Hi ho.
* * *
ME sentí profundamente conmovido, a pesar del tri-benzo-conductil.
Por la ventana contemplé el sudoroso caballo del pionero, que pastaba en el crecido césped de la Casa Blanca. Luego me volví hacia el mensajero.
—¿Cómo llegó a sus manos esta carta? —pregunté.
Me contó que sin querer había matado a un hombre en la frontera entre Tennessee y Virginia Occidental. Aparentemente se trataba del amigo de Wilma Pachysandra-17 von Peterswald, el Berilio, a quien había confundido con un enemigo ancestral.
—Creí que era Newton McCoy —explicó.
Cuidó a su víctima con la esperanza de que se recuperara de sus heridas, pero murió de gangrena. Sin embargo, antes de su muerte el Berilio le hizo prometer como cristiano que entregaría la carta al presidente de los Estados Unidos.
* * *
Le pregunté cómo se llamaba. —Byron Hatfield —contestó.
—¿Cuál es el apellido que le proporcionó el Gobierno?
—Nunca hicimos mucho caso de eso.
Resultó que pertenecía a una de las pocas auténticas familias de parientes consanguíneos extendida por el país, la cual además había estado en guerra permanente con otra familia igual desde 1882.
—Nunca nos gustaron mucho esos apellidos modernos —explicó.
* * *
E] pionero y yo estábamos sentados en sillones dorados de respaldo alto que, según se decía, Jacqueline Kennedy había elegido para la Casa Blanca. El piloto, instalado en otro de los sillones, esperaba alerta su turno para hablar.
Miré la placa que llevaba sobre el bolsillo de la camisa. Decía lo siguiente:
C A P I T Á N B E R N A R D O' H A R E
* * *
—Capitán —dije—, usted es otro de esos que no se interesan por los apellidos modernos.
También advertí que era demasiado entrado en años para ser sólo un capitán, incluso si todavía existiera una cosa así. En realidad, andaba por los sesenta.
Llegué a la conclusión de que era un loco que había encontrado el uniforme en alguna parte. Supuse que su nuevo aspecto le había producido tal mezcla de regocijo y vanidad que no había podido menos que exhibirse ante su presidente.
La verdad es que se trataba de una persona totalmente cuerda. Durante los últimos once años había estado apostado en el fondo de un secreto silo subterráneo en el parque Rock Creek. No había oído nunca hablar de ese silo.
Pero en su interior se ocultaba un helicóptero presidencial junto con miles de galones de gasolina que verdaderamente no tenían precio.
* * *
Finalmente se había decidido a emerger, violando sus instrucciones, según dijo, para averiguar «qué diablos pasaba».
No pude dejar de reírme.
* * *
—¿El helicóptero está listo para volar? —pregunté.
—Sí, señor, por supuesto —contestó.
En los últimos dos años se había quedado solo a cargo de su mantenimiento. Los mecánicos habían ido desapareciendo uno tras otro.
—Joven —dije—, le voy a condecorar por esto.
Cogí un botón de mi andrajosa solapa y lo coloque en su pecho.
Decía, por supuesto, lo siguiente:
* * *
EL pionero rehusó una condecoración similar. En cambio, pidió comida para poder sobrevivir en su largo viaje de regreso a sus montañas natales.
Le dimos lo que teníamos, es decir, la cantidad de galletas para travesías y ostras ahumadas que cabían en sus alforjas.
* * *
El capitán Bernard O'Hare, Carlos Narciso-11 Villavicencio y yo despegamos del silo a la mañana siguiente. Había una gravedad tan saludable que nuestro helicóptero se desplazó con el mismo esfuerzo con que lo haría un vilano transportado por el viento. Cuando sobrevolamos la Casa Blanca, le hice una seña con la mano.
—Adiós —dije.
* * *
Mi plan consistía en volar primero a Indianápolis, que había alcanzado una densa población de Narcisos. Acudían de todas partes
Dejaríamos allí a Carlos para que sus parientes artificiales lo cuidaran durante sus años crepusculares. Yo estaba feliz de deshacerme de él. El pobre me aburría hasta las lágrimas.
* * *
Informé al capitán O'Hare que después iríamos a Urbana y luego a la casa de mi niñez en Vermont.
—Después de eso, capitán —prometí—, el helicóptero es suyo. Puede volar como un pájaro a donde le plazca. Pero lo va a pasar muy mal si no adopta un buen apellido intermedio.
—Usted es el presidente —dijo—. Póngamelo usted.
—Yo te nombro Águila-1 —dije.
Se mostró sumamente complacido. Y la medalla le encantó.
* * *
Así fue, todavía me quedaba un poco de tri-benzo-conductil y estaba tan fascinado con la idea de ir a algún lugar después de haber estado encerrado tanto tiempo en Washington que por primera vez en muchos años me puse a cantar.
Recuerdo muy bien la canción. Era una que Eliza y yo solíamos cantar en secreto en aquellos tiempos en que todavía creían que éramos retrasados mentales. La cantábamos donde nadie pudiese escucharnos, en el mausoleo del profesor Elihu Roosevelt Swain.
Y ahora que lo pienso se la voy a enseñar a Melody y a Isadore para mi fiesta de cumpleaños. Resultará muy apropiada cuando partan en busca de nuevas aventuras en la Isla de la Muerte.
Dice así:
Nos vamos a ver al Mago,
al maravilloso Mago de Oz.
* * *
Si hubo un mago entre los magos,
ése fue el Mago de Oz.
[1]
* * *
Etcétera.
* * *
Hi ho.
* * *
MELODY e Isadore se fueron a Wall Street a visitar a los Melocotones, la extensa familia de Isadore. Una vez me propusieron que me convirtiera en un Melocotón. Lo mismo le ocurrió a Vera Ardilla-5 Zappa. Ambos declinamos la invitación.
Yo aproveché para salir solo y dar un paseo hasta la pirámide del bebé en Broadway, esquina calle 42, luego seguí por la 43 hasta el antiguo
Club Narciso
, que antes había sido la
Asociación Secular
, en seguida continué por la 48 hasta la casa que sirve de alojamiento para los esclavos de la granja de Vera, y que en cierta época fue la casa de mis padres.
Me encontré con Vera en la escalinata de la casa. Sus esclavos se hallaban en lo que había sido el parque dé las Naciones Unidas sembrando sandías, maíz Y girasoles. Les oía cantar
Ol' Man River
. Eran perpetuamente felices. Consideraban que tenían la gran suerte de ser esclavos.
Todos eran Ardillas-5 y unas dos terceras partes de ellos habían sido Melocotones. Los que deseaban convertirse en esclavos de Vera tenían que cambiar el apellido intermedio por el de Ardilla-5.
Hi ho.
* * *
Normalmente Vera colaboraba con sus esclavos. Le encantaba el trabajo duro. Pero en ese momento la encontré jugando con un hermoso microscopio Zeiss que uno de sus esclavos había desenterrado de las ruinas de un hospital el día anterior. El envoltorio original de fábrica lo había protegido a través de los años.
Vera no había advertido mi presencia. Miraba por el ocular y movía botones con la seriedad y la ineptitud de un niño. Resultaba obvio que nunca en su vida había manejado un microscopio.
Me acerqué sigilosamente y le dije:
—¡Bu!
Se echó hacia atrás violentamente.
—Hola —añadí.
—Casi me matas del susto —dijo.
—Lo siento —repliqué, y me reí.
Estas antiguas bromas nunca pierden actualidad. Me alegro de que sea así.
* * *
—No veo nada —dijo, refiriéndose al microscopio.
—Eso sólo sirve para examinar retorcidos animalitos que quieren matarnos y devorarnos —dije—. ¿Quieres verlos realmente?
—Estaba mirando un ópalo —explicó.
Había colocado un brazalete de diamantes y ópalos sobre el portaobjetos del microscopio. Tenía una colección de piedras preciosas que habría valido millones de dólares en tiempos antiguos. La gente le daba todas las joyas que encontraba, del mismo modo que a mí me daban las palmatorias.
* * *
Las joyas no servían para nada. Lo mismo ocurría con las palmatorias puesto que no había velas en Manhattan. Por la noche la gente iluminaba sus casas con trapos que ardían en tazones de grasa animal.
—Es probable que encuentres la Muerte Verde sobre el ópalo —dije—. Es probable que la encuentres en todas partes.
A propósito, si no habíamos muerto de la Muerte Verde era porque tomábamos un antídoto descubierto casualmente por los Melocotones, la familia de Isadore.
Si aparecía algún alborotador, o un ejército de alborotadores, si vamos a eso, sólo teníamos que suspender el antídoto y él o ella o ellos se exiliaban rápidamente en la otra vida, en el Criadero de Pavos.
* * *
A propósito, no había grandes científicos entre los Melocotones. Descubrieron el antídoto por pura suerte. Comieron pescado sin limpiarlo y el antídoto, contaminación que probablemente había quedado de tiempos antiguos, se encontraba en las tripas del pescado.
* * *
—Vera —dije—, si alguna vez consiguieras que ese microscopio funcionara, verías algo que te partiría el corazón.
—¿Qué me partiría el corazón? —preguntó. —Verías los pequeños organismos que causan la Muerte Verde —respondí.
—¿Y por qué iba yo a llorar por eso?
—Porque eres una mujer consciente. ¿No te das cuenta de que los matamos por trillones cada vez que tomamos el antídoto?
Me reí.
Ella no se rió.
—La razón de por qué no me río —explicó— es que al aparecer en forma tan inesperada, has estropeado una sorpresa preparada para tu cumpleaños. Has estropeado una parte de tu cumpleaños.
—¿Cómo así?
—Donna —dijo, refiriéndose a una de sus esclavas—, iba a regalarte esto para tu cumpleaños. Pero ya no te llevarás una sorpresa.
—Vaya —dije.
—Ella pensó que era una palmatoria de super lujo.
* * *
Vera me dijo en confianza que Melody e Isadore le habían hecho una visita unos días antes y le habían dicho una vez más que esperaban con ilusión llegar a ser sus esclavos.
—Traté de explicarles que la esclavitud no es para todo el mundo —me dijo.
* * *
—Respóndeme a esto —añadió—. ¿Qué va a pasar con todos mis esclavos cuando yo muera?
—No te preocupes del mañana —le dije—, deja que el mañana se preocupe de sí mismo. Cada día tiene bastante con su maldad. Amén.
* * *
ALLÍ, en la escalinata de la casa, la vieja Vera y yo hicimos recuerdos de la batalla del lago Maxincuckee, en Indiana septentrional. La había visto desde un helicóptero en viaje a Urbana. Vera había estado en el fragor del combate junto a su marido alcohólico, Lee Navaja-13 Zappa. Eran cocineros de una de las cocinas de campaña del rey de Michigan.
—Todos parecían hormigas ahí abajo —dije—, o bacterias bajo el microscopio. No nos atrevimos a acercarnos mucho por temor a que nos derribaran.
—Eso era lo que nosotros teníamos ganas de hacer —comentó.
—Si te hubiera conocido entonces, habría intentado rescatarte.
—Eso hubiera sido como tratar de rescatar un microbio entre un millón de microbios, Wilbur.
* * *
Vera no solo tenía que soportar el ruido de las balas y los obuses que pasaban silbando por encima de la tienda donde estaba instalada la cocina, también tenía que defenderse de su marido borracho. Solía golpearla en medio de las batallas.
Le puso los ojos morados, le fracturó la mandíbula y la arrojó fuera de la tienda. Aterrizó de espaldas en el barro. Luego salió de la tienda para explicarle cómo podía evitar palizas semejantes en el futuro.
Salió justo a tiempo para que le atravesara con su lanza un soldado de caballería.
—¿Y cuál crees tú que es la moraleja de esta historia? —le pregunté.
—Wilbur —me dijo, poniendo su callosa mano sobre mi rodilla—, nunca te cases.
* * *
También hablamos de Indianápolis, que yo había visitado en el mismo viaje. Ella y su marido habían trabajado allí en un
Club de los Trece
, ella como camarera y él de barman, antes de que se unieran al ejército del rey de Michigan.
Le pregunté cómo era el club por dentro.
—Oh, ya sabes —me dijo—, tenían gatos negros disecados, fuegos fatuos, ases de picas clavados con dagas y todo eso. Yo solía llevar medias de malla, tacones afilados, una máscara, etc. Las camareras, los barmans y el encargado de echar a los alborotadores lucíamos colmillos de vampiros.
—Vaya —dije.
—Nuestras hamburguesas se llamaban Vampburguesas.
—Vaya, vaya —repetí.
—Y el zumo de tomate con un chorrito de ginebra era un elíxir de Drácula.
—Muy apropiado —comenté.
—Era como todos los clubs de los Trece. Pero nunca llegó a imponerse. Indianápolis simplemente no era la ciudad indicada, aunque había muchos Treces allí. Era una ciudad de Narcisos. Allí, si no eras un Narciso no eras nadie.
* * *
PERMÍTANME que les diga una cosa: he sido recibido como multimillonario, como pediatra, como senador y como presidente. Pero nada supera la sinceridad de la bienvenida que me dieron en Indianápolis, Indiana, cuando me presenté como Narciso.
Allí la gente era pobre y había sufrido la pérdida de muchos seres queridos, todos los servicios públicos habían dejado de funcionar y todos estaban preocupados por las batallas que se empeñaban no lejos de allí. Pero organizaron fiestas y desfiles en mi honor, y en el de Carlos Narciso-11 Villavicencio también, por supuesto, que hubiesen deslumbrado a la antigua Ponía.