Payasadas (10 page)

Read Payasadas Online

Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Payasadas
8.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Eso es absurdo.

—Los fascistas son personas inferiores que cuando les dicen que son superiores se lo creen.

—Vamos, Eliza...

—Y luego quieren que todos los demás mueran.

* * *

—Por aquí no vamos a ninguna parte —dije.

—Estoy
acostumbrada
a no ir a ninguna parte —replicó—. Seguramente lo ha leído en los periódicos y lo ha visto en la televisión.

—¿Te serviría de algo saber que mamá sufrirá durante el resto de sus días por lo que te hicimos?

—No veo de qué me podría servir eso. Es la pregunta más estúpida que he escuchado en mi vida.

* * *

Enroscó su enorme brazo sobre los hombros de Norman Mushari y dijo:

—Esta persona sí sabe cómo ayudar a la gente.

Hice un gesto de asentimiento.

—Se lo agradecemos —dije—. Lo digo de verdad.

—Él es mi madre —continuó Eliza— y mi padre y mi hermano y mi Dios, todos en un solo ser. ¡Él me dio el don de la vida! Recuerdo que me dijo: El dinero no te va a hacer sentir mejor, cariño, pero les vamos a sacar hasta el último centavo.

—Vaya —dije.

—Pero lo que sí puedo decir —continuó— es que me sirve mucho más que sus sentimientos de culpa. Esa es sólo una manera de jactarse que tiene su maravillosa sensibilidad. —Se rió en tono poco amistoso—. Pero entiendo que mamá y usted quieran jactarse de su culpa. Después de todo es lo único que se han ganado en su vida.

Hi ho.

* * *

Capítulo 24

SUPUSE que en este ataque a mi dignidad Eliza había utilizado todas sus armas, y que de algún modo yo había sobrevivido.

Sin orgullo, con una especie de interés clínico y cínico a la vez, advertí que yo poseía un carácter férreo, aparentemente capaz de repeler cualquier ataque incluso si decidía no levantar ningún tipo de defensas.

¡Cómo me equivocaba al pensar que Eliza había agotado su furia!

Sus ataques iniciales sólo habían tenido el propósito de dejar al descubierto la corteza de mi carácter. Se había limitado a enviar patrullas ligeras para cortar los árboles y arbustos que crecían ante ella, para arrancarle sus vides, por decirlo así.

Y en ese momento, sin que yo me diera cuenta de filo, el caparazón de mi carácter estaba ya ante sus ocultos obuses, casi a quemarropa, tan frágil y desnudo como una probeta.

Hi ho.

* * *

Se produjo un momento de calma. Eliza se paseó por la sala examinando los libros, que no podía leer por supuesto. Luego se volvió hacia mí, ladeó la cabeza y preguntó:

—¿La gente ingresa en la Facultad de Medicina de Harvard porque sabe leer y escribir?

—Trabajé intensamente, Eliza —dije—. No fue fácil para mí en un comienzo. Tampoco lo es ahora.

—Si Bobby Brown obtiene el título de doctor —comentó—, quiere decir que hay alguien que cree en las curaciones milagrosas.

—No seré el mejor médico del mundo —repliqué—, tampoco seré el peor.

—Podrías tener mucho éxito con un gong —dijo. Hacía referencia a recientes rumores en el sentido de que los chinos habrían tenido un notable éxito en el tratamiento del cáncer de mama mediante el empleo de la música de antiguos gongs—. Tienes todo el aspecto de un hombre capaz de hacer sonar un gong.

—Gracias.

—Tócame —dijo.

—¿Qué?

—Soy carne de tu carne, soy tu hermana, tócame —pidió.

—Sí, por supuesto —respondí. Pero mis brazos parecían misteriosamente paralizados.

* * *

—No corre prisa —dijo Eliza.

—Bueno... —dije—, como me tienes tanto odio, yo...

—Odio a Bobby Brown —contestó.

—Como odias a Bobby Brown...

—Y a Betty Brown —interrumpió."

—Ya hace tanto tiempo de eso.

—Tócame —insistió.

—Eliza, ¡por favor! —exclamé. Mis brazos seguían sin obedecerme.

—Te tocaré yo —dijo ella.

—Lo que tú digas —contesté. Yo estaba muerto de miedo.

—¿No estarás enfermo del corazón, verdad, Wilbur?

—No —aseguré.

—Si te toco, ¿me prometes que no morirás?

—Lo prometo.

—Tal vez me muera yo —dijo Eliza.

—Espero que no.

—El hecho de que yo dé la impresión de que sé lo que va a ocurrir no quiere decir que lo sepa en realidad. Quizás no suceda nada.

—Quizás.

—Nunca te he visto tan asustado —dijo.

—Soy humano —repliqué.

—¿Quieres decirle a Normie de qué tienes miedo? —me preguntó.

—No —respondí.

* * *

Con las puntas de los dedos casi rozándome la mejilla, Eliza repitió una frase de un chiste sucio que Ancas Potrancas le había contado a uno de los sirvientes cuando éramos niños. Lo habíamos escuchado a través de una pared. Se refería a una mujer que era ferozmente activa en la relación sexual. En el chiste, la mujer hacía una advertencia a un desconocido que empezaba a hacerle el amor.

Eliza me transmitió la provocativa advertencia:

—No te quites el sombrero, chico, porque no sabemos dónde vamos a ir a parar.

* * *

Luego me tocó.

Volvimos a convertirnos en un genio único.

* * *

Capítulo 25

PERDIMOS los estribos. Sólo la gracia de Dios impidió que saliéramos dando tumbos de la casa para caer en medio de la multitud que llenaba la calle Beacon. Algunas partes de nosotros, de las que yo ya había perdido conciencia y de las que Eliza había estado durante todo aquel lapso atrozmente consciente, habían planeado este reencuentro durante largo, largo tiempo.

Ya no sabía dónde terminaba yo y dónde comenzaba Eliza. O dónde terminábamos Eliza y yo y dónde comenzaba el resto del mundo. Era maravilloso y horrible a la vez. Espero que el siguiente dato sirva para medir la cantidad de energía implicada: La orgía se prolongó durante cinco días con sus noches.

* * *

Después de eso, Eliza y yo dormimos tres días seguidos. Cuando desperté finalmente, me hallaba en mi cama. Pero me estaban dando alimentación intravenosa.

Eliza, según me enteré más tarde, había sido trasladada a su casa en una ambulancia privada.

* * *

Y si se preguntan por qué nadie nos separó ni pidió ayuda, la explicación es la siguiente: Eliza y yo capturamos a Norman Mushari, a la pobre mamá y a los sirvientes, uno por uno.

No recuerdo haber hecho eso.

Aparentemente los atamos a unas sillas de madera, los amordazamos y luego los colocamos ordenadamente alrededor de la mesa del comedor.

* * *

Gracias a Dios, les dimos agua y comida, de lo contrario nos habríamos convertido en asesinos. Sin embargo no les permitíamos ir al lavabo y sólo les dábamos mantequilla de cacahuete y sándwiches de gelatina. Parece que salí varias veces de la casa en busca de pan, gelatina y mantequilla de cacahuete.

Y a continuación la orgía volvía a comenzar.

* * *

Recuerdo que le leí a Eliza párrafos de los libros sobre pediatría, psicología infantil, sociología y antropología que yo tenía. Nunca había tirado un libro de ninguno de los cursos que había seguido.

Recuerdo unos retorcidos abrazos que alternaban con períodos en que permanecía sentado ante la máquina de escribir con Eliza junto a mí. Yo estaba escribiendo algo a una velocidad sobrehumana.

Hi ho.

* * *

Cuando salí del estado de coma, Mushari y mis propios abogados ya habían pagado generosamente a los sirvientes por la agonía que habían sufrido sentados a la mesa y por su silencio respecto de las espantosas cosas que habían presenciado.

Mamá ya había sido dada de alta en el Hospital General de Massachusetts y estaba de vuelta en cama en su casa de la Bahía de las Tortugas.

* * *

Físicamente, yo había sufrido un agotamiento y nada más.

Sin embargo, cuando se me permitió levantarme me sentía tan afectado psicológicamente que pensé que todo me iba a resultar desconocido. Si ese día hubiésemos tenido gravedad variable, como de hecho ocurrió muchos años más tarde, si hubiese tenido que arrastrarme a gatas por la casa, como lo hago a menudo ahora, todo eso me hubiera parecido la reacción adecuada del Universo ante todo lo que yo había sufrido.

* * *

Pero las cosas habían cambiado muy poco. La casa estaba perfectamente ordenada.

Los libros nuevamente en los estantes, un termostato destrozado sustituido, tres sillas del comedor enviadas a un taller de reparaciones, sólo la alfombra se veía algo diferente, unas zonas más pálidas indicaban el lugar donde habían estado las manchas.

La única prueba de que algo extraordinario había ocurrido era en sí misma un modelo de pulcritud: un manuscrito depositado sobre una mesita del salón, sobre la que yo había tecleado tan furiosamente durante mi pesadilla.

Eliza y yo habíamos escrito, sin que yo supiera cómo, un manual sobre cómo criar a los hijos.

* * *

¿Tenía algún valor? En realidad, no. Sólo sirvió para que llegara a convertirse, después de la Biblia y
El placer de cocinar
, en el libro de más éxito de todos los tiempos.

Hi ho.

* * *

Lo encontré tan útil cuando empecé a practicar la pediatría en Vermont que lo hice publicar bajo el seudónimo de Eli W. Rockmell, médico, una especie de amalgama del nombre de Eliza y el mío.

Fue el editor quien le puso título. Se llamó
Así que se decidieron a tener un niño
.

* * *

Pero durante nuestra orgía Eliza y yo dimos al libro un título y una paternidad literaria muy diferentes. Fueron los siguientes:

EL GRITO DEL NOCTURNO CHOTACABRAS

por

BETTY Y BOBBY BROWN

* * *

Capítulo 26

UN mutuo terror nos mantuvo separados después de la orgía. Norman Mushari, que era nuestro enlace, me dijo que Eliza se hallaba en peor estado que yo a causa de todo lo sucedido.

—Casi tuve que internarla de nuevo —me explicó—. Y esta vez por una buena razón.

* * *

Machu Picchu, la antigua capital inca situada en la cumbre de los Andes peruanos, se estaba convirtiendo entonces en un refugio para la gente rica y sus parásitos, gente que huía de las reformas sociales y el desastre económico, y que provenía no sólo de los Estados Unidos, sino de todos los rincones del mundo. Incluso había algunos chinos de tamaño natural que se habían negado a permitir que sus hijos fueran miniaturizados.

Y Eliza se trasladó a un condominio allí para estar lo más lejos posible de mí.

* * *

Cuando Mushari vino a mi casa a contarme lo del probable traslado de Eliza a Perú, una semana después de la orgía, me confesó que se había sentido totalmente confundido mientras se hallaba atado a la silla del comedor.

—Tuve la impresión de que se convertían en algo progresivamente monstruoso, como una especie de hermanos Frankenstein —me dijo—. Me convencí de que en algún lugar de la casa había un conmutador que los controlaba. Incluso llegué a descubrir cuál podría ser. Apenas me desaté corrí y lo saqué de cuajo.

Era Mushari quien había arrancado el termostato de la pared.

* * *

Para demostrarme lo cambiado que estaba, reconoció que sus motivaciones para obtener la libertad de Eliza habían sido totalmente egoístas.

—Yo era un cazador de comisiones. Me dedicaba a buscar a la gente rica que había sido injustamente encerrada en hospitales psiquiátricos y obtenía su libertad. Dejaba que los pobres se pudrieran en sus mazmorras.

—De todos modos prestaba un servicio útil —comenté.

—No, no lo creo —replicó—. Prácticamente todas las personas cuerdas que saqué del hospital se volvieron locas casi inmediatamente después.

—De pronto me siento muy viejo —dije—. Ya no soporto más.

Hi ho.

* * *

De hecho, Mushari quedó tan afectado por la orgía que traspasó la responsabilidad de todos los asuntos legales y financieros de Eliza a la misma gente que se encargaba de los de mamá y los míos.

Sólo una vez volví a saber de él, unos dos años más tarde, más o menos en la época en que me gradué en la Facultad de Medicina —a propósito, obtuve las peores calificaciones de mi promoción—. Mushari había patentado un invento. Una fotografía de él y una descripción de su invento aparecían en una de las páginas económicas de
The New York Times
.

En ese tiempo el zapateo se había convertido en una obsesión nacional. Mushari había inventado pasos de baile que podían ser adheridos a las suelas de los zapatos y luego quitados. La persona, según Mushari, podía llevar estos pasos en una pequeña bolsa de plástico en el bolsillo o en el bolso, y ponérselos solo cuando fuese el momento de zapatear.

* * *

Capítulo 27

NUNCA volví a ver el rostro de Eliza después de la orgía. Sólo escuché su voz en dos ocasiones: cuando recibí mi título de médico, y luego cuando era presidente de los Estados Unidos de Norteamérica y ya hacía largo, largo tiempo que ella había muerto.

Hi ho.

* * *

Cuando con motivo de mi graduación mi madre organizó una fiesta en Boston, en el Ritz, ni ella ni yo nos imaginamos que Eliza llegaría a enterarse y que viajaría desde el Perú.

Mi hermana gemela nunca escribió ni telefoneó. Los rumores que nos llegaban acerca de ella eran tan imprecisos como los que provenían de la China. Bebía en exceso, comentó alguien. Había comenzado a jugar al golf.

* * *

Estaba disfrutando de mi fiesta cuando un botones se me acercó para decirme que alguien quería verme; no me esperaba en el vestíbulo, sino afuera, en medio de la fragante noche de luna. Eliza no podía estar más lejos de mis pensamientos.

Mientras seguía al botones, me imaginaba que el Rolls Royce de mi madre estaría estacionado ahí fuera.

Me tranquilizaban el uniforme y los modales serviles de mi guía. También me sentía un poco mareado a causa del champán. No vacilé en seguirlo cuando cruzó la calle Arlington y luego penetró en el parque encantado, en el jardín botánico.

Se trataba de un impostor. No era en absoluto un botones.

* * *

Nos internamos en el bosque y en cada uno de los claros que aparecían yo esperaba ver el Rolls Royce de mi madre.

En cambio, el guía me llevó hasta una estatua que representaba una antigua figura de un médico, vestido en un estilo muy parecido al que me gustaba exhibir a mí. De aspecto melancólico pero orgulloso, sostenía en los brazos a un joven dormido.

Other books

The Case of the Horrified Heirs by Erle Stanley Gardner
Fixed in Fear by T. E. Woods
What Happened to Lani Garver by Carol Plum-Ucci
Man Without a Heart by Anne Hampson