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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Q
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Si Pole y los espirituales no tienen nada que ver, ¿quién es el responsable?

Un mercader, un hombre, o más hombres, con olfato para los negocios. Pero ¿por qué? Uno puede lucrarse también con otras publicaciones, sin necesidad de exponerse a ir a la cárcel o exponer la vida por un burdo compendio de calvinismo.

Hay algo que aún se me escapa. He de seguir mi instinto.

Tiziano
Capítulo 19

Padua, 22 de enero de 1547

—Ayer le pregunté a un niño de cinco años quién era Jesús. ¿Y sabéis qué me respondió? Una estatua.

Rostros llenos de curiosidad apenas iluminados por la candela. Una docena de estudiantes apretujados en torno a la luz, los únicos en desafiar el sueño y las rígidas reglas del internado. A un par de ellos los he conocido esta tarde en el gabinete anatómico, después de la clase de teología. Unas pocas charlas en los pasillos han bastado para que me propusieran que los siguiera al internado de los benedictinos para pasar allí la noche.

—¿Qué es Cristo para una mente elemental? Una estatua. ¿Es esto una blasfemia? No, porque le falta toda voluntad de ofender. ¿Es la mentira de un ignorante, entonces? Tampoco. Yo os digo que ese niño no ha mentido, o mejor, ha dicho la verdad por partida doble. La primera, porque ante sus ojos, mientras le enseñaban a arrodillarse, había un crucifijo de piedra. ¿Qué infunde vida a esa piedra? ¿Qué la vuelve distinta de las otras? El conocimiento de lo que representa. El conocimiento: es lo que da un significado a las cosas, al mundo y también a las estatuas. Así pues, para hacer vivir a esa estatua hemos de conocer a Cristo. ¿Podemos decir con pocas y simples palabras quién es Cristo? Sí, amor y gracia. Es Dios, que por amor a los hombres se inmola en la cruz, liberándolos del pecado, salvándolos de las tinieblas. Y la fe en este solo acto justifica ya de por sí a los hombres ante Dios: este es el beneficio que Cristo nos trae.
El beneficio de Cristo
.

»Por consiguiente, si el conocimiento y el amor infunden vida a esa estatua, nuestra tarea consistirá en cultivarlos como el más precioso de los dones y rehuir, mejor dicho, combatir, a quien se aparte de ellos.

»Esto nos lleva a la segunda verdad del niño. Hoy asistimos verdaderamente a la agonía de Cristo. Ni con el amor ni con el conocimiento vuelve la Iglesia vivo al Cristo al que se acercan los niños. Él se convierte en obediencia incondicional a la autoridad secular, a la jerarquía corrupta de Roma, al Papa simoníaco, se convierte en temor al castigo divino escenificado por el Santo Oficio. Todo esto no es el Dios vivo, sino realmente una estatua inerte y muda.

»Por eso es preciso, entonces, volverse de nueVoniños, volver a tener la mente simple de ese niño lleno de sabiduría, y reconocer nuevamente el descenso de la gracia sobre nosotros. Un nuevo bautismo, que nos haga partícipes otra vez del beneficio de Cristo.

»Con esta renovada certeza no podemos temer el profesar la verdadera fe, incluso contra la hipocresía de los tribunales y de los hombres corruptos. He aquí por qué os digo que, si alguna vez alguien os pregunta quién os ha hablado de este modo, no temáis decirle que he sido yo, Tiziano el baptista.

Capítulo 20

Rovigo, 30 de enero de 1547

—Precisamente ayer, a la salida de una iglesia, me encontré a un niño de cinco años y le pregunté quién era Jesús. ¿Sabéis qué me respondió? Una estatua.

Fray Vittorio se encoge de hombros y deja entrever una sonrisa bajo la espesa barba:

—Por si os sirve de consuelo, os diré que hay un hombre de mi pueblo, un carpintero que debe de rondar los cuarenta años, que se presentaba diariamente tres veces en la iglesia, rezaba un padrenuestro ante el crucifijo y luego se volvía al trabajo. Yo le pregunté cómo es que se había vuelto tan asiduo en sus visitas al Señor, a lo que él me respondió que había sido yo quien le había dicho que rezando tres oraciones al día a Jesús se le pasaría el dolor de espalda. Y este es el lugar más próximo que conozco donde encontrar a Jesús, añadió. No os digo la cara que puso cuando traté de explicarle que Jesús puede encontrarse en cualquier parte: en las mujeres y en los niños, en el aire y en el arroyo, en la hierba y en los árboles.

Aplaudo y abro las manos en señal de resignación. El gesto atrae la atención de otros dos frailes, que se acercan para enterarse de lo que estamos hablando.

—Vuestro ejemplo no me consuela en absoluto, hermano. Si un hombre de cuarenta años cree que Jesús es una estatua, exactamente como hace un niño de cinco, significa que treinta y cinco años de normas y preceptos, dogmas y castigos, no aumentan ni pizca la fe del cristiano. ¿Cómo es posible, os pregunto yo, que un niño se vea obligado a recibir los sacramentos, a arrodillarse delante de aquella que para su mente simple no puede ser nada más que una estatua, para escuchar el Evangelio cuando para él este no es más que una conseja no mucho mejor que las que se cuentan a los niños al amor del fuego? ¿Os parece razonable? Yo digo que esto no solo es absurdo, hermanos, sino hasta peligroso. ¿Qué creyente vamos a crear, en realidad? ¿Qué sincera devoción a Cristo cabe esperar ver madurar en ese pequeño ser, si desde su más tierna infancia lo acostumbramos a aceptar pasivamente cosas que no comprende? ¿A arrodillarse delante de las estatuas? Yo digo, hermanos míos, que Cristo no puede ser sino una elección consciente y motivada, y no una conseja inculcada a los cándidos. Pero hoy se nos pide justamente esto. Se nos pide que creamos sin comprender, que obedezcamos calladamente, hasta temer, viviendo en el terror a ser castigados, procesados, encarcelados. ¿Puede nacer una verdadera fe de sentimientos semejantes? Seguro que no, hermanos.

Los tres franciscanos intercambian una mirada insegura. Se esfuerzan por romper el silencio que sigue a las últimas palabras. Uno de ellos hace un gesto a los otros de que se acerquen a él.

Soy Tiziano, peregrino alemán que se dirige a San Pedro. Los franciscanos de este pequeño convento campestre me han recibido amablemente y hospedado con gran cortesía.

Parlotean quedamente entre sí: el resumen para los recién llegados.

Fray Vittorio se queda inmóvil en una pose estatuaria, luego no puede contener la carcajada:

—No os pongáis así, hermano Tiziano. Pensad más bien en esto: cerca de una aldea de nuestra diócesis hay un álamo secular, el árbol tal vez más imponente que he tenido ocasión de ver en toda mi vida. Pues bien, los campesinos sostienen que durante el plenilunio de octubre, todo aquel que se ponga debajo del árbol y reciba entre las manos una hoja suya traída por el viento, si se la come, gana en fortaleza y longevidad.

Una mirada ceñuda:

—No comprendo adónde queréis ir a parar.

—Hace veinte años vino un peregrino como vos —prosigue cruzando sus manos a la espalda— a descansar a este convento. Le contamos la historia del álamo y le explicamos dónde se encontraba. Él estaba convencido de que en los lugares donde la Virgen desea aparecerse a sus hijos se producen prodigios naturales. Fue allí y se le apareció la Virgen diciendo: «El cuerpo y la sangre de mi Hijo otorgan la vida eterna». Desde entonces, en el plenilunio de octubre, festejamos la Virgen del Álamo, y los campesinos vienen a tomar la Eucaristía, y las hojas del árbol que caen sobre el altar son bendecidas y repartidas entre todos los fieles.

Me siento en uno de los poyos de piedra adosados a la pared. Los frailes se han multiplicado: una decena por lo menos. Los mayores se sientan a mi lado, los otros se acuclillan en el suelo.

—Entonces —pregunto dirigiéndome a todo el grupo—, ¿qué ha querido decir vuestro hermano con la historia del álamo?

Responde un joven fraile, todo nariz y pómulos huesudos:

—Que para llevar a Cristo a la gente del campo, no se puede andar con tantas sutilezas: algunos creerán que Él es una estatua, otros se comerán su cuerpo igual que de jóvenes se comían hojas de árbol.

Ahora que les he hecho sentarse a todos, me pongo en pie de golpe:

—«El cuerpo y la sangre de mi Hijo otorgan la vida eterna.» La Virgen del Álamo anunció al peregrino el fundamento de la fe cristiana. La gente de campo no comprende a Cristo porque vosotros lo volvéis demasiado complicado. He aquí por qué tienen necesidad de una estatua o de una antigua leyenda para acercarse a Él. Dios se hizo hombre y murió en la cruz para que también nosotros pudiéramos resucitar a la vida eterna. Esta es la fe que salva: nada más sirve. Esta es la fe que ningún recién nacido puede profesar: por esto os digo que bautizar a un recién nacido no tiene más valor que lavar a un perro. ¡El único bautismo es el de la fe en el beneficio de Cristo!

Se pone en pie de un brinco y casi se enreda con su largo hábito, pobladas cejas negras y barba cerrada hasta debajo de los ojos. Me abraza en un arrebato, me besa, luego me mira fijamente con mirada incandescente:

—Adalberto Rizzi te da las gracias, hermano alemán. Hace veinte años que vivo aquí dentro, desde que la Virgen se me apareció entre las hojas del álamo y con gran número de señales me dio prueba de su presencia. —Los hermanos más jóvenes lo miran estupefactos—. Sí, sí, preguntadle si lo que digo no es cierto al hermano Michele, aquí presente. Tras la aparición comencé a predicar las mismas cosas que tú, hermano Tiziano, has dicho en el día de hoy. Palabra por palabra, te lo aseguro. Pero me dijeron que estaba mal de la cabeza, que lo que necesitaba era reposo y meditación, que la Virgen no me había pedido que dijera las cosas que iba diciendo. Me convencieron. Pero ahora, ¡siento que tú me has vuelto a dar aquello que me fue sustraído y con lengua de fuego proclamaré al mundo la fe en el nuevo bautismo y en el beneficio de Cristo!

Se deja caer de rodillas, como si las piernas no lo sostuvieran ya.

—Bautízame, hermano Tiziano, porque la ablución que me dieron de niño no cuenta ya nada para mí. Bautízame, aunque sea con el agua sucia de ese charco: mi fe bastará para purificarla.

Miro alrededor: todos inmóviles, boquiabiertos, excepto fray Vittorio, que sacude la cabeza desconsolado. Ya he hecho bastante, para el lugar en el que me encuentro. Mejor no arriesgar con actitudes demasiado teatrales.

—Tú mismo puedes bautizarte, hermano Adalberto. Tú eres el testigo de tu conversión.

Me mira durante un instante con rostro extasiado, luego se arroja de cabeza con la cara dentro del agua fangosa y comienza a revolcarse en ella mientras grita a voz en cuello.

En resumidas cuentas, algo más bien histriónico.

Capítulo 21

Ferrara, 4 de febrero de 1547

El depósito secreto de los libreros Usque está bajo tierra. El único acceso a él es una trampilla de no más de un brazo de diámetro, disimulada entre las tablas del suelo. Luego se baja por una escalera y se encuentra lo que se diría una bodega. Pero el local es seco, los Usque han pensado en una manera ingeniosa de evitar que los libros conservados aquí abajo, aquellos que podrían resultar más incómodos y peligrosos, se vean destruidos por la humedad. Unas escotillas de entrada y salida permiten la circulación del aire, hasta el punto de que no puedo evitar unos escalofríos: hace más frío que en la superficie.

Nuestro impresor nos indica el camino con una linterna hasta un rimero de volúmenes excelentemente ordenados.

—Aquí tienen, señores. Mil ejemplares listos para la expedición. Los próximos dentro de menos de un mes.

Miquez señala la mitad de la pila:

—Quinientos ejemplares vendrán a retirarlos mis encargados dentro de unos días y serán embarcados en la costa. Los otros los cojo ahora mismo, pues pienso llevármelos conmigo a Milán. Haré que os tengan preparados los balances para Pascua.

Usque lo interrumpe:

—Dejadme cien ejemplares. Creo que puedo venderlos aquí.

Los rasgos mediterráneos resaltan a la luz de la linterna:

—Cogedlos de mi parte, entonces. El carruaje está ahí fuera, podéis cargar enseguida.

Volvemos a subir al elegante taller de los más importantes impresores judíos de Ferrara. Seis prensas, una docena de operarios atareados, me quedo encantado observando la sincronía de movimientos: meter la matriz de la composición, entintarla, insertar la hoja en el torno y acto seguido bajarlo y apretar bien para imprimir los caracteres sobre el papel. Un poco más adelante se componen las páginas, colocando los caracteres uno por uno dentro de los cajetines preparados al efecto, sacándolos de dentro de grandes cajas de matrices, con un ojo pendiente del manuscrito y el otro de las pequeñas piezas de plomo.

Al final de la cadena los encuadernadores, aguja, hilo y colapez, dando forma acabada a los volúmenes.

Miquez se me acerca con indiferencia. En voz baja:

—Los Usque publican exclusivamente obras relacionadas con el judaísmo. Han hecho una excepción con
El beneficio
.

Sonrío maliciosamente:

—Los favores recíprocos de una inmensa familia…

—Sí. Y la fuerza de persuasión de un buen negocio.

Usque pregunta algo en español.

—Sí. Podéis continuar. Ahí fuera está mi hermano Bernardo, ya se encargará él de asegurar la carga.

El impresor parece dubitativo:

—Hay otra cosa más, don João… —Una mirada de Miquez lo convence de que puede hablar en mi presencia—. Me ha llegado una extraña petición. De la corte. Un ejemplar de
El beneficio de Cristo
.

Nos miramos perplejos. Es de nuevo Miquez quien toma la palabra:

—¿El duque?

—No. La princesa Renata, la francesa. Está interesada en la teología.

Chiavenna. República Rética.

Hace dos años.

Camillo Renato y su círculo de exiliados.

Yo le traía los libros de parte de Perna la primera vez que vine a Italia.

Camillo Renato, alias Lisia Fileno, alias Paolo Ricci. Siciliano, literato, prorreformista, predestinacionista, sacramentero, celebraba la Última Cena con un banquete provocando el escándalo general. Cuando lo conocí hospedaba a Lelio Socini y a otros literatos exiliados. Me quedé allí poco tiempo, pero el suficiente como para saber que había dado la vuelta a Europa, había estado en Estrasburgo en casa de Capiton y en Bolonia lo habían interrogado y procesado. Condenado a la cárcel de por vida en Ferrara por herejía, consiguió evadirse gracias a la ayuda de una noble señora de la corte. La princesa Renata. Su agradecimiento había llegado al punto de adoptar el nombre de su salvadora.

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