Según pude leer a la luz de la luna, la inscripción explicaba que era un monumento erigido al primer empleo de la anestesia en cirugía en los Estados Unidos, el cual tuvo lugar en Boston.
* * *
Había advertido que de algún lugar de la ciudad, quizás de la avenida Commonwealth, provenía un fuerte zumbido. No me imaginé que pudiese tratarse de un helicóptero.
Pero entonces el falso botones —en realidad un servidor inca de Eliza—, disparó una bengala.
Todo lo que tocó el imprevisto resplandor adquirió el aspecto de una estatua: algo inerte, digno de ejemplo, y que pesaba toneladas.
El helicóptero se materializó sobre nosotros convertido en una alegoría, transformado en un terrible ángel mecánico por efecto del resplandor del fogonazo.
Eliza estaba allí arriba con un megáfono.
* * *
No descarté la posibilidad de que me disparara o me golpeara con una bolsa de excrementos. Había venido desde el Perú para recitar la mitad de un soneto de Shakespeare.
—¡Escuchen! —dijo—. ¡Escuchen! —Y luego agregó una vez más—: ¡Escuchen!
El resplandor empezaba a apagarse. El paracaídas de la bengala había quedado cogido en la copa de un árbol cercano.
He aquí lo que Eliza me dijo a mí y a la gente que se encontraba en los alrededores:
¡Oh! ¿Cómo puedo cantar tus méritos
cuando eres la mejor parte de mí misma?
¿De qué me servirá alabarme?
¿Y qué hago cuando te alabo sino cantar mi propia alabanza?
Por esto vivamos separados
y que nuestro caro amor deje de ser una sola cosa
y que por esta separación pueda darte
lo que te es debido, lo que tú solo mereces.
* * *
Formé bocina con las manos y la llamé, y luego agregué algo audaz, algo que sentía auténticamente por primera vez en mi vida:
—¡Eliza! ¡Te amo! —grité.
La oscuridad era completa en ese momento.
—¿Me has oído, Eliza? ¡Te amo! ¡Te amo de verdad!
—Te he oído —respondió—. Nadie debería nunca decir eso a otra persona.
—Lo digo en serio.
—Entonces yo a mi vez también te diré algo, hermano mío, mi gemelo.
—¿Qué?
Sus palabras, que resonaron en la oscuridad, fueron las siguientes:
—Que Dios guíe la mano y la mente del doctor Wilbur Rockefeller Swain.
* * *
Y el helicóptero se alejó.
Hi ho.
* * *
CAMINO de regreso al Ritz, reía y lloraba, un neandertaloide de dos metros con una camisa de volantes y un esmoquin de terciopelo color azul huevo de petirrojo.
Se había reunido una multitud de gente que no podía contener su curiosidad ante la breve supernova del este y la voz que desde el cielo había hablado de la separación y el amor. Me abrí paso hasta el salón de baile y dejé que los detectives privados apostados en la puerta se encargaran de interceptar a la multitud que me seguía.
Sólo en ese momento empezaron a circular rumores entre los invitados de que algo maravilloso había ocurrido cerca de allí. Me dirigí hacia donde estaba mi madre para referirle lo que había hecho Eliza. Me quedé perplejo al encontrarla conversando con un indescriptible desconocido, ya de cierta edad, que llevaba, como los detectives, un traje de ejecutivo de mala calidad.
Mamá me lo presentó como «el doctor Mott». Se trataba, por supuesto, del médico que durante tanto tiempo nos había cuidado a Eliza y a mí en Vermont. Se encontraba en Boston por negocios y, así lo quiso la suerte, se alojaba en el Ritz.
Pero yo estaba tan intoxicado por el champán y por las noticias que traía, que no lo reconocí ni me importó quién pudiera ser. Después de haber referido a mi madre mi encuentro con Eliza, le dije al doctor Mott que había sido un placer conocerlo y me dirigí apresuradamente a otros puntos del salón.
* * *
Cuando volví a encontrarme con mi madre, alrededor de una hora después, el doctor Mott ya se había ido. Me dijo nuevamente quién era. Sólo por cortesía expresé mis sentimientos de pesar por no haber pasado más tiempo con él. Mi madre me entregó una nota que había dejado para mí y que era su regalo de graduación.
Estaba escrita en papel con membrete del Ritz y decía simplemente lo siguiente:
Si no puedes hacer el bien, por lo menos no hagas daño.
Hipócrates
* * *
En efecto, y cuando convertí la mansión de Vermont en una clínica y un pequeño hospital para niños, y también en mi hogar permanente, hice que esas palabras fueran grabadas en piedra sobre la puerta principal. Pero su sentido preocupaba de tal modo a mis pacientes y a sus padres que tuve que hacerla borrar. A ellos les parecía una confesión de debilidad e indecisión, les hacía pensar que podrían muy bien haberse quedado en casa.
Sin embargo conservé las palabras en mi mente y, de hecho, hice poco daño. Y el centro de gravedad intelectual de mi labor profesional fue un volumen que todas las noches guardaba con llave en una caja de caudales, el manuscrito encuadernado del manual para educar a los hijos que Eliza y yo habíamos escrito durante nuestra orgía en Beacon Hill.
No sé muy bien cómo, pero allí estaba
todo
.
Y pasaron los años.
* * *
En algún momento de todo esto me casé con una mujer tan rica como yo, en realidad una prima en tercer grado que de soltera se llamaba Rose Aldrich Ford. Era muy desgraciada porque yo no la amaba y porque nunca la llevaba a ninguna parte. Nunca he sido bueno para amar. Tuvimos un hijo, Carter Paley Swain, a quien tampoco pude amar. Carter era normal y sin ningún interés para mí. En cierto modo parecía una sandía en la mata, jugoso y sin rasgos, dedicado sólo a crecer.
Después de nuestro divorcio, él y su madre adquirieron un condominio en el mismo edificio que Eliza, en Machu Picchu. Nunca volví a saber de ellos, ni siquiera cuando me eligieron presidente de los Estados Unidos.
Y pasó el tiempo.
* * *
¡Y de pronto una mañana me desperté y me encontré con que ya casi había cumplido los cincuenta! Mamá se había trasladado a vivir conmigo en Vermont. Había vendido su casa de la Bahía de las Tortugas. Se sentía débil y asustada.
Pasaba mucho tiempo hablándome del cielo.
En esa época yo no sabía nada sobre el tema. Suponía que cuando la gente se moría, se moría.
—Sé que tu padre me está esperando con los brazos abiertos —afirmó—, y también mis padres.
Y no se equivocaba. Esperar es prácticamente todo lo que puede hacer la gente que está en el cielo.
* * *
Por la manera cómo ella describía el cielo, hacía pensar en un campo de golf en Hawai, con cuidados prados y senderos que bajaban hacia un tibio océano.
Yo le hacía pequeñas bromas sobre el tema.
—Parece un lugar en que la gente toma mucha limonada —comenté.
—Me encanta la limonada —replicó.
* * *
HACIA el final de sus días, mamá hablaba con frecuencia sobre lo mucho que odiaba las cosas artificiales: los sabores y las fibras sintéticas, las cosas de plástico, etc. Le gustaba la seda y el algodón, el lino y la lana y el cuero, decía ella, y la arcilla y el vidrio y la piedra. Añadía que también le gustaban los caballos y los botes de vela.
—Todo eso está volviendo, mamá —le decía yo. Y era verdad.
En esa época ya había veinte caballos en mi hospital, además de los carros, carretillas, carruajes y trineos.
Yo tenía mi propia yegua, una gran Clydesdale. Crines rubias ocultaban sus cascos. Se llamaba «Estrella Dorada».
Y según me habían dicho, en las bahías de Nueva York, de Boston y San Francisco había aparecido nuevamente un bosque de mástiles. Hacía mucho tiempo que no veía embarcaciones.
* * *
Y así me encontré con que, a medida que desaparecían las máquinas y la comunicación desde el mundo exterior se hacía cada vez más vaga, aumentaba agradablemente la hospitalidad con que mi mente recibía a la fantasía.
De modo que no me sorprendí cuando una noche, después de haber arropado a mi madre en la cama, entré en mi habitación con una vela encendida y me encontré con un chino del tamaño de mi pulgar, sentado sobre la repisa de la chimenea. Llevaba una chaqueta azul, acolchada, pantalones y una gorra.
Como pude corroborar posteriormente, se trataba del primer enviado oficial de la República Popular China a los Estados Unidos de Norteamérica en más de veinticinco años.
* * *
Hasta donde yo sé, ninguno de los extranjeros que se introdujo en la China durante este período volvió a salir nunca.
De modo que «irse a la China» se convirtió en un generalizado eufemismo de suicidarse.
Hi ho.
* * *
Mi pequeño visitante me indicó con un gesto que me acercara para no tener que gritar. Le presenté una oreja. Debe de haber sido algo horrible de ver, ese túnel con todos esos pelos y restos de cerumen.
Me explicó que era un embajador volante y que había sido elegido para ese trabajo a causa de su visibilidad para los extranjeros. Me aseguró que era mucho, pero mucho más grande que el chino corriente.
—Tenía la impresión de que su pueblo ya no se interesaba por nosotros —dije.
Sonrió y replicó:
—Fue una torpeza de nuestra parte decir eso, doctor Swain. Pedimos disculpas.
—¿Me está diciendo que sabemos cosas que ustedes ignoran? —pregunté.
—No exactamente —respondió—. Quiero decir que en otro tiempo ustedes sabían cosas que nosotros actualmente ignoramos.
—Soy incapaz de imaginar qué conocimientos pueden haber sido esos.
—Por supuesto. Le daré una pista: le traigo saludos de su hermana gemela desde Machu Picchu, doctor Swain.
—La pista no me dice mucho —comenté.
—Pues, tengo enormes deseos de ver los papeles que hace tantos años usted y su hermana ocultaron en la urna funeraria del mausoleo del profesor Elihu Roosevelt Swain —replicó.
* * *
Resultó que los chinos habían enviado una expedición a Machu Picchu para recuperar, si era posible, algunos secretos perdidos de los incas. Como mi visitante, los expedicionarios tenían una estatura superior a la normal.
En efecto, y ocurrió que Eliza se acercó a ellos con una proposición. Les dijo que sabía dónde encontrar secretos que eran tan buenos o mejores que los que habían poseído los incas.
—Si lo que digo resulta cierto —les dijo—, quiero que me premien con un viaje a la colonia que ustedes tienen en Marte.
* * *
Me dijo que se llamaba Fu Manchú.
* * *
Le pregunté cómo había llegado hasta la repisa de mi chimenea.
—De la misma forma que llegamos a Marte —respondió.
* * *
ACCEDÍ a llevar a Fu Manchú al mausoleo. Me lo metí en el bolsillo de la camisa.
Me sentía muy inferior a él. Estaba seguro de que, pequeño como era, tenía poder sobre mi vida y mi muerte. Y que, además, sabía mucho más que yo, incluso acerca de la práctica de la medicina, quizás incluso acerca de mí mismo. También me hacía sentir inmoral. Mi estatura me pareció una forma de gula. Mi cena de esa noche podría haber alimentado a mil hombres de su tamaño.
* * *
Las cerraduras de las puertas exteriores del mausoleo habían sido soldadas. De modo que Fu Manchú y yo tuvimos que introducirnos a través de los pasadizos secretos, el universo optativo de mi infancia, y salir por la escotilla del suelo del mausoleo.
Mientras nos abríamos paso entre las telarañas, le pregunté por el empleo de gongs en el tratamiento del cáncer. —Ya lo hemos superado —contestó.
—Quizás sea algo que nosotros todavía podemos utilizar aquí —insinué.
—Lo siento —me dijo, desde el bolsillo—, pero su presunta civilización es demasiado primitiva. Jamás lo entenderían.
—Vaya —comenté.
* * *
Respondió a todas mis preguntas de la misma manera: afirmando, de hecho, que yo era demasiado estúpido para comprender nada.
* * *
Cuando llegamos a la parte inferior de la trampa de piedra que daba acceso al mausoleo, tuve dificultades para levantarla.
—Empújela con el hombro y luego introduzca un ladrillo —me dijo.
Su consejo me pareció tan ingenuo que llegué a la conclusión de que en esa época los chinos sabían muy poco más que yo respecto de la gravedad.
Hi ho.
* * *
La trampa finalmente se abrió y subimos al mausoleo. Mi aspecto debía resultar mucho más espantoso que lo habitual. Estaba envuelto en telarañas de la cabeza a los pies.
Saqué a Fu Manchú del bolsillo y, accediendo a su petición, le deposité sobre el ataúd de plomo del profesor Elihu Roosevelt Swain.
Yo sólo disponía de una vela, pero en ese momento Fu Manchú activó una pequeña caja. Llenó el lugar con una luz tan brillante como la bengala que había iluminado mi encuentro con Eliza hacía ya tantos años.
Me pidió que sacara los papeles de la urna, lo cual hice en seguida. Se habían conservado perfectamente.
—Esto seguramente no vale nada —dije.
—Quizás para usted, no —me respondió. Me pidió que estirara los papeles y los extendiera sobre el ataúd.
—¿Cómo es posible que cuando niños hayamos sabido cosas que los chinos desconocen hasta el día de hoy? —pregunté.
—Cuestión de suerte —me respondió.
Comenzó a pasearse por encima de los papeles. Llevaba unas pequeñas botas negras de baloncesto. Se detenía aquí y allá para fotografiar algo que había leído. Pareció especialmente interesado en lo que Eliza y yo habíamos escrito sobre la gravedad, o por lo menos así me lo parece ahora con la perspectiva que da el tiempo.
* * *
Finalmente se mostró satisfecho. Me agradeció la cooperación que le había prestado y me informó que procedería a desmaterializarse y regresar a China.
—¿Encontró algo que tuviera algún valor? —le pregunté.
Sonrió y dijo:
—Un billete para Marte para una dama blanca que vive en el Perú.
Hi ho.
* * *
TRES semanas más tarde, la mañana en que cumplía cincuenta años, bajé al caserío montado en Estrella Dorada para recoger la correspondencia.
Había una nota de Eliza. Decía simplemente:
¡Feliz cumpleaños para ambos! Mañana me voy a Marte.
El mensaje había sido enviado hacía dos semanas, según el matasellos de correos. También encontré noticias más recientes: