclama:

—¡Con vosotros hemos liberado Münster, y con vosotros haremos de ella el orgullo de la cristiandad! ¡Viva el capitán Gert del Pozo! ¡Toda la cerveza de la ciudad no será nunca suficiente para brindar a su salud!

Vocerío, gritos, lanzamiento de objetos, Knipperdolling, bardaje, izaremos tu panza en lo alto del Ayuntamiento, carcajadas, jarras alzadas al cielo…

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