Payasadas (12 page)

Read Payasadas Online

Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Payasadas
8.52Mb size Format: txt, pdf, ePub

Lamento informarle que su hermana falleció en Marte a causa de un alud
. Firmaba: Fu Manchú.

* * *

Leí esas trágicas noticias de pie en el viejo portal de madera de la oficina de correos, situada junto a la pequeña iglesia.

Una sensación extraordinaria se apoderó de mí y en un primer momento pensé que era una reacción psicológica, el primer asalto del dolor. Parecía como si hubiese echado raíces en el portal. No podía levantar los pies. Además sentía que mis rasgos se estiraban hacia abajo como cera que se derrite.

La verdad era que se había producido un espantoso aumento de la fuerza de gravedad.

Hubo un gran estrépito en el interior de la iglesia. La campana se había desprendido de la torre.

Luego atravesé el suelo del portal y fui violentamente arrojado a la tierra.

* * *

Por supuesto que mientras tanto en otras partes del mundo se rompían los cables de los ascensores, se estrellaban los aviones, se hundían los barcos, se rompían los ejes de los automóviles, se derrumbaban los puentes y ocurrían toda clase de cosas por el estilo. Fue espantoso.

* * *

Capítulo 32

ESTE primer feroz aumento de la gravedad duró menos de un minuto, pero el mundo ya no volvería a ser el mismo.

Cuando hubo pasado y todavía sintiéndome aturdido, subí al portal de la oficina de correos y reuní mis cartas.

Estrella Dorada había muerto. Se le desprendieron las tripas al intentar permanecer de pie.

* * *

Debo de haber sufrido una especie de parálisis emocional. La gente del caserío pedía ayuda a gritos y yo era el único médico. Pero me alejé simplemente.

Recuerdo el momento en que pasé bajo los manzanos de la familia.

Recuerdo que me detuve ante el cementerio familiar y tristemente abrí un sobre de la Eli Lilly Company, una empresa farmacéutica. Contenía una docena de muestras de píldoras de color y tamaño de una lenteja.

El prospecto que incluían, el cual leí con gran atención, explicaba que el nombre comercial de las píldoras era «tri-benzo-conductil». Las sílabas «conduct» eran una referencia a buena conducta, a un comportamiento aceptable en sociedad.

Estas píldoras proporcionaban un tratamiento para los descomedidos síntomas del «mal de Tourette», cuyas víctimas involuntariamente proferían obscenidades y hacían gestos groseros, sin importarles dónde se encontraran.

Dado mi confuso estado mental, me pareció imprescindible tomar dos píldoras de inmediato, y así lo hice.

Pasaron dos minutos y luego sentí que todo mi ser se llenaba de una satisfacción y una confianza como nunca había experimentado antes en la vida.

Comenzó así una toxicomanía que iba a durar casi treinta años.

Hi ho.

* * *

Fue un milagro que nadie muriera en el hospital. Las camas y las sillas de ruedas de algunos de los niños más pesados se habían roto. Una enfermera se estrelló violentamente al atravesar la puerta de una escotilla que había estado antes oculta por la cama de Eliza. Se fracturó ambas piernas.

Mi madre, gracias a Dios, lo pasó durmiendo.

Cuando despertó, yo me encontraba a los pies de su cama. Me repitió lo mucho que odiaba las cosas que no eran naturales.

—Lo sé, mamá —dije—. Estoy totalmente de acuerdo contigo. Volvamos a la naturaleza.

* * *

Hasta el día de hoy ignoro si ese horrible aumento de gravedad fue natural o si se trataba de un experimento de los chinos.

En ese momento pensé que había una relación entre ese fenómeno y las fotografías que obtuvo Fu Manchú del ensayo sobre la gravedad que habíamos escrito Eliza y yo.

Entonces, totalmente drogado por el tri-benzo-conductil, saqué todos nuestros papeles del mausoleo.

* * *

El ensayo sobre la gravedad me resultaba incomprensible. Eliza y yo éramos quizás diez mil veces más inteligentes cuando juntábamos nuestras cabezas que cuando pensábamos en forma independiente.

Sin embargo, nuestro plan utópico, para organizar los Estados Unidos en miles de familias ampliadas artificialmente estaba muy claro. A propósito, Fu Manchú lo había encontrado ridículo.

—Verdaderamente obra de mentes infantiles —había comentado.

* * *

A mí me pareció fascinante. Decía que eso de las familias ampliadas artificialmente no era nuevo en los Estados Unidos. Los médicos se sentían emparentados con otros médicos, los abogados con los abogados, los escritores con los escritores, los atletas con los atletas, los políticos con los políticos y así sucesivamente.

Sin embargo, Eliza y yo afirmábamos que este tipo de ampliación de las familias no era bueno porque excluía a los niños, los ancianos, las dueñas de casa y todo tipo de fracasados en general. Además, sus intereses eran habitualmente tan especializados y particulares que para el que venía de fuera parecían cosa de locos.

«El ideal de familia ampliada», habíamos escrito Eliza y yo hacía tanto tiempo, «debería dar una representación proporcional a todos los ciudadanos, según el número de habitantes. La creación de diez mil familias de este tipo, por ejemplo, daría al país diez mil parlamentos, por decirlo así, que discutirían en forma sincera y experta sobre un tema que actualmente discuten con pasión sólo unos pocos hipócritas, esto es, el bienestar de toda la Humanidad».

* * *

Mi lectura fue interrumpida por la enfermera jefe quien entró a comunicarme que nuestros atemorizados pequeños pacientes finalmente se habían quedado dormidos.

Le agradecí la buena noticia. Y luego me escuché decirle despreocupadamente:

—Oh... quiero que escriba a la Eli Lilly Company, en Indianápolis, y pida dos mil dosis de un nuevo medicamento llamado tri-benzo-conductil.

Hi ho.

* * *

Capítulo 33

MAMÁ murió dos semanas después.

La gravedad no volvería a causarnos problemas durante otros veinte años.

Y pasó el tiempo. El tiempo era ahora un pájaro borroso que se hacía cada vez más impreciso a causa de las crecientes dosis de tri-benzo-conductil que ingería.

* * *

En algún momento de todo esto, cerré el hospital, abandoné completamente la medicina y fui elegido senador por el estado de Vermont.

Y siguió pasando el tiempo.

Un día me encontré como candidato a la presidencia. Mi ayuda de cámara me prendió el distintivo de la campaña en la solapa del frac. Era un botón en el que se leía la consigna que me haría ganar las elecciones:

* * *

Durante la campaña me presenté sólo una vez aquí en Nueva York. Hablé desde las gradas de la Biblioteca Pública. En esa época esto era un adormilado lugar de veraneo. Nunca se había recuperado de esa brusca alteración de la gravedad que había arrancado los ascensores de los edificios, inundado sus túneles y derribado todos sus puentes con excepción del de Brooklyn.

La gravedad había comenzado nuevamente a hacer de las suyas, aunque no se producían cambios bruscos. Si los chinos estaban en realidad detrás de todo ello, habían aprendido a aumentarla o disminuirla en forma gradual, quizás con el deseo de reducir el número de heridos y los daños materiales. Ahora tenía la majestuosa gracia de las mareas.

* * *

Cuando hablé desde las gradas de la biblioteca, teníamos gravedad pesada. De modo que decidí hacerlo sentado en una silla. Estaba completamente sobrio, pero permanecía repantigado con el aspecto de un borracho inglés de tiempos antiguos.

Mi público, compuesto principalmente por jubilados, permanecía recostado sobre la calzada y las aceras de la Quinta Avenida, que la policía se había encargado de cerrar al tráfico, aunque difícilmente hubiese habido tráfico alguno. En algún lugar, cerca de la avenida Madison quizás, se produjo una pequeña explosión. Estaban derribando los inútiles rascacielos de la ciudad para utilizar los escombros.

* * *

Hablé de la soledad en los Estados Unidos. Era el único tema que necesitaba para conseguir la victoria, lo cual no dejaba de ser una suerte; era el único tema del que podía hablar.

Dije que era una pena que yo no hubiese aparecido antes en la historia de los Estados Unidos con mi simple y práctico plan contra la soledad. Afirmé que en el pasado todos los nocivos excesos de los ciudadanos habían sido motivados más por la soledad que por el amor al pecado.

Un anciano se arrastró hasta mí después del discurso y me contó que solía comprarse seguros de vida, electrodomésticos, automóviles y cosas por el estilo, no porque le gustaran o las necesitara, sino porque el vendedor parecía prometerle que se convertiría en pariente suyo.

—No tenía familiares y los necesitaba —explicó.

—Todo el mundo los necesita —dije.

Me confesó que durante un tiempo se había entregado a la bebida tratando de transformarse en pariente de la gente que encontraba en los bares.

—El barman se convertía en una especie de padre, comprende. Sólo que de pronto ya habla llegado la hora de cerrar.

—Lo sé —dije. Le referí algo sobre mí mismo que era verdad a medias y que había tenido mucho éxito durante la campaña—: Solía sentirme tan solo que la única persona con la que podía compartir mis más íntimos pensamientos era un caballo llamado Estrella Dorada.

Y le conté cómo había muerto.

* * *

Durante esta conversación me llevaba la mano a la boca una y otra vez como si quisiera ahogar una exclamación o algo así. En realidad me estaba echando a la boca pequeñas píldoras verdes. En ese tiempo habían sido prohibidas y ya no las fabricaban. Yo debía tener una tonelada en mi despacho del Senado.

Explicaban mi cortesía y mi optimismo infatigable y quizás también el hecho de que no envejeciera tan rápidamente como otros hombres. Había cumplido 64 años, pero tenía el vigor de un hombre de treinta.

Incluso tenía ahora una nueva y bella esposa, Sophie Rothschild Swain, de sólo veintitrés años.

* * *

—Si le eligieran presidente y yo obtuviera todos esos parientes artificiales... —dijo el hombre, y tras una pausa añadió—: ¿Cuántos dijo que serían?

—Diez mil hermanos y hermanas —respondí—, más 190.000 primos y primas.

—¿No serán muchos?

—¿Pero no acabamos de ponernos de acuerdo en que necesitamos grandes cantidades en un país tan grande y desordenado como el nuestro? Si, por ejemplo, usted va a Wyoming, ¿no le resultará un consuelo saber que tiene muchos parientes allí?

Lo pensó un momento y luego dijo:

—Bueno, sí... supongo.

—Como manifesté en mi discurso —le dije—, su nuevo apellido intermedio sería un sustantivo, el nombre de una flor, una fruta, una verdura, una legumbre, un pájaro, un reptil, un pez, un molusco, una piedra preciosa, un mineral o un elemento químico, seguido de un guión y un número del uno al veinte.

Le pregunté cómo se llamaba en ese momento.

—Elmer Glenville Grasso —respondió.

—Bien —le dije—, usted podría convertirse en Elmer Uranio-3 Grasso, por ejemplo. Todas aquellas Personas cuyo apellido intermedio fuera Uranio serían sus primos.

—Eso me lleva de nuevo a mi primera pregunta —replicó—. ¿Qué ocurre si me caen encima algunos parientes artificiales a los que no puedo soportar?

* * *

—No hay nada extraordinario en el hecho de que una persona tenga un pariente que no puede soportar —afirmé—. ¿No le parece que ese tipo de cosas ha estado ocurriendo durante un millón de años, señor Grasso?

Y luego le dije algo muy obsceno. No tengo ninguna tendencia a proferir obscenidades, como este mismo libro lo demuestra. En todos los años de mi vida pública jamás le lancé una grosería al pueblo de los Estados Unidos.

De modo que cuando hablé en forma soez resultó tremendamente efectivo. Lo hice para destacar lo bien que mi nueva organización social se adaptaría a los seres humanos comunes y corrientes.

El señor Grasso no fue el primero que escuchó mis sorprendentes vulgaridades. Incluso las había empleado por la radio. Por ese entonces ya no existía la televisión.

—Señor Grasso —comencé—, personalmente me sentiré muy decepcionado si, después de mi elección, usted no le dice a los parientes artificiales que odia: Hermano o hermana o primo o prima, según sea el caso, ¿por qué no se fornica una rosquilla voladora? ¿Por qué no da un salto y se fornica la luuuuuuuuuuuuuna?

* * *

—Imagínese además cómo mejora su situación, si se lleva a efecto la reforma, cuando se le acerca un mendigo a pedirle dinero.

—No entiendo —dijo el hombre.

—Es muy fácil. Usted simplemente le pregunta: ¿Cuál es su apellido intermedio? Y él le responderá Ostra-19 o Garbanzo-1 o Malva-13 o cualquier cosa por el estilo. Y usted le puede decir: Amigo, ocurre que yo soy un Uranio-3. Usted tiene 190.000 primos y primas y diez mil hermanos y hermanas. No se puede decir que esté solo en el mundo. Yo ya tengo suficiente con encargarme de mis propios parientes. De modo que, ¿por qué no se fornica una rosquilla voladora? ¿Por qué no da un salto y se fornica la luuuuuuuuuuuuuna?

* * *

Capítulo 34

CUANDO me eligieron, la escasez de combustible era tan aguda que el primer problema grave que tuve que afrontar después de mi toma de posesión del cargo fue conseguir electricidad suficiente para hacer funcionar las computadoras que promulgarían los nuevos apellidos.

Di órdenes para que carros, caballos y soldados del maltrecho ejército que había heredado de mi predecesor, transportaran toneladas de papel de los Archivos Nacionales a la central eléctrica. Todos los papeles pertenecían a la administración de Richard M. Nixon, el único presidente que fue obligado a renunciar.

Other books

After the Woods by Kim Savage
Little Women and Me by Lauren Baratz-Logsted
Terminated by Rachel Caine
Cress by Marissa Meyer
A Darker Shade of Sweden by John-Henri Holmberg
Lover in the Rough by Elizabeth Lowell
SVH11-Too Good To Be True by Francine Pascal