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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (20 page)

BOOK: Puerto humano
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Sin embargo, aquello no explicaba el cambio de Elin. No solo había envejecido, sino que se había
rehecho
en algo mucho peor que los estragos que el tiempo hubiera podido ocasionar. De alguna manera y por alguna razón se había afeado.

La ventana panorámica de la cocina daba al islote de Kattholmen y, aunque el tiempo estaba nublado, la luz del cielo y del mar bañaba los azulejos y el fregadero de acero inoxidable. Todo se veía con nitidez como en una fotografía. Anders se sentó de espaldas a la ventana mientras Elin le llenaba la copa directamente del brik de tres litros de Gato Negro. Alzaron sus copas y bebieron. Anders se reprimió para no dar los tragos demasiado profundos.

—¿Qué tal? —preguntó él.

Elin pasó el dedo sobre el gato del cartón.

—Cuando no estaban papá y mamá, solíamos pasar aquí sentados toda la tarde, ¿te acuerdas?

—Sí. Y, luego, también las noches.

Elin asintió mientras seguía dibujando el contorno del gato con el dedo. Como ella no le miraba, Anders se atrevió a estudiar su cara.

La nariz, que había sido pequeña y recta, aparecía ahora el doble de grande y aplanada. La barbilla, decididamente marcada y algo cuadrada años atrás, avanzaba ahora apuntada y huidiza, de manera que se le juntaba con el cuello. Sus pómulos bien dibujados y sus hoyuelos habían desaparecido, y los labios...

Aquellos labios que posaban sugerentes en los primeros planos, en los planos medios y en los de cuerpo entero, y que eran atractivos ya antes de que se los rellenara con silicona, estaban ahora apretujados y se habían convertido en un par de líneas demacradas que marcaban dónde empezaba la boca y dónde terminaba, y apenas eso.

Tenía tales bolsas debajo de los ojos que no habrían parecido naturales ni en una mujer veinte años más mayor, y lo incomprensible era que Anders, con aquella luz, podía apreciar las cicatrices de heridas mal curadas debajo de sus ojos. Como si se hubiera operado las bolsas. Como si las hubiera tenido antes peor.

Anders se tomó un buen trago de vino, casi media copa, y cuando quiso darse cuenta era demasiado tarde, no era cuestión de echarlo, así que se lo tragó. Elin le miraba pero él no podía interpretar su expresión. No podía leer más en ella que en un libro hecho pedazos.

Ahora charlaremos un poco
.

Ahora él debería seguir con el tema de cuando iban allí, de todo lo que habían hecho entonces, sin mentar ni su cara ni la caseta de pescadores de Kattholmen donde todo se fue al garete.

Y, en realidad, ¿qué es lo que hicimos?

Trató de recordar alguna anécdota graciosa. Algo de lo que pudieran reírse y que relajara un poco el ambiente. Pero no se le ocurrió nada. Recordaba solo que tomaban té, montones de té con miel, que a veces se les acababa la miel y... Las palabras se le escaparon de la boca.

—¿Qué te has hecho en la cara?

La hendidura que había entre sus labios descarnados se estiró, esbozó algo que podía interpretarse como una sonrisa.

—No es solo la cara.

Elin dio unos pasos por la cocina mientras se recorría el cuerpo con las manos. Anders bajó la mirada y Elin dijo:

—Mira.

Él miró. Aquellos pechos imponentes que le habían dado al articulista de la revista
Slitz
ocasión para que escribiera «¡Bombas a la vista!» se habían encogido y aplanado, no eran apenas más que un par de bultos. Elin se subió la sudadera por encima del estómago. Le colgaba el estómago formando un pliegue por encima de la cintura de los vaqueros. Sus labios intentaron de nuevo sonreír.

—De hecho fue posible utilizar los rellenos del pecho y ponerlos aquí —soltó ella cogiendo la protuberancia que salía por encima de su cadera derecha y apretándola—. Luego tuve que quitarme un trozo, claro. Pues ya eran bastante grandes antes.

Elin se levantó la sudadera un poco más, de manera que el borde de los pechos quedó al descubierto. Anders vio las heridas mal cicatrizadas y bajó la vista al suelo.

—¿Por qué?

Elin se soltó la sudadera y volvió a sentarse al otro lado de la mesa, tomó un trago de vino y le llenó la copa a él.

—Me apetecía.

Le tembló ligeramente la voz. Se comportaba como alguien con heridas o malformaciones graves, que las enseña como una provocación para que el otro diga algo, para que se atreva a ponerlo en tela de juicio. Pero en ese momento le tembló la voz.

—Aún no estoy lista.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que aún no he terminado. Que me voy a hacer más operaciones.

Anders buscó en su cara transformada, en sus ojos, algún indicio de locura, pero no halló ninguno. A Anders le parecía que debería irradiar algo que no fuera aquella triste resignación. Por lo menos alguna forma de fanatismo.

—No lo entiendo.

—Ni yo tampoco —respondió Elin—. Pero es así.

—Pero ¿cuál... cuál es, digamos,
tu objetivo
?

—No lo sé. Solo sé que no está listo.

—¿Qué médico acepta que...?

Elin le interrumpió.

—Si tienes dinero, siempre hay gente. Y yo tengo dinero.

Anders se volvió y miró por la ventana. El viento movía los pocos abetos que aún quedaban en pie en Kattholmen. Unos años antes, una tormenta había derribado la mayor parte de los árboles y el islote era ahora un enorme montón de palillos donde apenas se podía andar. Y la caseta de los pescadores. Probablemente habría quedado aplanada. ¡Ojalá!

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —preguntó Elin.

—Eso creo.

—Todo desaparece. Al final.

—Sí.

Evitaron el tema y empezaron a hablar de los viejos tiempos, de lo que había sido de los antiguos amigos. Anders le contó lo de Maja esforzándose para no caer en el pozo que se abría siempre bajo sus pies cuando al contarlo revivía lo que había sucedido. Consiguió mantenerse al borde del precipicio.

La tarde había cubierto el horizonte con un velo de nubes plomizas y el brik estaba prácticamente vacío cuando Anders se levantó apoyándose en la mesa y dijo que tenía que irse a casa.

—Ahora vivo aquí. Eso creo.

Tuvo que concentrarse para conseguir atarse los cordones de los zapatos en el vestíbulo casi a oscuras. Elin estaba de pie mirándole con la cabeza ladeada.

—¿Por qué has vuelto?

Anders cerró los ojos para terminar de hacer la lazada sin que le distrajera el movimiento de la casa. ¿Por qué había vuelto? Trató de encontrar una respuesta y finalmente dijo:

—Supongo que quería estar cerca de algo que tenga significado para mí.

Se levantó apoyándose en el tirador de la puerta. Esta se abrió y a punto estuvo de caer al porche, pero se enderezó y consiguió mantener el equilibrio.

—¿Y tú?

—Yo solo quería huir. De todas las miradas.

Anders, bebido, asintió lenta y largamente. Era absolutamente comprensible. Todas las miradas. Lejos de ellas. Eso le recordó algo, algo que tenía que ver con miradas, pero no sabía qué. Se despidió y cerró la puerta al salir.

Ya estaba anocheciendo cuando Anders caminaba hacia el bosque de abetos. El viento empezaba a levantarse y algunas ráfagas especialmente fuertes le hacían tambalearse. Iba pensando en Elin.

Aún no estoy lista. Me voy a hacer más
.

Se echó a reír. Visto como un proyecto era raro pero no incomprensible. Hay que marcarse objetivos, y destrozarse uno mismo era uno más. De sobra lo sabía él, vaya si lo sabía. Gastarse el dinero en ponerse bajo el bisturí para quedar cada vez más fea era a su manera algo extraordinario, un auténtico logro artístico.

O una penitencia.

En la puerta de casa encontró una bolsa grande de papel con víveres. Lanzó una mirada de agradecimiento sobre la bahía, cargó con la bolsa hasta la cocina y lo colocó todo en el frigorífico y en la despensa. Cuando terminó se bebió casi un litro de agua para aligerar un poco la cantidad de alcohol que circulaba por sus venas, luego se sentó a la mesa de la cocina y empezó a entretenerse con las cuentas. Colocó al azar unas pocas de color azul en el borde de la plancha.

Las cortinas de la cocina se movían ligeramente a causa de la corriente que se filtraba a través de la ventana mal ajustada, y Anders se levantó y encendió la cocinilla para echar fuera la humedad que se había ido acumulando desde la mañana. Después volvió a sus cuentas.

Diez puntos azules en el borde de la gran superficie blanca, como un fragmento de cielo detrás de una capa de nubes. Añadió unas cuentas más.

Sospechas

En la actualidad no hacían el amor con tanta frecuencia, pero cuando lo hacían, lo hacían a conciencia.

El primer verano Simon y Anna-Greta no habían podido despegarse el uno del otro. Por consideración hacia Johan, eran sobre todo las noches las que tenían a su disposición, pero a veces les acometía el deseo como si fueran un banco de arenques presa de la excitación también en pleno día. Entonces, se encerraban en la caseta y sobre los montones de redes se lanzaban el uno encima el otro, calmaban la fiebre y salían llenos de rasguños.

Eso ya no era así. ¡Estaría bueno!

Ahora podían pasar semanas antes de que se dieran las circunstancias propicias. Como no dormían en la misma cama, ni siquiera en la misma casa, las relaciones sexuales no podían iniciarse de improviso, como una ocurrencia antes de quedarse dormidos. Tampoco habían llegado al extremo de que la pregunta pudiera plantearse directamente, y nunca alcanzarían ese punto, puesto que ambos entendían la sexualidad como un misterio y un enigma, no como un trozo de carne buscando armonía.

Así pues, se trataba de una serie de preguntas y respuestas no pronunciadas, pequeños gestos para sondear el terreno. Una mano en el brazo, una mirada que se prolongaba más de lo habitual, una sonrisa juguetona. Podían permanecer así durante días, hasta que ya no sabían quién era el que había empezado y quién el que había respondido, pero entre ellos iba creciendo en silencio una certidumbre: que había llegado el momento.

Entonces se iban al dormitorio, siempre al dormitorio de Anna-Greta, porque ella tenía una cama más ancha. Encendían una vela y se desnudaban. Anna-Greta aún podía desnudarse de pie, mientras que Simon tenía que sentarse en el borde de la cama para quitarse los pantalones y los calcetines.

Cada vez era más raro que fuera bien desde el principio. Quizá como una suerte de preparación para la muerte, el deseo de Simon y su cuerpo habían empezado a ir cada uno por su lado. Cuando Anna-Greta se acostaba a su lado, no servía de nada con cuánto deseo abrazara aquel amado cuerpo ni que sus labios recorrieran sus caderas. No había manera.

Los problemas de erección de Simon eran una contrariedad que había desdramatizado hacía muchos años y que ahora era algo con lo que ya contaban. No obstante, aún le aguijoneaba y cada vez pensaba: «
Venga, ahora. Solo esta vez
». Él había sopesado incluso lo del Viagra, aunque no fuera más que por poder sorprenderla, al menos por una vez, con una buena erección desde el principio, como un regalo.

Pero de momento aquello duraría el tiempo que fuera necesario. Se acariciaron, se lamieron y se mordisquearon. De vez en cuando Anna-Greta se la chupaba para ver si el tejido eréctil se decidía a despertar de su sueño. Si daba señales de vida, ella continuaba hasta que él estaba listo, pero a menudo era como hablar a una pared.

Simon pensaba que aquello era una ironía de la vejez: la única parte de su cuerpo que no estaba rígida y dura era justo la que él quería que lo estuviera. Los años del escapismo le machacaron las articulaciones y su esqueleto le parecía como un monstruo de esos que se hacen en la playa con madera flotante y clavos oxidados. Podía sentir..., bueno, oír casi, cómo chirriaba cuando se movía al lado de Anna-Greta, que tenía un cuerpo más ágil.

Cada año que pasaba, el asunto les llevaba más tiempo, pero a pesar de todo, despacio, empezaba a producirse el milagro. Surgía un calor en los omóplatos que se extendía muy lentamente a toda la espalda y a los hombros hasta que conseguía mover los brazos con suavidad, algo que ya le resultaba imposible conseguir normalmente. Anna-Greta sonreía cuando sus caricias se volvían más acompasadas, el contacto más sutil.

Se sentía de nuevo dueño de su propio cuerpo, y cuando Anna-Greta hundió la cabeza en su entrepierna, la respuesta llegó como un cosquilleo y el muerto resucitó. Ya entonces Simon flotaba en ese placer que es ausencia de dolor y podría haberse quedado ahí y conformarse con sentirse relajado, ligero y cercano. Pero cuando Anna-Greta se puso encima de él y lo introdujo dentro de ella, se despertó otro deseo adormecido. Los preparativos habían terminado y el cuerpo estaba dispuesto. Ahora podía dar rienda suelta al
deseo
.

Cuando por fin llegaron a aquel punto, el deseo era uno y el mismo. Una bola ardiente en el pecho que extendía sus llamaradas hasta la cabeza. Él le agarró a ella de las caderas y los dos siguieron el movimiento del otro, o chocaban, alternativamente, y solo existían él y ella en el mundo.

Simon, una vez en situación, podía aguantar mucho. De modo que permanecieron así un buen rato. Tontos serían si no. Sus cuerpos cargados de años nunca eran tan ligeros como entonces y el tiempo y las penas nunca tenían tan poca importancia. Se columpiaban fuera del tiempo y se les caían los años, sí, Simon, a veces, incluso podía utilizar sus dedos petrificados, y no perdía la ocasión de usarlos.

Desde que Simon se rompió una costilla dos años antes al ir a darse la vuelta, ya no se atrevían a cambiar de postura. Así que se quedaban donde estaban, moviéndose de aquella manera y susurrando palabras de amor hasta que todo saltaba por los aires, explotaba y se unía.

Anna-Greta dormía. Simon, tumbado junto a ella, la miraba. Tenía los labios hundidos porque se había quitado la dentadura postiza después de hacer el amor. Simon, ni con el mayor de los esfuerzos, podía pensar que aquella boca sin dientes era bonita, así que dejó de mirársela.

Tenía los párpados finos, casi transparentes a la luz de la vela medio consumida, y debajo de la piel él podía ver el movimiento de los globos oculares. Tal vez estaba soñando. Las profundas arrugas entre la nariz y la boca se movieron un poco, como si ella en sueños estuviera sintiendo un olor que no le gustaba.

¿Quién eres?

Afuera el viento soplaba con fuerza y la luz de la vela temblaba. Una sombra cruzó el rostro de Anna-Greta y su expresión cambió durante medio segundo, se convirtió en algo que él nunca había visto antes. Después volvió a ser ella.

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