A Usque:
—Es importante hacerles llegar hoy mismo un ejemplar.
Lo cojo de la alforja, en el escritorio de Usque encuentro pluma y tintero. Escribo en la primera página.
No hay buena obra o acción que pueda igualar el beneficio de Cristo con los hombres. Solo la Gracia recibida por el Salvador y el don inconmensurable de la fe pueden marcar el destino de un alma. Es este renacimiento el que une en comunión en Cristo a los verdaderos creyentes.
Con la esperanza de conocer a la dama que ha salvado a un amigo común.
Tiziano Renacido. Posada del Pan.
Los dos judíos me miran aterrorizados.
Entrego el volumen a Usque:
—Este es el ejemplar.
A Miquez:
—Tú déjame a mí.
Divertido:
—Desde que te dejaste crecer esta barbaza te comportas de modo extraño.
—Fuiste tú quien me enseñó a cultivar las amistades de alto copete.
Sacude la cabeza, saluda al impresor en español. Fuera nos están esperando Bernardo y Duarte; las cajas de libros han sido cargadas y aseguradas con correas.
João me coge por los hombros:
—Hasta luego, amigo. Nos veremos en primavera.
—Dale recuerdos al pequeñajo Perna de mi parte.
Un gesto a los dos compadres, mientras el carruaje arranca.
Venecia, 11 de febrero de 1547
La muchacha ha dicho que el individuo era moreno, más bien alto, con una sirena tatuada en un hombro.
La muchacha ha dicho también que jugueteaba continuamente con los dados, teniendo en todo momento uno en la mano, porque le gustaba apostar y decía que, cuanto más tocaba los dados, más le sonreía la fortuna.
La muchacha lloraba. Porque un corte como ese, cuando cicatriza, deja una cicatriz blanca y larga, que en los días fríos se vuelve violácea y parece una enfermedad.
Lloraba mientras lo contaba, aunque ello sucedió hace ya cuatro días, porque tiene el rostro estropeado para siempre.
Los ojos de Demetra eran gélidos. Podía leerse en ellos reproche, poco menos que una acusación: yo no estaba y nada pudo hacer ella. El joven Marco habría podido ganarse una cuchillada, pero ¿de qué hubiera servido?
Entre sollozos la muchacha ha dicho que el individuo hablaba de forma extraña, no, no un acento como el mío, sino distinto, griego tal vez, o eslavo. No, nada de golpearla, solo el cuchillo, pero creía que lo que quería era matarla, y decía que si gritaba le iba a cortar el cuello como a un cordero.
No he dicho nada. No creo haber dicho verdaderamente ni una palabra. Me ha bastado con cruzar una mirada con Demetra.
Lo que debía hacer.
Un griego al que le gusta el juego.
No recuerdo haber recorrido la ciudad a pie. Pero lo he hecho, porque al toque de campana estaba delante del garito del Moro con los ojos clavados en la cara del gigante de la puerta.
—Dile al Moro que el Alemán desea verlo.
Goliat debe de haber sonreído burlonamente, o quizá no era más que su expresión natural, antes de introducirse por la portezuela.
He esperado hasta que el agujero se ha vuelto a abrir y los dientes blancos del Moro han reflejado la luz de la linterna.
La sonrisa de un tiburón.
Nadie ha lamentado la falta de ceremonias:
—Hay un griego, tal vez un dálmata, al que le gusta jugar a los dados, viste ropa elegante y lleva un tatuaje en un hombro, una sirena. Le ha hecho un chirlo a una de mis chicas.
El Moro ni siquiera ha parpadeado, pero su mirada decía que la noticia le había llegado también a él:
—Con una condición, Alemán. Yo a los esbirros les pago para que me dejen en paz: tus asuntos te los ventilas tú fuera de aquí. Y deja tu puñal a Kemal.
He asentido, desenvainando la hoja y entregándosela al gigante. El Moro se ha hecho a un lado con un gesto de invitación.
La salita estaba silenciosa, solo el ruido de los dados rodando sobre las mesas y juramentos en voz baja.
Todas las razas del mundo se habían dado cita en aquel antro. Alemanes, holandeses, españoles acicalados, turcos y croatas ocupados en indicar los puntos en unas pizarritas colgadas de las paredes. Nada de vino o aguardiente, nada de armas: el Moro previene cualquier problema.
Les he pasado revista uno por uno, concentrándome en las manos. Manos explícitas, susceptibles de contar historias, dedos que faltan, guantes de la buena fortuna, anillos valorados en el acto y puestos sobre la mesa.
Luego he visto el dado que rodaba en la derecha, un pequeño objeto de hueso que corría entre los dedos, adelante y atrás, cada vez que la izquierda se disponía a lanzar.
No debe de haberse dado cuenta de nada hasta sentir el empedrado contra la mejilla.
Uno que le sujetaba el brazo tras la espalda y mientras tanto le descubría el hombro izquierdo.
Ha lanzado unos insultos en su lengua, mientras los dados de marfil rodaban fuera de su faltriquera al mismo tiempo que su suerte.
Luego no ha podido más que gritar y ver cómo la hoja le cortaba netamente los dedos de la mano.
Los han encontrado al amanecer los vendedores de pescado, clavados uno por uno en las colañas del mercado.
En Venecia soy de nuevo don Ludovico el Alemán. Y tengo que ocuparme de los asuntos del burdel.
Venecia, 12 de febrero de 1547
Miquez y Perna están en Milán.
El Alemán ha hecho entender a todo el mundo que no conviene apostar contra él.
Tiziano se ha hecho notar en tres ocasiones distintas. En Ferrara ha conocido incluso a la princesa Renata de Francia, amiga de los exiliados y muy interesada en
El beneficio de Cristo
. El anabaptista ha dado en la diana.
Puedo estar satisfecho, pero eso no basta. Estoy pensando en una segunda ronda. Treviso, Asolo, Bassano y Vicenza, para luego volver a Venecia. Ahora que le tengo tomada la medida a mi predicador anabaptista puedo acortar los tiempos. Diez días, dos semanas a lo sumo.
Esta noche he soñado con Kathleen y Eloi. Únicamente imágenes confusas, no recuerdo nada más, pero me he despertado con la sensación de algo amenazante sobre el destino de todos. Como una sombra oscura que oprime la mente.
He ahuyentado el mal humor con un paseo hasta San Marcos, recogiendo los saludos de mucha gente a la que no conozco. Al volver he tenido la sensación de que me seguían, tal vez una cara vista ya esta misma mañana en Campo San Casciano. He dado un largo rodeo, tan solo para confirmar la sospecha. Dos individuos, hopalandas negras, treinta pasos detrás. Tal vez esbirros. No debe de haber sido difícil intuir que he podido ser yo el que mutilara la mano de aquel marinero griego. Tendré que acostumbrarme a tener a alguien cerca en mis desplazamientos por la ciudad. Razón de más para partir enseguida.
—¿Te vas de nuevo?
Ha aparecido en silencio a mis espaldas, los ojos esmeralda sobre la alforja recién cerrada.
Trato de evitar su mirada.
—Estaré de nuevo aquí dentro de dos semanas.
Un suspiro. Demetra se sienta en la cama al lado de la alforja de viaje. Pierdo tiempo anudando un pañuelo en la muñeca: desde hace un tiempo el reuma no me da tregua y tengo que limitar mis movimientos.
—Si te hubieras quedado aquí, Sabina aún conservaría su bonito rostro.
Finalmente la miro:
—Ese bastardo la ha pagado. Nadie tocará más un pelo a las chicas.
—Tendrías que haber acabado con él.
Contengo la agitación:
—Lo único que habría conseguido con eso es echarnos encima a los esbirros. Esta mañana me han seguido hasta el mercado.
Otro suspiro para desahogar sus ganas de echarme en cara aquel chirlo.
—¿Por eso te escondes? ¿Tienes miedo?
—Hay una cosa que debo hacer.
—¿Más importante que el Tonel?
Me detengo. Tiene razón, le debo una explicación.
—Hay cosas que deben hacerse y basta.
—Cuando los hombres hablan así es para irse para siempre o es porque tienen alguna venganza que cumplir.
Sonrío ante su agudeza, sentándome al lado de ella:
—Volveré. De esto puedes estar segura.
—¿Adónde vas? ¿Tiene algo que ver con los judíos con los que tienes negocios?
—Esto es mejor que no lo sepas. Hay unas viejas cuentas que arreglar, tienes razón. Tan viejas como yo.
Demetra sacude la cabeza, un velo de tristeza empaña el verde de sus ojos:
—Uno tiene que saber elegir a sus enemigos, Ludovico. No malquistarse con gente equivocada.
La obsequio con una abierta sonrisa, está más preocupada por mí que por el burdel.
—No temas: he salvado el pellejo en situaciones peores. Es mi especialidad.
Viterbo, 5 de abril de 1547
Movimientos imperceptibles. Un lento arrastrarse de insectos, que uno solo puede captar si mira fijamente y se queda encantado por el casi imperceptible agitarse de las briznas de hierba.
Es difícil imaginar si hay un orden secreto en ese hormigueo, una armonía, un fin.
Debo seguir mi intuición. Descubrir dónde está el hormiguero. Identificar los recorridos que lo alimentan.
Me dispongo a partir para Milán. Le he escrito a Carafa que seguía una pista para descubrir a los responsables de la nueva difusión de
El beneficio de Cristo
. Es la verdad. En Viterbo no hay ya mucho que hacer, alguien está aprovechándose de los espirituales sin que ellos lo sepan, difundiendo el libro por todas partes. ¿Qué es lo que esperan conseguir? ¿Adhesiones, ayuda, desencadenar una revuelta en pro de la reforma?
Es esencial comprender quiénes son estos, descubrir qué es lo que quieren.
Milán. Los inquisidores de Roma han encerrado a un judío converso, bajo la acusación de contribuir a la difusión de una obra herética:
El beneficio de Cristo
.
Parece que es veneciano, oriundo de Portugal: un tal Giovanni Miches.
¿Qué tienen que ver los marranos en esta historia?
Venecia, 10 de abril de 1547
João y Bernardo Miquez se recortan en la puerta como dos gigantes, comparados con el pequeñajo de calvas sienes que apenas si asoma en medio de ellos, contrabandista de libros y experto en vinos. Viene a mi encuentro dando saltitos y aferrando mi mano tendida.
—Es un verdadero placer, viejo amigo, no puedes ni imaginarte la que nos ha pasado… Las ventas han ido viento en popa, prácticamente en casa del muy católico Emperador, pero ¡qué coño de falta hacía el Santo Oficio!
Freno la lengua de Perna saludando a los dos hermanos:
—Bienvenidos.
Una palmada en la espalda:
—Espero que no nos dejes muertos de sed. Hemos hecho muy pocas paradas durante el viaje.
—Voy por una botella. Sentaos y contádmelo todo.
Perna coge una silla y ataca:
—De menuda hemos salido, joder. Estaban a punto de llevarse a tu amigo judío, sí, sí, tú ríete ahora, pero se las ha visto muy feas, te lo digo yo, y si no llega a ser por el dinero contante y sonante que le dio a ese frailucho, ahora no estaríamos brindando, ¿entendido? Ahora estaría haciéndoles compañía a los ratones en las mazmorras de Milán.
—Con calma. Explicádmelo todo desde el principio.
Perna se acomoda, con las manos temblorosas sobre la mesa. Es Bernardo quien habla, mientras João exhibe una de sus sonrisas cautivadoras.
—La Inquisición lo tuvo detenido durante tres días, acusado de vender escritos heréticos.
Miro al mayor, que permanece en cambio callado y hace proseguir a su hermano:
—Un montón de preguntas. Alguien debe de haber estado espiando. La cosa acabó bien, bastó con untarles la mano a las personas adecuadas y lo soltaron, no era gente seria, pero la próxima vez podríamos no salir tan bien parados.
Un instante de silencio, Perna se estremece, espero que João diga algo.
Cruza sus delgados dedos apoyando los codos sobre la mesa.
—Exageran. Esos no sabían nada de
El beneficio
, únicamente vagas sospechas. Alguien dio mi nombre y vinieron a buscarme. Eso es todo.
Si de veras se hubieran olido una pista no habrían aceptado mi dinero… —un gesto de burla— o habrían pedido más.
Nuestro librero estalla:
—Sí, sí, para él todo es muy fácil, pero hemos de estar atentos. También yo sé que esos cuatro cuervos no sabían nada, pero ¿quién vuelve ahora a Milán, eh? ¿Quién? Hemos quemado esa plaza, es una tierra que duele, ¿entendido? El ducado entero, cerrado, nada, ya no podemos poner los pies en él, si no es con riesgo y peligro para nosotros. ¿Y cómo vamos a recuperar el dinero de las partidas que hemos entregado?
João lo tranquiliza:
—Nos recuperaremos por otro lado.
Sirvo la segunda ronda de vino:
—Olvidémonos por un tiempo de Milán. De todas formas, mantengámonos todos con los ojos bien abiertos: la Inquisición está organizándose mejor. Paulo Tercero es un medroso, un intrigante, pero no durará eternamente. Todos los destinos estarán pendientes del próximo Papa. Incluso los nuestros.
Los tres socios asienten a la vez. No es preciso decir nada más: compartimos las mismas preocupaciones.
Milán, 2 de mayo de 1547
La carta de presentación de Carafa ha surtido su efecto: he podido leerlo en la frente perlada de sudor de fray Anselmo y en los gestos afectados de sus colaboradores. Un extraño murmullo a mi alrededor. Oídos aguzados y la mirada baja.
Fray Anselmo Ghini, cuarenta y dos años, los últimos dos pasados cribando escrupulosamente textos reputados de heréticos, para la Congregación del Santo Oficio. Se ha estado retorciendo las manos mientras ha durado el interrogatorio, detrás de una de las mesas de trabajo de la sala de lectura del convento de los dominicos. El ir y venir agitado a mis espaldas no se ha detenido ni por un instante, como si fuera yo el inquisidor. Un nerviosismo palpable en todos los presentes de la sala. Hemos hablado en voz baja.
Giovanni Miches, el nombre ha sido dado por un librero al que se encontró en posesión de diez ejemplares de
El beneficio de Cristo
. Una vez comprobada su presencia en la ciudad, Miches fue detenido el 13 de marzo. Iba acompañado de su hermano Bernardo, su ayudante Eduardo Gómez y del librero Pietro Perna, que no fueron retenidos. El primer interrogatorio fue llevado por fray Anselmo Ghini.