—Todo eso lo sé de sobra y me entristece —asiente el general Scavino—. Pero no me sorprende, cuando se juega con fuego uno se quema. La gente se ha enviciado y, naturalmente, quiere más y más. El error estuvo en comenzar. Ahora no se podrá parar la avalancha, cada día seguirán aumentando las solicitudes.
—Y cada día voy a poder servirlas menos, mi general —se aflige el capitán Pantoja—. Mis colaboradoras están exhaustas y no puedo exigirles más, corro el riesgo de perderlas. Es imprescindible que el Servicio crezca. Le pido autorización para ampliar la unidad a quince visitadoras.
—En lo que a mí concierne, denegado —respinga, agrava el rostro, se frota la calva el general Scavino—. Por desgracia, la última palabra la tienen los estrategas de Lima. Trasmitiré su pedido, pero con recomendación negativa. Diez meretrices a sueldo del Ejército son más que suficientes.
—Le he preparado estos informes, evaluaciones y organigramas sobre la ampliación —despliega cartulinas, señala, subraya, se afana el capitán Pantoja—. Es un estudio muy cuidadoso, me ha costado muchas noches de desvelo. Observe, mi general: con un aumento presupuestario del 22%, dinamizaríamos el volumen operacional en un 60%: de 500 a 800 prestaciones semanales.
—Concedido, Scavino —decide el Tigre Collazos—. La inversión vale la pena. Resulta más barato y más efectivo que el bromuro en los ranchos, que nunca dio resultado. Los partes hablan: desde que entró en funciones el
SVGPFA
han disminuido los incidentes en los pueblos y la tropa está más contenta. Déjalo que reclute esas cinco visitadoras.
—¿Pero y la Aviación, Tigre? —se revuelve en la silla, se levanta, se sienta el general Scavino—. ¿No ves que tenemos a toda la Fuerza Aérea en contra? Nos ha hecho saber varias veces que desaprueba el Servicio de Visitadoras. También hay oficiales del Ejército y de la Marina que lo piensan: ese organismo no congenia con las Fuerzas Armadas.
—Mi pobre vieja se había encariñado con esos locos del Arca, señor Comisario —cabecea avergonzado el capitán Pantoja—. Iba de cuando en cuando a Moronacocha a verlos y a llevarles ropita para sus niños. Una cosa rara, ¿sabe?, ella nunca había sido dada a las cosas de la religión. Pero esta experiencia la ha curado, le aseguro.
—Dale esa plata, cucufato, y no reniegues tanto —se ríe el Tigre Collazos—. Pantoja lo está haciendo bien y hay que apoyarlo. Y dile que a las nuevas reclutas las elija ricotonas, no te olvides.
—Me da usted una inmensa alegría con la noticia, Bacacorzo —respira hondo el capitán Pantoja—. Ese esfuerzo va a sacar al Servicio de un gran apuro, estábamos al borde del colapso por exceso de trabajo.
—Ya ve, salió con su gusto, puede contratar a cinco más —le entrega un comunicado, le hace firmar un recibo el teniente Bacacorzo—. Qué le importa tener en contra a Scavino y a Beltrán si los jefazos de Lima, como Collazos y Victoria, lo respaldan.
—Naturalmente que no molestaremos a su señora mamá, no se preocupe, capitán —lo toma del brazo, lo acompaña hasta la puerta, le da la mano, le hace adiós el Comisario—. Le confieso que va a ser difícil encontrar a los crucificadores. Hemos detenido a 150 «hermanas» y a 76 «hermanos» y todos lo mismo. ¿Sabes quién clavo al niño? Sí. ¿Quién? Yo. Uno para todos y todos para uno, como en
Los tres mosqueteros
, esa película de Cantinflas, ¿la vio?
—Además, me va a permitir dar un cambio cualitativo al Servicio —relee el comunicado, lo acaricia con la yema de los dedos, dilata la nariz el capitán Pantoja—. Hasta hoy elegía al personal por factores funcionales, era sólo cuestión de rendimiento. Ahora, por primera vez entrará en juego el factor estético artístico.
—Carambolas —aplaude el teniente Bacacorzo—. ¿Quiere decir que se ha encontrado una Venus de Milo aquí en Iquitos?
—Pero con los brazos completos y una carita de resucitar cadáveres —tose, pestañea, se toca la oreja el capitán Pantoja—. Discúlpeme, tengo que irme. Mi señora está donde el ginecólogo y quiero saber cómo la encuentra. Sólo faltan dos meses para que nazca el cadetito.
—¿Y si en vez de cadetito le nace una visitadorcita, señor Pantoja? —echa a reír, calla, se asusta Chuchupe—. No se moleste, no me mire así. Ah, nunca se le pueden hacer bromas, es usted demasiado serio para sus años.
—¿No has leído esa consigna, tú que debes dar aquí el ejemplo? —señala la pared el señor Pantoja.
—«Ni bromas ni juegos durante el servicio», mami —lee Chupito.
—¿Por qué no está lista la unidad para la inspección? —mira a derecha e izquierda, chasquea la lengua el señor Pantoja—. ¿Terminó la revista médica? Qué esperan para hacer formar y pasar lista.
— ¡Formen fila, visitadoras! —hace bocina con las manos Chupito.
— ¡Vuela volando, mamacitas! —corea el Chino Porfino.
—Y ahora nómbrense y numérense —taconea entre las visitadoras Chupito—. Vamos, vamos, de una vez.
—¡Uno, Rita!
—¡Dos, Penélope!
—¡Tres, Coca!
—¡Cuatro, Pichuza!
—¡Cinco, Pechuga!
—¡Seis, Lalita!
—¡Siete, Sandra!
—¡Ocho, Maclovia!
—¡Nueve, Iris!
—¡Diez, Peludita!
—Entelitas y completas, señol Pantoja —se dobla en una reverencia el Chino Porfirio.
—Se le ha quitado la superstición, pero se está volviendo beata, Panta —traza una cruz en el aire Pochita—. ¿Sabes adónde eran las escapadas de tu mamá que nos tenían tan intrigados? A la iglesia de San Agustín.
—Parte del servicio médico —ordena Pantaleón Pantoja.
—«Efectuada la revista, todas las visitadoras se hallan en condiciones de salir en operación» —descifra Chupito—. «La llamada Coca muestra algunos hematomas en la espalda y brazos, que tal vez perjudiquen su rendimiento en el trabajo. Firmado: Asistente Sanitario del
SVGPFA
».
—Mentira, ese degenerado me odia por el sopapo que le aventé, quiere vengarse —se baja el cierre, expone el hombro, el brazo, mira con odio a la Enfermería Coca—. Sólo tengo unos rasguñitos que me hizo mi gato, señor Pantoja.
—Bueno, en todo caso eso está mejor, chola —se encoge bajo las sábanas Panta—. Si con los años le ha dado por la religión, mejor que sea por la verdadera y no por creencias bárbaras.
—Un gato que se llama Juanito Marcano y es idéntico a Jorge Mistral —susurra Pechuga al oído de Rita.
—Que tú ya te lo quisieras aunque sea para Fiestas Patrias —zigzaguea como una víbora Coca—. Tetas de chancha.
—Diez soles de multa a Coca y Pechuga por hablar en filas —no pierde la calma, saca un lápiz, un cuaderno el señor Pantoja—. Si crees que estás en condiciones de salir en el convoy, puedes hacerlo, Coca, ya que te autoriza el servicio sanitario, así que no te pongas histérica. Y ahora, plan de trabajo de la jornada.
—Tres convoyes, dos de 48 horas y uno que regresa esta misma noche —emerge de detrás de la formación Chuchupe—. Ya hice el sorteo con los palitos, señor Pantoja. Un convoy de tres chicas al campamento de Puerto América, en el río Morona.
—Quién lo comanda y quiénes lo integran —moja la punta del lápiz en los labios y anota Pantaleón Pantoja.
—Lo comanda este cristiano y van conmigo Coca, Pichuza y Sandra —indica Chupito—. Loco ya está dándole su mamadera a
Dalila
, así que podemos partir en diez minutos.
—Que Loco se porte bien y no haga las travesuras de siempre, señor Pan-Pan —señala al hidroavión que se balancea en el río y a la figurita que lo cabalga Sandra—. Mire que si me mato, usted sale perdiendo. Le he dejado mis hijitas en herencia. Y tengo seis.
—Diez soles a Sandra, por el mismo motivo que a las otras —levanta el índice, escribe Pantaleón Pantoja—. Lleva tu convoy hacia el embarcadero, Chupito. Buen viaje y a trabajar con temperamento y convicción, muchachas.
—Convoy a Puerto América, nos fuimos —manda Chupito—. Cojan sus maletines. Y ahora, en dirección a
Dalila
, vuela volando, chuchupitas.
—Los convoyes dos y tres salen en
Eva
dentro de una hora —da parte Chuchupe—. En el dos, Bárbara, Peludita, Penélope y Lalita. Lo llevo yo, a la guarnición Bolognesi, en el río Mazan.
—¿Y si con tanto susto por el niñito crucificado, el cadete nace fenómeno? —hace pucheros Pochita—. Qué tragedia tan horrible sería, Panta.
—Y el tecelo sigue conmigo aguas aliba, hasta Campo Yavali —surca el aire con la mano el Chino Porfirio—. La vuelta el jueves a mediodía, señol Pantoja.
—Bien, vayan embarcando y a portarse como se pide chumbeque —hace adiós a las visitadoras Pantaleón Pantoja—. Ustedes vengan un momento a mi oficina, Chino y Chuchupe. Tengo que hablarles.
—¿Cinco chicas más? Qué buena noticia, señor Pantoja —se frota las manos Chuchupe—. Apenas regrese este convoy, se las consigo. No habrá ninguna dificultad, hay lluvia de solicitantes. Ya se lo he dicho, nos estamos haciendo famosos.
—Muy mal hecho, nosotros no debemos salir de la clandestinidad —muestra el cartel que dice «En boca cerrada no entran moscas» Pantaleón Pantoja—. Preferiría que me trajeras unas diez candidatas, para elegir yo a las cinco mejores. A cuatro, en realidad, porque la otra, he pensado…
—¡En Olguita la Blasileña! —esculpe senos, caderas, muslos el Chino Porfirio—. Una idea luminosa, señol Pan-Pan. Ese monumento nos da la fama. Vuelvo del viaje y con las mismas se la busco.
—Búscala ahorita y me la traes sin más —se ruboriza, cambia de voz Pantaleón Pantoja—. Antes de que Moquitos la enrole para sus bulines. Tienes todavía una hora, Chino.
—Vaya, qué apuradito, señor Pantoja —rezuma mermelada, azúcar, merengue Chuchupe—. Me están dando unas ganas de volver a verle la cara a la bella Olguita.
—Cálmate, amor, no pienses más en eso —se preocupa, recorta un cartón, lo pintarrajea, lo cuelga Panta—. Desde ahora, queda terminantemente prohibido hablar en esta casa del niño crucificado y de los locos del Arca. Y para que no se te olvide a ti tampoco, mamá, voy a clavar un cartel.
—Encantada de verlo de nuevo, señor Pantoja —se come todo con los ojos, se curva, perfuma el aire, pía la Brasileña—. Así que ésta es la famosa Pantilandia. Vaya, había oído hablar tanto y no podía imaginarme cómo sería.
—¿La famosa qué? —avanza la cabeza, acerca una silla Pantaleón Pantoja—. Siéntate, por favor.
—Pantilandia, así le llama la gente a esto —abre los brazos, luce las axilas depiladas, se ríe la Brasileña—. No sólo en Iquitos, por todas partes. Oí hablar de Pantilandia en Manaos. Qué nombrecito raro ¿vendrá de Disneylandia?
—Me temo que más bien venga de Panta —la observa de arriba abajo, de lado a lado, le sonríe, se pone serio, sonríe de nuevo, transpira el señor Pantoja—. Pero tú no eres brasileña sino peruana ¿no? Por tu manera de hablar, al menos.
—Nací aquí me pusieron eso porque he vivido en Manaos —se sienta, se sube la falda, saca una polvera, se empolva la nariz, los hoyuelos de las mejillas la Brasileña—. Pero, ya ve, todos vuelven a la tierra en que nacieron, como en el vals.
—Mejor sacas de ahí ese cartel, hijito —se tapa los ojos la señora Leonor—. Eso de estar leyendo «Prohibido hablar del mártir» hace que Pochita y yo no hablemos de otra cosa todo el santo día. Tienes unas ideas, Panta.
—¿Y qué cosas se dicen de Pantilandia? —tamborilea en el escritorio, se hamaca en el asiento, no sabe qué hacer con sus manos Pantaleón Pantoja—. ¿Qué has oído por ahí?
—Exageran mucho, no se le puede creer a la gente —cruza las piernas, los brazos, hace dengues, guiños, se humedece los labios mientras habla la Brasileña—. Figúrese que en Manaos decían que era una ciudad de varias manzanas y con centinelas armados.
—Bueno, no te decepciones, sólo estamos comenzando —sonríe, se muestra amable, sociable, conversador Pantaleón Pantoja—. Te advierto que, por lo pronto, ya tenemos un buco y un hidroavión. Pero esa publicidad internacional sí que no me gusta nada.
—Decían que había trabajo para todo el mundo en condiciones fabulosas —alza y baja los hombros, juega con sus dedos, agita las pestañas, cimbra el cuello, ondea los cabellos la Brasileña—. Por eso me ilusioné y tomé el barco. En Manaos dejé a ocho amigas de una casa buenísima haciendo maletas para venirse a Pantilandia. Se van a llevar la misma prendida que yo.
—Si no te importa, te ruego que llames a este lugar el centro logístico en vez de Pantilandia —se esfuerza por parecer serio, seguro y funcional el señor Pantoja—. ¿Te explicó Porfirio para qué te he hecho venir?
—Me adelantó algo —frunce la nariz, las pestañas, entorna los párpados, incendia las pupilas la Brasileña—. ¿Es verdad que hay posibilidades de trabajo para mí?
—Sí, vamos a ampliar el Servicio —se enorgullece, contempla un panel con gráficos Pantaleón Pantoja—. Empezamos con cuatro, luego aumentamos a seis, a ocho, a diez, y ahora habrá quince visitadoras. Quién sabe algún día seremos eso que se dice.
—Me alegro mucho, ya pensaba regresarme a Manaos porque veía aquí la cosa negra —se muerde los labios, se limpia la boca, se examina las uñas, sacude una mota de polvo de su falda la Brasileña—. Me pareció que no le había hecho buena impresión el día que nos conocimos en «La lámpara de Aladino Panduro».
—Te equivocas, me hiciste muy buena, muy buena —ordena lápices, cartapacios, abre y cierra los cajones del escritorio, tose Pantaleón Pantoja—. Te habría contratado antes, pero no lo permitía el presupuesto.
—¿Y se pueden saber el sueldo y las obligaciones, señor Pantoja? —estira el cuello, hace un ramillete con sus manos, trina la Brasileña.
—Tres convoyes semanales, dos por aire y uno por barco —enumera Pantaleón Pantoja—. Y diez prestaciones mínimas por convoy.
—¿Convoyes son los viajes a los cuarteles? —se asombra, palmotea, suelta una carcajada, hace un guiño pícaro, se disfuerza la Brasileña—. Y prestaciones deben ser, ay, qué risa.
—Ahora que déjame decirte una cosa, Alicia —besa la estampita del niño-mártir la señora Leonor—. Si, hicieron una monstruosidad sin nombre. Pero, en el fondo, no era maldad sino miedo. Estaban aterrados con tanta lluvia y creyeron que con el sacrificio Dios aplazaría el fin del mundo. No querían hacerle daño, pensaban que era mandarlo derechito al cielo. ¿No has visto cómo en todas las arcas que descubre la policía, le han levantado altares?
—En cuanto al porcentaje, es 50% de lo deducido a los clases y soldados por planilla —escribe en una hoja, se la entrega, puntualiza Pantaleón Pantoja—. El otro 50% se invierte en mantenimiento. Y ahora, aunque sé que contigo no es necesario, porque lo que vales, hmm, está a la vista, tengo que cumplir con la norma. Quítate el vestido un segundo, por favor.