Observo a Jan Beuckelssen que está con la mano apoyada entre los muslos, una mujer semidesnuda tumbada en el sofá, una navaja de afeitar ensangrentada en remojo: mis razonamientos no pasarán del umbral del cerebro. Las palabras del panadero de Haarlem serán mucho más convincentes.
Jan Matthys se atusa su negra barba en punta. El santo rufián parece gustarle, aunque no tiene las ideas lo bastante claras. Por lo demás, los baptistas de Amsterdam que nos sugirieron ir a verlo no nos dijeron nada de su lucidez o de su fe, sino más bien de su odio visceral por papistas y luteranos, de su encanto de actor y de sus modales un tantos toscos.
Matthys se aprieta los labios con los dedos y decide ir al grano:
—Te ruego que nos escuches, hermano Jan, la idea es la siguiente: doce apóstoles recorrerán estas tierras a lo largo y a lo ancho. Bautizarán a las personas adultas, invitarán a allanar el camino del Señor, predicarán en su nombre. Y sobre todo husmearán el ambiente de cada ciudad para valorar en cuál de ellas será posible reunir al pueblo elegido. —Se vuelve hacia mí con un gesto de la cabeza—. Estamos buscando hombres capaces de hacer todo esto.
El otro Jan hace una indicación a su atractiva compañera para que abandone la habitación. Las miradas están todas pendientes de él mientras se deja caer sobre las posaderas en el sofá al tiempo que se pone los calzones.
—¿Y por qué todos en una misma ciudad, amigo Jan? ¿No sería más conveniente abarcar un territorio lo mayor posible? La fuerza de una idea se mide también por su capacidad de implicar en ella a las gentes que están lejos.
Matthys ha respondido ya muchas veces a esta objeción. Entorna los ojos y habla lentamente:
—Escucha, solo cuando gobernemos una ciudad y hayamos abolido el uso del dinero, la propiedad privada de los bienes y las diferencias de riqueza, solo entonces la luz de nuestra fe será tan potente como para iluminar a todas las gentes. ¡Será el ejemplo! En cambio, si desde el comienzo nos preocupamos únicamente de difundir lo más posible nuestras ideas, acabaremos por atenuar el efecto impactante que de ellas esperamos y se nos morirán entre los dedos como flores sin raíces.
Jan de Leiden se pone a aplaudir al tiempo que sacude la cabeza:
—¡Que Dios os bendiga, amigos míos! Hacía tiempo que este actor callejero esperaba una locura semejante para poder dar por fin vida a sus personajes favoritos: David, Salomón y Sansón. Dios mío, vuestro Apocalipsis es el espectáculo con el que siempre he soñado. Acepto el papel, si es esto lo que buscáis: ¡a partir de hoy contáis con un apóstol más!
Amberes, 20 de mayo de 1538
—¿Un putañero? ¿El rey de Münster un rufián?
Por un instante, Eloi olvida la condescendencia a la que me tiene acostumbrado. Por primera vez no es capaz de creerme.
Lo tranquilizo:
—Si la leyenda lo ha pintado como a un rey terrible y sanguinario, has de saber que ello no corresponde más que a la verdad, pero ni antes ni después de nuestra entrada en Münster, Jan Beuckelssen de Leiden fue nunca nada distinto de lo que había sido siempre: un actor, un saltimbanqui, un rufián. Y naturalmente, un profeta. Esto hace más grotesco aún si cabe el epílogo de nuestra historia, pues el actor se olvidó de que estaba representando y confundió el argumento de la obra con la vida real. La farsa se convirtió en tragedia.
Eloi está incómodo, sonríe para vencer el asombro.
—La epopeya anabaptista y las leyendas de los enemigos han hecho de nosotros unos monstruos de astucia y perversión. Bien, en realidad los caballeros del Apocalipsis eran los siguientes: un panadero profeta, un poeta alcahuete y un marginado sin nombre, eterno fugitivo. El cuarto fue un verdadero poseso, Pieter de Houtzager, uno que había tratado de hacerse fraile pero que había sido rechazado por la violencia de sus palabras: abordaba a la gente por la calle, las visiones que evocaba estaban llenas de sangre y exterminio, única justicia del Señor.
»Luego la familia Boekbinder proporcionó a la cuadrilla de Matthys otro pariente, el joven Bartholomeus, que oficialmente resultaba ser mi primo y que se unió a nosotros en el otoño del treinta y tres, junto con los dos hermanos Kuyper: Wilhelm y Dietrich.
»Convencimos también a un hombre apacible y piadoso como era Obbe Philips y en Amsterdam Houtzager bautizó a otro adepto, Jacob Van Campen. Y así los discípulos del gran Matthys alcanzaron la considerable cifra de ocho. Reynier Van der Hulst y los tres hermanos Brundt, unos muchachos que olían aún a leche materna, pero con unas manos como palas, se enrolaron en el grupo de la región de Delft, en los últimos días de noviembre del treinta y tres. Casi sin darnos cuenta nos habíamos convertido en doce.
»Fue una señal más que suficiente para nuestro profeta. En sus ojos podía leerse que estaba planeando algo. Por lo demás, en torno a nosotros el mundo parecía verdaderamente a punto de estallar, nuestras palabras no dejaban de tener nunca el efecto apetecido. No éramos más que una pandilla de marginados, actores, locos, gente que había dejado su trabajo, su casa, su familia para entregarse a la predicación en nombre de Cristo. Una elección de vida llevada a cabo por las más diversas razones, por sentido de la justicia ante lo insoportable de la vida a la que uno estaba condenado, pero que llevaba a la misma conclusión, a un acto de voluntad que implicase a cuanta más gente mejor, que demostrase a los hombres que el mundo no podía durar así hasta el infinito y que muy pronto sería puesto patas arriba por el mismo Dios en persona. O por alguien en representación de Él, que era como decir, nosotros. He aquí por qué éramos los que podíamos de verdad hacer saltar todo por los aires.
—¿Obedecíais las órdenes de Matthys?
—Seguíamos sus intuiciones. Estábamos en perfecta sintonía y nuestro profeta, además, era todo menos un estúpido: sabía valorar a los hombres. Tenía en gran consideración mi opinión, me consultaba a menudo, mientras que prefería utilizar a Jan de Leiden como ariete: la actitud teatral de Jan se volvía útil. Y también su apostura no venía nada mal: aunque era jovencísimo, aparentaba ser ya un hombre maduro, atlético, rubio, con una sonrisa alucinada, que rompía los corazones de las jóvenes. Matthys había empezado a mandarle de un lado para otro allende las fronteras, por los territorios imperiales, para tantear el terreno, mientras que Houtzager seguía actuando en los arrabales de Amsterdam.
»A finales del treinta y tres Matthys nos dividió en parejas, precisamente como los apóstoles, y nos confió la tarea de anunciar al mundo en su nombre que el Día del Juicio Final era inminente, que el Señor causaría estragos entre los impíos y que solo unos pocos se salvarían. Seríamos sus abanderados, los mensajeros del único verdadero profeta. Tuvo palabras duras, aunque no ingratas, para el viejo Hofmann, encarcelado en Estrasburgo. Este había previsto el Juicio para el treinta y tres: el año estaba concluyendo y nada había acontecido aún. La autoridad de Hofmann estaba, de hecho, desprestigiada.
»No hizo ninguna mención a las armas. No sabría decir si habló alguna vez de ellas. No dijo nada respecto a la implicación de los apóstoles en la lucha del Señor y no sé si ya por aquel entonces meditaba acerca de esta solución. Por lo que veía estábamos todos desarmados. Todos excepto yo; había recortado la vieja espada que encontré en el establo de los Boekbinder y me quedó una daga corta, un arma más ágil y familiar, que podía llevar escondida bajo la capa y que me permitía viajar más tranquilo.
»Formé pareja con Jan de Leiden, por expreso deseo del mismo Matthys: mi determinación y su dominio de las tablas, una combinación perfecta. Eso no me desagradó en absoluto, pues Beuckelssen era un tipo con el que no me iba a aburrir nunca, imprevisible y con el punto justo de locura. Estaba seguro de que haríamos grandes cosas.
»Fue entonces cuando por primera vez oí hablar de Münster, la ciudad en la que los baptistas hacían oír su voz. Jan de Leiden había pasado por allí unas pocas semanas antes y había sacado una excelente impresión. El predicador local, Bernhard Rothmann, había estrechado amistad con algunos misioneros baptistas seguidores de Hofmann y cosechaba un gran éxito entre la ciudadanía, manteniendo a raya a papistas y luteranos al mismo tiempo. Münster fue incluida en el itinerario que íbamos a realizar.
—¿Fuisteis Beuckelssen y tú los primeros en llegar?
—No, a decir verdad, no. Una semana antes que nosotros habían llegado Bartholomeus Boekbinder y Wilhelm Kuyper. Ya se habían marchado, no sin antes haber rebautizado a más de mil personas. El entusiasmo en la ciudad estaba en su punto álgido, cosa que pudimos comprobar de forma impresionante a nuestra llegada.
(1532-1534)
Carta enviada a Roma desde la ciudad de Estrasburgo, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 20 de junio de 1532.
Al muy honorable y señor mío Giovanni Pietro Carafa, en Roma.
Señor mío munificentísimo:
La noticia de la creación de la tan anhelada alianza entre Francisco I y la Liga de Smalkalda me llena de esperanza. Los príncipes protestantes y el católico rey de Francia unen sus fuerzas para poner coto al poder del Emperador. No cabe duda de que la guerra pronto se reanudará, sobre todo si los rumores que han llegado hasta mí por conductos muy reservados a propósito de unas negociaciones secretas entre Francisco y el turco Solimán se ven confirmados en los próximos meses. Pero seguramente V.S. está mejor informada que este humilde servidor, que escruta de soslayo, desde este ángulo del mundo en el que vuestra generosidad ha permitido que desarrolle su modesta tarea.
Y sin embargo, tal como justamente observa mi señor, los tiempos nos exigen una vigilancia constante y diligente, a fin de no verse arrasados, añadiría yo, por un incendio que incuba bajo las cenizas y se prepara para estallar con fuerza inaudita. Me refiero nuevamente a la peste anabaptista, que tantas víctimas sigue cobrándose en los Países Bajos y en las ciudades limítrofes. De Holanda llegan mercaderes contando que existen ya nutridas comunidades de anabaptistas en Emden, Groninga, Leeuwarden y hasta en el mismísimo Amsterdam. El movimiento ve engrosar sus filas cada día que pasa y se extiende como una mancha de tinta por todo el mapa de Europa. Y ello precisamente cuando el Cristianísimo rey de Francia está a punto de tener éxito en su intento de reunir en una salvadora, aunque extraña, alianza a todas las fuerzas contrarias a Carlos y a su ilimitado poder.
Como Vuestra Señoría sabe perfectamente, la provincia imperial de los Países Bajos no es un principado, sino una confederación de ciudades, ligadas entre sí por un intenso tráfico comercial. Estas se consideran libres e independientes, hasta el punto de ser capaces de enfrentarse al emperador Carlos con coraje y tesón. Carlos V es allí el representante de la catolicidad y no es difícil leer en la aversión de dichas poblaciones por la Iglesia de Roma el odio antiguo que alimentan por las miras del Emperador.
En los actuales momentos este último se halla empeñado en organizar la resistencia contra el Turco y poner freno a las maniobras diplomáticas del rey de Francia. No puede, por consiguiente, prestar mucha atención a los Países Bajos.
A esto se añade el penoso estado en que se halla la Iglesia en aquellas tierras: Simonía y Lucro reinan indiscutidas en conventos y obispados, provocando el descontento y la ira de la población y empujándola a abandonar la Iglesia y a buscar otra en las promesas de estos predicadores ambulantes.
Y así, la herejía, aprovechándose del descontento general, consigue encontrar nuevos canales de difusión.
La opinión del siervo de Vuestra Señoría es que el peligro representado por los anabaptistas es más serio de lo que a primera vista pudiera parecer: si consiguieran ganarse las simpatías del campo y de las ciudades mercantiles de Holanda, sus ideas heréticas no habría ya quien las contuviera y se propagarían por medio de las naves holandesas por quién sabe cuáles y cuántos puertos, hasta amenazar la estabilidad conquistada por Lutero y por los suyos en la Europa del norte.
Y puesto que V.S. lisonjea a este su siervo con la petición de su parecer, permítaseme decir con toda franqueza que es mil veces preferible el advenimiento de la fe luterana que la difusión del anabaptismo. Los luteranos son gente con la que es posible establecer alianzas favorables a la Santa Sede, tal como demuestra la alianza entre el rey de Francia y los príncipes alemanes. Por el contrario, los anabaptistas son unos herejes indomables, refractarios a todo compromiso, desdeñosos de toda regla, sacramento y autoridad.
Pero no me atrevo a añadir más, dejando al buen sentido de mi señor toda valoración, impaciente por volver a servir a V.S. con estos humildes ojos y el poco de perspicacia que Dios ha querido concederme.
Sinceramente me encomiendo a la bondad de V.S.
De Estrasburgo, el día 20 de junio de 1532,
el fiel observador de Vuestra Señoría,
Q.
Carta enviada desde la ciudad de Estrasburgo, dirigida a Gianpietro Carafa en Roma, fechada el 15 de noviembre de 1533.
Al muy honorable y señor mío Giovanni Pietro Carafa.
Señor mío ilustrísimo:
Escribo a V.S., tras un largo silencio, con la esperanza de que la atención y la preocupación demostradas con este fiel servidor vuestro encuentren aún razón de ser y confirmación ante Vos.
Los hechos de los que tengo que poner al corriente a V.S. son a mi juicio precisamente de utilidad, y probablemente también necesarios, para poder leer entre líneas en los sucesos de las tierras septentrionales, que, como no he dejado de referir, van complicándose cada vez más con el paso de los días.
El teatro de los hechos del que con tanta urgencia me dispongo a dar noticia es el principado episcopal con sede en la ciudad de Münster, en la frontera entre el territorio del Imperio y el holandés, confiado en la actualidad a la sabia guía de Su Eminencia el obispo Franz von Waldeck.
Este parece ser hombre resuelto y muy leal a la Santa Sede, pero asimismo prudente y atento a no perder el poder que tanto el Papa como el Emperador han puesto en sus manos. Su elevación a príncipe obispo maduró en un clima encendido de diatribas y conflictos con esa parte de la población que profesa la fe luterana, mercaderes en su mayoría, exponentes de las guildas que controlan el Consejo ciudadano y a las que él supo hacer frente con determinación.
Todo esto no merecería un solo instante de la atención de V.S. si no fuera porque los recientes sucesos acaecidos en esa ciudad son hoy tema de discusión general, hasta el punto de que incluso el landgrave de Hesse Felipe se ha visto obligado a enviar unos mediadores de paz con objeto de poner freno a los disturbios allí reinantes.
Debo confesar que ya desde hace algún tiempo un nombre que no me resultaba del todo extraño había llegado a estos oídos, remontando en sentido inverso el curso del Rin, trayendo hasta aquí el eco de osados sermones. Ayer, sin ir más lejos, recogí el testimonio de un comerciante en pieles llegado de Münster y residente allí.
Este hombre de negocios me ha hablado de un nuevo Isaías, incensado por el pueblo bajo, con gran cantidad de seguidores en callejones y posadas, consciente del ascendiente que ejerce sobre sus conciudadanos y capaz de instigarlos contra el obispo Von Waldeck. Solo entonces, cuando pude contar con una descripción física de un testigo directo, asocié su nombre al rostro del hombre cuya fama había llegado hasta mí.
Se llama Bernhard Rothmann, y me acordé de haberle echado el ojo precisamente aquí en Estrasburgo, hará de ello unos dos años, cuando sus simpatías luteranas lo habían llevado a visitar a los más importantes teólogos protestantes. No lo consideré en aquel entonces persona peligrosa, por lo menos no más que a sus restantes compañeros desterrados por la Santa Iglesia Romana, pero en la actualidad oigo hablar de nuevo de él y bien alto.
Se trata de un predicador münsterita, de unos cuarenta años, hijo de un artesano, pero que, según dicen, dio desde la misma niñez señales de gran inteligencia y capacidad, razón por la cual se lo encaminó a la vida eclesiástica, siendo posteriormente mandado a estudiar a Colonia por los canónigos valedores suyos. Durante aquel viaje pasó por aquí, pero también por Wittenberg, donde conoció a Martín Lutero y a Philipp Melanchthon.
Por lo que parece, al volver a su ciudad natal se convirtió en predicador oficial, iniciando un durísimo ataque contra la Iglesia. Las guildas de los mercaderes no tardaron en prestarle su apoyo, viendo en él a un excelente ariete que lanzar contra los portones del obispado. Rothmann se ganó en poco tiempo el favor del pueblo bajo y prendió en él la ambición.
Parece unir a la arrogancia también la excentricidad blasfema de quien pretende administrar el culto como mejor cree: mi mercader me describió el extraño modo en que este administra la santa comunión, empapando panecillos en el vino y sirviéndoselos a los fieles. Por otra parte, desde hace algún tiempo se ha puesto a negar el bautismo a los niños.
Este detalle despertó una viva sospecha en mí, y me incitó a preguntar más cosas. Y efectivamente, interrogando al mercader y convenciéndolo para que me proporcionara cualquier información que pudiera ser de utilidad, conseguí enterarme de que ese falso Isaías sentía simpatía por el anabaptismo.
He descubierto que a comienzos de año llegaron a Münster algunos predicadores anabaptistas, procedentes de Holanda, cuyos nombres anoté puntualmente, al menos aquellos que la buena memoria del mercader había logrado retener. Los dichos anabaptistas excitaron al predicador hasta el punto de convertirlo a su falsa doctrina y de reforzar su acrimonia respecto al obispo.
Parece también que Lutero no pierde de vista desde hace algunos meses a este personaje, evidentemente impresionado por el ruido que consigue provocar, y se dice que en varias misivas remitidas al Consejo de la ciudad de Münster intentó poner en guardia a los protestantes sobre un hombre de semejante jaez. Pero como es sabido el monje Martín siente un maldito temor de todo aquel que pueda competir con él en popularidad y oratoria, amenazando su primacía. Pero lo que posteriormente reavivó mi atención por esa ciudad fue el tener noticia del hecho de que el landgrave Felipe se sintiera en el deber de enviar a Münster a dos predicadores con el fin de que hicieran volver al tal Rothmann a los cauces de la doctrina luterana. Cuando le pregunté a mi providencial mercader por qué se había molestado tanto el landgrave Felipe por un simple predicador, que por si fuera poco ni siquiera reside dentro de los límites de su principado, él me respondió proporcionándome un informe de lo más detallado de los últimos acontecimientos acaecidos en Münster.
Pues bien, tal como V.S. tendrá ocasión de leer, tales acontecimientos confirman las peores sospechas que este humilde observador ha expresado en las misivas precedentes, un muy pobre consuelo en medio de la desventura.
En el momento en que el tal Rothmann abrazó la doctrina que niega el bautismo de los niños, muchos del partido de los amigos de Lutero lo abandonaron, volviéndose en contra de aquel al que antes incensaban. Pero por muchos que sean los que lo han abandonado, otros tantos deben de haberlo seguido, si lo que me han contado, como creo, responde a la verdad.
La ciudad se ha dividido, pues, en tres confesiones, tres partidos igualmente distantes entre sí: los católicos romanos fieles al prelado; los luteranos, en su mayoría mercaderes, que controlan el Consejo de la ciudad; y los anabaptistas, artesanos y trabajadores manuales seguidores de Rothmann y de sus predicadores venidos de Holanda. Tampoco el hecho de que estos últimos fueran unos extranjeros ha podido separar al vulgo de su predicador, mejor dicho, ¡a estos se los introdujo en la ciudad por la noche y el pueblo ha echado en favor suyo a los predicadores locales!
¿Quién es este hombre, señor mío? ¿Qué increíble poder ejerce sobre la plebe? El recuerdo vuela por sí solo hacia ese Thomas Müntzer que años atrás también V.S. tuvo ocasión de conocer a través de estos humildes ojos.
Pero es mejor poner punto final a la crónica, que se diría fruto de la fantasía, si no estuviera convencido de la sensatez de quien me la ha proporcionado.
Ahora bien, ante una situación semejante, se pensó en celebrar un debate público entre las tres confesiones sobre la cuestión del bautismo, para que las cosas no degenerasen en guerra abierta.
Fue en agosto de este año cuando las mejores mentes libraron una batalla en la arena doctrinal. Pues bien, mi señor, Bernhard Rothmann y sus holandeses obtuvieron una victoria aplastante, arrastrando a la ciudadanía de su lado.
V.S. ha recordado varias veces a este su siervo que los luteranos, herejes ajenos a la gracia de Dios, se revelaron unos útiles aliados, por más que fueran unos indeseables, contra unas amenazas peores para la Santa Sede. Münster ha dado de nuevo prueba de esto, estableciendo una alianza entre luteranos y católicos contra el seductor Rothmann.
Los burgomaestres de la ciudad le exigieron silencio y en poco tiempo ordenaron también su destierro. Pero este, haciéndose fuerte con el apoyo del pueblo bajo, despreció las ordenanzas mientras continuaba instigando y difundiendo sus peligrosas doctrinas.
La ciudad pareció a punto de estallar, de tanto como hervía la sangre en las venas de unos y de otros.
Y he aquí explicado por qué el landgrave Felipe mandó precipitadamente a sus mediadores para la paz. Hombres doctos y diplomáticos los dos luteranos, Theodor Fabricius y Johannes Lening, que trataron de desviar la atención de todos de la cuestión del bautismo.
Pero al decir de quien me lo contó, no consiguieron más que una tregua armada, en la que una simple chispa bastaría para prender fuego a toda la ciudad. A mi mercader no le cabía la menor duda al respecto. En el caso de que se llegara a una demostración de fuerza, Rothmann y los anabaptistas saldrían vencedores en menos que canta un gallo.
A ello se añaden dos acontecimientos de importancia no secundaria. El jefe de las guildas, un tal Knipperdolling, protege con la cara bien alta al predicador, contando en esto con el respaldo de los artesanos de la ciudad. Y según parece, y no en los últimos tiempos precisamente, el extenderse de la fama de Rothmann está haciendo afluir a Münster a muchos desterrados holandeses, sacramenteros y anabaptistas, acortando cada hora que pasa la mecha del polvorín.
Y paso ahora a exponer a V.S. mis temores acerca de la gravedad de la situación. En todas partes los anabaptistas han dado prueba de tenacidad y de un pérfido poder de seducción, hasta tal punto puede Satanás sobre los mortales. Aquellos difunden su peste a lo largo y a lo ancho de los Países Bajos y dentro de las fronteras del Imperio. Si bien son ahora pocos y bastante dispersos entre las regiones del norte, han demostrado no obstante la fascinación que ejercen sus doctrinas, en especial entre el vulgo ignorante y ya sedicioso por naturaleza.
Pues bien, ¿qué sucedería si se uniesen? ¿Qué pasaría si comenzaran a lograr un éxito cada vez más amplio con su arrastrarse por callejones, tiendas, lejos de la criba de la autoridad doctrinal? ¿Qué si nadie, ni un obispo, ni un príncipe como es Felipe, ni Lutero, parecen estar en condiciones de frenarlos en su soterrado avance, sino que más bien los temen como a la misma peste que se trata de mantener alejada de las propias fronteras, ignorantes de que avanza invisible y puede traspasarlas fácilmente?
Cualquier respuesta la tenemos ante nuestros mismos ojos. El primer caso funesto está produciéndose ya y es el de Münster, donde un solo hombre tiene en jaque a una ciudad entera.
El landgrave Felipe y Martín Lutero, pese a olerse el grave peligro que representan estos anabaptistas, no saben en absoluto cómo detenerlos, y creen verdaderamente que pueden contener su ímpetu perverso y mantenerlos aislados. Mucho me temo, mi señor, que sea una mera ilusión y que se den cuenta de su error solo cuando se los encuentren ante la misma puerta de casa.
Ahora bien, lo que yo pienso es que, tal como V.S. ha querido tan magnánimamente enseñarme, las amenazas serán descubiertas a tiempo y neutralizadas, antes de que puedan hacerse realidad. Por dicho motiVono he dejado nunca de referir a V.S. todo cuanto pudiera ser aunque fuese mínimamente útil y valorar los riesgos que tienen su origen en esta parte del mundo.
En el caso en cuestión los hechos están produciéndose ya, pero acaso no sea demasiado tarde: es preciso cortar de raíz esta enfermedad, y cortarla en su misma fuente, antes de que pueda extenderse por toda Europa y contaminar el Imperio, tal como está ya sucediendo, sin detenerse ni tan siquiera ante los Alpes, bajando a Italia y quién sabe hasta dónde. Antes de que ello suceda, es preciso actuar.
Espero, pues, con impaciencia vuestras directrices, si es que aún queréis gratificar a un siervo de Dios concediéndole servir a su causa en esta difícil hora.
Beso las manos de V.S. en espera de una palabra.