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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Q
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De Estrasburgo, el día 15 de noviembre del año 1533,

el fiel observador de Vuestra Señoría,

Q.

Carta enviada a Roma desde la ciudad de Estrasburgo, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 10 de enero de 1534.

Al muy honorable y reverendísimo señor mío Giovanni Pietro Carafa.

Ilustrísimo señor:

En el día de hoy ha llegado la misiva de V.S. que esperaba cuanto antes. Es inútil, en efecto, negar que el tiempo es un factor esencial en esta grave situación y el
nihil obstat
de V.S. no es para mí motivo de menor preocupación y solicitud, puesto que lo que sea menester intentar precisará de toda la protección providencial del Altísimo para llegar a buen puerto.

Permitidme, pues, que exponga a Vuestra Señoría lo que creo que es necesario emprender en breve contra la peste anabaptista.

En primer lugar, mi señor, el estado de los hechos es el siguiente: el anabaptismo se extiende solapadamente; no tiene un único cabecilla, al que sea posible cortar el cuello para no pensar más en ello; no tiene un ejército al que derrotar en una batalla; no tiene fronteras propiamente dichas, se propaga ahora aquí, ahora allá, tal como hace la peste negra cuando, saltando de una región a otra, siega las vidas de sus víctimas sin la menor distinción ni de lengua ni de estado, aprovechando el vehículo de los humores corporales, del aliento, del simple borde de un vestido; de los anabaptistas sabemos que prefieren la clase de los trabajadores manuales, pero puede decirse que estos se encuentran por doquier y que por lo tanto no hay frontera que pueda estar segura; ninguna milicia ni ejército, en efecto, consigue impedir el avance de este ejército invisible.

Así pues, ¿cómo conseguir detener el peligro que amenaza a toda la cristiandad?

Cuántas veces, señor mío munificentísimo, me he planteado esta pregunta en las últimas semanas… Tanto me he estrujado el cerebro que he llegado poco menos que al convencimiento de que en la presente coyuntura el siervo de V.S. no podría serle de ninguna ayuda a su señor.

Quiera Dios que me equivoque y que lo que me dispongo a proponer encuentre buena acogida en Vos.

Pues bien, creo que la solución nos es sugerida por los mismos apestados; los mismos anabaptistas nos indican el mejor modo de atacarlos con eficacia.

Si, en efecto, mi señor vuelve con la memoria a los asuntos que tuvo que desbrozar hace diez años, en la época de la guerra del Campesinado, valiéndose de este modesto siervo, recordará que para cercar al fanático Thomas Müntzer resultó útil entrar en familiaridad con él, fingir estar de su lado, para que pudiera obstaculizar más fácilmente a Lutero, en primer lugar, tal como era propio de su naturaleza, y hundirse en el infierno, posteriormente, cuando ya se corría el riesgo de que pusiera el mundo patas arriba además de prestar una ayuda involuntaria al Emperador en su lucha contra los príncipes germanos.

Por más que esté convencido de que el recuerdo de aquellos momentos será muy vívido en V.S., permitid a este siervo recordar que Thomas Müntzer era un hombre pérfido, guiado por Satanás, pero también inteligente y taimado, dotado de ascendiente sobre el vulgo y de facultades oratorias.

¿Qué son nuestros anabaptistas sino otros tantos Müntzer, solo que a pequeño tamaño?

También entre ellos parece haber personalidades más fuertes, guías espirituales, como es el caso del tal Bernhard Rothmann, pero también de otros, cuyos nombres tal vez no digan nada a V.S., pero que corren a lo largo y a lo ancho de estas tierras: los de Melchior Hofmann y Jan Matthys principalmente.

Así pues, mi consejo es que ante todo es menester neutralizar su aparente ubicuidad. Es decir, es menester reunir a todos sus cabecillas, a todos los Müntzer, a los acuñadores, a los apestados, en un único lugar, todas las manzanas podridas en un solo cesto.

Pero en esto hay que observar que la suerte está a nuestro favor, pues, tal como V.S. pudo enterarse por mi anterior misiva, convergen en la ciudad de Münster no solo la atención de todos los anabaptistas, sino también una multitud de personas, familias enteras, que con armas y enseres se trasladan allí desde Holanda y el Imperio. Münster se ha convertido en la Tierra Prometida de los herejes más impenitentes.

Pues bien, creo que alguien podría unirse a dicha corriente y entrar en la ciudad. Dicha persona debería ganarse a continuación la confianza de los cabecillas de la secta, fingir amistad para conseguir influir en su actuación sin hacerse notar en exceso, favorecer la afluencia del mayor número de anabaptistas posible.

Una vez reunidas las manzanas podridas, la perspectiva de poder barrer a los elementos más peligrosos de un solo plumazo bastará de por sí para ganarse el apoyo del landgrave Felipe y del obispo Von Waldeck, protestantes y católicos, contra los más peligrosos instigadores.

Ahora bien, dado que la puesta en práctica de un plan semejante no puede implicar más que a una sola persona, o sea, a aquel que se dirija hasta allí, considero natural que el que proponga la acción sea en este caso también el que la ejecute. He aquí por qué he partido camino de Münster, con el propósito de retirar una considerable suma en la filial de los Fugger de Colonia y llevarla en dote a los ignorantes esposos anabaptistas.

Puesto que me dispongo a actuar en la clandestinidad sería importante poder contar con una recomendación de Vuestra Señoría ante el obispo Von Waldeck, y que este fuera informado de mi presencia en Münster y del hecho de que me pondré en contacto con él cuanto antes a fin de planificar lo que sea conveniente hacer.

Una vez que llegue a destino, me apresuraré a dar noticias más detalladas sobre cuanto allí acontece. Por ahora no me queda sino encomendarme a la voluntad de Dios y a su protección, en la seguridad de que V.S. querrá mencionar a este humilde servidor en sus preces.

Beso las manos de Vuestra Señoría.

De Estrasburgo, el día 10 de enero del año 1534,

el fiel observador de Vuestra Señoría,

Q.

El Verbo se hizo carne (1534)
Capítulo 23

En los alrededores de Münster, Westfalia, 13 de enero de 1534

Me pongo en pie de un salto por el retumbo lejano, los cañones en los oídos, unos ojos desorbitados, de nuevo hombres que huyen por la llanura.

No. Solo es el trueno que nos persigue por el camino desde hace días. Otros tiempos, otra mirada. La paja, apestosa y cálida: tibieza animal de vacas y hombres que me retrotrae a esto. Y un súbito frío me saca del sueño, a escasa distancia del aliento del buey. Un ojo redondo y enorme me observa: el cotidiano rumiar se ha reanudado ya.

En la ventana, una luz extrañísima, de un color de hierro, en un cielo bajo, cargado de nubes e intenso frío que aguardan a los impávidos, de camino hacia la ciudad.

He aquí el segundo, y de nuevo un estremecimiento de la memoria: las inquietas bestias saben más sobre lo que fuera nos espera. Rechazo las imágenes del pasado.

El tercer trueno es un relampagueo que quiebra el horizonte. Se acerca quedamente, con los gorriones que trinan como locos de hambre y de frustración por no poder volar. Nos aplastará, un negro absoluto cubre el cielo entero.

Y quién sabe si el fin no es precisamente así: el torbellino o el diluvio, en vez del terremoto de espingardas. No creo que consiga salir vivo de nuevo, una segunda vez.

En cualquier caso, no son cosas que preguntarse al amanecer, con el estómago vacío desde hace dos días y todas estas leguas en las piernas.

He aquí el cuarto, mucho más cerca. Lo tenemos casi encima de nosotros. Un estallido que sacude la tierra, y el imprevisto chaparrón, que rebota en las hojas y cae tejado abajo.

Lo observo en la calle, convertida ya en un barrizal, que se pierde tras la colina baja: solo dos locos viajarían con este tiempecito.

Dos como nosotros.

Lo oigo refunfuñar en la sombra del establo, lanzar juramentos en voz baja.

El horizonte está totalmente tapado: la ciudad podría no existir ya.

—Oh, Jan… ¿no has pensado nunca que el Día del Juicio podría ser así? Ven a ver, el paisaje está irreconocible. Parece increíble que tierra y cielo puedan volver a ser los de antes…

Crujido de heno aplastado, el equilibrio aún incierto: mira de reojo afuera, entornando los ojos.

—Pero qué bobadas dices… Pero si no es más que el invierno.

—¡Ahí está! ¡Allí abajo!

Un perfil grisáceo, difuminado por el diluvio, apenas se deja entrever.

—¿Estás seguro?

—Lo es.

—¿Cómo puedes saberlo? Hemos perdido el camino.

—Te digo que lo es. Yo he estado ya.

Casi echamos a correr.

Aparecemos en la ladera de la colina y está allí, a solo un par de leguas, pero las nubes la perdonan. En la ciudad no llueve: el cielo muestra unos claros sobre los campanarios, y una columna de luz desciende ciñendo las murallas.

Así, solo así he imaginado siempre la ciudad celestial…

—Te digo yo que este día lo recordaremos, hermano, lo recordaremos como el principio.

Tiene los ojos iluminados, el agua chorrea por su barba y por los bordes de la capucha:

—Es cierto. Recordaremos el día en que los apóstoles del gran Matthys consiguieron traer la esperanza. Esto no es más que el comienzo.

Noto que está a punto de estallar, celoso apóstol ansioso, rufián, dominado por el éxtasis de encontrarse aquí.

Hace un ademán caballeresco para cederme el paso, pero está sinceramente excitado:

—Bienvenido a la Nueva Jerusalén, hermano Gert.

Los ojos me ríen:

—Bienvenido seas tú, Jan de Leiden, y procura no quedarte atrás.

Nos lanzamos colina abajo, resbalando por la mojada hierba, volviendo a levantarnos y riendo como borrachos.

Capítulo 24

Münster, 13 de enero de 1534

El nombre latino, Monasterium, hace pensar en un lugar de paz y retiro del mundo.

Münster, por el contrario, pide ser marcada a fuego.

Nueve puertas para entrar. En cada una de ellas tres cañones: paredes gruesas, pasos estrechos.

Cuatro torreones bajos y macizos sobresalen hacia los cuatro puntos cardinales para ceñir a modo de avanzadilla la ciudad.

Unas murallas que pueden ser recorridas por tres hombres uno al lado del otro la ciñen enteramente.

El agua del foso es el curso desviado del río Aa que divide en dos la ciudad.

El foso es doble, agua negra delante del primer cerco de muralla y agua negra detrás, salvada por unos puentecillos que dan acceso al segundo cerco, este más bajo, caracterizado por unas torres chatas.

Inexpugnable.

—Hermanos y hermanas, los caminantes que esperábamos han llegado. Enoc y Elias atraviesan el mundo y llegan a Münster con el fin de anunciar que la hora es inminente, que los ricos tienen los días contados, y el poder del obispo será abolido para siempre. Hoy sabemos con certeza que lo que nos espera es la libertad y la justicia. Justicia para nosotros, hermanos y hermanas, justicia para quien es tenido en la servidumbre, obligado a trabajar por un salario de hambre, para quien tiene fe y ve la casa del Señor mancillada de imágenes, y los niños lavados con el agua bendita, como si fueran perros bajo una fuente.

»Ayer mismo le pregunté a un párvulo de cinco años quién era Jesús. ¿Sabéis qué me respondió? Una estatua. Eso fue lo que dijo: una estatua. ¡Para su mente infantil Cristo no es más que el ídolo ante el cual sus padres lo obligan a decir las oraciones antes de irse a la cama! ¡Para los papistas esta es la fe! ¡Primero aprender a venerar y obedecer, luego a comprender y creer! ¡Qué clase de fe puede ser esta, y qué inútil suplicio para los niños! Pero ellos quieren bautizarlos, sí, hermanos, porque temen que sin el bautismo el Espíritu Santo no descienda sobre ellos. De este modo el acto de fe se convierte en algo secundario: las conciencias son lavadas con agua bendita antes de que se pueda cometer ningún pecado. Y así su bautismo sirve para encubrir sus actos nefandos más innombrables: el lucrarse con el trabajo del prójimo, el acumular posesiones, la propiedad de las tierras que
vosotros
cultiváis, de los telares que vosotros hacéis funcionar. Los viejos creyentes no quieren permitirle a nadie que elija la vida que desea llevar, quieren que vosotros trabajéis para ellos y estéis contentos con la fe que os inculcan los doctores. ¡La suya es una fe de condena, es la fe divulgada por el Anticristo! ¡Pero nosotros lo que queremos, hermanos, es la Redención! ¡Nosotros queremos libertad y justicia para todos! ¡Nosotros queremos leer libremente la palabra del Señor, así como también elegir libremente quién debe hablarnos desde el púlpito y quién representarnos en el Consejo! ¿Quién decidía, en efecto, sobre el destino de la ciudad antes de que lo echáramos a patadas? El obispo. ¿Y quién decide ahora? ¡Los ricos, los notables burgueses, ilustres admiradores de Lutero únicamente porque su doctrina les permite oponer resistencia al obispo! Y vosotros, hermanos y hermanas, vosotros que dais vida a esta ciudad, no podéis tomar parte en sus decisiones. Vosotros tenéis que obedecer nada más, tal como grita el mismo Lutero desde su madriguera principesca. Los viejos creyentes vienen a decirnos que los buenos cristianos no pueden ocuparse del mundo, que deben cultivar su fe en privado, seguir sufriendo en silencio los atropellos, porque todos somos pecadores condenados a expiar.

»Pero he aquí a los mensajeros de la esperanza, he aquí que vienen a anunciarnos el final del viejo cielo y de la vieja tierra, a fin de que nosotros aspiremos a otros. Estos dos hombres han recogido nuestro grito de indignación y han venido a dar testimonio, como Enoc y Elias, a decirnos que no estamos solos, que ha llegado la hora. Los poderosos de la tierra serán destronados, caerán sus sitiales, por la mano del Señor. Cristo no viene a traer la paz, sino la espada. Las puertas están abiertas ahora para aquellos que sean capaces de atreverse. ¡Si creen que nos aplastarán de un sablazo, con la espada pararemos ese golpe para devolverles ciento por uno!

Bernhard Rothmann. Tengo delante de mí el valor, la rabia, los cojones, la fuerza inmensa de una fe que no encontraba desde hacía mucho tiempo. Magister, si estuvieras aquí ahora, si la cosa hubiera acabado de distinto modo, tal vez tendrías la sensación de que no todo se perdió, de que algo, arrastrándose y resurgiendo de las cenizas, ha sobrevivido y sirve de abono a una nueva tierra. ¿Cien, doscientos? No me acuerdo ya de cómo se cuentan las multitudes, tal como tú me habías enseñado; lo he olvidado. He olvidado la fuerza, Magister, y tú no puedes enseñarme nada. Soy otro, quizá un hijo de puta, desilusionado y rabioso, y sin embargo por primera vez, después de tantos años, estoy en el lugar adecuado. Había que llegar a esto, a nada más, a esta verdad: no hay fe sin conflicto. Así ha sido siempre y, aunque se me da una higa mi fe, hoy vuelve a arder algo que había perdido en la llanura de mayo. Y es la certidumbre que me habías dado: nunca liberaremos nuestros espíritus sin antes liberar nuestros cuerpos. Y si no lo logramos, no sabremos qué hacer de estos cuerpos: son tiempos en los que la miseria y la horca no son cosas tan distintas. Y entonces vale de nuevo la pena sacudirse el yugo y aceptar cuanto el destino nos tenga reservado al final. Lucharemos una vez más. De nuevo. O moriremos en el intento.

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