Payasadas (9 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Payasadas
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Eliza y yo escuchamos el chillido de ese pájaro la noche anterior a mi partida hacia Cape Cod.

Habíamos huido de la mansión en busca de la intimidad del húmedo mausoleo del profesor Elihu Roosevelt Swain.

—¿Azotaron a Agustín?

La pregunta vino de algún lugar bajo los manzanos.

* * *

Aunque teníamos unidas las cabezas, no se nos ocurría nada.

He oído decir que los condenados a muerte a menudo se consideran muertos mucho antes de que se cumpla la sentencia. Quizás fuese así como se sentía el genio que formábamos, sabiendo que un cruel verdugo, por decirlo así, estaba a punto de convertirlo en dos amorfos trozos de carne, en Betty y Bobby Brown.

Sea como fuera, teníamos las manos ocupadas, que es lo que suele ocurrir a menudo con las manos de los agonizantes. Habíamos reunido lo que según nosotros era lo mejor que habíamos escrito. Lo enrollamos formando un cilindro y lo ocultamos en una urna funeraria de bronce.

La urna había sido colocada allí con el propósito de guardar las cenizas de la esposa del profesor Swain, quien había preferido ser enterrada en Nueva York. Estaba cubierta de cardenillo.

Hi ho.

* * *

¿Qué decían los papeles?

Recuerdo que había un método para cuadricular círculos y un utópico plan para crear en los Estados Unidos un tipo de familia artificialmente ampliada mediante la imposición de un nuevo apellido. Todas las personas que tuviesen este mismo apellido serían parientes.

Además, estaba también nuestra crítica de la teoría de la evolución de Darwin y un ensayo sobre la naturaleza de la gravedad, en el que sosteníamos que sin duda la gravedad había sido un factor invariable de la Antigüedad.

Recuerdo que había un breve trabajo en el que se afirmaba que deberíamos lavarnos los dientes con agua caliente tal como se hace con los platos y las ollas.

Y cosas por el estilo.

* * *

Fue Eliza quien tuvo la idea de ocultar los papeles en la urna.

Fue ella también la encargada de ponerle la cubierta.

Nuestras cabezas no estaban juntas cuando lo hizo, de manera que las palabras que utilizó fueron de su propia cosecha:

—Despídete para siempre de tu inteligencia, Bobby Brown.

—Adiós —dije.

* * *

—Eliza —continué—, en muchos de los libros que te he leído se dice que el amor es lo más importante de todo. Quizás este sea el momento de decirte que te quiero.

—Pues bien, dilo.

—Te quiero, Eliza.

Ella lo pensó un momento.

—No —replicó finalmente—, no me gusta.

—¿Por qué no? —pregunté.

—Siento como si me estuvieras apuntando con una pistola. Es una manera de hacer que alguien te diga algo que probablemente no siente. ¿Qué puedo decirte, qué puede una persona decir, excepto «yo también te quiero»?

—¿No me quieres? —pregunté.

—¿Qué se puede querer de Bobby Brown? —replicó.

* * *

Afuera, en algún lugar bajo los manzanos, el nocturno chotacabras volvió a hacer su pregunta.

* * *

Capítulo 20

LA mañana siguiente Eliza no bajó a desayunar. Permaneció en su habitación hasta después de mi partida.

Mis padres me acompañaron en la limusina Mercedes que conducía un chofer. De sus dos hijos, yo era el que tenía futuro: sabía leer y escribir.

Y entonces, cuando todavía atravesábamos los hermosos campos, mi máquina del olvido comenzó a funcionar.

Era un mecanismo protector destinado a protegerme de un dolor insoportable, un mecanismo que, como pediatra, estoy convencido de que todos los niños tienen.

Parecía que en algún lugar dejaba atrás una hermana gemela que no era tan inteligente como yo. Tenía un nombre. Se llamaba Eliza Mellon Swain.

* * *

Y el año escolar estaba estructurado de tal manera que nunca tuvimos que volver a casa. Visité Inglaterra, Francia, Alemania, Italia y Grecia. Estuve en campamentos de verano.

Mientras tanto se determinó que, aunque sin lugar a dudas no era ningún genio, poseía una inteligencia superior al promedio. Era paciente y ordenado, y capaz de encontrar una buena idea en una montaña de tonterías.

Fui el primer niño en la historia de la escuela que fue aceptado en un curso pre-universitario. Me fue tan bien que me invitaron a seguir estudios en Harvard. Acepté la invitación a pesar de que todavía tenía que cambiar la voz.

Y mis padres, que se sentían muy orgullosos de mí, me recordaban de vez en cuando que en algún lugar tenía una hermana gemela, que en ese momento era un poco más qué un vegetal humano. Estaba internada en un exclusivo establecimiento para deficientes mentales.

Ella era sólo un nombre.

* * *

Mi padre se mató en un accidente de coche cuando yo estaba en primer año en la Facultad de Medicina. Tenía un concepto lo bastante elevado de mí como para nombrarme albacea.

Al poco tiempo recibí la visita, en Boston, de un abogado gordo y de ojos huidizos llamado Norman Mushari. Me refirió lo que en principio me pareció una historia confusa y fuera de propósito acerca de una mujer que había permanecido durante muchos años encerrada contra su voluntad en un centro para débiles mentales.

Dijo que ella le había contratado para demandar a sus parientes y al centro por daños y perjuicios, para exigir su inmediata libertad y recuperar la parte de la herencia que se le había retenido injustamente.

Su nombre era, por supuesto, Eliza Mellon Swain.

* * *

Capítulo 21

REFIRIÉNDOSE al centro donde internamos a Eliza, mamá me explicó más tarde:

—No era un hospital barato, sabes. Nos costaba 200 dólares diarios. Y los doctores nos dijeron expresamente que no la visitáramos, ¿no es verdad, Wilbur?

—Creo que sí, mamá —repliqué y luego dije la verdad—: En realidad, lo he olvidado.

* * *

En ese entonces yo no sólo me había convertido en un Bobby Brown estúpido, sino también vanidoso. Aunque no era más que un estudiante de primer año de medicina y tenía los genitales de un ratón recién nacido, era dueño de una gran casa en Beacon Hill. Llegaba a la Universidad en un Jaguar conducido por un chofer y ya había comenzado a vestirme como lo haría cuando fuese presidente de los Estados Unidos, como un anticuado saltimbanqui de la Medicina.

Daba fiestas casi todas las noches. Habitualmente yo sólo aparecía durante unos minutos, fumando hachís en una pipa de espuma de mar y luciendo una bata de finísima seda verde esmeralda.

En una de esas fiestas se me acercó una atractiva muchacha y me dijo:

—Eres tan feo que resultas el ser más sexy que he visto en mi vida.

—Lo sé —repliqué—, lo sé, lo sé.

* * *

Mi madre me visitaba a menudo en Beacon Hill, donde había hecho construir especialmente una suite para ella, y yo iba con frecuencia a verla a la Bahía de las Tortugas. Así que, después de que Norman Mushari consiguió que Eliza saliera del hospital, los periodistas se precipitaron a hacernos preguntas.

La noticia causó sensación.

Los multimillonarios que maltratan a sus parientes siempre causan sensación.

Hi ho.

* * *

Resultaba muy violento, y no podía haber sido de otra manera, por supuesto.

Todavía no habíamos visto a Eliza y no habíamos conseguido comunicarnos con ella por teléfono. Mientras tanto casi todos los días aparecían en la prensa cosas insultantes que ella con toda justicia decía de nosotros.

Lo único que nosotros podíamos mostrar a los periodistas era un telegrama que habíamos enviado a Eliza por intermedio de su abogado, y la respuesta que habíamos recibido. ..

Nuestro telegrama decía: TE RECORDAMOS CON CARIÑO. TU MADRE Y TU HERMANO.

El telegrama de Eliza decía: YO TAMBIÉN. ELIZA.

* * *

Eliza no permitía que se la fotografiase. Había hecho que su abogado le comprara un confesionario en una iglesia que estaban derribando. Ella se instalaba en el interior del confesionario cada vez que concedía entrevistas para la televisión.

Mamá y yo veíamos esas entrevistas tomados de la mano y sufriendo horrores.

Además, la potente voz de contralto de Eliza nos resultaba tan desconocida que llegamos a pensar que quizás hubiese un impostor en el interior del confesionario; pero no, era Eliza.

Recuerdo que un reportero le preguntó:

—¿Cómo empleaba su tiempo en el hospital, señorita Swain?

—Cantando —contestó ella.

—¿Cantando algo en especial?

—La misma canción una y otra vez —contestó ella.

—¿Qué canción era ésa?

—Un día vendrá mi príncipe azul.

—¿
Y había pensado usted en algún príncipe determinado para que la salvara?

—Mi hermano gemelo —respondió—. Pero es un cerdo, por supuesto. Jamás apareció por allí.

* * *

Capítulo 22

POR supuesto que ni mi madre ni yo pusimos ningún tipo de dificultades a Eliza y su abogado, de modo que ella pudo fácilmente recuperar el control de su fortuna. Y prácticamente lo primero que hizo fue comprar la mitad de las acciones del equipo de fútbol profesional
Los patriotas de Nueva Inglaterra
.

* * *

El resultado de esta compra fue que su caso recibió aún más publicidad. Eliza todavía se resistía a salir del confesionario para enfrentar las cámaras, pero Mushari aseguró al mundo que Eliza no llevaba el jersey azul y dorado del equipo mientras estaba sentada en su interior.

En esta misma entrevista se le preguntó si se mantenía al tanto de lo que ocurría en el mundo, a lo cual replicó:

—Desde luego, comprendo perfectamente que los chinos se hayan vuelto a su país.

Eso estaba relacionado con el hecho de que la República Popular China había retirado a su embajador en Washington. En ese entonces la miniaturización de seres humanos había progresado hasta tal punto que el embajador sólo medía 60 cm. Su despedida fue cortés y amistosa. Explicó que su país suspendía las relaciones diplomáticas simplemente porque en los Estados Unidos ya no estaba ocurriendo nada que pudiera interesar a los chinos.

Se le preguntó a Eliza en qué sentido comprendía tan perfectamente esta situación.

—¿Qué país civilizado podría estar interesado en un infierno como los Estados Unidos —respondió—, donde todo el mundo tiene una forma asquerosa de tratar a sus parientes?

* * *

Y luego, un día se la vio en compañía de Mushari ir a pie de Cambridge a Boston cruzando el puente de la Avenida Massachusetts. Era un día tibio y soleado. Eliza llevaba un quitasol y el jersey de su equipo.

* * *

¡Dios mío, había que ver en qué se había convertido la pobre!

Estaba tan encorvada que su rostro llegaba a la misma altura del de Mushari —y Mushari tenía más o menos la estatura de Napoleón—. Fumaba un cigarrillo tras otro y tosía como si estuviese tratando de arrancarse la cabeza.

Mushari llevaba un traje blanco y un bastón. Y lucía un clavel rojo en la solapa.

El abogado y su cliente se vieron pronto rodeados por una amistosa multitud y por fotógrafos y equipos de la televisión.

Y mi madre y yo veíamos todo esto por la televisión en medio del más completo horror porque la multitud se acercaba cada vez más a mi casa de Beacon Hill.

* * *

—Oh, Wilbur, Wilbur, Wilbur —decía mi madre mientras veíamos todo eso—, ¿es ésa realmente tu hermana?

Hice un chiste amargo, sin sonreír.

—Hay dos posibilidades, mamá. O es tu hija única o es el tipo de oso hormiguero que llaman
aardvark
.

* * *

Capítulo 23

MAMA no se sentía capaz de tener un enfrentamiento con Eliza, y se retiró a su suite en el piso de arriba. Tampoco quería yo que la servidumbre presenciara ninguna escena grotesca que Eliza pudiera representar, de modo que los mandé a sus habitaciones.

Cuando sonó el timbre, abrí personalmente la puerta.

Sonreí en dirección al
aardvark
, a las cámaras y a la multitud.

—¡Eliza, querida hermana! —exclamé—. Qué sorpresa tan agradable. Entra, entra.

Sólo por guardar las formas hice un gesto impreciso, como si fuera a tocarla. Ella se apartó bruscamente.

—Si me toca, Lord Fauntleroy —me espetó—, le morderé y morirá de rabia.

La policía impidió que la multitud siguiera a Eliza y Mushari al interior de la casa, y yo cerré las cortinas de las ventanas para que nadie pudiera vernos.

Cuando estuve seguro de nuestro aislamiento, le pregunté sin ninguna amabilidad: —¿Qué te trae aquí?

—La lascivia que me provoca tu cuerpo perfecto, Wilbur —replicó. Tosió y se rió—. ¿Está aquí mi querida mater o mi querido pater? —Luego se corrigió—: Cielos, el querido pater está muerto, ¿verdad? ¿O fue la querida mater? Es tan difícil saberlo.

—Mamá está en la Bahía de las Tortugas, Eliza —respondí. Interiormente desfallecía de dolor, de asco y de sentimientos de culpa. Calculé que su aplastada caja torácica tenía la capacidad de una caja de cerillas. La habitación empezaba a oler a destilería, y comprendí que Eliza también tenía problemas con el alcohol. Su piel era horrible y su cutis mostraba el mismo aspecto que el baúl de la bisabuela.

—La Bahía de las Tortugas, la Bahía de las Tortugas —repitió distraída—. Querido hermano, ¿has pensado alguna vez que nuestro querido padre no era en realidad nuestro padre?

—¿Qué quieres decir? —pregunté. —Quizás en alguna noche de luna llena mamá haya abandonado sigilosamente el lecho y la casa, y copulado con una tortuga gigante en la bahía.

Hi ho.

* * *

—Eliza —interrumpí—, si vamos a hablar de asuntos familiares quizás sería mejor que el señor Mushari nos dejara solos.

—¿Por qué? —replicó ella—. Normie es el único pariente que tengo.

—Vamos, Eliza...

—Ese pedo de canario mal vestido de tu madre no tiene ningún parentesco conmigo.

—Vamos, Eliza... —repetí.

—Usted tampoco se considerará pariente mío, ¿verdad?

—¿Qué puedo decir? —contesté.

—Por eso le estamos haciendo esta visita, para oír todas las maravillosas cosas que tiene que decir. Usted siempre fue el sabihondo. Yo sólo era una especie de tumor que tenía que ser extirpado de su costado.

* * *

—Nunca dije eso —repliqué.

—Lo dijeron otras personas y usted lo creyó. Eso es peor. Usted es un fascista, Wilbur. Esa es la verdad.

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