Pantaleón y las visitadoras (13 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Erótico, Humor, Relato

BOOK: Pantaleón y las visitadoras
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—Nunca he visto un embarazo tan normal, señora Pantoja —la tranquiliza el doctor Arizmendi—. Todo va muy bien, no se preocupe. Lo único, cuidar los nervios.

Y para eso, ya sabe, ni acordarse ni hablar de la tragedia de Moronacocha.

—Bueno, a levantase y hacel los ejecicios, señol Pantoja —salta de la cama Panta—. Aliba, aliba.

—Te odio, muérete, por qué no me das gusto —le tira una almohada Pochita—. No hables como chino, Panta.

—Es que estoy contento, chola, las cosas van marchando —abre y cierra los brazos, se levanta y se agacha Panta—. Nunca creí sacar adelante la misión que me dio el Ejército. Y en sólo seis meses he progresado tanto que yo mismo me asombro.

—Al principio te fastidiaba ser espía, tenías pesadillas y llorabas y gritabas de dormido —le saca la lengua Pochita—. Pero ahora estoy notando que el Servicio de Inteligencia te encanta.

—Claro que estoy enterado de ese horror —asiente el capitán Pantoja—. Imagínese que mi pobre madre alcanzó a ver el espectáculo, Bacacorzo. Se desmayó de la impresión, por supuesto, y ha pasado tres días en la clínica, bajo tratamiento médico, con los nervios hechos trizas.

—¿No tenías que salir a las seis y media, hijito? —asoma la cabeza la señora Leonor—. Ya está tu desayuno servido.

—Me ducho en un dos pol tles, mamacita —hace flexiones, boxea con su sombra, salta la cuerda Panta—. Buenos días, señola Leonol.

—Qué le pasa a tu marido que anda así —se sorprende la señora Leonor—. Tú y yo con el alma en un hilo por lo que ha pasado en esta ciudad y él más alegre que un canario.

—El sequeto es la Blasileña —murmura el Chino Porfirio—. Te lo julo, Chuchupe. La conoció anoche, donde Aladino Pandulo y quedó bizco. No podía disimulal, se le tocían los ojos de la admilación. Esta vez cayó, Chuchupe.

—¿Sigue tan bonita o ya se desmejoró algo? —dice Chuchupe—. No la veo desde antes que se fuera a Manaos. Entonces no se llamaba Brasileña, Olguita nomás.

—Tumba al suelo de buena moza, y además de ojos; tetitas y pienas, que toda la vida fuelon de escapalate, ha echado un magnífico culo —silba, manosea el aire el Chino Porfirio—. Se entiende que dos tipos se matalán pol ella.

—¿Dos? —niega con la cabeza Chuchupe—. Sólo el gringuito misionero, que yo sepa.

—¿Y el estudiante, mamy? —se hurga la nariz Chupito—. El hijo del Prefecto, el ahogado de Moronacocha. También se suicidó por ella.

—No, ése fue accidente —le aparta la mano de la nariz y le alcanza un pañuelo Chuchupe—. El mocoso ya se había consolado, venía otra vez a Casa Chuchupe y se ocupaba con las chicas de lo más bien.

—Pero en la cama las hacía llamarse a todas Olguita —se suena y devuelve el pañuelo Chupito—. ¿No te acuerdas cómo nos reíamos espiándolo, mamy? Se arrodillaba y les besaba los pies imaginándose que eran ella. Se mató por amor, estoy seguro.

—Yo sé pol qué dudas, mujel de hielo —se toca el pecho el Chino Porfirio—. Poque a ti te falta lo que a Chupón y a mí nos sobla: colazón.

—Pobre, la compadezco señora Leonor —se estremece Pochita—. Si yo, que sólo conozco el crimen de oídas y de leídas, tengo pesadillas y me despierto creyendo que están crucificando al cadetito, cómo no va a estar usted medio loca, habiendo visto a la criatura con sus propios ojos. Ay, señora Leonor, hablo de eso y se me escarapela el cuerpo, le digo.

—Vaya Olguita, se ha pasado la vida haciendo estragos —filosofa Chuchupe—. Y apenas regresa de Manaos me la pescan trabajando en plena vermouth del cine Bolognesi con un teniente de la Guardia Civil. ¡Las cosas que habrá hecho en el Brasil!

—Una mujer de rompe y raja, como a mí me gustan —se muerde los labios Chupito—. Bien servida de aquí y de acá, un álamo de alta y hasta parece que inteligente.

—¿Quieres que te ahogue en el río, feto de piojo? —le da un empujón Chuchupe.

—Era una broma para hacerte rabiar, mamy —brinca, la besa, suelta una carcajada Chupito—. Para mi corazoncito sólo tú existes. A las otras, las veo con los ojos de la profesión.

—¿Y el señor Pantoja ya la contrató? —dice Chuchupe—. Qué bueno sería verlo caer por fin en las redes de una mujer: los enamorados siempre se ponen blandos. Él es demasiado recto, le hace falta.

—Quiele, pelo no le alcanza la platita —bosteza el Chino Porfirio—. Ah, qué sueño, lo único que no me gusta del Sevicio son estas levantadas al alba. Ahí llegan las muchachas, Chupón.

—Pude darme cuenta desde que baje del taxi —se entrechocan los dientes de la señora Leonor—. Pero no me di, Pochita, pese a que noté el Arca más llena que otras veces y a que todo el mundo estaba, no sé, medio histérico. Rezaban, lloraban a gritos, había electricidad en el aire. Y, encima, esos truenos y relámpagos.

—Buenos días, visitadoras contentas y alegres —canta Chupito—. A ver, me van formado cola para la revista médica. Por orden de llegada y sin pelearse. Como en el cuartel, como le gusta a Pan-Pan.

—Que ojos de mala noche, Pichuza —la pellizca en la mejilla el Chino Porfirio—. Se nota que no te basta el Servicio.

—Si sigues trabajando por tu cuenta, no durarás mucho aquí —advierte Chuchupe—. Ya se lo has oído mil veces a Pan-Pan.

—Hay incompatibilidad entre visitadora y puta, con perdón de la expresión —sentencia el señor Pantoja—. Ustedes son funcionarias civiles del Ejército y no traficantes del sexo.

—Pero si no he hecho nada, Chuchupe —le muestra las uñas a Porfirio, se da una palmada en el trasero y zapatea Pichuza—. Tengo mala cara porque estoy con gripe y me desvelo en las noches.

—Ya no hable de eso, señora Leonor —la abraza Pochita—. El médico le ha recetado no pensar en ese niño y lo mismo a mí, acuérdese. Dios mío, pobre criatura. ¿Seguro que ya estaba muertecito cuando lo vio? ¿O agonizaba todavía?

—Juré que no pasaría más la revista médica y no la voy a pasar, Chupo —se coloca los puños en las caderas Pechuga—. Ese enfermero es un vivo, a mi no me pone nunca más la mano encima.

—Entonces te la pondré yo —grita Chupito—. ¿No has leído ese cartel? Lee, lee ¿qué mierda dice?

—«Las ordenes se obedecen sin dudas ni murmuraciones» —lee Chuchupe.

—¿No has leído este otlo? —grita el Chino Porfirio—. Ya tiene más de un mes colgado ahí.

—«Solo se puede alegar contra una orden después de cumplirla» —lee Chuchupe.

—No los he leído porque no sé leer —se ríe Pechuga—. Y a mucha honra.

—La Pechuga tiene razón, Chuchupe —se adelanta Peludita—. Ése es un abusivo, la revista médica es su gran viveza para aprovecharse. Con el cuento de buscar enfermedades, nos mete la mano hasta el cerebro.

—La última vez tuve que darle un sopapo —se rasca la espalda Coca—. Me mando un mordisco aquí, justo donde me dan esos calambres que usted sabe.

—A la cola, a la cola y no protesten que el enfermero también tiene su corazoncito —da palmadas, sonríe, las arrea Chuchupe—. No sean malagradecidas, qué más quieren que el Servicio las haga examinar y las tenga siempre sanitas.

—¡Formen cola y vayan pasando, chuchupitas! —ordena Chupito—. Pan-Pan quiere que los convoyes estén listos para la partida cuando él llegue.

—Sí, creo que ya estaba, ¿acaso no dicen que lo clavaron apenas comenzó el aguacero? —le tiembla la voz a la señora Leonor—. Por lo menos, cuando yo lo vi no se movía ni lloraba. Y mira que lo vi desde muy, muy cerca.

—¿Le transmitió al general Scavino mi solicitud? —apunta a una garza que se asolea en la rama de un árbol, dispara y falla el capitán Pantoja—. ¿Acepta recibirme?

—Lo espera en la Comandancia a las diez de la mañana —mira al animal alejarse aleteando frenético sobre los árboles el teniente Bacacorzo—. Pero aceptó a regañadientes, ya sabe que el Servicio de Visitadoras no ha contado nunca con su aprobación.

—Lo sé de sobra, en siete meses sólo he podido verlo una vez —vuelve a levantar la escopeta y dispara contra la caparazón vacía de una tortuga y la hace brincar con el polvo el capitán Pantoja—. ¿Cree que es justo, Bacacorzo? Encima de que se trata de una misión difícil, Scavino me tiene entre ojos, me cree un personaje tenebroso. Como si yo hubiera inventado el Servicio.

—No lo ha inventado, pero ha hecho maravillas con él, mi capitán —se tapa los oídos el teniente Bacacorzo—. El Servicio de Visitadoras es ya una realidad y en las guarniciones no sólo es aprobado sino aclamado. Debe sentirse satisfecho de su obra.

—Todavía no puedo, qué esperanza —arroja los cartuchos vacíos, se limpia la frente, vuelve a cargar la escopeta y se la pasa al teniente el capitán Pantoja—. ¿No se da cuenta? La situación es dramática. A costa de economías y de grandes esfuerzos, aseguramos 500 prestaciones semanales. Eso nos saca muelas, nos tiene boqueando. ¿Y sabe que demanda deberíamos cubrir? ¡Diez mil, Bacacorzo!

—Tiempo al tiempo —apunta apenas a un arbusto, dispara y mata una paloma el teniente Bacacorzo—. Estoy seguro de que con su tenacidad y su sistema de trabajo, conseguirá llegar a esos diez mil polvitos, mi capitán.

—¿Diez mil semanales? —arruga la frente el general Scavino—. Es una exageración delirante, Pantoja.

—No, mi general —se colorean las mejillas del capitán Pantoja—: una estadística científica. Mire estos organigramas. Se trata de un cálculo cuidadoso y, más bien, conservador. Aquí, vea: diez mil prestaciones semanales corresponden a la «necesidad psicológico biológica primaria». Si intentáramos cubrir la «plenitud viril» de clases y soldados, la cifra sería de 53.200 prestaciones semanales.

—¿Cierto que el pobre angelito sangraba todavía de sus manitos y de sus piecesitos, señora? —balbucea, abre mucho los ojos, la boca Pochita—. ¿Que todos los hermanos y hermanas se empapaban con la sangre que chorreaba del cuerpecito?

—Me va a dar un sincope —jadea el padre Beltrán—. ¿Quién le ha metido en la mollera esa aberración? ¿Quién le ha dicho que la plenitud viril sólo se alcanza fornicando?

—Los más destacados sexólogos, biólogos y psicólogos, Padre —baja los ojos el capitán Pantoja.

—¡Le he dicho que me llame comandante, carajo! —ruge el padre Beltrán.

—Perdón, mi comandante —choca los talones, se confunde, abre un maletín, saca papeles el capitán Pantoja—. Me he permitido traerle estos informes. Son extractos de obras de Freud, de Havelock Ellis, de Wilhelm Steckel, de
Selecciones
y del doctor Alberto Seguín, nuestro compatriota. Si prefiere consultar los libros, los tenemos en la biblioteca del centro logístico.

—Porque además de mujeres, también distribuye pornografía por los cuarteles —golpea la mesa el padre Beltrán—. Lo sé muy bien, capitán Pantoja. En la guarnición de Borja, su ayudante el enano repartió estas inmundicias:
Dos noches de placer
y
Vida, pasión y amores de María la Tarántula.

—A fin de acelerar la erección de los números y ganar tiempo, mi comandante —explica el capitán Pantoja—. Lo hacemos de manera regular, ahora. El problema es que no tenemos suficiente material. Son ediciones fenicias, se deterioran al primer manoseo.

—Tenía sus ojitos cerrados, la cabecita caída sobre el corazón, como un Cristo chiquito —junta las manos la señora Leonor—. De lejos parecía un monito, pero el cuerpo tan blanco me llamó la atención. Me fui acercando, llegué al pie de la cruz y entonces me di cuenta. Ay, Pochita, me estaré muriendo y todavía veré al pobre angelito.

—O sea que no fue una vez, ni iniciativa de ese enano satánico —aceza, suda, se ahoga el padre Beltrán—. Es el mismísimo Servicio de Visitadoras quien regala esos folletos a los soldados.

—Los prestamos, no hay presupuesto para regalarlos —aclara el capitán Pantoja—. Un convoy de tres a cuatro visitadoras tiene que despachar en una jornada a cincuenta, sesenta, ochenta clientes. Las novelitas han dado buen resultado y por eso las usamos. El número que va leyendo estos folletos mientras hace la cola, termina la prestación dos y tres minutos antes que el que no. Está explicado en los partes del Servicio, mi comandante.

—Lo habré oído todo antes de morirme, Dios mío —manotea en el perchero, coge su quepí, se lo pone y se cuadra el padre Beltrán—. Nunca imaginé que el Ejército de mi Patria iba a caer en semejante podredumbre.

Esta reunión es muy lastimosa para mí. Permítame retirarme, mi general.

—Siga nomás, comandante —le hace una venia el general Scavino—. Ya ve en qué estado lo pone a Beltrán el maldito Servicio de Visitadoras, Pantoja. Y con razón, claro. Le ruego que en el futuro nos ahorre los detalles escabrosos de su trabajo.

—Cuánto siento lo de tu suegra, Pochita —destapa la olla, prueba con la punta de la cuchara, sonríe, apaga la cocina Alicia—. Habrá sido terrible para ella ver eso ¿Sigue siendo hermana? ¿No la han molestado? Parece que la policía está metiendo presa a toda la gente del Arca, en busca de los culpables.

—¿Para qué ha pedido esta audiencia? Ya sabe que no quiero verlo por aquí —consulta su reloj el general Scavino—. Cuanto más claro y más breve sea, mejor.

—Estamos totalmente desbordados —se angustia el capitán Pantoja—. Hacemos esfuerzos sobrehumanos para ponernos a la altura de nuestras responsabilidades. Pero es imposible. Por radio, por teléfono, por carta nos abruman con solicitudes que no estamos en condiciones de satisfacer.

—Qué mierda pasa, en tres semanas no ha llegado un solo convoy de visitadoras a Borja —se enfurece, sacude el auricular, grita el coronel Peter Casahuanqui—. Tiene usted a mis hombres melancólicos, capitán Pantoja, me voy a quejar a la superioridad.

—Pedí un convoy y me mandaron una muestra —mordisquea la uña del dedo meñique, escupe, se indigna el coronel Máximo Dávila—. ¿Se le ocurre que dos visitadoras pueden atender a ciento treinta números y a dieciocho clases?

—Y qué quieres que haga si no hay más chicas disponibles —mueve las manos, ensaliva el aparato de radio Chuchupe—. ¿Que ponga putas como las gallinas ponen huevos? Además, te mandamos sólo dos pero una era Pechuga, que vale diez. Y por último ¿desde cuándo me usteas tú, Cocodrilo?

—Voy a quejarme a la Comandancia de la V Región por sus discriminaciones y preferencias, punto seguido —dicta el coronel Augusto Valdés—. La guarnición del río Santiago recibe un convoy cada semana y yo uno cada mes, punto. Si cree que los artilleros son menos hombres que los infantes, coma, estoy dispuesto a demostrarle lo contrario, coma, capitán Pantoja.

—No, a mi suegra no la han molestado, pero Panta tuvo que ir a la Comisaría a explicar que la señora Leonor no tenía nada que ver con el crimen —Pochita prueba también la sopa y exclama te salió regia, Alicia—. Y un policía vino a la casa, a hacerle preguntas sobre lo que había visto. Qué va a seguir siendo «hermana», no quiere oír hablar del Arca y al Hermano Francisco lo crucificaría por el mal rato que pasó.

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