Payasadas

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Payasadas
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Payasadas
, (o ¡Nunca más sólo!, dice en la primera página). Es ficción, algo de futurismo, protagonizada por dos hermanos que pasan por idiotas cuando en realidad son genios, en su lenguaje privado,
Cucaño
significa cumpleaños.

Kurt Vonnegut

Payasadas

o ¡Nunca más sólo!

ePUB v1.1

GONZALEZ
08.04.12

Corrección de erratas por Dirk

Título original:
Slapstick or Lonesome No More

Traducción de Gregorio Vlastelica

© 1976
by
Kurt Vonnegut

© 1977, Editorial Pomaire S.A.

«Sólo llámame amor y seré nuevamente bautizado…»

Romeo

Dedicado a la memoria de

Arthur Stanley Jefferson y Norvell Hardy,

dos ángeles de mi tiempo

Prólogo

CREO que esto es lo más parecido a una autobiografía que voy a escribir en mi vida. Lo he llamado
Payasadas
porque es un relato de poesía grotesca, circunstancial, como las películas del cine mudo —especialmente las de Laurel y Hardy, de hace ya tanto tiempo—.

Intento expresar cómo
siento
la vida: toda esa interminable serie de pruebas para mi limitada agilidad e inteligencia.

Creo que la gracia fundamental de Laurel y Hardy consiste en que hacían todo lo posible en cada prueba.

Nunca dejaron de transigir de buena fe con sus respectivos destinos, y eso les hacía tremendamente divertidos y adorables.

* * *

Había muy poco amor en sus películas. A menudo aparecía la poesía circunstancial del matrimonio, lo cual era también algo diferente. Se convertía en una prueba más, llena de posibilidades cómicas, siempre que todo el mundo se sometiera a ella de buena fe.

Nunca trataban del amor. Y quizá debido a que, durante mi infancia y la época de la Depresión, fui instruido e intoxicado en forma tan definitiva por Laurel y Hardy, me parece natural hablar de la vida sin mencionar nunca el amor.

A mí no me parece importante.

¿Qué me parece importante? Transigir de buena fe con el propio destino.

* * *

He tenido algunas experiencias con el amor, o por lo menos pienso que las he tenido. En todo caso, las que más me han gustado podrían fácilmente ser descritas como «simple decencia». Traté bien a una persona durante un corto tiempo, o quizá incluso durante un largo tiempo, y esa persona a su vez me trató bien a mí. No es forzoso que el amor haya tenido algo que ver con eso.

Además, soy incapaz de distinguir el amor que siento por la gente del amor que siento por los perros.

De niño, cuando no estaba viendo a algún cómico en una película o escuchándolo por la radio, solía pasar mucho tiempo revolcándome sobre la alfombra con perros cuyo afecto estaba desprovisto de todo sentido crítico.

Y todavía lo hago con frecuencia. Los perros se cansan, se sienten desconcertados e incómodos mucho antes que yo. Podría pasarme la vida en eso.

Hi ho.

* * *

Una vez, el día que cumplía 21 años, uno de mis tres hijos adoptivos, que estaba a punto de partir al Amazonas con el Cuerpo de Paz me dijo:

—¿Sabes que nunca me has dado un abrazo?

Así que lo abracé. Nos abrazamos. Fue muy agradable. Como revolcarme en la alfombra con ese gran danés que teníamos.

* * *

El amor está donde uno lo encuentra. Creo que es estúpido ir a buscarlo y pienso que a menudo puede ser venenoso.

Ojalá la gente que convencionalmente debe amarse se dijera en medio de una pelea: Por favor, un poco menos de amor y un poco más de simple decencia.

* * *

Con toda seguridad mi contacto más largo con la simple decencia ha sido mi relación con Bernard, mi hermano mayor, mi único hermano, un científico dedicado al estudio de la atmósfera en la State University de Nueva York, en Albany.

Es viudo y educa solo a dos hijos pequeños. Lo hace bien. Tiene otros tres hijos que ya son mayores. A nuestro nacimiento recibimos dos tipos de mentes muy diferentes. Bernard no podría nunca ser escritor. Yo jamás podría convertirme en un científico. Y, como nos ganamos la vida con nuestras mentes, tendemos a pensar en ellas como si fueran aparatos, como, si estuvieran separadas de nuestra conciencia, del centro de nuestro ser.

* * *

Nos habremos abrazado unas tres o cuatro veces, con ocasión de algún cumpleaños probablemente. Y lo hemos hecho torpemente. Nunca nos hemos abrazado en momentos de dolor.

* * *

En todo caso, las mentes que hemos recibido disfrutan con el mismo tipo de chistes: las cosas de Mark Twain, de Laurel y Hardy.

Son igualmente caóticas también.

Esta es una anécdota de mi hermano que, con pocas variaciones, se podría sin mentir contar de mí.

Durante un tiempo Bernard trabajó para el laboratorio de investigación de la General Electric, en Schenectady, Nueva York. Allí descubrió que el yoduro de plata podía hacer que cierto tipo de nubes se precipitaran en forma de lluvia o nieve. Sin embargo, en su laboratorio reinaba un desorden tan espantoso que un extraño podía morir de mil maneras distintas según con qué tropezara.

El oficial de la compañía encargado de la seguridad casi falleció de un infarto cuando vio esta selva de celadas mortales y trampas explosivas, y reprendió duramente a mi hermano.

—Si usted cree que este laboratorio no está en condiciones —le replicó mi hermano—, debería ver cómo está la cosa
aquí
.

Y se dio unos golpecitos en la cabeza con las puntas de los dedos.

Etcétera.

* * *

En una ocasión le conté a mi hermano que cada vez que intentaba reparar algún desperfecto en la casa, perdía todas las herramientas antes de terminar el trabajo.

—Tienes suerte —me contestó— a mí siempre se me pierde todo lo que investigo.

Nos reímos.

* * *

Pero a causa de estas distintas mentes que recibimos al nacer y a pesar de sus caóticas características, Bernard y yo pertenecemos a familias ampliadas artificialmente, lo que nos permite encontrar parientes por todas partes.

Él es hermano de los científicos del mundo. Yo soy hermano de los escritores del mundo.

Esto resulta divertido y al mismo tiempo consolador para ambos. Es agradable.

También es una suerte porque los seres humanos necesitan todos los parientes que puedan conseguir; no necesariamente como posibles donantes o receptores de amor, sino de simple decencia.

* * *

Cuando éramos niños en Indianápolis, Indiana, todo hacía pensar que siempre tendríamos allí una amplia familia de auténticos parientes. Después de todo nuestros padres y abuelos habían crecido allí en medio de hordas de hermanos y primos y tíos y tías. Y además sus parientes eran todos prósperos, cultivados y amables, y hablaban alemán e inglés con suma elegancia.

* * *

A propósito, todos eran escépticos en materia de religión.

* * *

Cuando eran jóvenes se dedicaban a vagar por el mundo y a menudo vivían aventuras maravillosas. Pero tarde o temprano a todos se les decía que había llegado la hora de volver a Indianápolis y sentar la cabeza. Invariablemente obedecían. Tenían tantos parientes allí.

También había algunas cosas buenas que heredar, por supuesto: negocios sólidos, casas cómodas, sirvientes leales, crecientes montañas de porcelana, cristal y vajilla de plata, una reputación de trato honesto, y cabañas junto al lago Maxinkuckee, en cuya orilla este mi familia poseyó en un tiempo un pueblecito de casas de veraneo.

* * *

Pero todo este autodisfrutar de la familia quedó, creo, mutilado para siempre por el repentino odio por todo lo alemán que se desencadenó cuando este país entró en la Primera Guerra Mundial, cinco años antes de que yo naciera.

Ya no se enseñaba el alemán a los niños de la familia, ni tampoco se les estimulaba para que admiraran la música alemana o la literatura alemana o el arte o la ciencia. Mi hermano, mi hermana y yo fuimos criados como si Alemania fuese un país tan ajeno a nosotros como Paraguay.

Nos privaron de Europa, con excepción de lo que pudiésemos aprender de ella en la escuela.

Perdimos miles de años en muy corto tiempo y luego miles de dólares, y las cabañas de veraneo y todo lo demás.

Y nuestra familia se hizo mucho menos interesante, especialmente para sí misma.

De modo que cuando ya había terminado la Depresión y la Segunda Guerra Mundial, ni a mi hermano ni a mi hermana ni a mí nos resultó difícil alejarnos de Indianápolis.

Y, de todos los parientes que dejamos atrás, no hubo ninguno al que se le ocurriera una razón por la que debíamos volver a casa algún día.

Ya habíamos dejado de pertenecer a un lugar en especial. Nos habíamos convertido en piezas intercambiables de la maquinaria norteamericana.

* * *

Sí, y entonces Indianápolis, que había tenido una vez su forma peculiar de hablar inglés, sus chistes y leyendas, sus poetas, sus villanos, sus héroes, y galerías para sus artistas, se convirtió en una pieza intercambiable de la maquinaria norteamericana.

Era sólo un lugar más en el que había automóviles, orquesta sinfónica, y todo eso. Y un hipódromo.

Hi ho.

* * *

De todas maneras, mi hermano y yo siempre volvemos para algún funeral, naturalmente. Estuvimos allí en julio para asistir al funeral de nuestro tío Alex Vonnegut, el hermano menor de mi difunto padre, prácticamente el último de nuestros parientes a la antigua usanza, el último de los patriotas norteamericanos que no temían a Dios y que poseían almas europeas.

Tenía 82 años, sin hijos, se había graduado en la Universidad de Harvard. Era un agente de seguros de vida jubilado, cofundador de la sección local de los Alcohólicos Anónimos.

* * *

La esquela mortuoria que aparecía en el
Indianápolis Star
señalaba que él personalmente no había sido un alcohólico.

Esta aclaración era en parte un resabio del pasado, me parece. Sé que solía beber, aunque el alcohol nunca perjudicó seriamente su trabajo ni lo puso eufórico. Sólo que de pronto dejó de beber. Y seguramente se presentó en alguna de las reuniones de los Alcohólicos Anónimos, como deben hacerlo todos sus miembros, diciendo su nombre y agregando esta valiente confesión: Soy alcohólico.

En efecto, en la amable declaración del periódico en el sentido de que nunca había tenido problemas con el alcohol anidaba la anticuada intención de preservar de toda mancha a los que teníamos el mismo apellido.

A todos nos hubiera resultado más difícil hacer un buen matrimonio o conseguir un buen trabajo en la ciudad, si se hubiese sabido con certeza que habíamos tenido parientes que fueron una vez borrachos o que, como mi madre y mi hijo, habían enloquecido aunque sólo temporalmente.

Incluso el hecho de que mi abuela paterna había muerto de cáncer era un secreto.

Calcule usted.

* * *

En todo caso, mi tío Alex, el ateo, se encontró después de su muerte ante San Pedro y las puertas del cielo, estoy absolutamente seguro de que se presentó diciendo:

—Me llamo Alex Vonnegut. Soy alcohólico.

Bravo, tío.

* * *

Supongo que no fue únicamente el temor a alcoholizarse lo que le llevó a los Alcohólicos Anónimos, sino también la soledad. A medida que sus familiares fallecieron o se alejaron de la ciudad, o simplemente se convirtieron en piezas intercambiables de la maquinaria norteamericana, comenzó a buscar nuevos hermanos y hermanas y sobrinos y sobrinas y tíos y tías, a los cuales encontró en la asociación de Alcohólicos Anónimos.

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