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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (18 page)

BOOK: Puerto humano
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—Tú eres mago, ¿no? Y necesitas los dedos, ¿no es así?

Simon no dijo nada, no se movió. Oía el chapoteo de las olas contra las piedras de la playa. Sonaba fresco y agradable. Tenía mucha sed. Rolf encontró el hilo de su razonamiento y continuó:

—Lo que voy a hacer es cortarte el dedo meñique. Después seguiré con el... ¿cómo se llama ese? Anular. Y te lo romperé. Después lo cortaré. Y así.

Rolf asintió ante sus propias palabras, satisfecho de haberse expresado con tal claridad y precisión. Recapituló:

—Y luego ya no habrá muchos más números de magia. A no ser que...

Miró a Simon y alzó las cejas, animando a Simon a que completara el resto. Al ver que no lo hacía, Rolf lanzó un suspiro y meneó la cabeza. Se volvió hacia Marita, que estaba acurrucada en el césped presenciando los hechos con los párpados medio cerrados.

—Dijiste que esto iba a ser fácil.

Marita hizo aquel movimiento sinuoso con la cabeza, que podía interpretarse de cualquier manera. Rolf hizo una mueca y dijo a Simon:

—Tú lo has querido. Qué le vamos a hacer.

Concentró la atención en la mano de Simon sobre la piedra. No tenía más que apretar y fuera el dedo meñique.

—¡Alto!

La voz penetrante de Anna-Greta se abrió paso en aquella calma absurda que había reinado durante un minuto o dos. Rolf volvió la cabeza y puso cara de fastidio. Anna-Greta avanzó hacia él con una escopeta de dos cañones en las manos.

—Aléjate de él —gritó.

Se hizo una pausa larga. Anna-Greta estaba a un metro de Rolf apuntándole con los cañones. Rolf se había vuelto a atascar en un análisis minucioso de los hechos. Se quedó mirando hacia el mar moviendo los labios. Después de levantó, con los cañones de la escopeta apuntándole directamente al pecho.

—Suelta la navaja —ordenó Anna-Greta.

Rolf sacudió la cabeza. Después cerró la navaja con extrema minuciosidad y se la guardó en el bolsillo. Los cañones de la escopeta temblaban cuando Anna-Greta hizo un movimiento señalando con ellos hacia el muelle.

—¡Largo de aquí! ¡Fuera!

Solo entonces Simon fue consciente de su propia presencia. De que podía tomar parte en el desarrollo de los hechos. Tenía el brazo dormido, y cuando lo atrajo hacia sí no podía levantarse. Solo consiguió sentarse antes de que el césped empezara a moverse de un lado a otro como la cubierta de un barco.

Rolf dio un paso hacia Anna-Greta y ella retrocedió al tiempo que subía y bajaba la escopeta.

—¡Detente o disparo!

—No —dijo simplemente Rolf echando mano a la escopeta. Anna-Greta retrocedió más, la batalla estaba perdida. Cuando Rolf volvió a echar mano a los cañones de la escopeta, ella la apartó a un lado en vez de disparar. Rolf se abalanzó y le dio un bofetón con la mano abierta. Anna-Greta cayó de lado. La escopeta salió disparada hacia el seto de avellanos y Anna-Greta se desplomó sobre el césped, gimiendo al tiempo que se apretaba la mano contra la oreja.

Simon, mientras trataba de levantarse, oyó la voz de Marita.

—¿A que es un tipo sorprendente?

Anna-Greta estaba en el suelo unos metros más allá y Rolf se inclinaba sobre ella. La cabeza de Simon no funcionaba como es debido, no podía decidir si tenía que intentar coger la pala o si tenía que lanzarse hacia delante.

Antes de que consiguiera tomar una decisión, oyó algo como el zumbido de un insecto grande. Restalló y Rolf cayó patas arriba. Simon se puso en pie y vio a Johan junto al cenador de las lilas con su escopeta de aire comprimido en las manos. Estaba bajando la escopeta y se mordía el labio inferior.

Rolf se levantó. Tenía una señal oscura en la sien y sangraba un poco. Con los ojos enloquecidos, ahora no dudó, no necesitó tiempo para reflexionar. Sacó la navaja y la abrió mientras iba a por Johan.

Simon le iba pisando los talones, pero en lugar de intentar detenerlo, se metió en el seto de avellanos y cogió la escopeta. Antes siquiera de sujetarla en condiciones, gritó:

—¡Alto, cabrón!

Pero Rolf no le obedeció.

Johan había soltado su escopeta, que después de haber gastado su único disparo ya no le servía para nada, y corría hacia su casa. Rolf iba tras él, con la navaja en la mano. Simon se puso la escopeta al hombro con un gesto de dolor, al mismo tiempo que Rolf desaparecía detrás del seto de lilas quince metros más allá.

Simon no había disparado en su vida una escopeta, pero sabía que el truco de aquel invento consistía en esparcir los perdigones. Dirigió los cañones hacia el seto de sirenas y apretó el gatillo.

Sucedieron muchas cosas en el transcurso de apenas un segundo. Se oyó un estruendo ensordecedor y la culata le dio a Simon un golpe tan fuerte que cayó de espaldas contra el seto de avellanos, pero antes de iniciar la caída, se abrió un hueco en el seto de las lilas y los trozos de hojas rotas volaron por el aire como una bandada de mariposas asustadas. Las primeras ramas de avellano empezaban a rasgar la espalda de Simon cuando se oyó el alarido de Rolf.

Simon seguía apretando la culata de la escopeta contra el hombro cuando se lo tragaron las ramas y cayó en una nube de destellos verdes. Rolf seguía dando alaridos. La caída se detuvo contra las ramas fuertes del centro y Simon notó que le sangraban los arañazos de la espalda. Se abrazó a la madera de la culata y respiró, se quedó donde estaba pensando al ritmo de su respiración jadeante:

Le he dado. Le he dado. Le he dado
.

Solo unos segundos más tarde, cuando se liberó de las ramas y vio a Anna-Greta tapándose la boca con las manos y a Marita meciéndose hacia delante y hacia atrás, surgieron otras reflexiones:

Y si le he matado, y si
...

Rolf había dejado de gritar. Simon tragó pero no tenía saliva que tragar.

Tenía sed. Mucha sed
.

Le cayó una gota de sudor en un ojo y le nubló la vista. Se la quitó y se frotó los ojos. Anna-Greta estaba a su lado cuando los abrió de nuevo. Tenía la mirada extraviada y parecía que le dolía algo. Ella señaló la mano de Simon que sujetaba la culata e intentó decir algo, pero no pudo articular palabra.

Simon contempló la escopeta. Fue entonces cuando descubrió que tenía dos gatillos, uno dentro del otro, uno para cada cañón. Él solamente había apretado el de fuera. Le quedaba el otro cargador. Anna-Greta asintió con la cabeza y se llevó la mano a la oreja. Luego fue hacia el seto de lilas y Simon la siguió con la escopeta en alto.

Rolf no estaba muerto, puesto que se movía. Bastante, incluso. Se agitaba hacia delante y hacia atrás en el suelo como si tratara de sacudirse a una arpía invisible. Tenía la chaqueta hecha jirones y llena de sangre desde el hombro izquierdo para abajo hasta la mitad de la espalda por ese lado. Solo le había alcanzado una parte de los perdigones. Si Simon hubiera apretado el gatillo medio segundo antes, probablemente Rolf estaría ahora tieso.

Johan regresó vacilante, se acercó al hombre caído como si se tratara de un animal salvaje herido que en cualquier instante puede levantarse y atacar. Después dio un rodeo y cayó en los brazos de Anna-Greta. Ella le acarició el pelo y permanecieron un rato así, abrazándose en silencio. Después Anna-Greta le dijo:

—Coge la bici y corre a buscar al doctor Holmström. Y a Göran.

Johan asintió y echó a correr. Medio minuto después se oía el ruido áspero de la bici por el camino. Rolf ya se había tranquilizado y permanecía en el suelo abriendo y cerrando una mano. Simon seguía apuntándole con la escopeta, con el dedo apoyado en el gatillo. Se sentía mal.

Este no soy yo. Esto no puede estar pasándome
.

Veinte minutos más tarde habían llegado tanto el médico como la policía. Las heridas de Rolf no eran mortales, solo muy dolorosas. Quince perdigones habían penetrado en los músculos y en los tejidos del hombro y del brazo izquierdo, alrededor del omóplato. Le pusieron un vendaje provisional para evitar que siguiera sangrando y pidieron una ambulancia. Göran escribió un informe policial que tendrían que completar en la comisaría de Norrtälje. A Simon le entablillaron el dedo meñique.

Marita, fiel a su costumbre, había desaparecido y después supieron que había tenido tiempo de coger el barco de pasajeros antes de que empezaran a buscarla en serio. Rolf fue trasladado a Norrtälje, y tanto Göran como el doctor regresaron a sus ocupaciones, después de que acordaran que al día siguiente viajarían juntos a la comisaría.

Simon, Anna-Greta y Johan permanecían en silencio en el cenador. Las hojas rotas del seto eran la única señal de que les había visitado la sinrazón. Hacía apenas dos horas. De la misma manera que el ligero movimiento de un dedo puede disparar una cantidad devastadora de perdigones, un acontecimiento que no ha durado más de cinco minutos puede provocar consecuencias durante días, años. Los efectos son incalculables, hay demasiadas cosas que decir, y el resultado es el silencio.

Johan tomaba un Pommac, Simon tomaba una cerveza y Anna-Greta no tomaba nada. Todos se habían salvado unos a otros en diferentes momentos dentro de la complicada trama que desencadena un sencillo acto violento, el agradecimiento y el sentimiento de culpa se mezclaban y les costaba hablar.

Simon se tocó con el dedo el vendaje y dijo en voz baja:

—Lo siento. Siento que os hayáis visto envueltos en esto.

—Pues no lo sientas —contestó Anna-Greta—. Porque con esto no se puede hacer nada.

—No. Pero de todos modos, lo siento y os pido perdón.

Cuando superaron el primer impacto, empezaron poco a poco a hablar de lo que había pasado. La conversación continuó hasta por la tarde en casa de Anna-Greta y Johan, donde cenaron un poco. A eso de las nueve se produjo otra clase de silencio, estaban cansados de hablar. No tenían fuerzas para seguir escuchando el sonido de sus propias voces y Simon se fue a su casa.

Se sentó a la mesa de la cocina e hizo un crucigrama para distraer los pensamientos, lo cortó, cosa que no solía hacer, escribió la dirección y lo metió en un sobre. Cuando terminó, fuera de la ventana la noche de verano tenía aún el color de las lilas. Se arrepintió de no haber aceptado la invitación de quedarse a dormir en el sofá de la cocina arriba, en la casa grande. Los acontecimientos de la jornada le daban vueltas y vueltas en la cabeza. Hasta aquel día el futuro era triste pero previsible, podía verse a sí mismo arrastrándose a lo largo de los años. Ahora ya no veía nada.

Igual que el retroceso de la escopeta le había tirado hacia atrás, en el instante en que hizo el disparo, él había salido disparado de sí mismo. Lo que le asustaba no era el hecho en sí —había surgido del pánico y de la necesidad—, sino lo que había ocurrido en su interior.

Cuando apretó el gatillo, vio explotar la cabeza de Rolf, sí, su intención fue reventarle la cabeza a Rolf. Luego, cuando Anna-Greta señaló la escopeta y Simon vio que quedaba otro tiro, su primer impulso fue disparar también a Marita. Ejecutarla. Volarle la cabeza. Quitársela de encima.

No había hecho nada de eso. Pero lo pensó y sintió un deseo salvaje de hacerlo. Posiblemente lo habría hecho si no hubiera habido testigos. Se había visto lanzado a otra versión de sí mismo, alguien que quería matar lo que se interponía en su camino. No era una visión agradable y era una visión muy agradable: desde ese momento, si quería, podía ser otra persona.

Pero ¿quién? ¿Quién soy? ¿Quién voy a ser?

Aquellos pensamientos seguían atormentándole después de acostarse. Se avergonzaba de sí mismo. Por lo que había hecho y por lo que no había hecho, por lo que había pensado y de quién era. Trató de obligarse a pensar en las actuaciones de Nåten, en cómo iba a poder realizarlas con un dedo roto, pero las imágenes desaparecían sustituidas por otras.

Pasadas unas horas cayó en un sueño inquieto que del que le sacaron al poco tiempo unas detonaciones, portazos, golpecitos. Eran golpecitos. Se levantó enseguida y echó un vistazo al dormitorio. Habían llamado. Alguien quería entrar. Quedaba en el cielo una pizca de claridad y vio el perfil de una cabeza fuera de la ventana del dormitorio.

Respiró aliviado y abrió la ventana. Fuera estaba Anna-Greta con las manos cerradas sobre el pecho. Llevaba puesto un camisón blanco.

—¿Hola?

—¿Puedo pasar? Un momento.

Simon le tendió instintivamente el brazo para ayudarla a entrar por la ventana, pero se dio cuenta de lo absurdo de su comportamiento.

—Voy a abrir —dijo.

Anna-Greta dio la vuelta y Simon le abrió la puerta de la calle.

Madera flotante

Y ese interruptor se enciende

y de repente todo deja de tener sentido.

Bright Eyes
, Hit the switch
.

Sueño con Elin

Durante más de dos horas Simon y Anna-Greta se turnaron contándole aquella historia. A Anders le crujieron las rodillas cuando se levantó y estiró los brazos hacia el techo. Al otro lado de la ventana el tiempo seguía igual. Acariciaban el cristal pequeñas gotas de lluvia y el viento soplaba entre los árboles sin mucha prisa. Se podía dar un paseo, y él necesitaba moverse.

Simon llevó la bandeja a la cocina mientras Anna-Greta recogía las migas de la mesa. Anders observó aquellas manos llenas de arrugas y se las imaginó con la escopeta.

—Vaya historia.

—Sí —dijo Anna-Greta—. Pero solo es eso, una historia.

—¿Qué quieres decir?

—Pues eso. —Anna-Greta se enderezó con las migas en la mano—. Nunca podemos saber nada del pasado, puesto que se ha convertido en historias. Incluso para los que lo vivieron.

—Entonces... ¿no fue así?

Anna-Greta se encogió de hombros.

—Ya no lo sé.

Anders la siguió hasta la cocina, donde Simon estaba cargando cuidadosamente el lavavajillas. Anna-Greta se sacudió las manos en el fregadero y sacó el detergente para el lavavajillas. Se movían con soltura y naturalidad el uno al lado del otro, en una danza cotidiana perfeccionada con los años. Anders los contemplaba en su doble vertiente.

La hija del rey del contrabando y el mago. Ahora ponen en marcha el lavavajillas
.

Fuese o no cierta su historia, a Anders le trastocó la idea que tenía de ellos. Tuvo que hacer nuevas asociaciones, elaborar nuevas películas, y experimentó un cansancio físico cuando la sinapsis entre sus neuronas allanaba el camino a lo nuevo.

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