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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Payasadas (4 page)

BOOK: Payasadas
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* * *

Muchas de las lápidas se habían hundido hasta desaparecer o estaban volcadas. El tiempo había desdibujado los epitafios de las que se mantenían en pie. Pero había un inmenso monumento de gruesas paredes de granito, techo de pizarra y grandes puertas, que a no dudar se mantendría en pie después del día del juicio. Era el mausoleo del fundador de la fortuna de la familia y el que hizo construir nuestra mansión, el profesor Elihu Roosevelt Swain.

* * *

Me atrevería a decir que el profesor Swain fue con mucho el más inteligente de todos nuestros antepasados conocidos: Rockefeller, Dupont, Mellon, Vanderbilt, Dodge y todos esos. Obtuvo un grado académico en el Instituto de Tecnología de Massachusetts a los dieciocho años, y a los veintidós se trasladó a la Universidad Cornell para formar el Departamento de Ingeniería Civil. Por ese entonces, ya tenía en su haber varias importantes patentes de puentes para ferrocarriles y sistemas de seguridad, que hubiesen bastado para convertirle en millonario.

Pero no se sentía satisfecho. Muy pronto creó la Compañía Constructora de Puentes Swain, la cual diseñó y supervisó la construcción de la mitad de los puentes de ferrocarriles del planeta.

* * *

Era un ciudadano del mundo. Hablaba varios idiomas y era amigo personal de varios jefes de Estado. Pero cuando llegó el momento de construirse su propio palacio, lo situó entre los manzanos de sus ignorantes antepasados.

Fue la única persona a quien le gustó ese edificio monstruoso, antes de que llegáramos Eliza y yo. ¡Fuimos tan felices allí!

* * *

Eliza y yo compartíamos un secreto con el profesor Swain, a pesar de que ya hacía medio siglo que había muerto. La servidumbre no lo sabía. Nuestros padres no lo sabían. Y los trabajadores que restauraron el edificio aparentemente nunca lo sospecharon, aunque tuvieron que instalar cañerías, alambres y conductos para la calefacción en extraños lugares.

Este era el secreto: había una mansión escondida dentro de la mansión. Se podía entrar en ella a través de escotillas y paneles corredizos. Estaba formada por escaleras secretas, lugares para escuchar las conversaciones provistos de orificios para mirar, y pasajes secretos. Había túneles, también.

De hecho Eliza y yo podíamos desaparecer por un enorme reloj de pared en el salón de baile de la torre situada en el extremo norte y surgir casi a mil metros de distancia a través de una escotilla en el suelo del mausoleo del profesor Elihu Roosevelt Swain.

* * *

Había otro secreto que también compartíamos con el profesor. Nos enteramos revisando algunos papeles que había en la mansión. Su apellido intermedio no había sido realmente
Roosevelt
. Se lo había puesto para parecer más aristocrático cuando se matriculó en el Instituto de Tecnología de Massachusetts.

El nombre que figuraba en su certificado de bautismo era Elihu Potrancas Swain.

Supongo que fue a raíz de este ejemplo que Eliza y yo concebimos la idea de cambiar, llegado el momento, los apellidos intermedios de todo el mundo.

* * *

Capítulo 4

CUANDO el profesor Swain falleció, estaba tan gordo que no me explico cómo pudo haber transitado por sus pasadizos secretos. Eran muy estrechos. Sin embargo, aunque medíamos dos metros, Eliza y yo cabíamos perfectamente porque los techos eran muy altos.

En efecto, y el profesor Swain murió de gordura en la mansión, en el curso de una cena de honor de Samuel Langhorne Clemens y Thomas Alva Edison.

Esos tiempos ya no volverán.

Eliza y yo encontramos el menú. El primer plato era sopa de tortuga.

* * *

De vez en cuando los sirvientes comentaban entre ellos que la casa estaba embrujada. Oían risotadas y estornudos en las paredes y el crujir de escalones donde no había escalones y un abrir y cerrar de puertas donde no había puertas.

Hi ho.

* * *

Resultaría sumamente estremecedor que, como un anciano centenario y loco, denunciara desde las ruinas de Manhattan que Eliza y yo fuimos sometidos a actos de indescriptible crueldad en esa tenebrosa casona. Pero en realidad puede que hayamos sido los niños más felices que ha conocido la historia.

Ese éxtasis no terminó hasta que cumplimos quince años.

Calcule usted.

En efecto, y cuando me convertí en pediatra y ejercía la medicina rural en la mansión en la que me había criado, a menudo me decía, pensando en alguno de mis pacientes y recordando mi propia niñez: «Esta persona acaba de llegar a este planeta, no sabe nada de él, no tiene pautas para juzgarlo. A esta persona no le importa en qué pueda llegar a convertirse. Está ansiosa por transformarse en cualquier cosa que se suponga que debe ser».

Esto describe indudablemente el estado de ánimo de Eliza y mío cuando éramos muy jóvenes. Toda la información que recibíamos acerca del planeta sobre el que nos encontrábamos, indicaba que convertirse en idiota era una cosa deliciosa.

De modo que cultivamos la idiotez.

Nos negamos a hablar en forma coherente en público. Sólo decíamos «bú» y «dú». Babeábamos y hacíamos girar los ojos. Nos tirábamos pedos y nos reíamos. Comíamos engrudo.

Hi ho.

* * *

Consideren lo siguiente: éramos el centro de las vidas de aquellos que se preocupaban por nosotros. Ellos sólo podían ser heroicamente cristianos ante sus propios ojos si Eliza y yo seguíamos siendo desvalidos y detestables. Si nos convertíamos en personas sensatas e independientes, ellos se transformarían automáticamente en nuestros monótonos inferiores. Si éramos capaces de hacer frente al mundo, ellos podrían perder sus aposentos, sus televisores en color, la ilusión de sentirse una especie de doctor o enfermera y además sus bien pagados empleos.

De modo que desde el mismo principio, y sin saber muy bien que lo estaban haciendo, estoy seguro, cientos de veces al día nos rogaban que siguiéramos siendo desvalidos y detestables.

Había un sólo paso que ellos deseaban que diéramos por el camino del progreso humano. Esperaban con todo su corazón que aprendiéramos a avisar cuando queríamos hacer nuestras necesidades.

Como he dicho, obedecíamos con mucho gusto.

* * *

Pero al cumplir los cuatro años ya habíamos aprendido a leer y escribir en secreto. A los siete sabíamos leer y escribir francés, alemán, italiano, latín y griego clásico, y también cálculo diferencial.

Había miles de libros en la mansión. Cuando cumplimos los diez años, ya los habíamos leído todos a la luz de una vela, durante la hora de la siesta o después de acostarnos por la noche, en pasadizos secretos o incluso en el mausoleo de Elihu Roosevelt Swain.

* * *

Pero seguimos babeando y balbuceando cada vez que había algún adulto cerca. Era divertido.

No ardíamos en deseos de exhibir nuestra inteligencia en público. No se nos ocurría pensar que fuese útil o atractiva en algún sentido. Creíamos que era sólo un ejemplo más de nuestra anormalidad, como esas tetillas y dedos que nos sobraban.

Y quizás tuviéramos razón en eso, ¿sabe?

Hi ho.

* * *

Capítulo 5

MIENTRAS tanto, incansablemente, día tras día, el joven y extraño doctor Stewart Rawlings Mott nos pesaba, nos medía, escudriñaba nuestros orificios y nos tomaba muestras de orina.

—¿Cómo estamos hoy? —solía decir.

Le contestábamos «bú» y «dú» y cosas así. Le llamábamos «fisgaculos».

Y nosotros mismos hacíamos todo lo posible para que cada día fuese exactamente igual al anterior. Cada vez que Fisgaculos nos felicitaba por nuestro saludable apetito y la regularidad de nuestros movimientos intestinales, por ejemplo, yo invariablemente me metía los pulgares en las orejas y movía los dedos, y Eliza se levantaba la falda y hacía sonar el elástico de sus pantis sobre el vientre.

Eliza y yo creíamos entonces lo que yo todavía creo ahora: Que la vida puede ser indolora si existe la tranquilidad suficiente para que una docena de rituales puedan ser repetidos interminablemente.

Creo que idealmente la vida debería ser como el minué o la polca, algo que se puede aprender fácilmente en una escuela de danza.

* * *

Incluso hasta este momento persiste en mí la duda. No sé si el doctor Mott nos amaba y sabía lo inteligentes que éramos y deseaba protegernos de la crueldad del mundo exterior, o si estaba mal de la cabeza.

Después de la muerte de mi madre, descubrí que el armario de la ropa blanca que se encontraba a los pies de su cama estaba repleto de paquetes que contenían los informes que el doctor Mott presentaba dos veces por semana. Mencionaba las cantidades cada vez mayores de comida que consumíamos y luego excretábamos. Hacía notar también nuestro incansable buen humor y nuestra resistencia natural a las enfermedades comunes de la infancia.

Las cosas que mencionaba eran, de hecho, los mismos fenómenos que el ayudante de un carpintero no podría haber dejado de notar, como por ejemplo que a los nueve años Eliza y yo medíamos más de un metro ochenta.

Sin embargo, por mucho que aumentara nuestro volumen, había unos números que permanecían constantes en sus informes: nuestra edad mental oscilaba entre los dos y los tres años.

Hi ho.

* * *

Fisgaculos, junto con mi hermana, por supuesto, es una de las pocas personas que ansío ver en la otra vida.

Me muero de ganas de preguntarle qué pensaba realmente de nosotros cuando éramos niños, qué sospechaba, cuánto sabía en realidad.

* * *

Eliza y yo debimos darle miles de pistas respecto de nuestra inteligencia. No éramos unos embusteros muy astutos. Después de todo sólo éramos niños.

Me parece muy probable que cuando balbuceábamos en su presencia, utilizáramos palabras tomadas de algún idioma extranjero que él pudiese reconocer. También es posible que visitara la biblioteca de la mansión, que no despertaba ningún interés entre la servidumbre, y encontrara los libros algo desordenados.

Quizá descubrió por accidente los pasadizos secretos. Con frecuencia solía vagar por la casa después de cumplir sus obligaciones, lo recuerdo, y explicaba a los sirvientes que su padre había sido arquitecto. Puede que llegara a introducirse en alguno de los pasillos secretos y encontrara los libros que leíamos allí, y quizás advirtió que el suelo estaba salpicado de cera de vela.

Quién sabe.

* * *

También me hubiese gustado saber cuál era su secreto pesar. Cuando Eliza y yo éramos jóvenes nos hallábamos tan absortos el uno en el otro que rara vez advertíamos el estado de ánimo de los demás. Pero estábamos realmente impresionados por la tristeza del doctor Mott. De modo que debía ser profunda.

* * *

Una vez le pregunté a su nieto Stewart Oropéndola-2 Mott, el rey de Michigan, si tenía idea de por qué el doctor Mott había encontrado que la vida era algo tan abrumador.

—La gravedad no había comenzado a hacer de las suyas —le dije—. El color del cielo no había pasado definitivamente del azul al amarillo. Todavía no se habían agotado los recursos naturales del planeta. El país no había sido despoblado por la influenza albana y La Muerte Verde.

»Su abuelo tenía un coche, una casa, un consultorio, una esposa y un hijo —continué diciendo al rey— y, sin embargo, siempre se le veía
abatido
.

A propósito, mi entrevista con el rey tuvo lugar en su palacio del lago Maxinkuckee, al norte de Indiana, donde una vez estuvo situada la Academia Militar Culver. Nominalmente yo seguía siendo el presidente de los Estados Unidos, pero había perdido todo tipo de control sobre las cosas. Ya no había congreso, ni tribunales federales, ni tesoro ni ejército ni nada de eso.

Lo más probable es que no quedasen más de ochocientas personas en la ciudad de Washington. Mi personal se había reducido a un empleado cuando presenté mis respetos al rey.

Hi ho.

* * *

Me preguntó si le consideraba un enemigo, y le contesté:

—¡Cielos, no, Majestad! Estoy encantado de que alguien de su valer haya traído la ley y el orden al Medio-Oeste.

* * *

Se impacientó cuando le insistí en que me hablara más de su abuelo el doctor Mott.

—¡Santo Dios! —exclamó—, ¿qué norteamericano sabe algo acerca de sus abuelos?

* * *

En esos días era un joven santo-soldado, ascético, flaco y flexible. Melody, mi nieta, llegaría a conocerle mucho después cuando se convirtió en un viejo obsceno, un gordo voluptuoso cuyas túnicas estaban incrustadas en piedras preciosas.

* * *

Cuando lo vi, llevaba una simple túnica de soldado sin ninguna de las insignias de su rango.

En cuanto a mi vestimenta, era apropiadamente circense: sombrero de copa, frac, pantalones a rayas, un chaleco gris perla, polainas del mismo color, una sucia camisa blanca con cuello alto y corbata. La parte delantera de mi chaleco estaba adornada con una cadena de oro que había pertenecido a John D. Rockefeller, el antepasado mío que fundó la Standard Oil. De la cadena colgaba mi llave Phi Beta Kappa de Harvard y un narciso de plástico en miniatura. Por ese entonces mi segundo nombre había sido cambiado legalmente de
Rockefeller
a
Narciso-11
.

—Hasta donde yo sé —continuó el rey—, en la rama de la familia a la que pertenecía el doctor Mott no hubo asesinatos ni malversaciones ni suicidios ni problemas con la bebida o las drogas.

Él tenía treinta años, yo setenta y nueve.

—Quizá el abuelo fuese una de esas personas que nacieron infelices —añadió—. ¿Se le ha ocurrido alguna vez pensar en eso?

* * *

Capítulo 6

Quizá haya gente que realmente nace infeliz.

Ciertamente, espero que no sea así.

Hablando por mi hermana y por mí mismo: nacimos con la capacidad y la determinación de ser extremadamente felices todo el tiempo.

Quizás incluso en esto éramos monstruos.

Hi ho.

* * *

¿Qué es la felicidad?

En el caso de Eliza y en el mío, la felicidad consistía en estar perpetuamente en compañía del otro, con montones de sirvientes y buena comida, viviendo en una mansión tranquila y llena de libros, situada en un asteroide cubierto de manzanos, y creciendo como dos mitades especializadas de un mismo cerebro.

Aunque nos sobábamos y abrazábamos con mucha frecuencia, nuestras intenciones eran puramente intelectuales. Es cierto que Eliza alcanzó su madurez sexual a los siete años. Sin embargo, yo no entré en la pubertad hasta mi último año de estudios en la Escuela de Medicina de Harvard, a los veintitrés años. Eliza y yo utilizábamos el contacto corporal con la única finalidad de aumentar la intimidad de nuestros cerebros.

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