O’Malley le dio una inyección para el dolor, aunque El Mujahid parecía no necesitarla. También le dio vitaminas, antibióticos y estimulantes. Cuando le hubo puesto vendas nuevas, Gault les dio las gracias y le sugirió al doctor que saliese afuera junto a la enfermera Anders a fumarse un cigarro. Toys fue con él.
Cuando estuvieron solos, Gault abrió una silla plegable y se sentó, inclinándose cerca del Guerrero.
—Te has hecho un buen destrozo, amigo mío. ¿Estás seguro de que puedes completar la misión? Habrá que viajar mucho. Otro helicóptero, un barco, camiones, y todo eso en pocos días. Eso basta para cansar a cualquier persona normal, pero con esa herida…
—El dolor es una herramienta —gruñó El Mujahid—. Es una piedra que sirve para afilar la determinación.
Gault no estaba seguro de que fuese una cita de las escrituras, pero sonaba bien.
—El dispositivo de detonación está en Estados Unidos —dijo Gault—, en una caja fuerte de una habitación de hotel que hemos reservado para ti. La combinación es el cumpleaños de Amirah.
Gault buscó el fogonazo de ira en los ojos de El Mujahid y, al verlo, asintió mentalmente para sí. Sí, pensó, sabe lo nuestro. Era algo que Gault empezaba a sospechar, pero todavía no sabía por qué El Mujahid no tomaba cartas en el asunto.
Entonces Gault dijo en voz alta:
—Te sugiero que lo dejes en la caja fuerte hasta el último minuto. No queremos que haya ningún accidente, ¿verdad?
—No —dijo el Guerrero en voz baja—. No queremos que ocurra eso.
Toys estaba de pie, fuera del alcance de la luz de la hoguera del campamento, perdido en las sombras profundas y oscuras que proyectaban unas palmeras de dátiles. Miraba fijamente la entrada de la tienda en la que Gault y El Mujahid se hallaban inmersos en una profunda conversación. En cuanto salió de la tienda su sonrisa se había esfumado, como si una mano hubiese entrado en su mente y hubiese desactivado un interruptor. Sus rasgos cambiaron ante la ausencia de observadores. Se convirtió en una criatura totalmente diferente.
—Amirah —murmuró en voz alta. Sus labios se curvaron formando una mueca salvaje al tacto de su nombre. Antes de que Gault la hubiese conocido, antes de que se hubiese permitido enamorarse de aquella mujer, su amigo y jefe era perfecto. Brillante, maravillosamente despiadado, eficiente e inflexible. En resumen… fantástico. Ahora Gault se estaba volviendo descuidado y se estaba confiando mucho. Demasiado. En contra de las frecuentes advertencias de Toys, Gault corría riesgos innecesarios, elaborando planes dentro de los planes, y todo eso por esa bruja loca.
—Amirah —repitió.
Dios, cómo le gustaría verla desangrarse.
Baltimore, Maryland / Martes, 30 de junio; 3.25 p. m.
Los cuatro hombres me miraban fijamente. Media hora antes éramos desconocidos y yo les estaba dando una paliza; ahora se suponía que tenía que dirigirlos en una misión de infiltración urbana con obstáculos desconocidos y, muy probablemente, contra cadáveres caminantes portadores de una plaga. ¿Cómo podía empezar una conversación con estos hombres con todo lo que teníamos encima?
De acuerdo, pensé, si vas a hacer esto, colega, entonces deberás hacerlo bien desde el principio.
—¡Ateeeeen-ción!
Todos se pusieron de pie y me prestaron atención con la velocidad y la precisión de un militar de carrera. Me acerqué hasta estar delante de ellos y les obsequié con una mirada dura y sostenida.
—Yo no hago amenazas ni me gustan las charlas, así que seré breve. Si están aquí es porque saben lo que está ocurriendo. Quizás alguno de ustedes sepa más sobre esto que yo. Da igual. Se supone que los cuatro son lo mejor de lo mejor, todos militares en activo. Hasta esta tarde yo era un detective de la policía de Baltimore. Church dice que soy capitán, pero no he visto ningún galón ni ningún cheque a nombre del «capitán Ledger», por lo que puede ser que a alguno de ustedes le suene un tanto hipotético. Pero a partir de este momento yo estoy a cargo del equipo Eco. Si a alguien no le gusta o cree que no puede trabajar conmigo puede irse ahora mismo sin perjuicio alguno. De lo contrario, permanezcan en la fila. Tienen un segundo para decidirlo.
Nadie movió un solo músculo.
—Entonces eso arreglado. Descansen. —Les hice un informe detallado y rápido sobre mi carrera militar y policial, y luego les hablé sobre mi formación en artes marciales. Terminé diciendo—: Yo no practico artes marciales para ganar trofeos ni por diversión. Soy un guerrero y entreno para ganar cualquier pelea en la que me veo envuelto. No creo en las reglas ni en las peleas limpias. Si queréis jugar limpio apuntaos a un club de boxeo. Tampoco creo en morir por mi país. Con respecto a eso pienso como el general Patton: creo que el otro tío debería morir por el suyo. ¿Alguien tiene algún problema con eso?
—Júa —murmuró el Sargento Roca, que en argot de ranger quería decir más o menos «de puta madre».
—De hecho puede que mañana mismo tengamos que hacer una operación de campo. No tenemos tiempo de establecer vínculos masculinos ni de pasar largas noches alrededor de una hoguera contando cuentos y tocando la armónica. Nos han traído aquí para trabajar en operaciones de campo. Para estar en primera línea y para disparar. Vamos a intentar hacer una infiltración silenciosa, pero, si recibimos orden de matar, asustados o no, cubriremos las paredes de sangre. Caballeros, cuando estemos preparados más vale que esos muertos vivientes de los cojones nos tengan miedo porque juro por Dios que antes o después vamos a eliminarlos. No a hacerles daño ni a detenerlos… Vamos a matarlos a todos. Fin del discurso.
Me coloqué delante del Sargento Roca. Su piel morena estaba cubierta de cicatrices, viejas y nuevas.
—Nombre y rango.
—Sargento primero Bradley Sims, de los Rangers del Ejército de Estados Unidos, señor.
«Señor.» Me llevaría tiempo acostumbrarme a aquello.
—De acuerdo, Top,
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¿por qué está aquí?
—Para servir a mi país, señor. —Tenía ese talento natural de los sargentos que consiste en mirar directamente a un oficial sin establecer contacto visual.
—No me haga la pelota. ¿Por qué está aquí?
Entonces me miró, directamente, y vi todo tipo de fuegos ardiendo en sus ojos castaños.
—Hace unos años me retiré del servicio activo para ocupar un puesto de formación en Camp Merrill. Mientras estaba allí mataron a mi hijo Henry en Irak el tercer día de la guerra. Seis días antes de que cumpliese diecinueve años. —Hizo una pausa—. Mi hija Monique perdió las dos piernas en Bagdad las Navidades pasadas cuando explotó una mina bajo su Bradley. No tengo más hijos para meter en esto. Necesito hacer algo por mí mismo.
—¿Por venganza?
—Tengo un sobrino que está empezando secundaria. Quiere alistarse en el Ejército. Si lo hace o no es elección suya, pero quizá yo pueda hacer algo y reducir el número de amenazas a las que quizá se tenga que enfrentar.
Asentí y pasé al siguiente hombre: Scarface.
—Nombre y rango.
—Alférez Oliver Brown, Ejército de Tierra, señor.
—¿Servicio?
—Dos destinos en Irak, uno en Afganistán.
—¿Acción?
—Estuve en el paso de Debecka.
Aquella fue una de las batallas más importantes de la segunda guerra de Irak. Escuché a un general en la CNN llamarla «fábrica de héroes», aunque las noticias de mayor tirada ni siquiera la mencionaron.
—¿Fuerzas especiales?
Él asintió. Lo hizo de la forma correcta, solo asintió, sin empapar el gesto de orgullo. Aquello me gustó.
—¿Fue allí donde le hicieron la cicatriz?
—No, señor, me la hizo mi padre cuando tenía dieciséis.
Ese fue la única vez en que no me miró a los ojos.
Continué. El Joker.
—Dígame.
—Suboficial segundo Samuel Tyler. Armada de los Estados Unidos. Mis amigos me llaman Skip, señor.
—¿Por qué?
Él parpadeó.
—Un apodo de cuando era niño, señor.
—Déjeme adivinar. ¿Su papá era capitán y le hacía lavarle los uniformes?
Se puso como un tomate.
—¿Fuerzas especiales de la Armada de Estados Unidos?
—No, señor. Me echaron durante la semana infernal.
—¿Por qué?
—Dijeron que era demasiado alto y que pesaba demasiado para ser un SEAL.
—Y lo es —dije, dándole un poco de cancha—. Pero no creo que vayamos a hacer mucha natación de larga distancia. Lo que necesito son hijos de puta que puedan atacar con dureza y rápido. ¿Puede hacer eso?
—Joder, puede estar seguro —dijo, y luego añadió—, señor.
Miré al último tío. El Gigante Verde. Me superaba en varios centímetros y pesaría más de ciento quince kilos. Era todo pecho y hombros y tenía una cintura de avispa. Pero a pesar de su masa corporal parecía más rápido que corpulento. No como el Hombre Mono. Todavía tenía un lado de la cara rojo e hinchado del golpe que yo le había propinado.
—Dígame.
—Bunny Rabbit,
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de las Fuerzas de Reconocimiento, señor.
Le lancé una mirada.
—¿Te crees gracioso, cabrón?
—No, señor. Me apellido Rabbit. Todo el mundo me llama Bunny.
Hizo una pausa.
—Y esto es peor, señor. Mi nombre es Roger.
El resto intentaba mantener las formas, tengo que admitirlo…, pero se partieron de risa.
—Hijo —dijo el sargento primero Sims—, ¿te odiaban tus padres?
—Sí, Top, creo que sí.
Y luego yo también me reí.
Sebastian Gault / Hotel Ishtar, Bagdad / Cuatro días antes
Gault ya había puesto en marcha muchas partes de su plan y todo iba como la seda. Gault y Toys, tanto juntos como por separado, habían supervisando personalmente las fases más importantes y había sido coser y cantar. Nadie que conociesen se podía mover por Oriente Próximo con tanta libertad como Gault; nadie perteneciente al Ejército. Incluso los embajadores tenían cinco veces más restricciones de las que le imponían a él. Sin embargo, él era único. Sebastian Gault era el único y mayor colaborador (en cuanto a ayuda económica y materiales se refiere) de la Cruz Roja, de la Organización Mundial de la Salud y de media docena de organizaciones humanitarias más. Había invertido decenas de miles de dólares en cada organización y podía decir, sin miedo a contradicciones o a descalificaciones, que había ayudado a aliviar más sufrimiento y a salvar más vidas que cualquier otra persona de este hemisferio. Sin el beneficio de un Gobierno a sus espaldas, sin ejércitos ni agendas políticas abiertas, Gault, mediante Gen2000 y otras empresas de su propiedad, había ayudado a erradicar ocho patógenos, incluida una nueva forma de ceguera de los ríos, una variedad mutada del cólera y dos cepas diferentes de tuberculosis. Su comentario en la cumbre mundial de la salud de Oslo fue, en un principio, un sinfín de frases memorables que más tarde se convirtieron, más o menos, en el credo de las organizaciones sanitarias independientes de todo el mundo: «La humanidad es lo primero. Siempre. La política y la religión, aunque valiosas, tienen una importancia secundaria. Si no trabajamos juntos para conservar la vida, para dignificarla y mantenerla fuera de peligro, entonces no tenemos nada por lo que luchar».
En realidad, la frase más inteligente que Gault había oído jamás, y la había oído de su propio padre, era «Todo el mundo tiene un precio». Su viejo padre había añadido dos trozos más como codicilo. El primero era: «Si alguien te dice que no lo puedes comprar es que no has ofrecido lo suficiente». Y el segundo era: «Si no puedes encontrar su precio, encuentra su vicio… y utilízalo».
Sebastian Gault quería a su padre. Una lástima que el hombre fumase como una chimenea, de lo contrario podría estar aquí para compartir sus millones en lugar de estar enterrado en el cementerio de Bishops Gate. El cáncer se lo había llevado en menos de seis meses. Gault cumplió dieciocho años el día antes del funeral y había pasado a ser el propietario y gerente de la cadena. La vendió de inmediato, acabó la universidad e invirtió hasta el último céntimo en acciones de la industria farmacéutica, arriesgándose, actuando como su propio bróker para ahorrarse sus honorarios e invertirlos, comprando de manera inteligente y mirando constantemente al horizonte en busca de la siguiente tendencia. A diferencia de sus colegas, nunca se molestó por buscar el vellocino de oro de las acciones farmacéuticas (la escurridiza medicina maravillosa que curaría algo de verdad). En lugar de eso, se centró en nuevas áreas de tratamiento para enfermedades que quizá nunca tendrían cura. Fue bastante tiempo después de haber ganado sus primeros mil millones cuando empezó a prestarle atención a las curas; e incluso entonces eran curas de las que nadie se preocupaba, cosas que afectaban a tribus en lugares recónditos del Tercer Mundo. De no haber sido por las noticias de Internet, quizá nunca habría ido en esa dirección, pero entonces tuvo una revelación. Una gran revelación: cura algo en el Tercer Mundo, pierde una cantidad de dinero importante en el intento y luego deja que los nuevos yonquis de Internet te conviertan en un santo.
Lo intentó y funcionó. Fue más fácil de lo que esperaba. La mayoría de las enfermedades del Tercer Mundo eran fáciles de curar; existían desde hacía mucho tiempo porque ninguna empresa farmacéutica importante da un puto centavo por la gente que se muere de hambre en alguna nación de África cuyo nombre cambia semana sí, semana no. Cuando la primera empresa de Gault, PharmaSolutions, encontró una cura para la peste del pantano, una rara enfermedad somalí, pidió prestado dinero para producir en masa y distribuir el medicamento a través de la Organización Mundial de la Salud. La OMS, la gente más honesta y con mejores intenciones del mundo, pero fáciles de engañar por su desesperada necesidad de apoyo, habló a toda la prensa mundial sobre esta compañía en ciernes que casi cae en la bancarrota buscando la cura de una trágica enfermedad. La historia llegó a Internet un martes por la mañana; el miércoles por la tarde ya estaba en la CNN y el jueves al mediodía fue recogida por agencias de noticias de todo el mundo. A la semana siguiente, antes del cierre de la jornada laboral, el precio de las acciones de la empresa se había disparado. Aquella fue la primera vez que Gault, con veintidós años, fue portada de Newsweek.
A los veintiséis ya había sido multimillonario varias veces. Invirtió millones en investigación y fue consiguiendo una cura tras otra. Cuando creó Gen2000 entró de verdad en el ruedo de la industria farmacéutica global, pero por aquel entonces ya tenía miles de millones en acciones de otras empresas farmacéuticas. El hecho de que al menos la mitad de las enfermedades para las que había encontrado una cura fuesen patógenos creados en su laboratorio nunca llegó a la prensa. Ni siquiera se rumoreaba. Era lo que tenía el dinero. Y hasta ahora, su padre, que en la gloria estuviese, había tenido razón: todo el mundo tenía un precio o un vicio.